En un mundo de especialistas dominado por las rutinas automatizadas que recogen el «saber acumulado» y lo aplican para evitar errores ya «conocidos», el fiasco del Boeing 737 Max, cuya producción se acumula de manera preocupante para su fabricante en el gigantesco aparcamiento de su sede en Washington, es un recordatorio de la falibilidad de los procesos de ensayo y error, los cuales requieren la supervisión humana.
Desconocemos el desenlace del desafortunado episodio sobre el diseño del software de navegación en el aparato, íntimamente ligado a cualquier modificación del diseño y la aerodinámica de una aeronave veterana y conocida tanto internamente como por el resto de la industria.
A medida que aumenta la exigencia de los objetivos de eficiencia de combustible, capacidad de carga en bodega y número total de pasajeros, los aviones modernos transforman diseños que apenas han variado durante décadas en versiones con mejor aerodinámica y motores ajustados a los nuevos materiales y diseños de fuselaje.
Cuando nos olvidamos de que el bagaje acumulado no es garantía
Sin embargo, las modificaciones en el 737 Max, el modelo de mayor capacidad de la gama, no estaba listo para el mercado: dos accidentes en pleno vuelo en apenas unos meses, con sus respectivas catástrofes humanas, no son una casualidad. Hay que buscar el origen de los accidentes, así como del riesgo del aparato (cuyo vuelo ha sido prohibido en decenas de países) en la íntima relación entre hardware y software en el software de vuelo de los aparatos.
La calibración de los sensores del aparato en relación con el software se lleva a cabo a través de procesos que requieren el diseño y la supervisión humanas —explican Jack Nicas, Natalie Kitroeff, David Gelles y James Glanz en un reportaje de investigación para el New York Times.
Si, por ejemplo, las pruebas no tienen en cuenta eventos extraordinarios, por remotos que sean, cuando éstos ocurran el aparato será incapaz de actuar según los baremos de la navegación convencional. En ambos accidentes, los sensores y software que conforman el MCAS (Sistema de Aumento de Características de Maniobra) fueron incapaces de reaccionar a situaciones que cualquier aparato afronta sin riesgos, tales como la asistencia durante cualquier cambio de condición del tiempo o el viento a gran velocidad.
El difícil reto humano de medir la incertidumbre
En estas situaciones, sensores y software actúan instrucciones para alinear los elementos de potencia y aerodinámica del aparato con las maniobras que se llevan a cabo; en el 737 Max, el sistema es incapaz de ofrecer una respuesta segura y puede —como fue el caso en los dos accidentes mortales— conducir a un aparato a la pérdida de sustentación (caída en picado o «entrada en pérdida»).
En el mundo de expertos y conocimiento preciso acumulado en que nos encontramos, prescindir de las rutinas de trabajo que permiten poner a prueba de manera precisa cualquier cambio en elementos de los que depende la seguridad de modelos industriales, productos o sistemas de transporte, puede conducir a catástrofes.
Hace unas semanas, comprobé que el vuelo que nos llevará a Norteamérica de aquí a unas semanas tiene asignado un 737 Max; todo parece indicar que dicha aeronave no podrá ocuparse del trayecto.
Nos encontramos en un momento histórico en que la desidia en el diseño o ejecución de pruebas de estrés para prever todo tipo de situaciones, pueden afectar de manera decisiva el devenir de una compañía (volar sigue siendo, de acuerdo de con las estadísticas, la forma más segura de realizar trayectos de media y larga distancia).
El software de emulación para poner a prueba el sistema de maniobra (MCAS) de algo tan complejo como una aeronave, es una herramienta precisa que requiere conocimientos específicos.
Una mentalidad crítica para evitar vivir de las rentas
El diseño conceptual de dichas herramientas requiere, sin embargo, conocimientos multidisciplinares que dependen en gran medida de viejas recetas: puesta a prueba de conjeturas a través del ensayo y error, altas dosis de sentido común… y conocimiento acumulado en la materia en cuestión, así como una cuidadosa toma de conciencia de cualquier transformación en el contexto que pudiera desencadenar disfunciones.
El escándalo del Boeing 737 Max nos recuerda que, en ocasiones, no importa lo que hayamos demostrado en el pasado, ni siquiera que el modelo sobre el que realizamos modificaciones haya logrado un prestigio derivado de su facilidad de pilotaje, comodidad en el vuelo y seguridad: si, al emprender modificaciones de un sistema ya conocido, carecemos de procedimientos adecuados para detectar nuevos errores y disfunciones, estos fallos no serán identificados como tales.
Ello aumentará las probabilidades de que disfunciones no detectadas produzcan reacciones en cadena indeseadas. Cuando hablamos de un medio de transporte que se desplaza por el aire a Mach 0,79, el error del diseño de herramientas de comprobación puede traducirse en una catástrofe.
