La tecnología nos permite hablar sobre cualquier temática, comentar cualquier consideración, hasta el punto de que opiniones/comentarios poco inteligentes y/o afortunados, pero populares, se convierten en herramienta de captación de demagogos de distinto tipo.
Desde la definición de su naturaleza por Sócrates y sus discípulos, la demagogia designa a las estrategias para lograr el poder que no incorporan el contrapeso de la responsabilidad ni el análisis de sus consecuencias.
En las estrategias demagógicas, como en el idealismo hegeliano (nacionalismo, marxismo) el fin justifica los medios, al menos desde el punto de vista retórico y propagandístico.
Sobre demagogos conscientes e inconscientes
No todos los demagogos saben que recurren a una estrategia que pueda considerarse demagógica, pero ello no reduce su peligro potencial (o acaso lo amplía: la incapacidad para medir las consecuencias de declaraciones y estrategias torticeras puede acrecentar el daño de esta estrategia política).
Los actuales demagogos de la política no han leído a Maquiavelo, y seguramente aumentarían su nivel de popularidad si afirmaran que todo lo escrito sobre política y opinión pública es una conspiración del 1%, o de “los malos”, sean quienes sean, y que por tanto no hay que leerlos.
Tampoco parecen haber sopesado a Platón (República), Aristóteles (Política, sobre todo el libro III), Marco Aurelio (Meditaciones), Agustín de Hipona (Confesiones más que Ciudad de Dios), Thomas Hobbes (Leviatán), Jean-Jacques Rousseau (El contrato social), Alexis de Tocqueville (Democracia en América), y tantos otros (Thomas Paine, John Stewart Mill, Michel Foucault)…
El retirado baloncestista de Los Angeles Lakers, ensayista y respetada figura pública en su país, Kareem Abdul Jabbar, no imagina a Donald Trump cultivándose y aprendiendo con la consistencia y humildad de un auténtico presidenciable. Y, como él, nadie lo hace en realidad.
Cuando la pose se comió a la política
Todas las miradas donde la experiencia se unen con la autoridad del trabajo responsable y el intelecto, como las mencionadas, deberían pesar más sobre el escritorio de un aspirante a gobernar a más personas que a sí mismo (e incluso cuando lo que intentara fuera gobernarse a sí mismo con consistencia, recordaría la tradición introspectiva de la filosofía) que mensajes en redes sociales y medios, índices de popularidad, etc.
En la era de Internet, la capacidad para opinar y comentar en distintos canales abre una oportunidad para que cualquiera comparta su voz; esta oportunidad para comunicarnos ha aumentado y enriquecido la vertiente de lo público que conocemos como “opinión pública”, un concepto tan abstracto, revisable y sujeto a opiniones y divergencias como cualquier otro en las ciencias sociales.
Pese a la popularidad de mensajes, expresiones y valiosos trabajos realizados por no expertos en distintos campos, muchas de estas apreciaciones y contribuciones a la vida artística, social y pública tienen que apreciarse con el sano escepticismo recomendado desde los clásicos.
Hubo una época, no tan lejana, en que los candidatos políticos podían tratar temas con consistencia y una retórica equilibrada. Incluso el debate republicano entre Ronald Reagan y George H.W. Bush (padre) en 1980 sobre la seguridad en la frontera mexicana, en comparación con la polémica actual, alberga discursos con la consistencia de los de Cicerón, tal es el desatino actual.
He aquí un fragmento del debate:
Qué ocurrió con los comentarios ponderados
Mayor popularidad de un mensaje o perfil en redes sociales no tiene por qué equivaler a mayor calidad de éste.
Existe un sensacionalismo demagógico que surge de los canales tradicionales, desde medios de comunicación establecidos a grupos de presión, al que se une ahora la poderosa reverberación de un sensacionalismo en el que todo el mundo está invitado a participar.
Para participar en la “conversación” sobre cualquier temática imaginable, desde la elección del próximo presidente de Estados Unidos hasta aportar una opinión que creemos valiosa sobre los últimos hallazgos de la física cuántica, basta una bitácora, una cuenta de Twitter o Facebook, o ni eso: también sirven los comentarios.
