¿Hasta qué punto el lugar, el grupo y el momento donde hemos crecido influyen sobre nuestra manera de ver el mundo? Las ciencias humanas desentrañan lo que hasta ahora eran intuiciones y conjeturas filosóficas: nuestro lugar de partida y desarrollo condicionan manera de razonar, comportamiento y sentido de uno mismo.
Desde el auge del estructuralismo y la ciencia cognitiva a mediados del siglo XX, cuando Claude Lévi-Strauss y Leon Festinger, entre otros, indagaron en lo que las sociedades modernas conservan en común con grupos aislados de cazadores-recolectores, la ciencia ha profundizado en los mecanismos fisiológicos y culturales que permitieron el surgimiento del relato mitológico como método de transmisión del conocimiento y repositorio de culturas orales.
Gracias a parábolas e historias fantásticas, las culturas orales son capaces de, por ejemplo, conservar la “memoria” de catástrofes como tsunamis o terremotos, incluso cuando estos eventos se producen en una ocasión cada varias generaciones.
Lo que creemos universal y determinado
El marco de pensamiento en que nacemos dictamina nuestra visión sobre nosotros mismos y sobre lo que nos rodea, seleccionando alimentos, herramientas, tabúes y entidades abstractas que garantizaron nuestra supervivencia en el pasado, tales como conceptos morales, tabúes con trasfondo práctico o representaciones de fenómenos observados que requieren una interpretación: la repetición de las jornadas, el tiempo, el espacio… o la integración que realizamos de tiempo y espacio desde tiempos inmemoriales, como si nuestras parábolas hubieran intuido, después de todo, las consecuencias científicas de la teoría general de la relatividad.
También sabemos con cada vez más detalle cómo el lenguaje, y su evolución, son correlativos a nuestra visión del mundo:
- las lenguas indoeuropeas se centran en el sujeto del lenguaje y la definición de conceptos, que dieron con una cosmogonía en la que la visión del mundo (objetos como entidades-estanco conformados por partículas divisibles, del mismo modo que el lenguaje se compone de letras, de cuya combinación emerge un significado);
- por el contrario, lenguas como la china evolucionaron en una cultura centrada en los procesos -no en objetos estables, sino en lo que cambia de éstos- y la correlación entre conceptos opuestos, de cuyo contraste emerge un significado (por ejemplo: el paisaje es esa entidad compuesta por el contraste entre el cielo y la tierra).
La interpretación del tiempo y el espacio, o del espacio-tiempo, también tiene connotaciones culturales: desde el recorrido lineal de lo conocido (pasado) a lo desconocido (porvenir), a menudo asociado a fenómenos observables como el tránsito solar y lunar en el firmamento desde el naciente hasta el poniente; a visiones cíclicas en las que todo se repite, siguiendo supuestas leyes de causalidad.
Dirección de la flecha del tiempo y otros artilugios
La flecha del tiempo o representación metafísica, filosófica y científica sobre el discurrir de lo que ocurre entre eventos, discurre desde el pasado hasta el futuro y es irreversible, factores que todavía no podemos explicar del todo (sobre todo cuando, a escala cuántica, hay físicos que argumentan con convicción que el tiempo es reversible).
Los idiomas no son repertorios o juegos de sinónimos: son distintos modos de concebir, o de imaginar, o de soñar el mundo.
— Borges, Jorge Luis (@BorgesJorgeL) December 20, 2017
Si ni siquiera podemos dar por sentadas las características de la flecha del tiempo en nuestra sociedad tecnificada, ¿qué tienen que decir al respecto otros pueblos y culturas en de hoy y del pasado remoto, o qué dirán -o diremos- de ello en un futuro igualmente remoto?
Es fácil caer en la tentación de Isaac Newton, sostenida como científicamente correcta desde su formulación hasta su refutación por Einstein: creer que el tiempo y el espacio son valores absolutos y no dependen del observador. De un modo parecido, es sencillo creer que “pasado”, “presente” y “futuro” tal y como los comprendemos hoy son valores universales, presentes “a priori” con la belleza platónica de otras construcciones similares, como la idea de separación entre cuerpo y alma (dualismo), o la supuesta existencia de un “espíritu” autónomo con respecto al cuerpo que ocupa.
