Hace unos días moría a los 82 años el último astronauta en haber pisado la luna. Eugene Cernan había paseado por la superficie lunar en calidad de comandante de la misión del Apolo 17 en diciembre de 1972, la última en incluir aterrizaje lunar.
Cuando Cernan, ingeniero y piloto aeronáutico, se disponía a regresar al módulo lunar que le devolvería al Apollo 17, en órbita lunar, se registró la última comunicación hasta hoy entre un humano en la superficie del satélite natural y el centro de control en la Tierra:
“Bob [en referencia a Robert A. Parker, coordinador de la misión con alunizaje de finales de 1972], aquí Gene desde la superficie; y, mientras doy el último paso humano sobre este suelo, para regresar a casa y no volver durante una temporada -aunque pensamos que volveremos en un futuro no muy lejano-, me gustaría añadir que creo que la historia lo anotará…”
Una espera demasiado larga
44 años después de la misión, Cernan moría “rodeado de su familia” sin haber asistido a un alunizaje posterior al protagonizado por él mismo.
Se multiplican los anuncios de planes de varias agencias espaciales e iniciativas público-privadas para volver a la luna e incluso emular la hazaña de las misiones Apolo, aunque en esta ocasión cambiando de astro y visitando la superficie de Marte.
Cinco décadas de una aparente sequía en desarrollo aeroespacial acaban con una nueva mentalidad exploradora entre una nueva hornada de empresarios interesados en la exploración espacial: como nuevos aventureros de inicios de la Era de los descubrimientos, estos empresarios concretan maneras de: abaratar los viajes espaciales con tecnologías más ligeras, resistentes y reusables; y, a largo plazo, colonizar otros astros.
Alejándonos por un instante de las necesidades de la agenda informativa en el presente, que absorbe la atención y evita la evolución de planes y conversaciones dedicadas -como ocurre a menudo con los programas de investigación estatal- al progreso a largo plazo, nos encontramos todavía en la encrucijada metafísica inaugurada tras la publicación de las primeras imágenes de la Tierra vista desde el espacio.
Más allá de la nostalgia del Programa Apolo
El desarrollo técnico permitió la llegada a la luna o, en las últimas décadas, la colaboración en torno a la Estación Espacial Internacional, coincidía con la instauración de la cibernética como mentalidad académica preeminente, preparada para sustituir al existencialismo y sus sucedáneos postmodernos.
A diferencia de la filosofía basada en el hombre y sus preocupaciones (como la fenomenología existencial de Heidegger, una llamada a los riesgos del desarraigo del hombre de la tradición, o “desencantamiento”), la cibernética implicaba la bienvenida de una concepción de la realidad y la ciencia como entidades sistémicas.
Cualquier fenómeno complejo cuenta con partes organizadas, con subsistemas y componentes que reaccionan entre sí: micelios de hongos en el manto del sotobosque, células en el sistema nervioso de un vertebrado, el interior de un aparato electrónico, una vivienda y su entorno, un grupo de individuos colaborando por Internet…
La teoría de sistemas y la cibernética dieron la bienvenida a la exploración espacial y la llegada a la luna; poco después del último alunizaje narrado, un grupo de jóvenes de la Costa Oeste de Estados Unidos creaba lo que concibieron como un método para “ampliar las capacidades humanas”: la informática personal.
Luego llegaría la aceleración de la que nuestra realidad actual es fruto, con sus aciertos, inconvenientes, retos.
La civilización interplanetaria que sólo avanzó en ciencia ficción
Pero la exploración tecnológica en la Tierra no ha ido de la mano de la prolongación y expansión de los viajes espaciales.
No se han dado los equivalentes a los primeros viajes de buscavidas que, tutelados por alguna monarquía europea, se lanzaban al mar a conocer el mundo. Como si las imágenes de la Tierra, frágil y llena de vida, suspendida en un océano oscuro e inerte, hubieran pausado la ambición a la que aspiraba la época cibernética: convertirnos en una especie interplanetaria.
Hasta ahora, no ha habido un interés serio por reducir los riesgos a los que se enfrenta la vida en nuestro planeta. Pero futurólogos y empresarios tecnológicos interesados en el futuro espacial de la humanidad han cambiado el estado letárgico en la era del pensamiento sistémico promovido por Gregory Bateson desde inicios de la Guerra Fría y la Carrera Espacial.
