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Rutinas de escritor: es la regularidad y no el momento ideal

Esperar a que llegue la inspiración es cosa de amateurs. Es la conclusión derivada del análisis de los métodos de trabajo de artistas y escritores reconocidos.

El autor neoyorquino Mason Currey recoge en el ensayo Daily Rituals: How Artists Work (Rituales cotidianos, 2013) las rutinas y trucos de trabajo de algunos de los escritores más aclamados, tarea que había iniciado en su bitácora.

El ensayo, una recopilación de las confecciones de artistas en relaciones epistolares, entrevistas y relatos autobiográficos, muestra que la “magia” de los novelistas, pintores, filósofos y cineastas más loados de los últimos siglos es, ante todo, una buena rutina de trabajo y una dedicación incorruptible, incluso en los momentos menos idóneos.

Marear la perdiz o ponerse a escribir (sobre todo en momentos “no ideales”)

Entrevistas en publicaciones como The Paris Review (aquí, con Ernest Hemingway) o libros como el mencionado Daily Routines, así como ensayos autobiográficos centrados en la escritura, muestran con crudeza que no hay más secreto ni vuelta de hoja que ponerse ante papel o pantalla, sentado, de pie, tumbado o como sea… y escribir.

(Henry Miller: “Escribir es su propia recompensa” -similar a una apreciación de Séneca: “El artista encuentra un mayor placer en pintar que en contemplar la obra”-)

Poner, en definitiva, una palabra detrás de otra. En ocasiones con mayor fortuna y rapidez que otras, pero la manera de avanzar, aunque parezca de perogrullo, es empezar.

Más que descubrirnos algún secreto mágico no confesado o el equivalente a la fórmula de la Coca-Cola de las mejores mentes creativas, Daily Routines demuestra que lo que hay tras la mayoría de las obras más consistentes es determinación, dedicación.

No hay ingeniería inversa y cada persona debe hallar su rutina

Eso sí, como escribe Maria Popova, la mera noción de que, repitiendo las rutinas de trabajo de los escritores más brillantes, seremos capaces de captar parte de su talento a través de una especie de proceso de ingeniería inversa, es absurdo.

No obstante, cualquiera que se encuentre ante la rutina de volver al papel o a la pantalla apreciará en su justa medida cómo lo hacían los escritores que más admira.

La propia Maria Popova recopiló en su momento algunas de las rutinas confesadas por numerosos escritores.

Las historias se empiezan; luego se persiguen

En una entrevista concedida en 2010, Ray Bradbury confirmaba su pasión por la escritura desde los 12 años, por lo que él no tenía que arrastrarse hasta la silla para empezar a escribir.

“Alguna cosa nueva siempre está eclosionando en mí, y ésta me organiza a mí, en lugar de yo organizarla a ella. Ella dice: ve ahora mismo a la máquina de escribir a acabarlo”.

Bradbury confesaba que podía escribir en casi cualquier lugar. Lo que explicaría cómo autores como Stephen King fueron capaces de acabar las obras que les catapultaron en condiciones que cualquiera tildaría de, como mínimo, incómodas.

Stephen King malvivía con su mujer y su recién nacido en un pequeño apartamento y, al volver de trabajar, escribía en una pequeña mesa dispuesta en un rincón, casi siempre a horas intempestivas.

Así surgió Carrie. Eso sí, después de que su mujer recuperara de la basura un borrador preliminar desechado por el autor, arrugado y manchado. El autor lo explica en su ensayo autobiográfico Mientras escribo.

Escribir requiere esfuerzo y mucho trabajo rutinario. A diferencia de la idea romántica que prevalece de los escritores, sobre todo los que se prestan al estereotipo sugestivo. Como Ernest Hemingway y Jack London, que contaban ante todo con sólidas filosofías de trabajo que perfeccionaban constantemente.

Sobre releer lo escrito y no marear la historia antes de sentarse a escribir

Poco antes de acabar con su vida y profundamente frustrado por su incapacidad para afrontar el trabajo ante la hoja en blanco como en los viejos tiempos, Ernest Hemingway rememoró en A Moveable Feast (París era una fiesta), las rutinas de escritura de su primera juventud, que le acompañaron durante el resto de su vida.