Bastarán el daño en uno o varios sensores, el cambio brusco de la resistencia del viento, etc. Situaciones anómalas que no deberían ocurrir pero que, sin embargo, se han producido en dos ocasiones en apenas unos meses.
La aceleración técnica desde la Ilustración interesó a filósofos que indagaron cómo sociedades cada vez más regladas y a expensas del conocimiento preciso especializado afectarían a la propia condición humana: nuestra manera de ver y comprender el mundo, nuestra manera de comprenderlo y de comprendernos a nosotros mismos dentro de él.
Maestros en su nicho, ignorantes en el resto
En estas sociedades técnicas y burocráticas, los procesos normativos empujaban a la sociedad al conocimiento específico que, carente de contexto, conducía a la alienación.
Los personajes de Franz Kafka nos hablan de la inercia y carácter inexorable de los aparatos burocráticos y la institucionalización del conocimiento, que es cuantificado y dividido en pequeños fragmentos para su mejoría.
Apenas una minoría de individuos será capaz de evitar la «ignorancia» a la que conduce la especialización extrema, y se interesarán por el marco de conocimiento que ha conducido a procesos y decisiones integradas en la maquinaria automatizada.
En su ensayo más influyente, La rebelión de las masas, José Ortega y Gasset dedicará unas valiosas reflexiones al avenir de un mundo operado por especialistas versados en un pequeño rincón de conocimiento científico, e incapaces de dedicar una reflexión sensata al resto. Estos «sabios-ignorantes», o especialistas de nicho, no han surgido de la nada, nos recuerda Ortega.
A medida que los procesos técnicos se sofistican, dice Ortega, los medios para resolverlos siguen igualmente una dinámica de perfeccionamiento y de aumento de la sofisticación.
Del mismo modo, la ciencia moderna surgida de la teoría general de la relatividad y de los preceptos de la física cuántica requiere modelos cada vez más sofisticados de ratificación o refutación; de manera similar, los métodos de observación y medición de fenómenos en campos como la física de partículas o la astrofísica pueden producir resultados erráticos con cualquier perturbación, por ínfima que sea.
Medir las estrellas… y olvidarse del horno microondas
El último evento, que alcanza un calibre cómico: el laboratorio Parkes, que cuenta con un potente radiotelescopio de la agencia nacional científica de Australia (CSIRO), había estudiado una interferencia detectada por primera vez en 1998. ¿La fuente de esta interferencia, que se especulaba procedía de algún punto alejado en el espacio? El microondas de la cocina en el laboratorio del centro.
Ortega recuerda que los procesos extremadamente tecnificados dependen de métodos de supervisión igualmente sofisticados, erigidos sobre conjeturas previas y métodos que han demostrado su resiliencia en experiencias acumuladas en el pasado: el saber histórico es la técnica, dice Ortega, para conservar y continuar una civilización.
En la técnica, recordar los ensayos del pasado implica no cometer los mismos errores. Sin embargo, dice Ortega, las gentes cultas del mundo contemporáneo han abandonado la cultura general, fundamentada en el humanismo y en la práctica de diversas disciplinas y aficiones. Como consecuencia, el cultivo de la especialización ha establecido nichos de conocimiento mucho más profundos de los existentes a inicios de la Ilustración, cuando abundaban los espíritus polímatas y abiertos a la experimentación.
El mundo contemporáneo afronta una contradicción fundamental en su manera de ensalzar la ciencia: para progresar, la ciencia —que se sirve del saber acumulado y de la mejora de viejas teorías con mejores conjeturas a partir del ensayo y error—, depende hipótesis y experimentos cada vez más sofisticados, lo que obliga a cultivar la especialización. Los hombres de ciencia tienen que ser «especialistas», dice Ortega, pero «no la ciencia misma»:
«La ciencia no es especialista. Ipso facto dejaría de ser verdadera. Ni siquiera la ciencia empírica, tomada en su integridad, es verdadera si se la separa de la matemática, de la lógica, de la filosofía. Pero el trabajo en ella sí tiene —irremisiblemente— que ser especializado».
A hombros de gigantes
A medida que avanza la técnica, se acrecienta la especialización entre los investigadores. Procesos y aparatos de medición siguen derroteros similares. Tras generaciones de aceleración científica, muchos terrenos técnicos se han constreñido y recluido en sí mismos, «en un campo de ocupación intelectual cada vez más estrecho», prosigue Ortega y Gasset en La rebelión de las masas.
El problema surge cuando este proceso de especialización no va acompañado del esfuerzo del humanismo de épocas pretéritas. Cuando somos capaces de cultivar distintas facetas del saber y la experiencia, aumenta nuestra capacidad para comprender el contexto, tener en cuenta el punto de vista, o aprovechar nuestra imaginación para, por ejemplo, imaginar un ascensor cayendo al vacío a velocidad constante, que generaría en los elementos de su interior un efecto de gravedad cero.
