Establecer un proyecto de vida viable tras años de esfuerzo académico ha sido difícil para la generación que llegó a los años de plenitud laboral en plena Gran Recesión y, apenas repuesta de la experiencia, se topa de nuevo de bruces con una de esas crisis que ocurrían supuestamente «una vez por generación».
Pero el potencial desconcierto, desamparo vital y espiritual que pueden afrontar muchos jóvenes adultos no es un fenómeno inabordable ni mucho menos único.
La crisis de las grandes ideologías y la dificultad para establecer vínculos con viejos valores y religiones explican la tendencia del post-postmodernismo a alumbrar líderes y cultos que parecen la versión anémica y cínicamente optimizada para la publicidad contextual de esa versión virtual de la experiencia que toma cada vez más importancia.
Algunos de estos cultos toman corrientes y formas de culturas ancestrales, a menudo tergiversándolas o adaptándolas a un formato compatible con los patrones de entretenimiento de las últimas décadas.
La juventud en busca de sentido
El decadentismo actual tiene paralelismos con la sensación de fin de época que se vivía a finales del siglo XIX y que se observa en los personajes literarios y en el anuncio de la época que llegaba a cargo de filósofos que ya veían el postmodernismo en el horizonte, Nietzsche entre ellos.
En El mundo de ayer, Stefan Zweig nos explica cómo los jóvenes de principios del siglo XX, inocentes e idealistas, se lanzarán a la Gran Guerra en el ambiente de bacanal que sucede a un largo período de tranquila prosperidad. Sin saber el porqué, muchos se encontrarán en el interior de un infierno de trincheras y gases paralizadores, sin los viejos marcadores de los conflictos bélicos y en un contexto de dantesca confusión.
Toda una generación morirá o quedará mental y/o físicamente impedida. En La tierra baldía, T.S. Eliot aclarará que la pérdida de la Gran Guerra es también un camino de no retorno espiritual, que pondrá contra las cuerdas a quienes crecen en un ambiente donde tanto ideologías como espiritualidad parecen anteponer el fin a los medios y buscan aniquilar al contrincante.
El absurdismo será la escapatoria para jóvenes como Albert Camus, que luego evolucionarán hacia posiciones más humanistas, pues —creerá Camus a partir de su ensayo El hombre rebelde— sólo la comprensión, el amor hacia el prójimo y la afirmación de la vida pueden evitar que el frío nihilismo de las sociedades totalitarias no acabe arrebatando a la gente el deseo de recuperar una inocencia, de creer de nuevo en un porvenir.
El colofón de la Gran Guerra
En un inicio de primavera todavía marcado por la distanciación social y la necesidad de no bajar la guardia hasta lograr la ansiada inmunidad de grupo, muchos jóvenes y adultos de mediana edad calibran el impacto de lo ocurrido en su vida y se preguntan si será tan complicado como hace una década, o si podrán al fin recuperar un proyecto vital que ha debido hacer frente a demasiadas contingencias.
Asomarse al porvenir a inicios de la primavera de 2021 es un ejercicio de introspección comparativamente amable o incluso halagüeño, si retrocedemos hasta 1918: la carnicería de la Gran Guerra acababa con ganadores y perdedores agotados y traumatizados por igual.
Al mismo tiempo, la Revolución Bolchevique procedía a la purga de demócratas liberales, monárquicos, cosacos tradicionalistas y socialdemócratas, y los «rusos blancos» con suficientes medios y contactos para dejar el país llegaban a París o cruzaban el Atlántico.
También en 1918, una epidemia de gripe especialmente virulenta con origen en Kansas pese a su apelativo de «española» (España, neutral en la Gran Guerra, había informado libremente de la evolución de la pandemia), acababa con la vida de millones de personas. Guillaume Apollinaire, que no había sucumbido a la guerra, lo hará a la gripe, como tantos otros jóvenes notables y anónimos de su generación.
La deseducación de Hermann Hesse
En este contexto, un alemán que llegaba a la cuarentena al final de la Gran Guerra se cuestionaba el sentido de la existencia en un momento de cinismo, relajación moral, luto y pujanza nihilista. El nacionalismo había hecho ya demasiado daño, pero este desengañado en la cuarentena temía que el siglo XX se encontraba apenas en los prolegómenos, dado el rencor que el Tratado de Versalles alimentaría entre alemanes y austríacos (entre ellos, un veterano de Linz aficionado a las arengas de taberna).