El equivalente actual al papel que en los grandes diarios y semanarios jugaba la “carta del lector” o la “carta de la semana” se transforma ahora en un número inconmensurable de comentarios y enmiendas al pie de artículos, productos y servicios de Internet.
Una cultura popular que no reconoce a expertos
Las comunidades de usuarios actúan a menudo de manera orgánica, pero también tienen la capacidad de hacerlo de manera organizada, adquiriendo un comportamiento que en el mundo físico tomaría la forma de una turba, donde todo el mundo grita y empuja sin mantener el hilo de lo que se pretende decir, comentar, mejorar, enmendar, refutar, aprovechar.
En la actualidad, la demagogia de quienes se autoproclaman defensores de lo “real” (o auténtico-justo-mejor… sea democracia real, patriotismo real, o cualquier otro tipo de reivindicación irreal de lo real) ¿qué ocurre cuando las voces que más cuentan aprovechan la actual capacidad de reverberación de estos canales abiertos de comunicación con presencia -por capacidad para armar ruido- en el debate público?
¿Es legítimo lanzar mensajes polémicos que aprovechen la popularidad de la temática para, simplemente, mantener una cierta popularidad que obstaculice ante la audiencia la ausencia de un mensaje claro y resistente desde cualquier punto de vista técnico y retórico?
¿Cómo se comportaron los líderes y políticos mejor considerados por la posteridad con respecto a la demagogia? ¿Es casual que los mejores políticos y dirigentes de la historia evitaran, casi de manera sistemática, el uso de la demagogia como herramienta de progreso a largo plazo para la mayoría?
No todas las opiniones son iguales
No todos los líderes políticos, empresariales y académicos bien valorados en función de sus palabras, actos y legado tuvieron como lecturas de cabecera a los sabios orientales, al estoico Marco Aurelio, al sano escepticismo de Montaigne ni a la irredenta capacidad crítica de demócratas tan sólidos como Alexis de Tocqueville o John Adams (ambos alzaron la voz contra el fenómeno de la “tiranía de la mayoría” en época de turbulencia, para ellos con potencial tan peligroso como un único tirano).
Desde la Época Clásica, los principales filósofos e intelectuales de cada momento han debatido (y guerreado) sobre modos de gobernanza y germen de lo que llamamos “opinión pública” (siendo el ser humano, como define Aristóteles, un “animal político” o de la ‘polis’ -ciudad-, involucrado en lo que Roma llamaría la “cosa pública”).
Hoy, cuando la democracia representativa sufre ataques desde todos los flancos, hay disciplinas “científicas” que se ocupan de recordarnos que la política no es una ciencia exacta y el mundo necesita a “expertos”, nos guste o no reconocer que hay personas más preparadas cuya opinión y experiencia merecen escucharse y ponderarse más que el enfado popular y poco calibrado de un vecino, un comediante popular, un cantante, un entrenador de fútbol (o acaso un corrosivo monstruo siamés de la demagogia llamado LlachGuardiola), o cualquier aspirante a la Casa Blanca.
Votar no es hacer clic en un vídeo de gatos
A menudo, la ciencia política muestra una perplejidad mayor a la del propio público cuando se trata de observar fenómenos mediáticos como, por ejemplo, la correlación entre la popularidad de Donald Trump o Bernie Sanders (en este momento, aunque este artículo leído en el futuro llevará a ambos personajes a su pequeño pero ruidoso rincón en la historia) y el nivel de demagogia en el tono y contenido de su mensaje.
Son políticos que se declaran “anti-establishment”, preparados para acabar con las élites, personas “sin pelos en la lengua” que ponen el grito en el cielo porque las élites actuales “no nos representan”.
Un mensaje muy parecido al de partidos y líderes de formaciones que, escoradas a derecha e izquierda, capitalizan con habilidad las oportunidades de “viralidad” de los mensajes de descontento.
Para estos políticos, la opinión del ciudadano cuenta, sin importar su sensatez ni nivel de testosterona o de relato trasnochado, y su enfado cuenta más todavía.