El libro recoge el recuento de sus inicios como periodista y escritor en el París de los años 20 junto a los artistas que Gertrude Stein bautizaría como la Generacion Perdida.

Hemingway se levantaba pronto (hubiera salido, bebido u ambas cosas hasta altas horas de la noche o no), se iba a alguno de sus cafés preferidos, ocupaba una mesa que le permitiera observar sin ser molestado y escribía durante horas. Adquirió después el hábito de escribir de pie.

El autor de El viejo y el mar aclara en el libro que, si salía y bebía, la rutina de escritura del día siguiente no cambiaba. El oficio de escritor era para Hemingway tan exigente como el de periodista, que le permitía seguir pagando las facturas.

La receta de Hemingway: voluntad, edición, releer cada mañana lo escrito con anterioridad y editar lo necesario, evitar pensar en lo que uno escribe cuando no está trabajando (así, se retorna fresco a la historia), y dejar el trabajo cuando todavía quedan cosas que decir, para así minimizar el riesgo de bloqueo o pérdida de tiempo al reiniciar la tarea.

Desconectar leyendo a otros y concentrar, no disipar

Hemingway usaba el mismo truco que Susan Sontag, también periodista, como método de escape de la escritura diaria. Sontag: “Intento confinar mi lectura a la tarde (leo demasiado… como un escape de la escritura)”.

Otro periodista y escritor con afán aventurero, Jack London, individualista que apelaba a la fuerza de voluntad y el amor propio, creía en la vocación y el tesón de cualquiera para ser publicado.

Jack London recomendaba: “No garabatees una historia de seis mil palabras antes del desayuno. No escribas demasiado. Concentra tu esfuerzo en una historia, en lugar de disiparla en más de una docena. No te empaches e invita a la inspiración”.

Y acerca de la importancia de los hábitos, London escribía a lo sumo 1.000 palabras diarias, para asegurarse de que estaban a la altura.

No hay ingeniería inversa, pero se puede aprender de lo que otros hacen

El autor de Colmillo blanco recomendaba estudiar los trucos de los escritores consolidados: “Ellos han dominado las herramientas con las que tú te estás cortando los dedos. Ellos hacen cosas, y su trabajo incluye la evidencia velada de cómo puede hacerse. No esperes a que algún buen samaritano te lo cuente, sino hazlo por ti mismo”.

La filosofía de vida de todo escritor, según Ernest Hemingway y Jack London, se resume en “tener una”, en “usarla bien” y en, sobre todo, sentarse a escribir.

El propio Mason Currey explica su ritual para acabar Daily Rituals: “Casi cada mañana durante un año y medio, me levantaba a las 5:30, me lavaba los dientes, hacía una copa de café y me sentaba a escribir cómo algunas de las mejores mentes de los últimos cuatrocientos años afrontaban esta misma tarea: esto es, cómo hacían tiempo a diario para hacer su mejor trabajo, cómo organizaban sus horarios para ser creativos y productivos”.

Yo mismo me siento a escribir esta entrada tras haber pasado la mañana haciendo recados en metro y paseando. Una de las ventajas de marcarse los horarios uno mismo consiste en la libertad. Pero la libertad funciona sólo con responsabilidad.

El arte de convivir con la realidad

Quien esto escribe también tiene su propia rutina, siempre puesta en jaque por otras cuestiones que compiten por su atención cognitiva.

Nada como pasear un día soleado, aunque se trate de obligaciones y gestiones. Pero siempre llega la necesidad de volver ante el escritorio y trabajar en el siguiente artículo; al fin y al cabo, hoy es lunes.

(William Faulkner: “El trabajo nunca alcanza el sueño de perfección con que el artista debe empezar”)

Las condiciones, una vez llego a casa, no son las ideales, al estar algo cansado y a la vez animado de la luz y la actividad de las calles, además de la charla con Kirsten y los juegos con el bebé Nico, que mañana empieza el parvulario.

Siempre hay alguna excusa para no escribir, o para hacerlo algo más tarde. Es tan fácil dejar las cosas para después que la tentación de racionalizarlo siempre está ahí.

El escritor y colaborador del New Yorker E.B. White expresaba con crudeza lo difícil de escribir un día sí y otro también, dadas las numerosas aristas de lo cotidiano y el vaivén de nuestras expectativas, apetitos, energía, planes, etc.

