Si la solución a algunos de los retos de la humanidad en las próximas décadas son las ciudades, tanto por lo que representan de acceso a educación y servicios por su menor impacto agregado, Tokio es uno de los campos de pruebas sobre el futuro de las zonas hiperurbanizadas.
Tokio es mucho más que una caricatura de sí misma. A Occidente llegan de ella sus interpretaciones desde una mirada occidental, sus excesos y sus destellos: el escenario de Godzilla dejando paso al Neuromante (1984), que cede el testigo a Akira (la película animada, basada en un cómic, es de 1988) y al empacho actual de sucedáneos.
La ciudad es, a pesar de quienes la idealizan o estereotipan a partir de los relatos de la cultura pop, tan inabarcable en lo geográfico como en la superposición de realidades y posibilidades.
Megaciudad con tranquilidad monacal a pie de calle
Lo primero que sorprende de Tokio es la aparente asintonía entre sus inabarcables números e impresiones en la cultura popular global, y la sensación que uno tiene perdiéndose en las calles secundarias y callejuelas de barrios como Ueno, Asakusa, Yanaka, que eluden el carácter comercial de sus arterias y sirven de tranquilo escenario de la vida de barrio de muchos de sus habitantes.
(Imagen: Nagakin Capsule Tower)
A microescala, Tokio es una megaciudad de ciudades, cada una de las cuales está compuesta por barrios aglutinados en torno a sí mismos, compuestos a menudo por enjambres de viviendas unifamiliares y, en las calles más transitadas, edificios de oficinas y apartamentos con una altura modesta, más europea que de downtown estadounidense.
Como un juego de muñecas rusas o, según la tradición sintoísta, como si se tratara de un diseño orgánico tomado de la naturaleza (por ejemplo, una fractal), una pequeña zona con idiosincrasia propia (por ejemplo, el barrio de Yanaka, con una antigua bohemia a lo Montmartre y ahora un apacible barrio familiar y artístico) desarrolla a pie de calle una actividad a escala humana, respetuosa con el azar de cada uno.
Los modelos estéticos tradicionales orientales pretenden integrar, como una fractal o matrioska, los distintos niveles de la realidad urbana interconectada (persona, hogar, entorno inmediato, población) en un mismo organismo interconectado.
Formalidad cívica, eclecticismo arquitectónico
Falta de ruido, bicicletas que esquivan amablemente a transeúntes pacientes y tan educados que acaban haciendo sospechar a cualquier forastero curtido entre los codazos de turismo barato de cualquier ciudad global, ancianos acarreando su compra a pulso mientras caminan a buen paso, mamás transportando en bicicleta a uno o dos (en ocasiones tres) niños, trabajadores protegiendo a los curiosos de la tarea con tal pudor que parece que estuvieran manipulando productos peligrosos…
(Imagen: la red tokiota de transporte público está compuesta por decenas de servicios interconectados)
Y así, en medio de la supuesta vorágine inhabitable que debería ser la ciudad más poblada del mundo, el visitante se topa de pronto con una caminata de minutos -a veces, horas- por calles con poco tráfico, callejuelas repletas de pequeñas y a menudo estrechas casas unifamiliares que, en el eclecticismo de sus formas y materiales, a menudo más humildes que en otros países ricos con similar renta por habitante, guardan una cierta pulcritud y armonía orgánica.
En estas calles asfaltadas y sin más acera que una raya (a veces, ni eso), donde caminan personas y grupos de diversas generaciones y con estilos tan dispares como los encontrados en cualquier otra gran ciudad, uno puede encontrar un diminuto y exquisito café ambientado en la arquitectura tradicional japonesa, una vivienda u oficina profesional minimalista, una humilde casa con paredes remendadas con madera de contrachapado y láminas de acero corrugado, y un pequeño templo budista o sintoísta aquí o allá, en ocasiones junto a pequeños y pulcros cementerios.
Explorando la ciudad desde los barrios residenciales de Ueno y Asakusa
El respeto por los antepasados está tan interiorizado por el pueblo japonés que, pese a la secularidad de la mayoría de los tokiotas, a nadie le sorprende ni repele, sino todo lo contrario, que su propiedad o las vistas de sus ventanas linden con alguno de los numerosos cementerios repartidos por los barrios de la ciudad, que representan junto a los templos y altares sintoístas y budistas, tan discretos como el propio carácter local, un nexo de unión con el pasado.