Cuando faltaron los auténticos líderes
La preocupación acerca de la imposición, por parte de candidatos como Donald Trump o Bernie Sanders, de una actualidad política de pequeñas declaraciones y contradeclaraciones sobre temas candentes y polémicas estériles, impone el tono duro y la teatralidad por encima de un debate de las ideas, y no hay político sosegado cuyo carisma y capacidad de influencia puedan contrarrestar el fenómeno en estos momentos, ni en Estados Unidos ni en el resto de democracias avanzadas donde la demagogia también se abre paso.
Los propios errores de la “vieja política”, con su tacticismo y corrección política, alimentan de razones a quienes critican el sistema para beneficiarse de sus flagrantes debilidades.
Donald Trump, por ejemplo, se ha ganado la primera gran portada contra un candidato republicano con posibilidades en las primarias del partido desde la publicación más influyente dentro del propio republicanismo estadounidense: The National Review.
En la portada aparece un escueto y clarividente “Conservadores contra Trump”. Poco espacio para la duda o el tacticismo.
Oclocracia en busca de tiranos
Merece la pena repasar el número y peso de los firmantes para atestiguar que Trump cabalga solo a lomos de su popularidad en medios y redes sociales, y Bernie Sanders parece interesado en no perderle de vista, pues hay indudables vasos comunicantes entre ambos fenómenos, o acaso el fenómeno es uno, argumenta entre otros el director de Havas Media Labs y ensayista Umair Haque.
El momentum de Trump y Sanders es inversamente proporcional a la percibida “decadencia” (como subraya Ross Douthat en The New York Times) de la política tradicional.
Estos personajes contrastan con las personalidades mejor valoradas de la historia, casi siempre hábiles en amoldar aspiraciones y realidad; líderes que a menudo compartieron una lucidez clínica de sus propias limitaciones, lo que les hizo estudiar lo ocurrido en otros lugares y situaciones, así como en el pasado; les hizo conocer la tradición literaria y filosófica clásica, y supieron rodearse de “expertos”:
- en el espectro de lo que Platón y Aristóteles consideraron la realidad y el potencial del “gobierno de muchos” (democracia u oclocracia, o gobierno de la muchedumbre), Abraham Lincoln no habría sido posible sin el trabajo previo de John Adams y Thomas Jefferson;
- en el espectro del gobierno de uno o unos pocos (monarquía, oligarquía, tiranía), Alejandro Magno, por ejemplo, no puede entenderse sin sopesar el concepto griego de excelencia en cuantas más materias de la vida mejor (filosofía, arte, deporte, lucha), o “areté”, ni el hecho de haber sido educado por Aristóteles; ni, ya en Roma, Marco Aurelio habría guerreado del mismo modo sin su sólida formación filosófica.
Fanáticos del ruido
Cuando ya hay estudios que tratan de cuantificar la capacidad de influencia de las redes sociales sobre estado de ánimo, orientación política o preferencias de compra de los “usuarios”, cualquiera de nosotros puede citar mensajes y comentarios populares en redes sociales que logran su atributo memorable a partir de la difusión de ideas incompletas, sacadas de contexto, vagas o infundadas sobre supuestas élites.
Cualquier no experto puede convertirse, eso sí, en talentoso partícipe de la conversación en redes sociales sobre cualquier temática.
Cuando el neoyorquino de origen italiano Fred Rubino se puso ante la cámara doméstica para grabar su vídeo de apoyo a Donald Trump y colgarlo después en Facebook, era consciente de que su marcado acento de Nueva York, su aire campechano y la cómica dureza del vídeo (incluyendo, claro, palabras subidas de todo) ejercería como sustituto de las obvias carencias del mensaje (ausencia de argumentos sólidos para dar su apoyo al candidato, más allá de su “dureza” y del improvisado discurso que sustituye contenido real por improvisación testosterónica.
El vídeo, que cualquiera, sin importar su espectro político ni formación, podría catalogar objetivamente como “mensaje anodino que no debería pasar, si acaso, del chiste de sobremesa”, se convierte en un mensaje con cerca de 50.000 visitas.
Cualquiera puede hacerlo. En este caso, el acento, el gracejo y la descripción cómica del exceso retórico que representa Donald Trump actúan como gancho.
Calentón o desmadre
El fenómeno es muy similar al otro extremo del espectro político, con Bernie Sanders haciéndose fuerte entre quienes creen que hay que ponerse duros con lo que identifican como “élites”.