E.B. White: “Un escritor que espera a que lleguen las condiciones ideales bajo las que trabajar morirá sin haber puesto una palabra sobre el papel”.

El aliento en la nuca de la posposición: sobre la dificultad de “ponerse”

Todos los sentimos identificados en esta tendencia, hayamos leído o no acerca de cómo nuestra conciencia pospone tareas que requieren planificar a largo plazo ante el espejismo de saciar algún impulso a corto plazo.

Evitar la posposición no es tan sencillo; el único modo de no caer en el derrotismo de declararse incapaces de realizar alguna tarea creativa compleja (escribir un artículo, ensayo, novela, etc.), es trabajar regularmente, aunque no se den las condiciones idóneas.

Quienes logran, al menos, empezar alguna frase ante la hoja -lienzo en la pintura, material bruto en la escultura, metraje en la edición audiovisual, ruido y escalas rutinarias en la música, etc.- están más cerca de su cometido, al haber comprendido que no hay momento más idóneo en el futuro que ahora (o el momento inmediato en que podamos empezar).

Gestionar la dificultad del primer esfuerzo

En una entrevista a The Paris Review, Susan Sontag reconocía la dificultad de ponerse a escribir: la dolorosa posposición.

“Yo escribo en acelerones. Escribo cuando tengo que hacerlo porque la presión se concentra y siento la confianza de que algo ha madurado en mi cabeza y puedo escribirlo. Pero una vez algo ya está en marcha, no quiero hacer más que eso”.

Los filósofos estoicos coincidían en la importancia de aprender a afrontar de cara la ansiedad del esfuerzo intelectual (por tanto, racional, siempre más costoso y menos dulzón que limitarse a saciar impulsos).

Séneca: “Crees que tienes que afrontar muchas dificultades, pero la mayor dificultad está en ti y tú eres el estorbo para ti mismo”. Y también: “El artista encuentra un mayor placer en pintar que en contemplar”.

Sobre ideales de autorrealización y creatividad

Eso sí, el pintor, como el escritor, padece hasta estar en el medio del -excitante, pero a la vez doloroso y lleno de incertidumbre, con decisiones que tomar- proceso creativo, en uno de esos momentos de concentración en que se produce un desapego entre cuerpo y mente y perdemos la noción del tiempo. Son las experiencias de flujo creativo.

Cualquiera que se dedique a escribir -o a cualquier otra tarea creativa, sea la producción y edición de vídeos o la escultura, tanto da-, es consciente de la dificultad de enfrentarse de bruces a la hoja en blanco. 

El arte de gestionar deseos y voluntades inspiró las filosofías de vida clásicas y sirvió de contexto para la psicología y la neurociencia. El psicólogo humanista Abraham Maslow entendió en su propia biografía: de familia judía del Este europeo inmigrada a Estados Unidos, padeció en el colegio pero perseveró hasta lograr las condiciones que permitieron su florecimiento.

Inspirado por sus mentores y su propia experiencia, Maslow sentó las bases de la psicología humanista, basada en el socratismo (o eudemonismo aristotélico, o estoicismo, tanto da). Según esta idea, autorrealizarse significa gestionar los impulsos y razonar para avanzar en el conocimiento de uno mismo y lo que le rodea.

Libertad personal y responsabilidad

Según Maslow, ningún individuo es capaz de atender con consistencia tareas elevadas relacionadas con la autorrealización si no ha cubierto primero las necesidades básicas: fisiológicas, de seguridad, etc.

El antagonista de Maslow en la cultura del siglo XX, Sigmund Freud, era menos optimista y no creía que Aristóteles y Séneca tenían todas las claves del ser humano. Para Freud, el papel de los impulsos era todavía mayor que el reconocido por filósofos clásicos e ilustrados, hasta el punto de condicionar la existencia del individuo.

La influencia de Freud sobre la sociedad y el arte del siglo XX es perceptible desde el nacimiento del marketing y las relaciones públicas (con anuncios y mensajes subliminales que apelaban al subconsciente, elaborados por su sobrino Edward Bernays) al arte, la política y las relaciones humanas en general.

