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Tiempo profundo y lecciones de supervivencia del pasado remoto

No es el futuro lo que ya está aquí, aunque mal distribuido; es nuestra manera de observar la realidad lo que nos permite acceder a referencias que evocan no sólo el presente, nuestra relación con ellas y nuestra intencionalidad inmediata o a largo plazo (lo que queremos hacer, lo que queremos ser, lo que sentimos…), sino también el futuro y el pasado remotos.

Al evocar épocas lejanas y futuros posibles en un horizonte todavía desdibujado en la distancia, sentimos el vértigo y la libertad de lo desconocido.

Variedades de patata que jamás abandonaron la zona agraria de domesticación tradicional del tubérculo, en los Andes

Al contar con menos referencias, debemos añadir a estas referencias cruzadas, intuiciones, retazos de lecturas y referencias culturales, esperanzas y prejuicios (fortuitos o no).

Viaje chamánico

La insularidad de determinados territorios o culturas y civilizaciones alejadas de los cánones dominantes también nos permiten viajar a un presente que evoca pasado y futuro remotos, en una especie de alegoría del «tiempo profundo» que ha llevado a viajeros del tiempo (alegóricos, que sepamos) a tratar de plasmar esta percepción enriquecida con distintos medios.

Es una manera enriquecedora de urdir conjeturas, que es hacer castillos de arena o naipes con cimientos más o menos precarios: amagos de disciplina científica (el estructuralismo que emerge del relato antropológico-literario de la experiencia de Claude Lévi-Strauss con pueblos amerindios brasileños), ensayos (últimamente, Underland de Robert MacFarlane, entre otros) o ciclos de conferencias interdisciplinares (Long Now Foundation, California).

Viajar a través del tiempo mejora cuando experiencia, referencias, lecturas y acompañantes permiten superar las limitaciones del aquí y ahora de una cultura y un lugar, y es entonces posible soñar con reconstruir no sólo la trayectoria de lo macro (nuestro universo, nuestras conjeturas científicas más actualizadas sobre su origen y trayectoria) y lo micro, desde eventos aislados a lo que el físico teórico británico David Deutsch llama «tejido de la realidad».

El sabor del pan egipcio de hace 4.500 años

El tejido de nuestra realidad cuenta con obvias limitaciones. Entre ellas, la circunscripción de nuestra experiencia al presente, así como la necesidad de observar el mundo a través del filtro de nuestros sentidos (lo que nos ha llevado desde la Antigüedad a derroteros escépticos que han llegado a interpretar la realidad como algo que ocurre en nuestra mente, desde los sofistas al idealismo subjetivo del obispo Berkeley, pasando por el guión de The Matrix.

Viviendas flotantes de cañas y juncos del pueblo Ma’dan, en Irak; la población, en los cenagales entre el Tigris y el Eúfrates, parece aguardar el regreso de los personajes del poema de Gilgamesh, la epopeya escrita más antigua

Si queremos evitar reducir nuestra percepción a las derivas tecnoutópicas que sostienen que estamos viviendo en una simulación informática creada por nuestros descendientes remotos en un futuro más o menos lejano, no hay nada más saludable que explorar el concepto de un «tiempo profundo» en el que podamos nutrir una apreciación cada vez más rica por lo que sabemos o podemos revivir del pasado, o lo que podemos conjeturar (y armar como modelo) sobre el futuro.

Lo que la piedra Rosetta, un insecto atrapado en ámbar, un ser remoto fosilizado, un microscopio de alta precisión, o un telescopio potente o los restos de esporas de levadura de pan encontrados en un ánfora egipcia de hace milenios tienen en común es nuestra aspiración a usar estas herramientas para crear un modelo plausible de realidades remotas (pasadas y futuras). Reproducimos (o imaginamos) desde el presente eventos o experiencias previas a la experiencia de nuestra especie, o vividas por otros (o todavía por vivir).

En la madriguera del tiempo profundo

Tratar de traer de vuelta a una especie animal extinta, salvar una especie de árbol de una plaga mortífera, elaborar pan que podamos comer a partir de esporas de levadura de pan del Antiguo Egipto, o rememorar viejas historias a través de su lectura nos reconcilia, desde el presente, con melodías que atraviesan el tiempo profundo y que harían sonreír a chamanes y poetas, a Schopenhauer o a Nietzsche.

El «tiempo profundo» también está conformado por todos los eventos ocurridos y posibles entre miembros y culturas de nuestra especie. Intuiciones, acciones, accidentes geográficos, objetos e ideas que pasan de innombrables a porciones del mundo que tienen nombre y pueden ser designadas, e integradas en mensajes e historias, primero orales, y al final (en apenas el último suspiro de lo vivido hasta ahora), también escritas.

Hay historias que mueren con los últimos hablantes de una cultura, y otras que sobreviven al ser contadas, lo que las vigoriza y transforma, como ocurre con la propia evolución de especies, palabras, lenguajes, memes en redes sociales.