Cualquiera podría encontrar un mensaje de Twitter o un comentario de Facebook donde un mensaje de Sanders insertado en una imagen o vídeo se convierten en la micro-píldora semi-informativa para un determinado espectro de la opinión pública retroalimentada con las posibilidades comunicativas de la era de Internet.
El experto en relaciones internacionales y política pública Tom Nichols usa también las redes sociales, pero en este caso para lamentar el auge de la demagogia y el descrédito sistemático de cualquier opinión, declaración o artículo que proceda de “expertos” o cualquier otra posición pública de respeto objetivamente reconocido y, por tanto, susceptible de encasillarse dentro de lo tecnocrático.
Para la opinión más militante en las redes sociales, las “élites” tecnócratas, en connivencia con la política y la economía del establishment, tienen poco menos que secuestrada la supuesta “voluntad popular”, de modo que los artículos expertos, como los del propio Tom Nichols, son rápida y superficialmente desacreditados en la batidora de las redes sociales.
Si la gente se aburre…
Tom Nichols explica: “Si uno explica a un simpatizante de Trump: ‘Él está jugando y regodeándose públicamente en el NYT [por New York Times]’, se enfada. pero he aquí la prueba” (Nichols incluye el texto que corrobora su tesis).
Al parecer, Donald Trump se permite incluso el lujo de fanfarronear ante los reporteros “senior” de The New York Times que ofrece al público la carnaza que sus simpatizantes, enfadados ante su propia situación y perspectivas, esperan.
La cita que Tom Nichols contextualiza forma parte de un editorial de The New York Times: “En un encuentro con los editorialistas del Times, el señor Trump habló sobre el arte de las declaraciones populares. ‘Ya sabes’, dijo sobre sus eventos, ‘si la cosa se pone un poco aburrida, si veo a gente que empieza algo así como a pensar en irse, yo puedo algo así como medir el pulso de la audiencia, y entonces digo: ‘¡Construiremos un muro!, y ellos se ponen como locos”.
Confundir derechos con habilidades
El principal reto de quienes pretenden contribuir e influir de manera legítima sobre la actual opinión pública, más descentralizada, sensible a la inmediatez, interconectada y multidimensional que nunca antes, es, según el mencionado experto en ciencia política Tom Nichols, comprender que la ausencia de reconocimiento de la calidad o experiencia detrás de una opinión empobrece la conversación.
Equiparando una opinión poco fundada (potencialmente influenciable, superficial, demagógica) con la opinión de un experto, el ciudadano (espectador y partícipe de la opinión pública), pierde su punto de referencia y conexión (creíble, necesaria y legítima) con la realidad.
En un artículo titulado La muerte de la experiencia (enero de 2014) que pasó desapercibido para el gran público, Tom Nichols expone por qué, según él, “rechazar la noción de habilidad del experto, y reemplazarla con mojigata insistencia por la de que cada persona tiene derecho de expresar su opinión, es ridículo”.
¿Qué se critica en el fondo?
Un mensaje que, si uno se queda en el título, corre el riesgo de ser malinterpretado, sobre todo cuando muchos ciudadanos, sobre todo los más jóvenes, dan por verídicas afirmaciones como la de “sabiduría de los grupos”.
No es que Tom Nichols se haya vuelto loco y quiera suprimir o limitar la libertad de expresión, no se trata de eso, sino de reivindicar la importancia de que haya personas formadas y con experiencia opinando sobre temas complejos y candentes que no pueden despacharse con pose mediática y mensajes trasnochados en función de su popularidad entre los descontentos. Hay que leerse el artículo.
Escribe Nichols: “Tener los mismos derechos no significa tener el mismo talento, las mismas habilidades, o el mismo conocimiento. Ello ciertamente no significa que ‘la opinión de cualquiera sobre cualquier cosa es tan buena como la opinión de cualquier otra persona’”.
Todo es casta para quienes la definen
Incurriendo en este reduccionismo, una sociedad compleja no podría beneficiarse de una especialización social iniciada en el neolítico y que derivó en “expertos”.
No “tecnócratas explotadores”, sino personas con tiempo y medios suficientes para convertir una determinada actividad en su ámbito de competencia.