Tanto Maslow como Freud estudiaron y entendieron en profundidad los mecanismos de motivación interna y propósito existencial, así como su relación con la gestión de recompensas. 

Una reflexión de Sigmund Freud: “La mayoría de la gente no quiere en realidad libertad, porque la libertad implica responsabilidad, y la mayor parte de la gente siente pavor a la responsabilidad”.

Detrás de los mejores artistas y escritores

Sigmund Freud y otros influyentes artistas y pensadores olvidaron aclarar cuán importante era la tarea en la sombra de sus parejas para lograr condiciones de trabajo óptimas con regularidad, así como asistencia en cuestiones intelectuales de calado.

Mason Currey explica que la mujer de Freud asumía todos los detalles cotidianos (hasta los más nimios y ridículos, debido a las teorías de Freud: dejaba que su mujer le pusiera la pasta de dientes en el cepillo a la hora indicada).

Quizá Maslow y Freud no sean los más adecuados a citar en un artículo sobre rutinas diarias y trucos de escritores para cumplir sus expectativas y escribir pese a no encontrar las condiciones ideales para hacerlo.

Sobre la edición de “Guerra y paz”

¿Qué tal Tolstói? El autor de Guerra y paz y Anna Karénina (qué más decir de él) reconocería la devoción de su mujer hacia su trabajo para facilitarle las cuestiones cotidianas y, sobre todo, reforzar su obra. 

Sofía Behrs Tolstáya (este último, su apellido de casada) fue una incansable y perfeccionista copiadora de la obra de Tolstói, así como refuerzo anímico y guardián de la regularidad del autor. Sofía Behrs Tolstáya copió -y corrigió- algunos de los pasajes más celebrados de la literatura universal, copiando hasta siete veces el manuscrito de Guerra y Paz.

Ello no le impidió sacar tiempo para ocuparse peronalmente de la promoción de la obra del autor y sus finanzas, además de documentar en sus diarios la vida del autor.

Sobre su tarea, Tolstói escribió, mientras trabajaba en Guerra y paz: “Debo escribir a diario sin falta, no tanto por el éxito del trabajo, sino para evadirme de lo rutinario”. Profundidad (trabajo introspectivo) para evadirse de la superficialidad.

Según su hijo Sergei, Lev Tolstói trabajaba solo en su estudio, con órdenes de que nadie le interrumpiera, para lo cual cerraba con llave las puertas de acceso.

¿Trabajar en pareja?

Otros escritores optaron por una pareja con el mismo oficio: las periodistas y escritoras que compartieron la vida con Hemingway; o la relación entre Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre, que se extendió desde 1929 a 1980.

Por la mañana, Beauvoir y Sartre trabajaban por separado; comían juntos y, por la tarde, trabajaban juntos y en silencio en el apartamento del segundo.

Nada mejor que observar las rutinas de algunos escritores renombrados para saber cómo se traduce en la práctica la dialéctica entre la pereza (o la posposición, o la gratificación instantánea) y el difícil -y a la vez enriquecedor- proceso creativo.

Ventajas de mantener el “trabajo” 

Muchos de los escritores más celebrados, expone Masson Currey en su ensayo, tenían trabajos rutinarios que les permitían pagar las facturas y mantener la mente mínimamente despejada para, a deshoras, afrontar el “auténtico” trabajo: la escritura.

Es el caso de Fraz Kafka, cuyo empleo burocrático inspiró algunas de las tramas de sus obras, además de dejarle tiempo para escribir a diario cuando su salud lo permitía, al abandonar el trabajo a las 2 de la tarde. O también William Faulkner, quien escribía antes de salir a “trabajar” como vigilante nocturno.

George Orwell encontró el trabajo ideal para él, no tanto por la remuneración como por sus características: asistente de una librería londinense de segunda mano con clientela leída y respetuosa, que le permitía trabajar largos ratos en la escritura, prácticamente sin interrupción.

Escritura y actividades introspectivas

Otros autores asocian la escritura con esfuerzos a largo plazo con retos y habilidades requeridas que se asemejan a las de deportes solitarios, como la carrera de fondo. 

Don DeLillo explicaba a The Paris Review en 1993 que se levantaba al amanecer y trabajaba durante cuatro horas seguidas, para a continuación salir a correr.

