Las fiestas navideñas hunden sus raíces en los rituales paganos que celebran el solsticio de invierno. Antes de que el cristianismo aglutinara estas festividades en la natividad de Cristo, Roma ya había homogeneizado viejos sustratos rituales en torno a las festividades de las jornadas más cortas y frías del año alrededor Saturno, dios de la agricultura.
Antes, las sociedades del neolítico aglutinaron sus opciones de prosperidad en torno a la fertilidad de la tierra y el carácter repetitivo de los acontecimientos.
El eterno retorno de las estaciones, el ritmo de las cosechas y el trabajo meticuloso durante el arado y la siembra para poder luego obtener cosechas que llenaran la era familiar de abundancia, fomentaron ritos de la fertilidad que ya entrevemos en la exagerada anatomía de las venus paleolíticas y de la Edad de Bronce Edad de Bronce, contraste rollizo del trabajo escultórico de Alberto Giacometti.
Las saturnales se caracterizaban por su carácter festivo desinhibido e interclasista, con un ambiente de carnaval donde patricios, militares, artesanos y esclavos olvidaban el rigor del orden social y elevaban la semana del 17 al 23 de diciembre a un momento de esperanza y expectativas, donde las figuras de los antepasados en torno al fuego familiar (lares) custodiaban la llegada de un nuevo año.
Suelo letárgico bajo la helada
Las saturnales eran ya herederas de ritos similares anteriores a la romanización, en torno a los cuales se conservan construcciones prehistóricas monumentales sobre las cuales nunca podremos desvelar del todo su uso ritual. Sí que es sencillo evocar el estado de ánimo de la población en torno al solsticio de invierno en sociedades que dependían del ritmo del sol y las estaciones para su supervivencia.
Stonehenge, en Gran Bretaña, y Newgrange, en Irlanda, estimulan todavía nuestra imaginación, al evocar la relación ancestral entre los días más cortos del año y las creencias metafísicas del neolítico. El primer monumento está alineado con la puesta de sol del solsticio de invierno, mientras el segundo se diseñó para celebrar la salida del sol en la misma fecha.
Las culturas prehistóricas que pasarían a conformar el Imperio Romano habrían señalado ritos similares al «Sol invictus» y la «natividad» a modo preparatorio para los meses que llegaban, pues la abundancia de abril quedaba lejos y sólo quienes habían sido precavidos podían afrontar la estación de la hambruna.
Los días más cortos del año no representaban tanto un fin como el inicio esperanzador o la potencia de lo que estaba por llegar: bajo el hielo rígido del suelo letárgico, los árboles desnudos y los atardeceres apresurados yacía el avance de un nuevo año, la oportunidad de una primavera con la que animales míticos se toparían después de una larga hibernación.
Sol invicto: el dios de la agricultura
Es en este sentido festivo y esperanzador que Nietzsche evoca las fiestas saturnales en el prefacio de La gaya ciencia, quizá su libro más importante: esa obra representa la oportunidad de un nuevo inicio tras una temporada ardua, marcada por la enfermedad y las dudas filosóficas.
La esperanza de lo que está por llegar precede, por tanto, a las festividades cristianas de la natividad y a las propias saturnales romanas, y el poder administrativo romano y, posteriormente, católico, explica el porqué de la asimilación de las fiestas paganas del solsticio de invierno en rituales tan centrales para el mundo romano y cristiano como lo son la consagración del templo de Saturno en el foro romano (que habría tenido lugar, hábilmente, un 17 de diciembre) y el nacimiento del «Sol invictus» (nacimiento de un nuevo sol que vence a la oscuridad) ni más ni menos que un 25 de diciembre.
Si las saturnales habían homogeneizado un sinfín de rituales paganos en torno a la finalización de los trabajos del campo, con el fin de la siembra invernal de las cosechas más tolerantes a la helada, el cristianismo se apropió con igual determinación de las saturnales. Dada la importancia de estas fiestas en los dominios romanos occidentales, el nacimiento de Cristo y, con él, el nacimiento del año litúrgico, acabó situándose en el 25 de abril.