Es así cómo Hermann Hesse alumbrará dos novelas consecuentes que forman parte de una misma búsqueda del sentido de la existencia en una época que parecía no conservar más posibilidad que la adscripción gregaria a alguno de los cultos del momento, totalitarismos que prometían un mundo mejor después de una lucha a muerte con sus antagonistas.
Las novelas alegóricas Demian (1919) y la más conocida Siddharta (1922) presentan el mismo problema existencial de una generación desde distintas perspectivas: la de la crisis del humanismo cristiano en Occidente y su efecto sobre el protagonista de Demian, Emil Sinclair (seudónimo con el que Hesse firma la obra); y la evocación de la trayectoria de Siddharta, joven hindú de origen noble quien —explica Hesse— que trata de alcanzar la elevación espiritual sin que le abandonen las dudas en ningún momento, procedentes de la conciencia de sí mismo, de la vanidad de las cosas o de la propia transitoriedad de la existencia.
En ambos libros, observamos la sombra sonriente del Zaratustra de Nietzsche, que empezaba a dejar simiente entre los hijos desencantados de una cultura europea cuyo estado deplorable había conducido a un serio intento de autoaniquilación, redoblado poco más tarde en la II Guerra Mundial.
Un poema épico hindú y las obras de posguerra de Hesse
Aunque perteneciente a distintas civilizaciones, la trayectoria de Emil y de Siddharta guarda los paralelismos propios del propio escrutinio interior del autor. Emil es hijo de una familia de raigambre cristiana que pretende seguir los preceptos bíblicos de manera intachable, lo que acrecentará el desamparo de un vástago que ve el descrédito de la vieja institución en el mundo que le rodea.
Siddharta es hindú y empieza en un lugar privilegiado para lograr su competido espiritual y social; sin embargo, sus dudas le harán apartarse también de la práctica sagrada en cuyo contexto ha nacido.
Ambas novelas lograrán un público al inicio reducido pero fiel, si bien Siddharta se convertirá más tarde en una de las lecturas de cabecera de los jóvenes de la contracultura, surgidos de la prosperidad de la sociedad de consumo erigida sobre las cenizas de 1945: tras la Shoah y las bombas atómicas sobre la población japonesa, la humanidad había abandonado por completo su inocencia sin posible marcha atrás, escribirá Albert Camus en un editorial para Combat.
Hesse logra hacer creíble la transición de dos jóvenes abocados al hedonismo inconsciente o el nihilismo (las dos trayectorias todavía prevalentes de la juventud desencantada), hacia una iluminación espiritual no sólo posible, sino creíble y consecuente, de ahí su atractivo perenne.
Una lectura había influido a Hesse por encima de otras referencias clásicas y de su tiempo: la lectura del poema hindú Bhagavad-gītā (el canto de Dios), un texto épico de 700 versos en sánscrito en torno al siglo III a.C., cuyo trasfondo fundador y guerrero evoca la importancia de La Ilíada, el poema homérico, en la cultura occidental.
Entre la épica, la filosofía y la religión
Hesse había publicado sus Cuadernos hindúes en 1913, en los prolegómenos de la Gran Guerra. Sus reflexiones sobre textos estudiados como el Bhagavad-gītā alumbraron a fuego lento su trabajo inmediatamente posterior a la contienda. Quizá él también se sintiera apelado por el dilema que afrontan los guerreros Aquiles y Arjuna en La Ilíada y Bhagavad-gītā, respectivamente: permanecer fieles al deber marcado por la tradición (matar sin miramientos a quienes han hecho una afrenta a su pueblo y familia), o buscar su propio camino alejados del fragor de la batalla (y, quizá, lograr la iluminación, o fundar una familia y contribuir a la prosperidad de los suyos).
Hermann Hesse declararía:
«La maravilla de la Bhagavad-gītā es su verdaderamente hermosa revelación de la sabiduría de la vida, que permite que la filosofía se convierta en religión».
Como los arquetipos de poema épico mencionados, Emil y Siddharta también se revelan contra los formalismos y obligaciones de su condición, pero su intento de desvelar el auténtico sentido de la existencia será se convertirá en un camino arduo y errático que evoca algunos versos de la Bhagavad-gītā. Entre ellos:
«Para alcanzar la no acción (naiṣkarmya) no es suficiente para el hombre alejarse de los actos rituales (karman). Tampoco se logra alcanzar esta perfección a través de la renuncia absoluta…
«En realidad, nadie permanece un solo instante sin actuar, ya que cada uno es empujado a su pesar a hacerlo bajo el efecto de las cualidades que la naturaleza le ha otorgado.
«Renunciar a actuar a fuerza de reprimir sus sentidos, pero mantener presentes en el espíritu los objetos sensibles, implica caer en la ilusión y la incoherencia.
