(hey, type here for great stuff)

access to tools for the beginning of infinity

Rol de la música, su evolución y ambientes (según Brian Eno)

En una entrevista concedida a l’Express (París, diciembre de 2015), Byung-Chul Han reflexionaba sobre la emergencia de un nuevo individuo, fenómeno propio de cada cambio de época.

Para el filósofo surcoreano afincado en Alemania, las nuevas herramientas numéricas nos conducen a la contabilidad formalista de experiencias y situaciones a las que en realidad hemos renunciado. No hay tiempo para la amistad, el altruismo propio del vecino o el ciudadano, la solidaridad que surge de la empatía con las dificultades de otros.

Eduardo Chillida, durante la instalación de «El peine del viento» en San Sebastián

En cambio, los utensilios digitales nos dicen que contamos con más relaciones que nunca y nos reiteran que reaccionar en una red social con aplausos y emoticonos equivale a otras maneras de relacionarse:

«La Red no crea ninguna proximidad, contrariamente a lo que se pretende. La relación con el otro se convierte en una transacción que se gestiona de la misma manera que una inversión financiera, ¡con la inquietud de no incurrir en ninguna pérdida! La solidaridad desaparece, la proximidad, e incluso el amor. Pues se socava la posibilidad de un encuentro; el encuentro, que es el acontecimiento mismo del amor. Cada cual se convierte en su propia empresa, que debe mostrarse a la vez que valorizarse».

El aislamiento que no elegimos

Todo se presenta, todo está a la venta. Sin embargo, el compromiso real, el paseo en el mundo físico, el encuentro, la exposición al riesgo de los otros y la intemperie se convierten en lo extraordinario, de tal modo que, en la época de la hiperconexión de todos con todo y todos, la soledad no elegida (la introspección voluntaria es enriquecedora y necesaria cuando forma parte de la elección personal) se convierte en realidad imperante:

«La esfera pública se desvanece a medida que el mundo entero se convierte en escenario de mi esfera privada. Todos hemos sin duda visto a disputas conyugales en el autobús o en el metro. Hemos visto las fotos privadas invadir las redes sociales. El sentido de la intimidad se ha pervertido radicalmente. La única diferencia con el exhibicionismo —aunque es sin embargo importante— procede del hecho de que este último se ejerce en un lugar público, y no desde el ordenador, al abrigo del hogar».

Estas reflexiones resuenan todavía más en plena segunda ola de una pandemia que nos obliga a radicalizar tendencias que ya existían, en las que sustituimos lo real por su versión sucedánea.

La promesa confirmada de al menos una vacuna con la efectividad e inocuidad recomendadas en los próximos nos devolverá a establecimientos, lugares de encuentro y transporte público, pero la emergencia conceptual de una esfera pública atomizada en individuos-burbuja, conectados al cordón umbilical de su versión digital de la realidad, permanece.

Cuando una pandemia acelera tendencias ya presentes

La desaparición de lugares de encuentro real, en los que la prisa transaccional y la necesidad de ser vendedor ambulante de uno mismo pierden el valor intrínseco que han alcanzado en nuestro holograma en la Red, afecta también nuestra propia experiencia de la realidad. Los sentidos discriminan a favor de la vista, y sonidos, olores y sabores aguardan letárgicos la llegada de su versión sintética.

La conversación sobre el precio pagado, en términos de convivencia y otros valores consubstanciales al mismo concepto de contrato social (que implica la existencia de una opinión pública y un interés general) no se encuentra en la información popular de las redes sociales, ni mucho menos en el valor intrínseco de las últimas empresas digitales llamadas a suplantar la popularidad de los gigantes ya consolidados.

Para acercarnos a otros estadios posibles de la cultura popular y digital, surgidas como evolución de la cultura de masas y la era de la reproducibilidad, que menos que relajarnos por un instante y asistir a las reflexiones de un polímata de la electrónica, Brian Eno.

Eno (nacido en 1948) es algo así como un dinosaurio desconocido para muchos usuarios de TikTok y Twich (ya lo era, en cierto modo, en los años 90, cuando el ascenso de MTV auguraba una nueva realidad para el mundo de la música). Su relación caleidoscópica con la cultura pop, los medios de masas y la emergencia de la cibernética lo convierten en una personalidad camaleónica y atemporal, capaz de demostrar su autoridad en terrenos dispares.

Brian Eno sobre la música y su rol

El músico aprovecha la salida de un recopilatorio de sus composiciones cinematográficas para reflexionar sobre la música y el carácter potencialmente funcional del arte (por ejemplo, la música ambiental para trabajar, relajarse, evocar escenarios oníricos, etc.), pero también sobre la deriva de nuestra civilización.

En su entrevista con Lindsay Zoladz para el New York Times, Brian Eno se explaya sobre la experiencia y significado de escuchar música. La evolución de este acto aparentemente tan banal y humano dice mucho de nosotros y ofrece pistas sobre la extensión de una personalidad cada vez más egocéntrica y aislada del exterior por una epidermis de adulaciones condescendientes que toman la forma de mensajes personalizados y alertas en nuestras pantallas.