En la era de Internet, esta noción, una realidad en la sociedad humana desde el neolítico, es de pronto poco menos que el origen de la supuesta explotación/subyugación de la ciudadanía, teatralizada por la opereta mediática de los Trump y Sanders de cada momento y ámbito.
Afirmar hoy en día que uno es experto en algo es exponerse al ataque frontal de quienes consideren a cualquier “experto” como un tecnócrata o alguien “a sueldo de los poderosos”.
Por supuesto, hay supuestos o presuntos “expertos” a sueldo de organizaciones, pero no hace falta ser demasiado avispado para contrastar fuentes y saber quién es quién con relativa efectividad. Bastan un par de enlaces cruzados, o algún comentario que nos conduzca a una fuente, o la disponibilidad de un ensayo, un currículo, un artículo periodístico, la participación o pertenencia a un think tank, etc.
Para desobedecer “civilmente”, hay que conocer las normas en profundidad
Si bien abundan los comentarios y los comentarios sobre comentarios (o las memes basadas en la controversia generada por esta reverberación, hasta el punto de no saberse si la broma/controversia/viralidad empezó con un hecho, el comentario de un hecho o la broma en las redes sobre el comentario del hecho), el contenido original no es tan abundante.
“Hoy en día”, explica Tom Nichols, “cualquier afirmación de que uno es experto produce una explosión de rabia desde determinados ámbitos del público estadounidense, que se quejan de inmediato de que tales afirmaciones no son nada más que un falso ‘llamamiento a la autoridad’, signos claros de un terrible ‘elitismo’, y un esfuerzo obvio de usar credenciales para sofocar el diálogo requerido en una democracia ‘real’”.
Ni siquiera el pionero de la desobediencia civil, el filósofo y ensayista trascendentalista Henry David Thoreau, habría equiparado experiencia a “elitismo” o conspiración de la autoridad. Se requiere conocer en profundidad una problemática para poder oponerse a ella con conocimiento de causa y la efectividad de quien conoce a fondo de qué está hablando.
El fin de la civilidad
Thoreau se opuso a la esclavitud y a la guerra entre Estados Unidos y México porque, habiendo estudiado con profundidad ambos fenómenos, tenía la convicción de que sus impuestos como ciudadano irían a causas intrínsecamente injustas.
Nadie puede oponerse con convicción a una presunta injusticia si desconoce la problemática, pues la defensa que haga de ella le pondrá en evidencia. Pasaba en la época de Thoreau y pasó en la época de Mohandas Gandhi, y en la de Martin Luther King Jr., y en la actualidad.
Pero la rabia contra el sistema es sólo eso, rabia contra el sistema y hasta conceptos como la desobediencia civil necesitan una legitimidad basada en el conocimiento y el respeto de las reglas básicas en las que se basa una civilización avanzada, conformadas por comprender los principios que la Ilustración llamó en “contrato social”.
Las interpretaciones sobre su significado y evolución varían, pero no lo esencial de su marco: sus derechos, obligaciones y acuerdo lícito que reconoce la representatividad de la población a través de “intermediarios” e instituciones, “expertos” que deben ser vigilados por instituciones como organizaciones (periodistas, medios de comunicación, ONGs, think tanks, etc.).
Cuando el mundo desarrollado asume el discurso de otras realidades
Cualquiera puede convertirse en “vigilante”, siempre y cuando demuestre su nivel de conocimiento en alguna materia; incluso las organizaciones más contestatarias fundamentan la selección de miembros destacados en función de méritos demostrables: y la manera de demostrar méritos consiste en cuantificarlos (educación, conocimientos y aplicación de ambos).
Suena aburrido, procedimental e incluso democrático, pero la alternativa es mucho peor que la necesidad de contar con expertos en una sociedad con mecanismos representativos.
Las implicaciones derivadas de fomentar una conversación pública donde no se valore el conocimiento y las opiniones argumentadas de los expertos (que a menudo serán controvertidas, y podrán ser rebatidas y/o refutadas legítimamente, faltaría más), es la degradación de la propia democracia, pues se pone en cuestión el propio sistema de creación de conocimiento.