Al evitar la especialización y la rigidez normativa de los departamentos cada vez más burocráticos y tecnificados de Europa Central, que lo rechazaron una y otra vez en su juventud, Albert Einstein pudo cultivar una interpretación ecléctica de la existencia, que influiría sobre su interpretación integral del universo.
La tendencia avanza, reflexiona Ortega y Gasset, hacia el ombliguismo de los especialistas: conocer mucho sobre un pequeño nicho conduce a la falsa impresión de dominio y seguridad, antesala del dogmatismo (o de simplificar el universo a partir de un saber concreto y parroquial).
El diletantismo tras grandes obras y teorías
El especialista llegaba en el siglo XX, según Ortega y Gasset, a su más frenética exageración:
«El especialista “sabe” muy bien su mínimo rincón de universo; pero ignora de raíz todo el resto».
El mundo del pasado podía dividirse, a grandes rasgos, entre sabios humanistas e ignorantes de un saber general. En cambio, la modernidad crea individuos técnicamente capaces e incluso expertos en su materia, pero ignorantes en otros tantos ámbitos. Esta nueva realidad no está conformada por «sabios» ni por «ignorantes», sino por «sabios-ignorantes».
Es el hombre-masa: técnico, burocrático, banal, mediocre, prescindible, intercambiable. Su saber es eficiente siempre y cuando siga derroteros predefinidos por técnicas de saber acumuladas, pero será incapaz de adaptarse de mejorar, de superar, de reaccionar, de conservar su humanidad en momentos de crisis sistémica: Hannah Arendt llegará incluso a especular sobre la supuesta maldad intrínseca y monstruosa de los responsables del asesinato de millones de personas.
Para ella, estos personajes claves son piezas intercambiables en un engranaje burocrático, meros funcionarios sin conciencia propia ni agallas que se limitan a acompañar la inercia de una maquinaria en funcionamiento. Es la «banalidad del mal», que también puede interpretarse como la banalidad de la técnica mantenida por los «sabios-ignorantes».
Y, de la burocracia a la barbarie, apenas hay un paso.
Sólo el cultivo de la cultura general (con el reto de ir más allá del diletantismo), del saber de contexto, de la mirada propia atenta a la melodía del universo, de las aspiraciones y retos de la condición humana, lograrán salvarnos de las consecuencias bárbaras de catástrofes inesperadas, acaecidas debido a errores de bulto en la maquinaria científica que funciona con inercia. Unas reflexiones que episodios como la crisis del Boeing 737 Max pone de relieve.
Ortega y Gasset:
«Newton pudo crear su sistema físico sin saber mucha filosofía, pero Einstein ha necesitado saturarse de Kant y de Mach para poder llegar a su aguda síntesis. Kant y Mach —con estos nombres se simboliza sólo la masa enorme de pensamientos filosóficos y sicológicos que han influido en Einstein— han servido para liberar la mente de éste y dejarle la vía franca hacia su innovación. Pero Einstein no es suficiente. La física entra en la crisis más honda de su historia, y sólo podrá salvarla una nueva enciclopedia más sistemática que la primera».
Pon la planta en algún lugar, pisa 100 senderos
El filósofo español lanza un grito lúcido desde su ensayo principal, al constatar la inercia imparable de una mentalidad con efectos catastróficos: la sociedad técnica ha interiorizado que la «ciencia» y el «progreso» son conquistas «naturales» que no pueden involucionar.
«El descenso de vocaciones científicas que en estos años se observa —y a que ya aludí— es un síntoma preocupante para todo el que tenga una idea clara de lo que es civilización, idea que suele faltar al típico “hombre de ciencia”, cima de nuestra actual civilización. También él cree que la civilización está ahí, simplemente, como la corteza terrestre y la selva primigenia».
En un mundo especializado, quienes combinan un conocimiento sólido, humanista y capaz de contextualizar cualquier experiencia parroquial, estarán mejor preparados para afrontar la incertidumbre y necesidad de adaptación de los próximos tiempos.
El periodista estadounidense David Epstein dedica un ensayo al papel estratégico de la cultura generalista en un mundo de «sabios de nicho». Según Epstein, los generalistas que mejor sepan adaptarse a un mundo de especialidades en continua mutación, se situarán en un lugar ventajoso para ofrecer un contexto imprescindible.
En su ensayo Mocedades (1946), Ortega y Gasset reflexiona:
«Dicen los libros indios que dondequiera pone el hombre la planta pisa siempre cien senderos».
Sólo la aspiración a un conocimiento amplio podrá interpretar la realidad con la multiplicidad necesaria de puntos de vista. No es un mero detalle: en ocasiones, no tener en cuenta posibles derivas de la realidad conduce a errores fatales en los sistemas técnicos de los que dependemos.
Basta constatar los riesgos y dudas planteadas por la especialización tecnológica para especular que la filosofía podría multiplicar su importancia en los próximos años.