Adelante y atrás
Los estudios antropológicos y lingüísticos nos han asistido a reconocer falacias como la de creer que cualquier ser humano, independientemente del contexto en que crezca, es capaz de asociar como nosotros conceptos como “tiempo pasado” y la idea de “atrás” o “retroceder”, y “tiempo futuro” con la idea de “avance” o “adelante”:
- lenguas precolombinas como la aymara asocian, por ejemplo, “adelante” con “pasado” y “atrás” con “futuro”;
- en chino, pasado mañana es expresado como “el día de atrás”, mientras anteayer se concibe como “día de enfrente”;
- en hindi (lengua indoeuropea derivada del sánscrito en la familia indo-irania), los conceptos “ayer” y “mañana” se traducen con el mismo vocablo, “kal” cuyo significado (“a un día de distancia de hoy”) sólo se decanta por una de las dos opciones en el tiempo verbal; ocurre lo mismo con anteayer y pasado mañana (“parso”), así como con “hace tres días” y “de aquí a tres días” (“narso”).
En un artículo para Edge sobre la relación entre lenguaje y cosmogonía -o manera en que cada grupo humano trata de explicar el mundo-, Lera Boroditsky, profesora de ciencia cognitiva de la Universidad de California en San Diego, nos da una cifra: existen 7.000 lenguajes vivos.
“Cada uno de esos lenguajes comprende una visión del mundo, comprende las ideas y predisposiciones y herramientas cognitivas desarrolladas durante miles de años por gente en esa cultura. Cada uno de esos lenguajes ofrece un universo encapsulado único.”
7.000 universos encapsulados: la cosmogonía de los lenguajes
Algo así como convivir con 7.000 universos encapsulados, algunos de los cuales, como las familias indoeuropea o sino-tibetana, son hablados por buena parte del mundo, mientras otros apenas mantienen su llama entre un grupo de hablantes, a menudo salvaguardando una mirada del mundo que retrocede ante el avance de linguas francas regionales: cuando el inglés agota la cosmogonía de un grupo aborigen del interior de Australia, se pierde mucho más que dejes y ceremonias supletorias.
Lo consideremos como una ventaja o una maldición, la lengua que hablamos configura nuestra manera de proyectarnos en el mundo. Algunos idiomas, como buena parte de las lenguas europeas, conservan el rescoldo de un tronco común, configurando una visión del mundo cercana; otros, por el contrario, gozan de la rareza y diversidad equivalente a la elevada disparidad genética entre habitantes de algunos pueblos de África, presentando una manera original y a menudo poco estudiada de expresarse en el mundo.
Lera Boroditsky cita en su artículo el trabajo de los profesores Stephen Levinson y John Haviland, expertos en antropología lingüística y psicolingüística, respectivamente, pioneros en una descripción del lenguaje en función de la interpretación de espacio y tiempo que se deriva de ellos.
Orientarse en el espacio como una matriz absoluta
Stephen Levinson y John Haviland fueron los primeros en notar que hay lenguajes que no se sirven de las palabras “izquierda” y “derecha”, y todo en esos idiomas se expone en el espacio absoluto, de modo que los puntos cardinales (gracias a movimientos de astros, etc.) se convierten en “coordenadas” de palabras y expresiones de dirección y lugar.
Los hablantes de estas lenguas deben exponer observaciones cotidianas sirviéndose de fórmulas como: “hay una hormiga en tu pierna situada al noreste”. Para hablar con propiedad en este tipo de comunidades, sus individuos necesitan permanecer orientados en todo momento, lo que nos recuerda una relación ancestral mucho más estrecha con los ritmos de la tierra, tal y como ha empezado a revelar el estudio concienzudo del ritmo circadiano, conceptos como el de reloj interno, y su prometedora implicación en la medicina moderna.
Hay varios lenguajes minoritarios en el mundo que incluyen un corpus basado en nociones sobre el tiempo, el espacio, la naturaleza, los otros hombres, etc., que difieren de las que, en culturas como la europea o la sino-tibetana, se han integrado con tal éxito entre sus habitantes que éstos han llegado a creer que son “universales”, “naturales”, “innatas”.