La rutina de correr le ayudaba “a sacudir un mundo y dar paso a otro. Árboles, pájaros, llovizna… un buen tipo de interludio. Después vuelvo al trabajo por la tarde, durante dos o tres horas (…)”. 

(Stephen King: “Si no tienes tiempo para leer, no tienes el tiempo -ni las herramientas- para escribir. Tan simple como eso”)

De manera similar, el escritor japonés Haruki Murakami corre a diario durante una hora, y expone sus razones en De qué hablo cuando hablo de correr.

Murakami: “Cuando trato de escribir una novela, me levanto a las 4.00 de la mañana y trabajo durante cinco o seis horas. Al mediodía, corro 10 km o nado 1.500 metros (o ambas cosas), después leo un poco y escucho algo de música. Me voy a la cama a las 9.00 de la noche”.

Cómo se cocina la ciencia ficción más consistente

El escritor de ciencia ficción William Gibson exponía su rutina de trabajo a The Paris Review en 2011.

Cuando intenta escribir un libro, Gibson se levanta a las siete de la mañana, mira el correo electrónico, navega algo por Internet, y trata de trabajar a continuación, excepto los tres días a la semana en que con antelación hace algo de pilates y empieza a las diez u once de la mañana.

Al inicio de un libro, la rutina de trabajo es más relajada, cinco días a la semana con abundantes interrupciones y un horario entre diez y cinco, con tiempo para comer y una siesta.

Al final de una obra, no obstante, la tarea se intensifica y Gibson trabaja siete días a la semana, en ocasiones hasta 12 horas diarias.

La estructura del escritor que presumía de prosa desestructurada

Henry Miller, el pintor y escritor conocido por su estilo literario rompedor, provocativo y ajeno a las convenciones sociales, optó por un método de trabajo diario en 1932-1933, para completar así su primera novela Trópico de Cáncer, lectura de cabecera de la Generación Beat.

Miller resumió su ética de trabajo en 11 puntos:

  • trabajar en una cosa a la vez hasta acabarla;
  • no empezar nuevos libros ni añadir nuevo material por el mismo motivo;
  • evitar el nerviosismo. Trabajar con calma, buen ánimo y decisión con lo que uno tenga ante sí;
  • trabajar según el programa y no según el estado de ánimo; parar en el momento establecido;
  • cuando uno no puede “crear” uno puede “trabajar”;
  • cimentar poco a poco cada día, en lugar de añadir nuevo fertilizante;
  • ¡mantener la propia humanidad! Ver a gente, ir a sitios, beber si la ocasión se presta a ello;
  • ¡evitar convertirse en un caballo de tiro! Trabajar sólo por placer;
  • descartar el programa cuando uno lo considere, pero volver a él al día siguiente. Concentrar, reducir, excluir;
  • olvidar los libros que uno quiere escribir; pensar sólo en el libro que uno escribe;
  • escribir primeramente y ante todo. Pintura, música, amigos, cine… todo eso viene después.

Hábitos mundanos del precedente “beat” Henry Miller

También en 1932, Henry Miller aclaraba su filosofía de vida para mantener productividad, inspiración y salud mental:

  • por la mañana, tomar notas como estímulo si la mente no está en su mejor estado; si está en forma, escribir;
  • al mediodía, editar el trabajo de escritura escrupulosamente, sin intrusiones ni diversiones; trabajar para ir cerrando tarea tras tarea, sin simultaniedad para evitar el abrumamiento;
  • por la tarde, Miller quedaba con amigos, leía en los cafés, exploraba ideas y pasajes no familiares, paseaba o iba en bici, y escribía si le apetecía y la tarea era ligera.

Acababa la jornada escribiendo notas, planes, correcciones.

Patrones de trabajo detrás de los escritores más celebrados

Oliver Burkeman alertaba en The Guardian acerca de lo adictivo que es para cualquier persona creativa leer acerca de la cotidianeidad laboral de los artistas que más respeta, cayendo en el riesgo de la indulgencia sin aprendizaje.

(Agatha Christie: “El secreto de avanzar es comenzar”)

Pero existe una lección en trabajos como el de Mason Currey: constatar que, en la tarea humana de crear, no existe un único método para progresar, pero sí sólidos paralelismos entre quienes son capaces de transmitir en sus obras la complejidad de la mente humana.