El avance de la sociedad de la información ha sido positivo en infinidad de ámbitos, entre ellos la democratización del conocimiento, las comunicaciones y los servicios electrónicos en todo el mundo.
Fin de los expertos
Un ejemplo de entre otros tantos que ilustra los efectos de la Internet ubicua: el pago seguro por móvil se ha implantado en zonas rurales de África con antelación a la propia banca y a las transacciones pecuniarias en sociedades que han pagado el precio de carecer de instituciones sólidas que garanticen el funcionamiento del “contrato social”.
Pero una cultura que sustituya la educación, la experiencia y mecanismos de conocimiento basados en métodos científicos acaba confundiendo a Google o Facebook (ambos frutos de, precisamente, la acumulación de conocimiento científico), en una suerte de oráculo o bola de cristal dominada, a ojos del ciudadano de a pie, por vaya usted a saber qué fuerzas o qué hechiceros.
Al derribar la distinción entre quienes son expertos y acumulan conocimiento en campos como la medicina o, por qué no, las artes, cualquier tipo de artesanía o cualquiera de las actividades humanas cuya evolución ha dependido del empuje y la determinación de individuos creativos y obcecados, la opinión de quienes conocen algo a fondo y quienes acaban de llegar a la materia después de una búsqueda en Google se difumina.
¿Cuál es el resultado? En la mayoría de ocasiones, el “fin de las habilidades expertas”, como llama Tom Nichols al fenómeno, es el empobrecimiento de la conversación.
Cuando debatir era sinónimo de dialogar con elocuencia
“Peor”, avisa Nichols, “[este fenómeno] es peligroso. La muerte de las habilidades expertas es un rechazo no sólo al conocimiento, sino también al modo en que acumulamos conocimiento para aprender sobre cosas nuevas. En esencia, es un rechazo a la ciencia y la racionalidad, que son los cimientos de la propia civilización occidental”.
No se trata de menospreciar la utilidad de herramientas como Google, las redes sociales o la Internet ubicua, sino de comprender que una herramienta debe ostentar la función de asistencia, si bien una búsqueda o una entrada de Wikipedia no convierten a nadie en conocedor homologable a quienes se han preparado para fundamentar lo que expresan.
Del mismo modo, un par de comentarios acertados y/o populares en Twitter o Facebook no sustituyen a un experto en la materia tratada.
En política, dice Nichols, “el problema ha alcanzado proporciones ridículas. En los debates políticos, la gente ya no distingue la frase ‘te equivocas’ de la frase ‘eres estúpido’. Estar en desacuerdo es insultar. Corregir a otro es odiarlo. Y rechazar el reconocimiento de puntos de vista distintos, sin importar cuán fantásticos o inanes, es ser intransigente”.
Berlusconi déjà vu
El artículo fue escrito antes del espectáculo que últimamente ofrecen Donald Trump y Bernie Sanders, cada uno en su rincón pugilístico (no hay que perderse la infografía de The New York Times que recopila todos los insultos realizados por Trump a través de Twitter).
En otro artículo más reciente, el mismo autor afirma con melancólica resignación que “Donald Trump es el símbolo de la nación selfie”, que ha pasado de venerar a atletas, empresarios y artistas que trabajaban duro para llegar a lo más alto a un país que venera a ídolos porque son mediáticos, sin importar los méritos (Donald Trump, por sus paralelismos innegables con la “persona” de Silvio Berlusconi; pero también la familia Kardashian, etc.).
Sí, la situación es tan ridícula como aparece, o como la describe Rand Paul desde el ala libertaria del partido Republicano: “retórica macho, manipulación del miedo, y guerra perpetua. ¿Es eso lo que la gente quiere? ¡Es lo que mis oponentes ofrecen!”.
Lo peor del gregarismo
Hay estudios sociológicos que ilustran por qué las decisiones complejas tomadas entre un grupo de personas suelen ser más pobres y obedecer a fenómenos que ponderan más que la propia racionalidad de los argumentos: nos pese o no, dice Daniel Richardson del University College en Londres, “la gente adopta a menudo la visión de la mayoría incluso cuando ésta es obviamente incorrecta”.