Iniciando un paseo desde Taito-Ku, entre el barrio tradicional y turístico de Asakusa (oeste) y el barrio de los museos y universidades (Ueno y Akihabara, al este), el Tokio del imaginario colectivo global queda muy lejos.
El Tokio residencial y local de los profesionales de la ciudad carece de las grandes avenidas de rascacielos y tiendas a la última, o de calles comerciales atiborradas de carteles de neón, animaciones en pantallas gigantes y música de fondo de las zonas y avenidas de moda en Ginza, Obaida, Omotesando, etc.
(Imagen: otra perspectiva de la Nagakin Capsule Tower)
Así, uno tropieza a paso amable, de conversación animada o deliciosa divagación introspectiva en solitario, con un gran árbol, las macetas humildes que motean la diminuta fachada de cada casa, donde el espacio comprimido no impide que haya una bicicleta a la puerta (con cesta y/o portaniños), así como un vehículo con habitáculo tan alto como comprimido (estilo Doctor Slump) aparcado en un pequeño espacio anejo o, literalmente, dentro de casa.
Fractal urbana: el nivel de la ciudad global
Cruzando las grandes separaciones (enormes redes viarias con tráfico rodado en ambos sentidos y paso elevado también de doble sentido; redes de metro, ferrocarril y tren de alta velocidad), aparece la auténtica urbanidad tokiota: una ciudad vivible, tranquila, con vegetación abundante y cosas que suceden a escala humana.
Entonces, aparecen aquí y allá un vehículo transitando a velocidad respetuosa, bicicletas, gente caminando, vehículos de reparto…
El contraste mencionado con esta tranquilidad a pie de barrio se produce en el siguiente nivel de fractal o muñeca rusa: las redes que separan y conectan entre sí a los grandes barrios, y a menudo permiten evitarlos, son una dimensión ajena a esta realidad lenta y silenciosa.
(Imagen: Tanaka, al norte de Ueno, Tokio)
Esta dimensión superior a la calle intransitable está compuesta por la vía de la red de trenes de alta velocidad que conecta Tokio con el resto de Japón (Shinkansen), la red de metro y tren, los pasos elevados, los carteles luminosos y la saturación de tipografía, ofertas, sonido de fondo y gente en las calles comerciales y atestadas de oficinistas…
Una ciudad orgánica y sin planificación centralizada
Un pastiche, en definitiva, cosido sin la coherencia de urbes con plano homogéneo e ilustrado, como el -a menudo venerado por los muy viajados tokiotas- París de la reforma urbanística de Haussmann (avenidas de perfección euclídea, edificios con tejado de mansarda y contraventanas idénticas, etc.).
Pero, quizá por ello, Tokio carece de una racionalidad inducida o forzada sobre su población y, por el contrario, ha crecido como un superorganismo, de manera orgánica, tal y como promueve la olvidada pero interiorizada personalidad sintoísta.
(Imagen: al fondo, de nuevo Nagakin Capsule Tower)
La emergencia, surgimiento o “emergentismo” se refiere a las propiedades de un sistema no reducibles a las propiedades de las partes que lo constituyen: no se puede medir la temperatura de una habitación tomando una molécula de su espacio, ni la “inteligencia” de un hormiguero equivaldría únicamente a la suma del muy limitado comportamiento de la suma de sus individuos.
Tokio es una ciudad más “emergentista” que muchas otras, sobre todo en sus pulcros rincones planificados por sus habitantes a partir de un ideal y una actitud, sin someterse a planes maestros ni a una idea centralizada de urbanismo.
La extensión real de una (sorprendentemente amable) ciudad de ciudades
Seguimos por el paseo por Tanaka, Ueno y, hacia el sur por los barrios residenciales en torno al complejo del palacio imperial, el centro neurálgico de la histórica Edo y hoy pulmón del centro urbano.
Prosiguen los transeúntes con paso educado y respetuoso -se diría que en ocasiones se forman colas espontáneas de numerosas filas indias en los pasos de peatones más concurridos-, ataviados con ropa formal -muy formal-, muy presente en personas de ambos sexos de mediana edad.
Abundan niños y adolescentes en uniforme escolar, jóvenes y adultos con vestir adusto, individuos a la última, sibaritas de las últimas tendencias, o curiosas subculturas urbanas que tratan la ropa como medio de expresión.
Y, más allá de las grandes calles, centros neurálgicos, zonas comerciales o de trabajo, se suceden las calles y el ritmo de una vida amable, sin los codazos ni enconamiento de las urbes europeas o estadounidenses. Sorprende quizá después de leer que el censo de la ciudad “real” es de 34 millones de habitantes.