«Al contrario, poder controlar sus sentidos por el espíritu, ejercer sus otras facultades, y hacer de la propia acción un ascetismo, haciendo prueba a la vez de desapego, he aquí lo remarcable.
«Toma la acción necesaria (karman): es superior a la inacción (akarman). Incluso funcionamiento equilibrado de tu cuerpo no podría prescindir de su acción (akarman)…»
Renunciar implica una segunda oportunidad
Hermann Hesse explora la extensión de estos preceptos en Siddharta, cuando observamos que el protagonista empieza a acercarse a una elevación que intuye posible pero que no ha observado con anterioridad.
Siddharta se dará cuenta de que es sólo renunciando a la necesidad imperiosa de autorrealizarse, al propio celo competitivo de atenazar la realidad y lograr lo deseado en cada momento, que es capaz de lograr un desapego, una tranquilidad cercana a la renuncia, pues sólo renunciando a un estado previo se puede anunciar un nuevo estado de tranquilidad en el que, paradójicamente, llegará la abundancia buscada celosamente con anterioridad.
Esta búsqueda del sosiego espiritual y el desapego con el deseo inmediato y material acerca los preceptos de la Bhagavad-gītā al estoicismo, filosofía de vida imperante en Roma hasta el advenimiento del cristianismo, que prometía un estado de gracia o «tranquilidad» al que sólo podía accederse con la renuncia razonada a impulsos y excesos, así como a un diagnóstico y reconocimiento de la propia naturaleza, que había que comprender y conllevar.
Quizá por ello, esta búsqueda de la iluminación cotidiana a través de un término medio y una renuncia a presiones mundanas como la vanidad que comparten la filosofía clásica occidental y obras dhármicas como el poema épico hindú que nos ocupa, se pueda representar también en matices de la etimología latina que se han perdido en las lenguas romances actuales: en latín, «nuntiare» (anunciar) es la raíz y proximidad etimológica de un verbo derivado «renuntiare», o anunciar de nuevo, por una segunda vez.
Vagabundos del dharma
Este sentido perdido de «renunciar» no es negativo, sino regenerativo. Para «anunciar de nuevo», hay primero que renunciar a propósitos que nublan nuestra tranquilidad y desvían nuestro propósito profundo. Cuando estamos prestos a privarnos de comodidades o de cualquier cosa supletoria, nos preparamos para mayores y más profundas riquezas.
Según la Bhagavad-gītā, hay distintos niveles de renuncia en este sentido positivo que mantienen las lenguas derivadas del sánscrito pero que han perdido las lenguas derivadas del latín.
Por una parte, este poema épico hindú que inspiró a Hesse invita al lector a abandonar la idea de que la guerra es un inmenso sacrificio. En su sentido primigenio, la guerra forma parte de la condición humana y, cuando se trata del cuerpo a cuerpo (la Gran Guerra había perdido cualquier relación con el carácter ancestral, ritual de la batalla), puede ser una prueba de fuego para liberarse de deseos falsos y de la propia pulsión de destrucción.
Asimismo, la filosofía hindú conmina al individuo a renunciar a la reivindicación de la autoría de sus actos, pues forman parte de nuestra naturaleza.
Una tercera vía para avanzar a la verdadera iluminación según la Bhagavad-gītā es precisamente la renuncia, estrategia que Krishna aconseja al guerrero Arjuna (Krishna, avatar o reencarnación de Vishnu —uno de los tres dioses principales del hinduismo—, se manifiesta a Arjuna como conductor de su carro de guerra).
Si somos capaces de renunciar a convertir los deseos en acciones (un estado impulsivo tan propio de la sociedad contemporánea, anclada en la impulsividad), podemos avanzar y la renuncia es más bien una anunciación.
Entre Demian y Siddharta
Paradójicamente, al estar dispuestos a abandonar cualquier privilegio, premio o satisfacción, nos expondremos a un estado de gracia alineado (o sincronizado) con nuestra naturaleza, lo que se traducirá en autenticidad percibida por las personas y cosas con quienes o con las que entablamos una relación.
Para conseguir, tratará de explicarnos Hermann Hesse, hay que «renunciar», lo que no implica reprimir su propia naturaleza, sino comprenderse en profundidad. Al fin y al cabo, como dirá Hermann Hesse:
«Sin el animal que habita dentro de nosotros somos ángeles castrados».
Demian y Siddharta tratan, pues, de segundas oportunidades en las que la renuncia conduce a la regeneración, al crecimiento y a una elevación posible, cotidiana.
A la vez humilde e incontestable.