Mensajes de Whatsapp, resumen de novedades en redes sociales, nueva actividad en distintas suscripciones, notificaciones de trabajo en Slack o similar, agenda informativa que pelea por nuestra atención con el cada vez más trump-kardashiano cebo de clics…
Los sistemas automatizados de alertas preceden la tabarra inacabable de las alertas de aplicaciones del teléfono: durante años, quienes trabajan ante un ordenador se han enfrentado a la gestión del correo, método intrusivo por antonomasia.
El éxito de la empresa canadiense RIM (Blackberry) consistió en simplificar la gestión de correo móvil, ofreciendo a los usuarios la impresión de que recuperaban la iniciativa en una batalla quijotesca contra el buzón de entrada.
Paradójicamente, las notificaciones “push”, enviadas desde servidores de aplicaciones al sistema de alertas de nuestro teléfono, tenían el cometido de mantenernos alejados de la pantalla, más que de demandar constantemente nuestra atención. Ha ocurrido algo muy distinto.
Las alertas que vienen a por nuestra atención
Es más que aventurado recurrir a la muy citada y manida batalla de las Termópilas (verano del año 480 a.C.), con sus 300 espartanos aguantando la posición ante los persas en el célebre paso, y usarla como símil de la avalancha de notificaciones que espera en la pantalla del móvil a los despistados que no limitan los mensajes de aplicaciones.
Plantarse ante el ataque de las notificaciones “push” nos hará sentirnos por un momento en Leónidas ante el ejército de 250.000 soldados de Jerjes I en la batalla de la Atención.
En 2003, cuando los teléfonos Blackberry anunciaron el servicio “push”, la función fue celebrada por artículos de diarios económicos y el conjunto de usuarios: al llegar un nuevo correo, Blackberry avisaría al usuario, evitando así la necesidad de acudir una y otra vez a comprobar si había llegado algo nuevo.
Un lustro después, el iPhone, la plataforma Android y sus extensiones en formato tableta electrónica transformaron la comunicación móvil en un entorno de aplicaciones que absorbieron una mayor cantidad de nuestra atención, usando precisamente las alertas “push” para devolvernos a la aplicación, pues los ingresos de estos servicios dependen de nuestra atención y actividad en su entorno.
El objetivo de las alertas no es nuestro bienestar
La trayectoria de las notificaciones automáticas nos recuerda la falta de contrapeso ético en el mercado tecnológico que hemos dejado entrar en nuestra vida cotidiana sin rechistar, prometiendo combatir cualquier intento de regulación (que tendría el cometido de prevenirnos de algunos de estos excesos).
No podemos esperar que la autorregulación de empresas como Facebook salvaguarde nuestra salud mental y reduzca nuestra necesidad de consultar sus servicios, pues el negocio de la firma depende de nuestra actividad en su ecosistema, cuanto más febril y desequilibrada mejor.
Poco a poco, la poca resistencia de usuarios y árbitros tecnológicos (en este caso, Apple y Google, responsables de las tiendas de apps de iOS y Android) abrió las puertas al abuso de generalizado en el uso de notificaciones.
Logremos desactivarlas o no, todos hemos aprendido lo fácil que es volver a saturar cualquier pantalla de nuestro entorno de notificaciones. Un fenómeno análogo es la baja de servicios como la red social Facebook: desactivada la cuenta, basta una visita fortuita a alguna página de Facebook para que la firma nos recuerde que, si queremos acceder al contenido, tenemos que volver a la red social como usuarios.
La falacia de los “nativos digitales”
Como con el correo, el único modo de recuperar la tranquilidad consiste en desactivar las acciones automatizadas (procedentes a menudo de robots) que demandan nuestra atención. Los mensajes pueden esperar. Nos jugamos la tranquilidad y, a largo plazo, el rendimiento y la salud.
Como nos tiene acostumbrados desde los inicios del relato mágico sobre los inicios de la informática personal, la prensa tecnológica, dependiente de las empresas y servicios sobre los cuales escribe, ha insistido durante años en la falacia de que las nuevas generaciones, los “nativos digitales”, pueden gestionar la avalancha de información que asoma en distintas pantallas.
Nature dedica su último editorial a refutar esta conjetura, argumentando por qué no hay tal cosa como una generación de “nativos digitales”, supuestamente capaz de gestionar el torrente de información que interrumpe cualquier cometido, obligando a la multitarea.