Como cualquier gran proyecto a gran escala (lo que el icono contracultural, ensayista y precursor de Silicon Valley Stewart Brand llama planes “a escala de civilización”), convertir al ser humano en una especie presente en distintas colonias espaciales -artificiales o no- en las próximas décadas implica un esfuerzo económico y tecnológico con riesgos de tal calibre que ningún gobierno, empresa o consorcio público-privado podría justificarlo ante inversores centrados en un retorno de la inversión a corto plazo.
Futuro: sistema solar como patio trasero
Financiar tecnología para colonizar la luna, Marte o Europa (satélite natural de Júpiter), por proximidad y adecuación para crear infraestructuras capaces de ser autosuficientes, con precios y tecnología actual, resta atractivo a la empresa, tal y como ocurre con todos los esfuerzos científicos y tecnológicos que, por la complejidad e incertidumbre que comprenden, requieren el apoyo público.
…A no ser que existan nuevos planes para abaratar tanto los viajes interplanetarios que se conviertan en viajes de rutina, propulsados con tecnología segura para sus ocupantes y relativamente económica (gracias a cohetes reusables, mejor combustible y la posible explotación de materias primas en las nuevas colonias, etc.).
Como ocurre en invenciones de eras pretéritas que, por su conveniencia y bajo coste, no han cambiado de manera esencial durante décadas (cuando no siglos: el libro impreso), uno de los retos de la tecnología espacial actual es experimentar con nuevas técnicas que permitan un avance real con respecto a los sistemas de propulsión para entrar y salir de la atmósfera terrestre, así como el diseño y configuración del viaje espacial y el descenso a la superficie de los astros visitados.
Un sector (no tan) puntero
En efecto, los cohetes actuales son una modificación de diseños con los que los ingenieros aeronáuticos alemanes ya experimentaban en los años 30: estos misiles de largo alcance inspiraron los hitos soviéticos y estadounidenses durante la Carrera Espacial, y dominan ochenta años después.
De ahí que los esfuerzos de compañías como SpaceX (fundada por Elon Musk, ex Paypal y también fundador de Tesla) y Blue Origin (fundada por Jeff Bezos -Amazon-) se centren, más que en la escala de cohetes y misiones, en nuevos “sistemas”, o plataformas de exploración espacial que aceleren la innovación técnica y reduzcan su coste, experimentando con diseños inéditos, tales como cohetes reusables.
El siguiente paso, tal y como han reconocido tanto Musk como Bezos, es la normalización de los viajes espaciales, hasta el punto de que diseñar naves capaces de realizar viajes continuos a hábitats espaciales (colonias espaciales artificiales, similares a las descritas por futurólogos y ciencia ficción –esferas de Dyson de la saga de La guerra de las galaxias; estaciones toroidales como las de 2001: una odisea del espacio, Elysium, Interstellar; etc.-) o colonias planetarias.
Aventureros de la Era de los descubrimientos
La 67 edición del IAC (Congreso Internacional de Astronáutica), celebrada en septiembre de 2016 en Guadalajara, México, sirvió para poner a prueba los planes de SpaceX para, literalmente, colonizar Marte.
Lo que, según Musk, debe ocurrir para que SpaceX pueda empezar sus viajes a Marte a mediados o finales de la próxima década, es tecnológicamente asumible, pero costoso. Si logra los ambiciosos planes de inversión y las pruebas tecnológicas marchan según lo previsto, el fundador de SpaceX cree que el primer viaje tripulado a Marte se producirá en 6 años (The Guardian ofrece los detalles).
Así que, tal y como hace con sus otros proyectos (vehículos eléctricos competitivos, generación y almacenamiento de renovables tanto a gran escala como para consumidores), el empresario de origen sudafricano explica abiertamente su plan e invita a quien se lo pueda permitir a involucrarse en la aventura: si todo marcha según lo previsto, viajar a Marte podría ser tan barato en menos de dos décadas como el préstamo hipotecario de un apartamento, alrededor de 200.000 dólares.