Cuando la gente trata de ponerse de acuerdo en un entorno que obedece a todo tipo de presiones externas, la decisión tomada no es a menudo la mejor decisión basada en información, sino la decisión que surgirá de compartir sesgos personales y sesgos percibidos.
Los resultados del estudio de Daniel Richardson no varían tanto de la epistemología usada por Elisabeth Noelle-Neumann en la teoría de la espiral del silencio, según la cual los individuos adaptamos nuestro comportamiento a las actitudes predominantes de cada momento sobre qué es aceptable y qué no lo es.
Mondo selfie
Cuando el mensaje agresivo y de “selfie” de la política actual es aceptable, ello implicaría, según la hipótesis de la espiral del silencio, que tenemos lo que nos merecemos y que somos copartícipes del actual estado de las cosas, y tenemos la corresponsabilidad de elevar la conversación.
Quizá habrá que empezar por calmarse, abandonar la retórica más agresiva y de grupo; no es casual que Vladimir Putin y Donald Trump se hayan cruzado mensajes de apreciación y reconocimiento, ni tampoco es casual que las sociedades cuya opinión pública se muestra más cohesionada en temas políticos esconde a menudo la resignación y el miedo a hablar, a ser señalado por apartarse del grupo.
Recordemos que, cuando la gente que muestra una aparente férrea convicción por que su país entre en guerra con una potencia extranjera sin apenas poder situar a su propio país en el mapamundi, existe un problema de base relacionado con la educación, con el modelo de opinión pública y con el propio filtrado de la conservación que contribuye a la esfera compartida por todos.
Mundo palmero
Los expertos necesarios en la actualidad, recuerda Tom Nichols, deben ser personas formadas, capaces e independientes, individuos que no se vendan al mejor postor ni se comporten como meros agentes de una determinada causa.
Nichols: “Este es el código del samurai, no del intelectual, y privilegia al leal en campaña por encima del experto”.
Como trasfondo de la problemática actual con la popularidad de lo agresivo y demagógico por encima de lo racional e informativo, hay que apelar al fenómeno humano de la radicalidad que parte de creencias no fundadas.
La confianza que parte de la ignorancia era, a ojos de Sócrates, la mayor maldad humana, pues el filósofo relacionada virtud y autorrealización con la búsqueda de una elusiva “verdad mayor” a partir del diálogo razonado que lleva su nombre.
Reconexión
Las ideas de Sócrates derivaron en lo que Nietzsche interpretó como una falta de la evolución de la civilización occidental: la división artificial entre mente y cuerpo, apelando a su reconexión, pero nunca a dinamitar la propia base razonada de la adquisición de conocimiento.
En otras palabras: incluso los mejores y más formados críticos de la base sobre la que se sostiene la sociedad actual, han reconocido que cualquier conversación compleja inteligible depende de expertos y del avance razonado en nuestro conocimiento de nosotros mismos y de lo circundante.
Tampoco es casual que quienes se muestran a menudo menos seguros de defender sólidas convicciones son quienes más conocimiento sobre una materia determinada han acumulado, ya que profundizar en una temática y su contexto implica abrirse a la complejidad de la realidad y los innumerables recovecos que se abren en cada encrucijada razonada.
Origen
Para Blaise Pascal, el conocimiento es como una esfera: cuanto más grande es el volumen cubierto, mayor es el contacto con lo desconocido. Conocer más es -ya nos habían avisado los clásicos- reconocer la inmensidad de nuestra ignorancia.
De ahí la chocante convicción y peligrosa autoridad que reivindican los que, con un comentario popular y el ruido generado en torno a él, pretenden convertirse en sustitutos del auténtico establishment: nosotros mismos, el “contrato social” y su crítica legítima, siempre que sea responsable y fundamentada.
De lo contrario, nuestra voz corre el riesgo de devaluarse y convertirse en un mero eco del ruido en torno al cual se mueve la cultura que ridiculiza la reflexión y ensalza el “selfie”.
Todo ello sin considerar el reduccionismo de nuestra visión del conocimiento, o nuestra pobre visión de la realidad (como avisaron Nietzsche, Kierkegaard y Heidegger con el concepto de “eterno retorno”), o la ausencia de consideraciones en nuestro modo de cuantificar el mundo que tengan en cuenta la “calidad”, más allá de la medición.
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