La amabilidad de los barrios vs. el empacho sensorial del Tokio comercial
Con apenas diez millones de habitantes menos que toda España, el Tokio metropolitano supera incluso a las megalópolis de los países en desarrollo, pese a la baja natalidad y al paulatino envejecimiento de la población japonesa. Y, pese a ello, hay barrios densos y de vivir apacible, donde la gente se prodiga en los trayectos cortos a pie o en bicicleta.
(Imagen: Asakusa, Tokio)
Una maraña de callejuelas, calles y avenidas nada euclídea pese a los intentos urbanísticos desde finales del XIX que, sin embargo palpita con un emergentismo orgánico que respeta el ritmo de sus habitantes.
Niños que caminan solos a la escuela, ancianos caminando o en bicicleta sin que nadie les imponga un ritmo ajeno a su edad, jóvenes atareados y a menudo más revolucionados que las otras generaciones, padres que vuelven al barrio en metro después de trabajar en otra zona de la ciudad…
A su manera, Tokio muestra que es posible combinar distintos pálpitos, ritmos y sensibilidades sin perder calidad de vida incluso en ciudades en apariencia interminables e inabarcables.
(Imagen: vistas de la moderna torre de comunicaciones Sky Tree y, en primer término, el templo budista Sensō-ji, en Asakusa)
Bienvenidos a una versión particular del futuro
Tokio hace empequeñecer a otras ciudades globales pero, en cierto modo, se diferencia de éstas porque sus habitantes han interiorizado culturalmente que hay un registro o tipo de urbanidad para cada nivel:
- en la vida de cada barrio, se respeta la idiosincrasia de cada cual y conviven jóvenes de tribus urbanas todavía no estereotipadas con individuos de espíritu sintoísta o budista, y es posible vivir al ritmo dictado por uno mismo;
- en los niveles superiores de organización urbana, hay que renunciar a ciertas rutinas personales para adaptarse a ritmos que multiplican la velocidad y el número de impulsos (compuestos por todo tipo de información multisensorial: ambulancias con mensajes por megafonía, mensajes en el metro, música en los comercios, máquinas expendedoras de bebidas y snacks por cualquier sitio, carteles luminosos…).
Japón y su mayor urbe, compuesta en realidad por una única conurbación desde Tokio (en realidad con algo menos de 10 millones de habitantes, si se cuentan los límites administrativos de la ciudad y no los reales) hasta Yokohama, tienen más que ofrecer al mundo que los productos que Japón sigue exportando al mundo después de dos décadas de deflación, el ascenso tecnológico y productivo de los conglomerados empresariales de Corea del Sur y el auge de las exportaciones de China, Taiwán y el resto de emergentes asiáticos.
(Imagen: vida compacta, aunque apacible y confortable, en los densos barrios residenciales de Tokio, donde ningún espacio es desaprovechado)
Cotejando datos, lecturas y realidad percibida
La lejanía e insularidad históricas del país no lo han ayudado en las últimas dos décadas, cuando la globalización ha facilitado que compañías japonesas y occidentales fabriquen en terceros países, mientras la diferencia de género -más marcada que en cualquier otro país rico- y la rigidez educativa y empresarial, unidas a la falta de cambio generacional, han provocado un conservadurismo en todos los ámbitos de una sociedad jerarquizada y gregaria.
Es difícil realizar cambios radicales en el gobierno japonés, pero también en los altos estamentos educativos y empresariales, lo que explicaría una deflación de dos décadas, un descomunal nivel de deuda en relación con el PIB del país y el mayor envejecimiento poblacional del mundo desarrollado en el país con mayor esperanza de vida.
(Imagen: ajetreo en Ginza, Tokio)
Según el análisis tecnológico tradicional, uno de los problemas fundamentales de Japón es la incapacidad para improvisar y adaptarse a una nueva era dominada por los servicios de la información. Como ocurre con Alemania, Japón tampoco ha podido reproducir el equivalente a Silicon Valley.
Cuando la insularidad es una ventaja: resistencia a la disrupción
Silicon Valley fue tan posible con inversión disponible como con la mentalidad adecuada: inversión estatal (tecnología militar a través de la agencia DARPA y subcontratas como la de Lockheed Martin), así como la tolerancia por el riesgo y la simbiosis educativo-tecnológica entre Stanford y emprendedores pioneros como David Hewlett y Bill Packard.