Eso sí, primero se deberán cumplir varios supuestos ambiciosos, incluso contando con la asistencia de agencias espaciales como la NASA o sus homólogas internacionales:
- diseñar y construir sobre la marcha cohetes reusables gigantescos;
- sistemas de propulsión más eficientes, capaces de hacer más con menos combustible;
- motores que acorten las previsiones actuales: como expone Andy Weir en, The Martian, su exitosa novela con secuela cinematográfica, con la tecnología actual un transbordador tardaría 6 meses en llegar a Marte y otros 6 meses para la vuelta; pero, una vez en el planeta rojo, la tripulación debería esperar entre 18 y 20 meses para que el realineamiento entre ambos astros fuera propicio, lo que convierte los 12 meses de viaje hipotético en una aventura con un mínimo de 2 años y medio de duración (un viaje que duplicara la velocidad permitiría ir y volver en la ventana de 6 meses).
- una aeronave suficientemente grande, ligera y potente como para transportar a 100 personas en su interior, lo que permitiría sentar las bases de poblaciones autónomas en cuestión de décadas.
Ventana de oportunidad
Incluso alguien como Musk, acostumbrado a lanzar planes ambiciosos en distintos ámbitos tecnológicos sin pestañear (logrando resultados similares a los anunciados, si bien con retraso y aumento de coste), alerta sobre la que cree que es la mayor complejidad: lograr que atención del público, inversión económica y tecnología converjan en una “ventana de oportunidad” lo suficientemente factible como para lanzarse a la aventura.
Su mentalidad no se aleja tanto de la de Cristóbal Colón, ante todo un empresario arribista en busca de un impacto en el mundo que trajera gloria a él y su estirpe (no era noble y soñaba serlo), así como al reino que había empezado su empresa y las convicciones religiosas sostenidas.
Acaso la primera empresa moderna que involucró un proyecto con potencial de transformar el mundo pero con un riesgo tan elevado que no atrajo más que el interés de una corte preocupada por el avance del vecino Portugal hacia las Indias circunnavegando África.
Por qué unas civilizaciones sobreviven y otras no
Elon Musk no ha encontrado, de momento, el gobierno o entidad que le ayude a pagar esta aventura de alto riesgo, donde los beneficios e impacto para la humanidad empequeñecerían cualquier sobrecoste inicial: la humanidad evitaría el riesgo de la extinción, de producirse algún acontecimiento catastrófico, al haberse convertido en una civilización interplanetaria. La vieja parábola de depositar huevos en distintos nidos.
Musk:
“Hay una ventana que se podría abrir durante un período extenso o corto en la que tendremos la oportunidad de establecer una base en Marte que se sostenga a sí misma… Antes de que ocurra algo que sitúe el nivel tecnológico en la Tierra por debajo de lo que haría este esfuerzo posible.
“Así que, ¿puede la base [en Marte] hacerse autosuficiente antes de que las naves desde la Tierra dejen de llegar? …Quiero decir: no creo que pueda descartarse la posibilidad de una III Guerra Mundial. Ya sabes, en 1912 se proclamaba una edad dorada, no habría más guerras. Y acto seguido llega la I Guerra Mundial, después la II Guerra Mundial y más tarde la Guerra Fría.”
El razonamiento de Musk con respecto a la colonia marciana y a su viabilidad antes de que los viajes desde la Tierra dejen de producirse recuerda los problemas afrontados por el pueblo Norse en Groenlandia, cuyo asentamiento desapareció al perder su cordón umbilical de vituallas con el resto de territorios vikingos durante la Alta Edad Media. Jared Diamond lo expone de manera magistral en su ensayo Colapso: Por qué unas sociedades perduran y otras desaparecen.
Potencial y ética
La preocupación del empresario afincado en California sobre el riesgo para la humanidad de una Inteligencia Artificial sin ética (es miembro fundador de la organización OpenAI, que promueve el uso de código abierto en el aprendizaje automático para que cualquier avance beneficie a la humanidad en su conjunto, a la vez que se minimiza cualquier riesgo), no le impide apoyar ideas de científico excéntrico si éstas prometen resultados espectaculares con la menor complejidad y riesgo posibles.
Por ejemplo, Musk se muestra favorable a estudiar métodos para acelerar la acomodación de cualquier hábitat extraterrestre a las necesidades humanas y de otros organismos terráqueos: en una entrevista televisiva, el fundador y consejero delegado de SpaceX explicaba las posibles ventajas de “terraformar” Marte con armas nucleares, para así lograr una atmósfera y temperatura más adecuadas en el mínimo tiempo posible.