Según el relato que hemos oído hasta ahora, los nacidos a partir de 1984 (para otros, la fecha de inicio es 1980) serían “nativos digitales”, mientras los nacidos antes son “inmigrantes digitales”. Ello explicaría, según lo que habíamos leído hasta ahora, desde el comportamiento en redes sociales hasta la capacidad para bregar con alertas y aplicaciones, pasando de un hilo a otro sin pestañear.
La información que cedes gratis
La hipótesis de la divisoria entre jóvenes digitales (millennials) y el resto, no se sostiene, según los últimos estudios.
El relato beneficiaba a quienes han construido su negocio con algoritmos que aprenden (sirviéndose de big data, aprendizaje automático y técnicas relacionadas).
La capacidad de algunas empresas para intimar con nosotros usando algoritmos que nos avisan cuando alguien o algo ha realizado alguna acción digital que concuerda con nuestras preferencias (lo sepamos todavía o no, pues los algoritmos empiezan a sugerirnos cosas en función de lo que conocen de nosotros, y no a partir de nuestra petición o necesidad real), se convierte en una herramienta que daña tanto a los nacidos antes de inicios de los 80, como a los nacidos con un aparato en la mano.
Ambas supuestas cohortes, nativos e inmigrantes de lo digital, hemos interiorizado sin más análisis crítico que el coste de los aparatos y el servicio de datos, la supuesta ventaja de que los nuevos servicios que dependen de nuestra atención permanezcan desregulados, dependientes de sistemas opacos capaces de evolucionar por sí mismos.
Cajas negras: la excusa de la “fórmula de la Coca-Cola”
La “caja negra” en la que Facebook (con Instagram, Whatsapp, Messenger, etc.), Google, Amazon, Netflix y otros almacenan nuestras acciones y se avanzan con destreza a nuestros deseos evoluciona sin más escrutinio que el relacionado con la polémica de los impuestos: ¿dónde paga una empresa digital con sede en Silicon Valley los impuestos de los beneficios de servicios prestados a ciudadanos europeos, en la Unión Europea o en Estados Unidos?
Mientras se resuelve la controversia pecuniaria, el auténtico elefante en la cacharrería permanece con el perfil bajo que pretenden mantener firmas como Facebook o Uber, que han demostrado sus pocos escrúpulos a la hora de maximizar el rendimiento económico de las acciones de usuarios.
Facebook demuestra que su prioridad es la económica al “equivocarse” siempre a su favor cuando se trata de contar publicidad vista (lo que repercute sobre el presupuesto del anunciante); asimismo, varias informaciones han denunciado que la empresa contabiliza los vídeos como “vistos” por el usuario cuando no son parados al instante al pasar por la pantalla, aunque éstos hayan rodado durante apenas unos segundos.
Fin del todo vale (si la empresa es de Silicon Valley)
Uber, en una crisis de cultura empresarial que ha obligado a su polémico consejero delegado a dimitir, ha demostrado que la mala praxis denunciada en distintos ámbitos de la compañía no es una campaña orquestada contra la firma, sino la punta del iceberg: cuando se trata de recabar datos, la empresa ha llegado a comprar información de un popular plugin de correo, Unroll.me, para averiguar el comportamiento de usuarios con la competencia.
Las malas prácticas no acaban aquí, aunque apenas empiezan a denunciarse. Lejos quedan los años en que las prácticas comerciales agresivas de Microsoft estaban sujetas al escrutinio público y de las autoridades monopolísticas, y los servicios de Facebook, Google, Amazon y otros actúan como monopolios de facto en sus principales mercados.
El dominio de servicios cuya tecnología se escapa al escrutinio público y legal contribuye a una evolución de los servicios tecnológicos, que mejoran sus capacidades y afinan su sutil agresividad, ofreciéndonos -mira por dónde- lo que nos atrae en contextos distintos.
Cuando nuestra sombra no nos pertenece
Los últimos síntomas de que la carrera por saber más sobre nosotros y beneficiarse de nuestra atención no ha hecho más que empezar: si Uber averiguó el comportamiento de los usuarios de Lyft comprando la información recabada por un plugin de correo electrónico, la empresa que comercializa los robots de limpieza Roomba, iRobot, venderá los mapas digitales de viviendas privadas a partir de información recabada por los dispositivos.
Otro síntoma: una empresa que participa en el mantenimiento de distintos proyectos de código abierto, Kite, se ha especializado en desactivar funciones e incluir añadidos para, usando aprendizaje automático, presentar publicidad contextual o recabar información de uso que luego puede venderse, servir para futuros proyectos, etc.