Japón, por el contrario, ha mejorado y miniaturizado más productos que inventado históricamente (la historia de Sony o cualquier otra gran corporación lo desmentiría, pues también destacan las invenciones), con una mentalidad tecnológica más próxima a un país segundón que pionero (con los riesgos y beneficios que combina esta última actitud).
Pero la resistencia que Japón ha encontrado a una globalización acelerada en las últimas décadas podría constituir la ventaja competitiva de los próximos lustros.
Así lo creen el emprendedor e inversor de Silicon Valley Peter Thiel, autor del ensayo Zero to One, y el economista de la George Mason University, bloguero en Marginal Revolution y autor de El gran estancamiento, mientras explicaban en una entrevista informal (vídeo y transcripción) cuáles son las economías mejor posicionadas para el futuro en un mundo con menos empleos susceptibles de realizarse en países con menos costes o de reemplazarse con algoritmos.
Tokio vista con ojos frescos
Entre los países desarrollados que podrían dar la sorpresa en el futuro, Peter Thiel menciona a los que tienen culturas y economías más distintivas y con menos riesgo de convertirse en una mercancía que podría producirse más rápido y barato en cualquier otro lugar.
Pese a la supuesta resistencia de Japón a la segunda oleada de globalización económica y comercial, que empieza a frenarse según los últimos datos, es precisamente la globalización la que otorga a cualquiera una oportunidad para conocer de primera mano la cultura nipona por una fracción del precio de hace unos años, no tanto debido a los efectos de la deflación como la hipercompetitividad global de productos y servicios.
Con un vuelo económico comprado con meses de antelación, un teléfono libre para comprar una tarjeta SIM de datos con modalidad prepago, tecnologías como Google Maps (modo navegación), y servicios colaborativos como Airbnb, cualquiera puede pasar dos semanas y media en Japón sin encontrar más inconvenientes que la capacidad para leer kanji, y los lapsos de memoria cuando uno cree necesario recurrir a algo más que el equivalente en japonés de “muchas gracias” o “cómo estás”.
Tokio y la batalla global de bits y átomos
Y qué mejor que comprobar en persona cómo una sociedad aparentemente más jerárquica, insular y basada en la gerontocracia (como ocurre en otros países -Italia, por ejemplo-, en Japón no hay relevo generacional en varios puestos clave) que la de otros países ricos muestra una imaginación y dinamismo sin parangón en múltiples sectores.
Japón ha quedado rezagada en la batalla de los bits, al ser incapaz de crear servicios de Internet con vocación global, más allá de la industria de los videojuegos y entretenimiento digital. No ocurre lo mismo con los “átomos”, desde la robótica (aliándose con otras potencias asiáticas si es necesario) a la arquitectura.
El mercado inmobiliario japonés se presta más que el occidental a la experimentación radical con conceptos, tamaños, formas y materiales. Arquitectos y clientes se arriesgan con el mundo físico y sus barreras tradicionales, exactamente las limitaciones achacadas a Japón y su papel secundario en tecnologías de la información.
A diferencia del mundo de los datos, el mundo físico (el inicio del “mundo conectado” y la Internet de las cosas) tendría mucho que aprender de Japón, donde conviven aciertos y excesos y tanto fachadas como edificios, calles y distritos enteros parecen probar nuevos conceptos a diario.
¿Es posible exportar el “mundo físico”?
Casas, edificios de oficinas, carteles luminosos, aparcamientos verticales tan pequeños y compactos como para albergar a dos vehículos, uno almacenado sobre el otro, en un único espacio de aparcamiento junto a una vivienda, a varias hieras con varios vehículos apilados en estructuras metálicas con ascensor hidráulico y sistema motorizado…
Para que algunas zonas de Tokio equivalieran para el mundo físico a lo que Silicon Valley significa para la economía digital, Japón debería interesarse de un modo más agresivo por exportar sus ideas y experimentos:
- viviendas a la carta tan precisas y personalizadas como un teléfono inteligente;
- automatización de todo tipo de servicios;
- aprovechamiento de espacios y materiales hasta niveles insospechados;
- etc.
Un ejemplo de la eficiencia e inventiva de la megaciudad donde se ambientan Akira o Neuromante es el aprovechamiento, a medio caballo entre la concienciación de una mentalidad frugal y el futurismo, del espacio viario, donde los pasos elevados de las numerosas autopistas y redes de metro y tren se aprovecha para uso comercial.
Más allá de los hikikomori
El paso elevado que cruza Ginza de norte a sur, por ejemplo, alberga numerosas tiendas, restaurantes y bares de copas que animan un distrito comercial y de negocios cuando cae la tarde. Ocurre otro tanto en el resto de principales pasos elevados a la altura de Akihabara y Ueno, al norte de Ginza; o en el barrio tradicional de Asakusa, al este de los mencionados.