La terraformación de Marte o de la luna abriría la puerta al mismo tipo de intervención en cualquier otro cuerpo celeste, con el satélite Europa como siguiente parada hipotética a medio plazo, una dinámica de viaje aventurero y colonización que se asemejaría a la expansión humana por la Polinesia: atravesar centenares de millas náuticas del Pacífico en canoa hace 3.000 años no es mucho más fácil que tratar de pisar Marte con la tecnología actual.
Una larga noche
Atender al optimismo de empresarios interesados en una nueva Era Espacial en la que exista cierta competición y concurrencia entre agencias, tecnologías y compañías (de nuevo, como ocurría en la Era de los descubrimientos, con colaboraciones entre compañías y Estados para explotar determinados territorios y recursos), es fácil olvidar que, una vez fuera de la atmósfera terrestre, las condiciones no son aptas para la vida.
Incluso aplicando técnicas radicales que transformaran la superficie de la luna o Marte (por ejemplo, calentando su superficie), la variación de la temperatura y la exposición a la radiación solar permanecerían en niveles intolerables.
Expertos espaciales europeos recuerdan que ni siquiera los rincones más fríos de la tierra se acercan a las gélidas temperaturas de la noche lunar, un escollo para el diseño de cualquier estructura con cierta envergadura.
Una rotación completa de la luna se produce en 28 días terrestres, y una noche lunar comprende 354 horas (o el equivalente a 14 días en la Tierra). Este largo ciclo condiciona la temperatura de la superficie: en el ecuador del satélite, la temperatura diurna puede alcanzar los 116 grados Celsius, mientras durante la noche desciende hasta los -173 grados Celsius.
Expertos como el ingeniero aeroespacial Edmund Trollope creen que una base subterránea es la mejor alternativa para escapar tanto de la variación extrema de temperatura como de la radiación.
El lado europeo
La nueva Administración de Estados Unidos deberá confirmar si prosigue con el plan de la NASA (explicado por The Telegraph) de enviar a humanos a la superficie de un asteroide en 2025, así como enviar la primera misión tripulada a Marte en 2030 (Ley de Autorización de la NASA de 2010, parte de la Política Espacial pública estadounidense).
Pronto, Elon Musk y el resto de empresarios espaciales estadounidenses podrían lamentarse con razón de la inacción mostrada por la NASA desde el desmantelamiento del programa Apolo: La Agencia Espacial Europea (ESA), la Agencia Espacial Federal Rusa (Roscosmos) y la Administración Espacial Nacional China, planean misiones a la luna que prepararían el terreno a bases permanentes ajenas a la estadounidense.
El director de la ESA, Jan Wörner, ha anunciado esta misma semana los planes espaciales europeos, con una apuesta clara: la emancipación de la agencia europea para convertirse en auténtico competidor espacial de las iniciativas público-privadas de la NASA.
Rosetta fue la gran noticia de la ESA en 2016. La misión logró posar una sonda espacial, Philae, sobre un cuerpo celeste en movimiento.
O, en una terminología más acorde con la teoría general de la relatividad, que nos recuerda que toda medida depende del punto de vista del observador, también en movimiento, con un movimiento relativo acelerado: un cometa.
¿Puede Europa creer en sí misma?
El final agridulce de Rosetta, que perdió contacto con el puesto de control antes de lo previsto, no ha impedido que la opinión pública europea empiece a considerar la exploración espacial como un asunto también europeo, un signo más del carpetazo que esta década ha dado a la configuración mundial después de la II Guerra Mundial.
Eso sí, la ESA deberá demostrar a la incipiente opinión pública paneuropea que la ESA también asume el rol puntero, y no de mera comparsa; para ello, deberá reducir incidentes como el que afecta a su sistema de posicionamiento, Galileo, con problemas de ajuste en sus relojes atómicos, lo que nos recuerda la importancia real de la teoría general de la relatividad: no hay un tiempo y espacio relativos, con lo que se requieren medidas desde distintos puntos para lograr cierta exactitud.