Así, la versión antropomórfica de un nuevo sol para un nuevo año fue adjudicada a la única figura capaz de ser a la vez discípulo, señor y maestro.
No es casual que Nietzsche retorne al jolgorio dionisíaco de las festividades saturnales para avanzar una filosofía que debía abarcar el vitalismo y perspectivismo de la experiencia humana y, por tanto, sólo podía expresarse a través de aforismos y parábolas que se abrían a múltiples interpretaciones. La intención no era jugar al equívoco o practicar expresamente el arte del circunloquio, sino más bien tratar de acomodar vivencias de superación que no habían sido todavía formuladas en filosofía.
Pálpitos saturnales en «La gaya ciencia»
El mencionado prefacio de La gaya ciencia empieza con este espíritu, avisando de que:
«Quizá este libro necesite más de un prefacio, y en último término seguiría quedando la duda de si es posible, mediante prefacios, acercar a la vivencia de este libro a alguien que no haya vivido algo semejante».
Como si fuera una celebración filosófica de las saturnales,
«Parece escrito en el lenguaje del viento del deshielo: hay en él arrogancia, intranquilidad, contradicción, tiempo de abril, de manera que hace pensar continuamente tanto en la cercanía del invierno como en la victoria sobre el invierno que llega, que tiene que llegar, que quizá ya haya llegado… El agradecimiento brota impetuoso e incesante, como si se diese precisamente lo más inesperado, el agradecimiento de un convaleciente: pues la convalecencia era lo más inesperado».
Al finalizar la siembra, los días más cortos del año, coincidentes con la semana de festividades desde el 17 al 23 de diciembre, son un fin que engloba ya la promesa de la primavera y, con ella, la abundante cosecha de abril:
«Todo este libro no es otra cosa que una diversión tras una larga indigencia e impotencia, la exultación de la fuerza que vuelve, de la fe nuevamente despertada en un mañana y en un pasado mañana, del repentino sentimiento y presentimiento de futuro, de cercanas aventuras, de mares que vuelven a estar abiertos, de metas que vuelven a estar permitidas y en las que se vuelve a creer».
El prefacio de La gaya ciencia resuena al inicio de un invierno que deja atrás 2020, el año que empezó con una pandemia y que acababa con dos vacunas con 95% de efectividad y otras tantas con resultados igualmente prometedores. Es un año que ha puesto a prueba la resistencia individual y colectiva, el agotamiento y la falta de confianza en el futuro que alumbra el descontento de unos y el flirteo con el populismo o el milenarismo de otros.
Optimo dierum
El prefacio cierra con la legendaria ambivalencia de dos expresiones latinas que abren el libro y una nueva filosofía para el autor: «incipit tragoedia» e «incipit parodia» son el avance de una existencia que debe superar viejos dogmas morales y aceptar lo bueno y malo de la existencia con la actitud esperanzada de las festividades del solsticio de invierno.
Los regalos, el sacrificio de animales y la afición por los juegos de mesa en torno a las festividades navideñas no sólo preceden las propias festividades cristianas, sino también las romanas.
Los cultos domésticos romanos estaban dominados por los dioses de la familia, o figuras que representaban a los antepasados y protegían el hogar. Estas pequeñas figuras, o lares, se mostraban en pequeños altares (lararium) a los que se realizaba ofrendas en medio de oraciones. En Roma, las Saturnalia finalizaban con las fiestas compitales en honor a los dioses lares.
Como en las saturnales, las compitales permitían a los esclavos ponerse a la altura de sus amos. Un cerdo engordado para una fecha tan marcada salía en procesión y se ofrecía posteriormente como banquete. La matanza invernal del cerdo evoca el fin de año pagano, cuando los niños jugaban con nuevos obsequios y los adultos podían celebrar lo que estaba por llegar con independencia de su reputación o fortuna personal.