Si en algún rincón de Tokio se funden estereotipos de futuro fallido y deflacionario, transitado por una población envejecida y conservadora que retiene como puede el generoso poder adquisitivo de sus pensiones, es en proyectos iniciados en las últimas décadas que, pese a no haber funcionado, siguen inspirando a quienes se atreven a salirse de la norma.
Si el fenómeno hikikomori se refiere a los jóvenes varones japoneses que sucumben a la presión de las expectativas que la familia y la sociedad depositan en ellos, el fenómeno de los estilos de vida experimentales y frugales supone el antagonista hikikomori, desafiando la presión jerárquica y tradicionalista con iniciativas originales que pretenden crear valor sin que se traduzca en gasto físico o económico.
Hay jóvenes viviendo y/o trabajando en pequeños espacios y “cápsulas” en distintas zonas de Tokio, aprendiendo con la experiencia.
Atreviéndose
Asimismo, abundan los espacios compartidos por jóvenes con intereses comunes, que comparten espacios comunes en residencias con varias habitaciones, mientras aprenden e intercambias tareas e ideas durante la convivencia.
Son las “casas para compartir”, según la expresión usada por The Japan Times: a medio camino entre un dormitorio universitario, un edificio de bohemios del Montmartre decimonónico y un kibbutz israelí.
Las “share houses” también experimentan con el espacio, y no sólo con el concepto: dos ejemplos como prueba de ello.
Un edificio setentero muy actual
Arquitectónicamente, estas ideas emergentes (y emergentistas, por su carácter orgánico) podrían sintetizarse en lo que va camino de convertirse en un símbolo del Tokio futurista y abierto que pudo ser y no fue: se trata de la Nagakin Capsule Tower, una torre residencial y de oficinas diseñada por Kisho Kurokawa en Shimbasi en 1972, dentro de los límites del Tokio más neoyorquino y comercial, al sur de las calles comerciales de Ginza.
La Capsule Tower es un edificio con 140 cápsulas que se integran y comportan dentro de la estructura del edificio como unidades modulares de quita y pon. Diseñado y erigido como manifiesto del Movimiento Metabolista, corriente arquitectónica moderna japonesa tras la II Guerra Mundial, el atrevimiento y futurismo de la idea hablan de la confianza y tolerancia por el riesgo del Japón de inicios de los 70, y se adelanta varias décadas a tendencias modulares actuales como los edificios modulares de microapartamentos que se completan en distintos lugares del mundo.
Varias cápsulas del edificio siguen habitadas, si bien muchos propietarios presionan para que se renueven aspectos comunes del edificio tales como el aislamiento de cada una de las cápsulas que componen el edificio (de 2,3 x 3,8 x 2,1 metros), así como la sustitución de las instalaciones de asbestos por materiales no tóxicos.
Hoy (y constatamos estas palabras al haber visitado y pernoctado en el edificio, así como explorado las vistas circundantes de éste desde otros edificios y pasos elevados de la zona), el Nagakin Capsule Tower se erige como uno de los edificios más atrevidos y contemporáneos de Ginza, pese a ser realidad uno de los más antiguos de la zona.
Tokio es capaz de ofrecer lecciones que sorprenden a quien desconoce su cotidianidad, tales como su seguridad y carácter apacible, llegando a tranquilo (o incluso meditativo) en la maraña de pulcros callejones de cada barrio.
Futuro desde el futuro
A la vez, sorprende la formalidad cívica de la población hasta niveles que rozan la indignación (“¿no será que estén tomando el pelo a los visitantes?”) y el aguante sensorial de la población, dado el intolerable empacho de carteles, sonidos y olores en las calles comerciales de los barrios tradicionales.
¿Deflación? Seguramente. Pero es demasiado arriesgado, recuerdan Peter Thiel o Tyler Cowen, entre otros, extrapolar la falta de crecimiento neto de la economía japonesa al conjunto del país y hablar de decadencia, sobre todo cuando saltan a la vista, incluso para el visitante más despistado, los modos en que la realidad física puede ser transformada.
Japón no sólo se intenta posicionar en automóviles, electrónica de consumo, videojuegos, robótica de entretenimiento, etc. Sus creadores, aunque poco conocidos en Occidente, experimentan con nuevos modos de entender la realidad, desde nuestra ropa a nuestro cobijo.
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