Debido al tamaño e importancia del mundo del software de código abierto, muchos servicios populares usan aplicaciones de Javascript y otros lenguajes desarrollados y mantenidos por varias personas, y cualquier modificación sutil no debidamente documentada puede afectar el funcionamiento de aplicaciones o sitios web… o incurrir en comportamientos fraudulentos.
Los sistemas automatizados de notificaciones son la interfaz superficial que reclama nuestra atención y pretende provocar una respuesta (una acción en un servicio electrónico), y se nutren tanto del estudio de acciones previas como de trazas más sutiles que dejamos: al limpiar nuestra vivienda con un robot conectado a Internet, al conducir usando el GPS del smartphone o la tableta, etc.
¿”Nativos digitales”?
Las trazas físicas y las digitales convergen para no darnos tregua. Millennials o no, supuestos nativos o inmigrantes digitales, la batalla por nuestra atención a cualquier precio deja una víctima: nuestra tranquilidad (también rendimiento, salud, bienestar a largo plazo).
El editorial de Nature expone la abundante literatura sobre la supuesta diferencia entre millennials y cohortes que no han convivido toda su vida con un entorno digital. Un estudio sobre pólizas de seguros en Estados Unidos, por ejemplo, incide sobre el mismo relato, al concluir que los millennials, supuestos nativos digitales,
“favorecerán pólizas de seguros tecnológicamente innovadoras.”
¿En qué consistirán estas supuestas pólizas “tecnológicamente innovadoras”? Nature contrasta la literatura que ahonda entre supuesta dicotomía nativos/inmigrantes digitales con un estudio (Teaching and Teacher Education, P.A. Kirschner y P.D. Bruyckere) que concluye que la conducta diferenciada de los nativos digitales es un mito.
El estudio, centrado en la enseñanza -un campo especialmente sensible a adoptar herramientas tecnológicas en función de su potencial percibido-. En el mundo de la pedagogía, expone la publicación, nuevas generaciones de alumnos siguen programas escolares basados en dogmas y teorías no comprobadas, como la asunción de que los niños actuales necesitan herramientas digitales en el aula.
Síndrome de abstinencia digital
Kirschner y Bruyckere denuncian una suposición que sobre la que no existe evidencia, según la cual los supuestos nativos digitales pueden realizar varias tareas a la vez sin ningún problema. Al contrario, hay síntomas sobre los efectos negativos, con el efecto de distracción que móviles, tabletas y portátiles han tenido en las aulas universitarias.
Una vez las pantallas que favorecen la multitarea han ganado su lugar en las aulas y otros ámbitos que requieren concentración, su regulación es percibida como un retroceso. Incluso limitando las alertas en dispositivos a aquellas enviadas por personas, descartando todas las notificaciones automáticas, la influencia de la información restante sigue siendo abrumadora, repercutiendo sobre la concentración y, en última instancia, el estado de ánimo y la salud.
Estudiar, trabajar concentrados, leer, conducir o relajarse no pueden ser lo mismo si permanecemos envueltos en notificaciones automatizadas.
El antiguo directivo de Apple y creador del termostato Nest (adquirido por Google), Tony Fadell, hacía autocrítica en una reciente aparición en Londres. Fadell dice levantarse por las mañanas envuelto en sudor, preguntándose si las consecuencias negativas del uso de teléfonos inteligentes o tabletas sobrepasa cualquiera de sus evidentes beneficios.
El ex directivo de Silicon Valley se sinceraba al hablar sobre el efecto de estas tecnologías sobre sus propios hijos:
“Yo sé qué ocurre cuando saco esta tecnología de las manos de mis hijos. Ellos sienten literalmente que los estás separando de un trozo de ellos mismos. Se ponen muy sentimentales con lo ocurrido, muy emocionales.”
De teléfono a apéndice de gestión de información
Un estudio de 2016 exponía que, de media, miramos la pantalla del teléfono 47 veces al día, una cifra que alcanza las 82 veces entre los más jóvenes, presionados por un mayor volumen de notificaciones.
Ya en 2013, Apple confirmaba que sus servidores habían registrado una actividad de 7,4 billones de notificaciones entre aplicaciones y el terminal del usuario, la mayoría de ellas generadas por robots. El volumen ha aumentado pese a la toma de conciencia de quienes ven la oleada de alertas automáticas y el aumento de la publicidad y el cebo de clics en redes sociales como el nuevo tabaquismo.
La mejor solución, según algunos veteranos del mundo tecnológico críticos con la ausencia de ética de los servicios de Silicon Valley, como los fundadores de Basecamp DHH y Jason Fried, consiste en abandonar servicios como Facebook y desactivar las notificaciones automáticas en todas las pantallas que usemos: ordenador de sobremesa, portátil, tableta, smartphone.