Emergencia del sentido crítico
El filósofo austro-británico Karl Popper, cuyas reflexiones sobre el falsacionismo, o el principio de refutación de conjeturas como base de la noción occidental de “progreso” (científico, cultural, material), le llevaron a plantearse el edificio humanista europeo desde su cimentación tambaleante, recuerda en uno de sus escritos que nociones como la de “sentido crítico” son valores culturales adquiridos.
El sentido crítico, o capacidad individual y colectiva para poner en duda convicciones sirviéndose de conjeturas racionales, surge según Popper en el caldo de cultivo presocrático que también formó al propio Sócrates: desde los siglos VII y VI a.C., los griegos, amantes como el resto de pueblos vecinos de ricos mitos cosmogónicos, empezaron a distinguir entre palabra “dada” y “auténtica”.
Tales, maestro de Anaximandro, podría haber animado a éste a aprender de los errores, y cuando Anaximandro se convierte más tarde en maestro, uno de sus discípulos ilustres, Anaxímenes, se apartó conscientemente de la doctrina de su maestro. El propio Anaximandro había enseñado algo más que “conocimiento”: había otorgado la herramienta de pensar por uno mismo y a criticar con base comprobable cualquier conjetura, incluso si ésta procedía de quien les había otorgado esta mentalidad. Nacía así el “sentido crítico” (y su abuso reduccionista y alejado de la realidad a partir de Platón, interesado en el “más allá” de ideas y espíritu).
Visita a los Kuuk Thaayorre de Australia
Para acercarse a tradiciones que han evolucionado de un modo muy distinto a las cosmogonías dominantes en el mundo, expertos en ciencia cognitiva y antropología del lenguaje, acuden a lugares como la Amazonia, Australia, el interior de Nueva Guinea o el África austral, para exponerse a algunas culturas vivas minoritarias que han evolucionado durante milenios y, en algunos casos, durante decenas de miles de años (los últimos cálculos sobre la llegada de los primeros pobladores a Australia se han revisado al alza, situándose hoy en hace 65.000 años).
La propia Lera Boroditsky, autora del artículo de Edge sobre la cosmogonía de algunos de los 7.000 pueblos con cultura y lenguaje diferenciados y vivos, menciona sus experiencias entre grupos aborígenes de Australia, como los Thaayorre (hablantes de una de las lenguas pama, el Kuuk Thaayorre).
Boroditsky evoca un encuentro con una niña de cinco años, a la que preguntó algo que antes había expuesto a eminentes científicos y profesores: “Cierra los ojos, y ahora señala hacia el sureste”. La pregunta, que normalmente suscita sorna, puesto que muchos creen que es imposible hacerlo (y, por tanto, renuncian a señalar hacia algún lugar, o contestan después de largas reflexiones), fue contestada por la niña del pueblo de Pormpuraaw con pasmosa naturalidad.
La respuesta, rápida y correcta, no es algo extraordinario en esta comunidad aborigen, ya que su relación con el espacio carece de más coordenadas que la propia relación con el entorno, el momento del día, la trayectoria de astros, etc. La investigadora comprobó, con la ayuda de una brújula, que la respuesta era correcta.
Tiempo y espacio en el interior de Australia
Los investigadores han constatado que el estudio de comunidades como la Kuuk Thaayorre, si han sido capaces de mantener viva su visión del mundo, conservan no sólo una visión propia del espacio, sino que ésta apreciación de lo que les rodea también afecta su visión del tiempo.
Rindiendo homenaje sin saberlo a la teoría general de la relatividad y a la relación indivisible (aunque no lo percibamos así) del espacio-tiempo, estos pueblos representan esta combinación de lo que recorren y el tiempo que necesitan para ello a partir de su propio acervo.
Lera Boroditsky explica que los estudios sobre cómo cada cultura construye su propia representación abstracta del tiempo conduce a hipótesis que exponen que, como cualquier abstracción, imaginamos el tiempo partiendo de cosas más concretas a nuestro alcance, usando el poder del lenguaje para componer conceptos e ideas con cada vez mayor riqueza y complejidad.
Pero, si la gente piensa sobre el espacio de manera diferente, ello implica que también han armado una manera muy distinta a la nuestra de concebir la abstracción “tiempo”: qué es, de qué se compone, cómo se cuenta y divide, en qué dirección corre y por qué, etc.