La matanza del cerdo en Hispania ya había alcanzado niveles de sofisticación que tienen poco que envidiar al prestigio de los productos porcinos con el sello ibérico. El poeta latino Marcial (nacido en Bíbilis —Calatayud—, Hispania Tarraconense), protegido del cordobés Séneca, evocó al animal sacrificado:
Iste tibi faciet bona Saturnalia porcus,
Inter spumantes ilice pastus apros(Te hará pasar unas buenas Saturnales ese cerdo
Apacentado con bellotas entre espumeantes jabalís).
Catulo llamó al 17 de diciembre «el mejor de los días»:
Saturnalibus, optimo dierum!
Obispos del siglo IV y campañas de marketing
El territorio dominado por Roma estaba marcado por el clima templado y una transición suave entre cuatro estaciones bien marcadas. El solsticio invernal señalaba el inicio de las semanas más frías y duras, y las dificultades que estaban por llegar antes de recuperar la abundancia de las cosechas bien merecían la matanza de animales engordados para la celebración: su sacrificio proporcionaba carne fresca para consumir y embutir, además de evitar la necesidad de alimentar los animales en las semanas más frías. Asimismo, la bebida fermentada (vino, sidra y precursores de la cerveza) ya estaba lista para su consumo.
El «Día Oscuro» de los rituales celtas marcaba una fiesta en la que la población y los druidas intercambiaban alimentos y regalos. La fiesta germánica equivalente, Modranicht o Modresnach, incluía una creencia próxima a los deseos para el nuevo año: los sueños que se tenían en la noche más larga del año aventuraban lo que estaba por llegar en el año entrante.
Ya en la era cristiana, un obispo del siglo IV que vivió en los valles de Licia (Anatolia) y patrono del rito ortodoxo, Nicolás de Mira, compartió la fortuna que había heredado de sus padres con los más necesitados, lo que dio origen al San Nicolás de los regalos, que hoy conocemos en su última encarnación publicitaria, gentileza de Coca-Cola (en efecto, ese atuendo tiene que ver con la infame bebida azucarada).
Esperanza sobre lo que está por llegar, celebración desenfadada, solidaridad interclasista, intercambio de regalos… Muchos de los ritos que se han adaptado a un mundo contemporáneo que acelera su digitalización debido a la pandemia trazan su origen a un remoto mundo pagano.
Los zapatos de Hertha
Si nuestros hijos nos preguntan por qué recurrimos a la simbología que ha dominado los últimos días, quizá se trate de una oportunidad ideal para indagar en etimologías y orígenes de viejos rituales que, como el propio solsticio de invierno, parecen acabar donde empiezan otros ritos en un eterno retorno marcado por los viejos ritmos del campo.
En el mundo germánico, Hertha (Bertha, Perchta), la diosa del hogar y la luz (recordemos la asociación entre hogar y fuego, que permitía el recogimiento familiar en torno a la chimenea de la cocina) daba la bienvenida al invierno. Los «zapatos de Hertha» eran unas tortas en forma de zapato o calcetín que se llenaban de regalos (a menudo, alimentos) para prepararse para los meses duros que se avecinaban.
Si Nietzsche se acordó de Zoroastro, la propia mitología persa preislámica celebraba el festival «yalda», que podía empezar una vez la diosa Mitra naciera en la noche más larga del año, una vez la luz derrotaba a la oscuridad.
Tras un recorrido por las tradiciones remotas en torno a los días que nos ocupan, cualquier lucha antagonista como la de Darth Vader contra Luke Skywalker nos dejará un sabor de «rebranding» de baja estofa.
«Incipit tragoedia» se dice al final de este artículo preocupante y despreocupado: ¡mucho cuidado! Algo colosalmente malo y malvado se anuncia: «íncipit parodia», no hay duda…
(El último párrafo es una adaptación del último párrafo del epílogo de Nietzsche para La gaya ciencia, su saturnal particular).