El proceso de atomización de nuestra sociedad no empieza, según Eno, con la eclosión de las redes sociales, ni siquiera con el ascenso de la Red, herramientas que deberían ser compatibles con otras experiencias, contenidos, perspectivas de la sociedad, el comunitarismo, el mundo. Brian Eno no se sorprende tanto por lo que había anticipado sobre la cultura popular contemporánea, sino sobre lo que no previó:

«(…) cuando vivía en Nueva York a inicios de los 80, recuerdo toparme con un compositor, Rhys Chatham, caminando por la calle con un Walkman. Era la primera vez que veía un Walkman. Y pensé: “menuda idea tan estúpida. No va a durar mucho [risas], ¿por qué caminaría uno por la calle sin escuchar lo circundante”. Fallé garrafalmente a la hora de comprender ese fenómeno».

Nuevos apéndices de nuestro cuerpo

Lindsay Zoladz pregunta a Eno cuándo cambió de opinión con respecto al Walkman:

«Bueno, en cierto modo nunca lo he hecho, porque no soporto ir por ahí con los auriculares puestos. No me gusta. Te aísla.

«Algo que me decepciona un poco es que la mayor parte de la nueva tecnología de los años 80 en adelante ha contribuido a atomizar la sociedad. Ha consistido en hacer que uno pueda aislarse cada vez más de los demás. Por eso no me gusta el fenómeno de los auriculares. No quiero estar separado bajo esas circunstancias.

«Creo que uno de los grandes motivos del embrollo en que nos encontramos en la actualidad es la creciente atomización de la sociedad en individuos cada vez más separados y el retroceso de las comunidades. Me gustaría ver maneras de reconstruir comunidades de nuevo. Pero desafortunadamente, todo ha ocurrido en connivencia con los medios sociales, lo que implica la existencia de esta especie de… es como una forma intensa de masturbación, donde todo es autorreferencial y es posible crear comunidades que están tan aisladas del resto que se autoconvencen de que el mundo es claramente tal y como ellos lo ven».

Cuando se le pregunta sobre el papel del músico y la música en momentos de atomización de referencias y gustos como el actual, Brian Eno se decanta por el valor intangible a largo plazo de la música, que puede convertirse en una banda sonora de nuestra propia existencia a la que podemos contribuir y sobre la que podemos decidir… siempre que no cedamos a la falsa conveniencia de dejarlo todo en manos de los algoritmos de recomendación.

Digerir el tiempo con fundamento

La primera banda sonora que Brian Eno recuerda haber adquirido es pertenece a Giulietta de los espíritus (1965) de Federico Fellini:

«(…) recuerdo escucharla y pensar que la música que acompaña a un filme es un tipo distinto de música. No puede ser demasiado específico. No puede ofrecer el retrato completo, ¡porque debe dejar espacio para la imagen! Así que no puede completar todos los detalles, y la música cinematográfica que trata de hacer eso, que intenta ser una especie de música orquestal, nunca se adapta del todo a mí. Al escuchar Giulietta de los espíritus, pensé que era una nueva manera en que la música podría desarrollarse».

El carácter onírico y universal de la música continúa fascinando. La música nos recuerda que nuestra existencia está asociada a una realidad circundante y a la convivencia con otras personas, y en nuestra relación con este mundo observaremos quiénes somos, cómo se nos percibe, en un proceso en constante evolución.

Esta realidad caleidoscópica cuenta con fenómenos que evocan todos nuestros sentidos. Asimismo, como constató Stravinsky, quizá evocando las reflexiones sobre el tiempo científico y el tiempo subjetivo (de duración sujeta a la experiencia personal) del filósofo francés Henri Bergson:

«La música es el mejor medio que tenemos para digerir el tiempo».

Un origen posible

La música es una de nuestras relaciones más primigenias, pues la intuimos en sonidos circundantes, y no sólo procedentes de sospechosos habituales tales como las aves más cantarinas: el sutil repiqueteo sobre distintos materiales del inicio de una lluvia veraniega pasa de repetición sincopada a sucesión cada vez más acelerada, hasta que nuestra mente deja de intuir la «individualidad» de las gotas que caen a nuestro alrededor y nos trae algo más bello y orquestado: emerge (en filosofía, la emergencia denota un resultado más rico que la suma individual de las partes) el sonido del conjunto, la melodía de la lluvia.

Otros fenómenos análogos son a buen seguro discutidos desde los orígenes de nuestra especie y quizá hayan inspirado los primeros instrumentos de percusión, viento y cuerda, más allá del uso de nuestra propia voz y cuerpo para producir melodías olvidadas, o quizá siempre presentes en el fondo de nuestra mente, tal y como lo son la evocación de la lluvia… o del viento, cuyo sonido muta en función de los seres u objetos con que se topa y la resistencia que presentan a su paso: agresiva (conjuntos abigarrados de viviendas, montañas) o suave (árboles o instrumentos de los elementos, como el Peine del viento concebido por Eduardo Chillida en San Sebastián).