Puerta de entrada a nuestra atención
David Pierce explica en Wired por qué desde 2008, cuando Apple y Google abrieron la puerta a que cualquier servicio aprobado en sus tiendas enviara notificaciones a la pantalla del usuario, el sistema se ha convertido en una escalada encarnizada por nuestra atención difícil de solucionar del todo, pues para descartar estos mensajes hay que exponerse a su contenido.
La doctrina de las notificaciones (leer antes de descartar) afecta las acciones de millones de personas, que visionan publicidad contextual relacionada con mensajes o contenido “recomendado”, que se escurren hasta ocupar el frontal de la pantalla en cualquier momento de baja actividad.
when the netflix asks if you're "still watching" and you see your reflection in the black screen https://t.co/hKHt09Te6S
— no (@tbhjuststop) May 11, 2017
Otras posibilidades aceptadas por Apple y Android, como las compras dentro de aplicaciones, pueden restringirse, pero no suprimirse del todo. La intención real: tentar al usuario a realizar una compra supletoria en aplicaciones a menudo gratuitas (desde la moneda corriente de algún videojuego para adquirir cualquier elemento virtual a una supuesta función esencial en una aplicación prescindible), apelando al mecanismo de la gratificación instantánea (o elegir el placer inmediato en detrimento de beneficios a más largo plazo, como la tranquilidad o el bienestar duradero).
La psicología de las notificaciones requiere cierta disciplina por parte de quienes perciben su riesgo y quieren limitarlo. Si bien no hay un método para desactivar notificaciones en conjunto en iOS o Android, es posible desactivar todas las alertas en cada una de las redes sociales.
A expensas de la memeocracia
David Heinemeier Hansson, que ha explicado en ensayos co-escritos con Jason Fried, así como artículos y entrevistas, las ventajas de limitar al máximo la licencia de interrupción de los servicios de Internet, recomienda desactivar sonidos y notificaciones en tantos lugares como sea posible.
Tratándonos como poco menos que adictos con síndrome de dependencia, servicios como Facebook tratarán de devolvernos a un estado de actividad frenética en su ecosistema.
Por mucho que hayamos magnificado los supuestos beneficios de compartir nuestra vida privada ante empresas sin escrúpulos, anunciantes y amigos-saludados-conocidos que hemos equiparado a distantes compartimentos digitales (disfrazando la inautenticidad con empatía prefabricada), recuperar un poco de espacio íntimo reportará beneficios y oportunidades reales, y no mensajes de robots programados para agasajarnos con condescendencia a granel.
Interactuar con la imagen digital de amigos-saludados-conocidos e “influencers” (kardashianismo al poder, dicen los bichos de Internet) nos hace menos sociales, al tener menos tiempo para dedicarlo a desconocidos, amigos y familiares.
Primero vinieron a por nuestro tiempo de reflexión
La carrera por nuestra atención, alertan algunos profesores de psicología como Larry Rosen de la universidad de California State, nos obliga a dedicar demasiado tiempo a mantener conexiones superficiales en el mundo digital, mientras dedicamos menos esfuerzos a cultivar relaciones más profundas en la vida real.
La tecnología debería volver a su estatus de herramienta para potenciar posibilidades ya presentes en el mundo real, y no jugar al solucionismo de quienes se han propuesto sustituir el mundo físico por su autopista de neón virtual, hasta postrarnos ante la pantalla como la metáfora de The Matrix.
Desactivar las notificaciones automáticas no nos aparta del mundo, sino que nos devuelve a él.
En la habitación de Neo
El siguiente paso es preguntarse qué nos hace pensar que horas de consulta y trabajo colgando fotos y textos en entornos que no nos pertenecen son un regalo filantrópico de algún magnate de Silicon Valley que pone todo su empeño en salvaguardar su privacidad de los servicios que ha creado para que nosotros carezcamos de ella… y acabemos celebrándolo, previo pago de exposición a publicidad y compra de tokens.
Nuestra opinión contará más de lo que nuestro teléfono nos dice si asumimos una posición más crítica con los supuestos beneficios de prestar atención al primer robot que se presente en la pantalla.
Los llamados “nativos digitales” deberían preocuparse por cultivar su pensamiento crítico en los próximos años, pues aumenta la presión para explicarles por activa y por pasiva que ellos, como nacieron con un móvil en la mano, pueden con todo y son capaces de mantener la tranquilidad de los estoicos incluso sepultados bajo la multitarea.
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