Asomarse al «tiempo profundo» implica también hacerlo al acervo de conocimiento acumulado en los recursos geológicos, la vida fosilizada —a menudo en forma de materia orgánica— y las posibilidades de descubrimiento y mejoría de nuestra civilización que ocultan organismos que ni siquiera conocemos. Edward O. Wilson recuerda en El futuro de la vida que corremos el riesgo de pasar por alto el potencial medicinal o inspirador de los organismos que conducimos a la extinción sin a menudo haber estudiado con precisión (o catalogado siquiera).

Vida humana y tiempo geológico: los años en cinco cifras

Distintos proyectos con vocación de continuidad en el tiempo a gran escala (el que lleva a la Long Now Foundation a usar la nomenclatura 02020 para referirse a nuestro presente) tratan de proteger especies en bancos genéticos y de semillas para multiplicar las probabilidades de que se repitan encuentros provechosos como la penicilina… o componentes que garanticen o refuercen la efectividad de la que deberá ser la primera vacuna contra un coronavirus (tarea no garantizada según los expertos).

Un nuevo cargamento de semillas llega a la Cámara Global de Svalvard, en Noruega

Del mismo modo, equipos interdisciplinares han sido convocados en numerosas ocasiones en las últimas décadas para consensuar métodos de comunicación simbólicos que pudieran ser inteligibles por nuestros descendientes remotos, por otra vida inteligente en nuestro planeta, o por vida inteligente procedente de otros mundos (o dimensiones, si evocamos la teoría de cuerdas y otras hipótesis de la física como el multiverso).

Estos mensajes, a menudo multimedia, representan el reto de buscar métodos de comunicación capaces de trascender conocimientos concretos sobre un lenguaje (el filósofo analítico Ludwig Wittgenstein argumentó que «los límites de mi lenguaje definen los límites de mi propio mundo»), un tiempo y lugar, una especie… o incluso un planeta.

Mensajes en una botella

Es el caso del disco de oro incluido en 1977 en las sondas espaciales Voyager de la NASA, que incluye tanto instrucciones de decodificación como un localizador de nuestro sistema solar y planeta, así como sonidos e imágenes que representan la diversidad de la vida terrestre y la cultura de una de sus especies, la nuestra.

Usamos un protocolo similar para señalar el peligro en los depósitos de residuos nucleares, mediante advertencias que, al estar destinadas a un futuro lejano (más allá de 10.000 años), deben explorar una semiótica de corte no sólo universal, sino capaz de trascender incluso a nuestra especie.

Más que un mensaje al futuro remoto, el Banco Mundial de Semillas de Svalvard, en Noruega, pretende ser un seguro de vida para la humanidad a prueba de catástrofes a escala de civilización (tales como una pandemia mucho más mortífera o contagiosa que Covid-19, un evento cataclísmico equivalente al que produjo otras grandes extinciones en el pasado, una guerra total, etc.).

Iniciativas como el banco de semillas de Svalvard representan también una voluntad de colaborar a largo plazo en iniciativas que conciernen a todos (una especie comprende a quienes han muerto desde los inicios, así como a todos los que nacerán), en un momento histórico en el que aumentan las amenazas a gran escala y, sin embargo, producen una actitud supersticiosa y aislacionista entre quienes prefieren no abandonar la inercia de la única realidad que están dispuestos a reconocer: la de una burbuja que define a un grupo en un momento histórico determinado.

De Ötzi a las migraciones de Beringia

El edificio que alberga el banco de semillas se diseñó a prueba de terremotos y otros desastres, si bien quienes promovieron su construcción, finalizada en 2008, no pensaron que menos de una década más tarde, en 2017, el calor inusitado diera el primer aviso de resiliencia dudosa: el calor inusitado de los últimos meses inundó el túnel de entrada a la instalación.

El derretimiento del permafrost no amenaza únicamente cimientos de edificios erigidos sobre un suelo helado que, en un tiempo pretérito no muy lejano, habíamos creído tan imperturbables como la roca. A medida que la superficie derretida haga permeable el subsuelo, virus y organismos simples durmientes acompañarán a otros restos recuperados, desde fósiles de megafauna a, quizá, viejos miembros de nuestra especie que rivalicen con Ötzi, su tocayo europeo de los Alpes. Sin obviar las emisiones de metano que aceleran el calentamiento del planeta.

Restos congelados de mamut enano encontrados en la zona de influencia de la región de Beringia durante la última glaciación

A medida que se derrite el hielo de los glaciares más alejados de los polos, y desaparece también de grandes extensiones de lugares remotos de Siberia y Norteamérica, emergen trazos de realidades y aventuras acaecidas hace milenios: la región ecológica que en la última glaciación englobaba en Beringia, un puente de tierra firme entre el extremo oriental de Siberia y el extremo occidental de Alaska, con animales y humanos cruzando lo que después sería una barrera infranqueable durante milenios.

La profundidad de las parábolas

En el pozo profundo de esta ida y venida de realidades, oportunidades, catástrofes y epopeyas se inspira la memoria de las culturas humanas, a través de parábolas y raíces de términos que contienen un significado a medio descifrar, como el mensaje humedecido en una botella recuperada en el mar.