Cuestionándose sobre la manera de concebir tiempo y espacio entre Kuuk Thaayorre, Lera Boroditsky y Alice Gaby concibieron un estudio publicado en Frontiers in Psychology, cuyo título nos conduce a su objetivo: “Los Thaayorre piensan sobre el tiempo como si hablaran del espacio”.
Hijos de Circadia
Las investigadoras dieron a los aborígenes participantes en el estudio un juego de cartas, en las cuales aparecía una narrativa en progresión temporal (una persona en distintas etapas de su vida, desde la infancia hasta la senectud, etc.). Cada sujeto del estudio recibía las cartas en orden aleatorio, recibiendo la indicación de “depositarlas en el suelo y ordenarlas de manera correcta”.
Un hablante de lenguas europeas depositará las cartas sobre el suelo y las ordenará de izquierda a derecha, sin importar frente a qué dirección éste decida sentarse (si uno está mirando al norte, al sur, al este o al oeste, las cartas se ordenarán en línea y de izquierda a derecha).
Los autores creen que se trata de una organización que sujeto realiza con respecto a su propio cuerpo (lo que habla de una visión antropocéntrica de la realidad, tan propia de los países que colonizaron el mundo desde la Era de los descubrimientos, imponiendo, de paso, su propia cosmogonía). Tampoco sorprende que, como explica Boroditsky, los sujetos de culturas con lengua semítica (escritas de derecha a izquierda, como el hebreo, el persa o el árabe), depositarán las cartas en el orden correcto con respecto a sí mismos, pero lo harán consistentemente de derecha a izquierda.
Pero el estudio no siguió los mismos derroteros con los Kuuk Thaayorre; entre éstos, como en otros tantos grupos alrededor del mundo, los conceptos “derecha” e “izquierda” carecen de sentido; sin embargo, el “orden” elegido por éstos en el ejercicio fue también consistente: de este a oeste, como el recorrido del sol y la luna en el firmamento, recordándonos, de paso, relaciones ancestrales mucho más familiarizadas con el tiempo y el espacio cósmicos. Nosotros, meros observadores, lo intuimos todo desde el ritmo circaciano, sepultado por la conciencia.
La plasticidad física del tiempo
Si un miembro Thaayorre se sienta mirando hacia el sur, ordenará la sucesión de cartas de izquierda a derecha; por el contrario, si miran hacia el norte, las ordenarán de derecha a izquierda; si miran al este, las cartas se organizarán hacia el sujeto; cuando, por el contrario, se sientan mirando hacia el oeste, las cartas se orientarán hacia el lado contrario del sujeto.
El estudio dirigido por Alice Gaby demuestra, en palabras de Lera Boroditsky, “una manera radical de organizar el tiempo”, y nos recuerda lo que se pierde cuando una lengua se deja de hablar, o cuando el acervo tradicional de pueblos con apenas un puñado de supervivientes no asimilados por alguna de las culturas-mundo que han homogeneizado nuestra mirada (la indoeuropea, la sino-tibetana), se extingue en los ojos de alguien que, en solitario, ya no puede hablar con nadie sobre un mundo perdido.
La habilidad cognitiva de un grupo elegido de manera aleatoria entre los aborígenes australianos, que los habilita para mantener una orientación constante de espacio-tiempo, algo que un profesor occidental o chino serían incapaces de hacer, debería constituir una llamada de socorro para reconocer, y conservar, mientras podamos, el acervo singular de las miles de culturas minoritarias.
Dejar los cánones en casa
Mientras los distintos pueblos surgidos de Europa nos creemos tan distintos los unos de los otros, no comprendemos que la diferencia entre un catalán y un noruego, entre un portugués y un bielorruso, es apenas un matiz, si contrastamos luego nuestra cosmogonía indoeuropea con la manera en que otros pueblos organizan el mundo.
Para aprender, primero hay que dejar de recrearse con el culto al juego a las diferencias entre poblaciones que parten del cruce de caminos entre Sócrates y Abraham. Así, saliendo del marco que confundimos con la “realidad”, reconoceremos recovecos desconocidos u olvidados del genio humano.
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