Brian Eno (izquierda) durante una reciente intervención en un coloquio en San Francisco junto al futurólogo, ensayista, editor y cofundador de The Long Foundation, Stewart Brand

Imaginamos a Brian Eno (y a tantos otros, desde Philip Glass a Steve Reich, ambos una decena de años mayores que él) comprendiendo y trasladando las implicaciones de este origen innato de la música a las fricciones del mundo contemporáneo: factorías, oficinas, transporte público, tráfico… o el vacío dejado en una ciudad por un confinamiento durante una pandemia.

Vestir un ambiente

Brian Eno ha explicado a lo largo de su carrera que, desde niño, siempre le impresionó el carácter ambiental de la música. O quizá el potencial musical del ambiente que nos rodea. Las primeras bandas sonoras cinematográficas en sorprenderlo eran capaces de explicar mucho sin invadir la película, tal y como hacen los poemas durante una lectura sosegada.

Al leer sus reflexiones, evocamos el punto de vista de Schopenhauer sobre el «espíritu» de la música, a la vez elevado y visceral, capaz de mecernos o de animarnos a conquistar Polonia, tal y como dijera célebremente Woody Allen de la reacción que suscita la audición de Richard Wagner. Para Schopenhauer:

«El efecto de la música es mucho más poderoso y penetrante que el de las otras artes, porque estas otras solo hablan de la sombra, pero la música de la esencia».

Para Schopenhauer, la música destacaría sobre el resto de las artes por su capacidad para conectar con lo más instintivo del ser humano. En la música no reconocemos la copia de ninguna idea asociada a la naturaleza del mundo:

«La música se distingue bastante de todas las otras artes. En ella no reconocemos la copia, la repetición de ninguna idea de la naturaleza interna del mundo; sin embargo, es un arte tan sumamente grande y bello que su efecto incide poderosamente sobre lo más íntimo del hombre, donde éste la comprende tan íntima y hondamente como un lenguaje enteramente universal (…) Debemos atribuir a la música un significado mucho más serio y profundo que se refiere al ser más íntimo del mundo y nuestro propio yo».

Referencia cruzada

La música evoca al mundo, si bien su representación es evocadora y suficientemente abstracta como para inspirarnos con una intensidad de la que ningún otro arte es capaz. Las reflexiones de Schopenhauer no distan tanto de las intuiciones de Brian Eno cuando, de niño, al acudir al cine a ver la película de Fellini, comprende que la banda sonora deja respirar la imagen, la acompaña sin ahogarla.

Estas intuiciones hacen buenas las palabras de un romántico de peso, el escritor francés Victor Hugo:

«La música expresa lo que no se puede expresar con palabras y lo que no se puede callar».

En 1889, cuatro años después de la muerte del autor de Los miserables, Friedrich Nietzsche escribía en un aforismo de El crepúsculo de los ídolos:

«La música une todas las cualidades; puede exaltarnos, divertirnos, animarnos o romper el corazón más duro con el más suave de sus tonos melancólicos. Pero su tarea principal es llevar nuestro pensamiento a cosas más elevadas, elevarnos hasta hacernos temblar…»

Con ayuda de la música, la pandemia del coronavirus, que podría estar llegando a su recta final antes de la próxima llegada de la primera vacuna suficientemente segura, fiable y efectiva, no tiene por qué obligarnos a acrecentar el aislamiento con respecto al mundo (con los utensilios que nos impelen a reforzar nuestra burbuja digital).

Por qué escuchamos música

Al obligarnos a afrontar las incomodidades propias de su riesgo, la pandemia (que, esperemos, habría llegado a su recta final antes de su combate médico efectivo) nos podría ayudar a apreciar lo que damos por sentado, lo que damos por sentado y sólo parecemos reconocer cuando llega la privación.

Music for airports (1978)

Aleksandr Solzhenitsyn se sirvió su discurso de aceptación del Nobel de literatura en 1970 para recordarnos el poder de la literatura, que extendió al arte (y a su versión más primigenia, la música, que en el gulag se extendió en forma de poemas líricos recitados de memoria, canciones populares, melodías evocadas en silencio).

«De la misma manera nosotros, sosteniendo el arte en nuestras manos, confiadamente nos consideramos sus amos. Audazmente lo dirigimos, lo renovamos y lo manifestamos, lo vendemos por dinero, lo usamos para agradar a los que tienen el poder, en un momento lo convertimos en esparcimiento —directamente en canciones populares y clubes nocturnos— y al momento siguiente —tomando el arma más a mano, sea corcho o garrote— en algo útil a las necesidades pasajeras de la política o de fines sociales miopes.

«Pero el arte no se amilana por nuestros esfuerzos, ni se aparta tampoco de su verdadera naturaleza. Por el contrario: en cada ocasión y en cada aplicación nos ofrece una parte de su secreta luz interior».