Así, pueblos amerindios que conforman hoy una memoria sincrética que no puede separarse de las consecuencias del «intercambio colombino», nos legaron mensajes que quizá garanticen nuestra supervivencia en el futuro remoto.

Somos incapaces de trazar las rutas inequívocas de las primeras migraciones a través de América desde Beringia, pero sí podemos analizar acervos culturales y genéticos, restos arqueológicos, viejos documentos… y un legado que todavía saboreamos en forma de cultura culinaria y domesticación de especies vegetales y animales, así como técnicas arquitectónicas que parten de materiales locales y mecanismos ingeniosos, la mayoría de los cuales intuyen con profundidad las enseñanzas sobre rendimiento, resistencia, adaptación, durabilidad y belleza intemporal ocultos en la naturaleza.

Los temas recurrentes en la metafísica desde los inicios, escrutados de manera siempre parcial y errática desde Claude Lévi-Strauss, evocan la necesidad humana por explicar historias que trascienden en el presente y evocan el pasado y el futuro remotos, quizá porque el instinto de supervivencia sea algo que a menudo percibamos como bello o memorable.

De casas de juncos y poemas con eco en los libros sagrados

Hay pueblos ancestrales que se orientan en función de su posición relativa en un lugar y un momento, como si comprendieran a Einstein sin comprender siquiera en qué consiste el pensamiento científico o para qué sirve.

La interpretación de la realidad dispar de otros pueblos nos permite evocar cómo habríamos pensado en otra situación alejada en el tiempo, ya sea hacia el pasado o hacia el futuro, y gracias a ello podemos separar lo que compartimos de lo que interpretamos (y depende de nuestra cultura, circunstancias, momento histórico).

Uno de los numerosos pueblos flotantes de los uros en el lago Titicaca, en la frontera interior andina entre Perú y Bolivia

Las similitudes arquitectónicas de las viviendas humildes y los templos suntuosos de civilizaciones alejadas en el tiempo y la geografía también evocan una cierta melodía universal que parte de la supervivencia y la utilidad de unos modelos sobre otros.

En ocasiones, el presente mantiene retazos del pasado como si sostuviera la nota de una larga melodía. Así, acudir a los cenagales entre los ríos Tigris y Eúfrates donde vive el pueblo Ma’dan (Irak) implica evocar reminiscencias ancestrales que rememoran Asiria, el poema de Gilgamesh y los primeros textos abrahámicos: las viviendas flotantes de los Ma’dan están elaboradas con cañas y juncos, y siguen técnicas similares a las que hace milerios garantizaron la prosperidad del Creciente Fértil durante el neolítico.

El legado universal de los campesinos andinos

A la vez, las casas flotantes de juncos de los Ma’dan evocan los grupos de viviendas flotantes de los urus en el lago Titicaca, en el altiplano andino.

Las construcciones, asidas entre sí y mecidas por el suave ondear de los bajíos a orillas del gigantesco lago de agua dulce en pleno desierto andino, constituyen auténticas comunidades orgánicas con viviendas ligeras, reparables, adaptadas al medio como nenúfares en un estanque protegido por la sombra de un gran árbol.

No lejos de los pueblos flotantes de los urus hallamos hoy, en nuestro presente ampliado, un legado de los pueblos andinos a la humanidad: centenares de variedades de patatas, el tubérculo hoy global que se domesticó por primera vez en la zona.

Cerca de Pisaq, en Cuzco (Andes peruanos), el un esfuerzo multigeneracional trata de mantener la sorprendente biodiversidad de la patata. El Parque de la Papa es una puerta de «tiempo profundo» donde ingenieros agrónomos de todo el mundo estudian propiedades dietéticas y medicinales de un tubérculo fácil de cultivar, resistente a suelos pobres, climas extremos y altitudes inverosímiles.

Patatas en Marte

Las variedades de patata extendidas por todo el mundo desde inicios del «intercambio colombino» son una minoría de los 1.367 tipos catalogados y cultivados en el valle sagrado de los Incas.

Disco de oro con mensajes diseñados para que puedan ser descifrados por otra vida inteligente en el universo (disco gramófono «Los sonidos de la tierra», incluido en las sondas espaciales Voyager)

Formas caprichosas, tamaños dispares y colores sorprendentemente variados evocan una historia de domesticación iniciada hace 7.000 años, que hoy podemos cultivar y saborear. Quizá acompañadas de vino de Georgia (se han encontrado ánforas de vino con 8.000 años de antigüedad), pan fermentado con levadura egipcia de hace 4.500 años y algún guiso de las recetas apicias de la Antigua Roma y unas aceitunas de olivos de Creta milenarios.

Las patatas crecen hoy en todo el mundo, a excepción de la Antártica. El «tiempo profundo» nos conduce a una iniciativa del Centro Internacional de la Papa (CIPOTATO), en Lima, que trabaja con la NASA en una iniciativa que podría haber surgido de la mente de Mark Watney, el protagonista de The Martian.