Los planes de la ESA presentados por Jan Wörner: misiones a la luna y Marte inminentes, así como el envío de misiones al espacio profundo para explorar el universo sin depender de otras agencias: la misión PLATO, por ejemplo, buscará cuerpos celestes aptos para la vida más allá de nuestro sistema solar.
La misión europea para Marte, que empezará con ExoMars, es prioritaria para la agencia, según Wörner.
Una aspiración humana
Asimismo, la Agencia Japonesa de Exploración Aeroespacial (JAXA) ha anunciado un pequeño asentamiento robotizado sobre la superficie lunar en 2020. Finalmente, tampoco hay que descartar el esfuerzo espacial Indio, sobre todo tras sorprender al mundo con misiones exitosas que, como la Mars Orbiter (Mangalyaan en sánscrito), destacan por su ingenio, buena coordinación y presupuesto ajustado.
De nuevo, los intereses estatales de la geoestrategia pueden con el interés colectivo de la humanidad en proyectos a escala global, como demuestra la actitud de las principales potencias ante los retos con el clima o ante las inversiones en bases antárticas, más una oportunidad para lucirse y mantener una cierta presencia que a colaborar de manera fructífera.
Este patrón de competición multipolar de cara a un posicionamiento para la explotación de recursos más allá de la atmósfera terrestre parece guiar la especulación de los principales programas espaciales. Si la NASA o China establecen una primera base lunar, el resto de agencias tratarán de ponerse al día en su esfuerzo espacial.
Y, si necesitábamos alguna información complementaria para proseguir con el símil entre la exploración espacial que se abre a partir de ahora y los primeros frutos de la Era de los descubrimientos, cuando viajes arriesgados condujeron a territorios hasta entonces ajenos al mundo antiguo, uno de los países protagonistas de la expansión europea en el mundo, Holanda, aporta su propia propuesta de misión pre-colonial a Marte.
El tiempo de los grandes saltos
Esta propuesta, la misión Mars One, ha nutrido la imaginación de los entusiastas de la materia desde su presentación en 2012, y el emprendedor holandés tras ella, Bas Lansdorp, sigue insistiendo en que no va de farol, si bien hasta el momento ha debido financiar la presentación y detalles del plan de su propio bolsillo. Mars One espera realizar el primer vuelo del transbordador, con 4 pasajeros de capacidad, en 2022, usando un cohete reusable Falcon de SpaceX como lanzadera (abaratando así tanto la prueba como la misión definitiva -estimada para 2032-).
Una civilización interplanetaria contaría también con una base en la luna, puesto que una plataforma en el satélite (con menor gravedad que la Tierra y, en la órbita adecuada, a menor distancia de cualquier destino), reduciría costes y facilitaría el desarrollo y popularización de viajes espaciales de corto alcance entre nuestro planeta y su satélite natural.
A 383.000 kilómetros de distancia, la luna cuenta con agua bajo la superficie de sus polos, así como abundancia en helio-3, ideal para producir el combustible que usarían los transbordadores de larga distancia.
Tecnologías como impresoras 3D desmontables, enviadas sin ensamblar a la superficie lunar, permitirían la edificación robotizada con la extrusión teledirigida de un componente derivado de la transformación de mineral lunar, y tanto la NASA como SpaceX animan a entusiastas del espacio a concebir diseños de una hipotética colonia en la luna y en Marte.
Principio de lo infinito
Proliferan los diseños espontáneos y los presentados en competiciones, que tratan de resolver los retos de edificar desde cero y mantener una colonia autosuficiente; un ejemplo reciente: Moontopia, competición de diseños de colonia lunar organizada por la publicación británica Eleven, ha presentado los 9 diseños finalistas.
El jurado, compuesto por diseñadores de la NASA, arquitectos espaciales y académicos, ha priorizado los diseños con sólida base científica y cierta factibilidad a medio plazo. El diseño ganador, por ejemplo, se serviría de tecnología 3D y técnicas de ensamblaje automático de estructuras de fibra de carbono inspiradas en el origami.
La recuperación del interés por el espacio entre el gran público supone una oportunidad para la exploración espacial, pero también para inspirar a los futuros escritores de ciencia ficción, físicos teóricos, astrofísicos, etc., que deberán conducirnos todavía más allá, siguiendo con un proceso que, acaso, haga realidad la idea de convertirnos en una civilización interplanetaria.