Entre los principales patrones, destacan:

  • mayoría matutina: buena parte de las mentes creadoras prefieren trabajar por la mañana, a menudo tan pronto como es posible, para evitar así distracciones y aprovechar la frescura de la mente;
  • se puede compatibilizar “trabajo” con labor creativa: al menos, mientras es necesario. Abundan los ejemplos de autores que lograron seguridad económica con una labor profesional paralela, a menudo aburrida y poco exigente intelectualmente;
  • beneficios del paseo: se acumula la evidencia científica que relaciona el paseo -sobre todo, el realizado en entornos naturales- con mayor productividad en tareas creativas; varios de los compositores más aclamados paseaban a diario: Mahler, Erik Satie o Tchaikovsky entre ellos;
  • mantener los planes: cualquiera que fuera la hora de levantarse y la rutina elegida por cada autor, abundan los artistas y escritores capaces de ceñirse a sus planes para garantizar una cierta productividad; escribir -o componer, esculpir, etc.- requiere grandes niveles de disciplina, pese a la aparente libertad cotidiana de muchos artistas;
  • adoptar métodos para mejorar el rendimiento, tales como la ingesta de café y otros estimulantes;
  • aprender a trabajar en cualquier lugar y bajo cualquier circunstancia: una de las creencias más contraproducentes en la labor creativa consiste en mantener la idea de que sólo se puede trabajar si se encuentra el mejor entorno posible, según el ideal de cada cual. Es una convicción que conduce, como saben los autores, a posponer la tarea y, en casos extremos, a no realizarla.

Escribir, editar, atreverse

Sobre la naturaleza de las rutinas para escribir, no importa tanto la fortuna de un día determinado como el rendimiento y la calidad de lo que se puede escribir cualquier día bajo circunstancias no ideales.

Para Somerset Maugham, “si puedes explicar historias, crear personajes, describir incidentes, y aportas sinceridad y pasión, no importa un comino cómo escribas”.

Sobre la importancia de realizar el trabajo sucio con consistencia (releer, mejorar, editar), C.J. Cherryh bromeaba: “Está perfectamente bien escribir basura… siempre y cuando edites con brillantez”.

Sobre las dolorosas decisiones que el sentido crítico de cualquier escritor deberá afrontar (de ahí la importancia de contar con pareja, asistente, editor o amigo con las agallas para salvar lo que quien escribe tiene la tentación de escribir), Henry David Thoreau reflexionaba: “No es que la historia tenga por qué ser larga, pero requerirá mucho tiempo hacerla breve”.

Sobre el miedo a escribir (o la ansiedad, o la tensión, o como queramos calificar la sensación de vértigo y responsabilidad al afrontar la hoja en blanco), William Faulkner recomendaba: “Suéltalo. Atrévete. Quizá sea malo, pero es la única manera de hacer algo realmente bueno”.

Saltar al vacío y dedicar el resto del tiempo a recomponer las piezas

Sobre la influencia de un intangible tan discutido e influyente como el talento, Ray Bradbury decía: “Cualquier persona que continúa trabajando no es una fracasada. Quizá no sea un escritor formidable, pero si aplica las viejas virtudes de trabajo duro y constante, tarde o temprano logrará abrirse paso como escritor”.

El escritor de ciencia ficción creía que uno de los principales enemigos de los creadores era la parálisis por miedo a no estar a la altura.

“Cada mañana salto de la cama y piso una mina terrestre. La mina terrestre soy yo mismo. Después de la explosión, me paso el resto del día recomponiendo las piezas. Ahora, ha llegado tu turno. ¡Salta!”.

Y sentenciaba: “No tienes que tratar de hacer las cosas. Simplemente, hazlas”.

Para los autocríticos, es útil recordar y aprender a celebrar las limitaciones humanas para transmitir en convenciones como la lengua complejos sentimientos y percepciones.

Gustavo Adolfo Bécquer se quejaba de la pobreza de la escritura para describir las sensaciones esquivas, como también lo hacía Gustave Flaubert:

“Me irrita mi propia escritura. Me siento como un violinista cuyo oído es verdadero, pero cuyos dedos se niegan a reproducir con precisión el sonido que siente en su interior”.