Décadas de estabilidad política y relativa prosperidad pueden hacernos perder la perspectiva y creer que, a lo largo de la historia, los momentos de paz y concordia entre vecinos han representado la normalidad.
Clima extremo, una pandemia, iliberalismo, crisis económica y tensión humanitaria a las puertas de la UE (un experimento para la concordia entre enemigos históricos), nos obligan a afrontar la realidad: que varias generaciones de europeos no hayan vivido guerras y calamidades no es la normalidad, sino extraordinario en términos históricos.
No hace tanto tiempo, un académico alemán de origen judío huía finalmente de su país. Los signos de inestabilidad y peligro habían durado demasiado tiempo: el asesinato del industrial e intelectual Walther Rathenau en 1922, la persecución de judíos a partir de la hiperinflación, el recrudecimiento económico y la popularidad de partidos radicales que se aglutinarían después en torno a Hitler, el desmantelamiento progresivo de la República de Weimar…
El asesinato de Rathenau, hombre político que había dedicado su vida a tender puentes y que, por tanto, no podía ser más que un personaje incómodo en la cocina de los totalitarismos, fue uno de los hechos que llevaron al filósofo y crítico Walter Benjamin y a otros académicos que analizaban de nuevo idealismo alemán desde Hegel a Freud, a conformar un grupo de estudios interdisciplinares.
Cuando el libre pensamiento es una amenaza
La Escuela de Fráncfort también pretendía tender puentes en una época donde los dogmas se transmitirían con una eficacia sin precedentes gracias a los medios de masas.
En 1933, durante su segunda estancia vacacional en Ibiza, el profesor y ensayista berlinés Walter Benjamin decidía permanecer en España durante una temporada; había llegado el momento del exilio. Benjamín confiaba en que la situación fuera reversible, dada la rapidez con que la sociedad centroeuropea se había transformado, tal y como explicará el escritor austríaco Stefan Zweig en su testimonio de la época, El mundo de ayer.
Benjamin toma consciencia de la irreversibilidad de muchos de los cambios, tales como la institucionalización del antisemitismo, y se centra en denunciar la claudicación de ciudadanos anónimos e industriales en favor de mensajes de repliegue nacional esencialista y represión tanto de la izquierda revolucionaria como de las opciones políticas moderadas que son caricaturizadas como débiles, inconsecuentes y en manos de movimientos conspirativos enemigos del espíritu nacional.
Sus dos escapadas a Ibiza en 1932 y 1933, cada una de ellas de varios meses de duración, son un soplo de inocencia y bienestaer cotidiano en una isla del Mediterráneo mientras Europa se escora hacia el radicalismo. Benjamin es consciente de que no sólo le será difícil trabajar en el mundo académico alemán; por primera vez, teme por su seguridad y la de su familia.
Aura del arte y reproducción a gran escala
Recién cumplida la cuarentena, Benjamin redacta su testamento. Su proyecto de revista crítica con Bertold Bretch no ha cuajado y ha sabido que los académicos en torno a la teoría crítica del marxismo, empiezan a padecer represalias. La Universidad de Fráncfort despide a Adorno.
En 1933, mientras Martin Heidegger acepta el puesto de rector de la Universidad de Freiburg, su profesor y antiguo mentor, Edmund Husserl, de origen judío, es expulsado de la institución (décadas más tarde, durante una entrevista concedida a Der Spiegel que aparecerá una década después, de manera póstuma, Heidegger negará que haya sido él el artífice de la suspensión.
Heidegger argumentará haber dimitido poco después de haber tomado cargo, una vez quedaron claras las intenciones nacionalsocialistas con el mundo académico o posiciones sobre cuestiones como la libertad de cátedra o el sentido del arte. Heidegger será consciente, quizá demasiado tarde, que su crítica al mundo moderno y a lo despiadado de la técnica que avanza con su propia inercia («tecnicidad») lo han convertido, aunque sea momentáneamente, en un eslabón burocrático más, capaz de despedir y perseguir a académicos y artistas insustituibles.
El propio Walter Benjamin dedicaría su esfuerzo académico a analizar una de las consecuencias de este avance técnico sin humanismo: la obra de arte se transformaba para siempre en la época de su reproducción mecánica, y muchas de sus consecuencias aventuraban hasta cierto punto la frialdad patológica de los algoritmos de nuestros días.
Más que un respiro en Ibiza
Las noticias no son tampoco halagüeñas desde Jerusalén: su amigo Gershom Scholem, también alemán pero que cree que la única vía de supervivencia de la cultura judía europea pasa por crear un Estado en el entonces Mandato británico de Palestina, explica que hay tantos académicos alemanes tratando de lograr un puesto en la ciudad que la opción es irrealista en 1933.
Bertolt Bretcht y Ernst Bloch (este último nacido en Ginebra y, por tanto, suizo, pero formado en Bruselas y, sobre todo, en Fráncfort, donde se había instalado) deciden emigrar. A Benjamin no le queda otra. Sus perspectivas inmediatas contrastan cruelmente con la dulzura de algunos días en el rincón ibicenco desde donde descansa y trabaja, donde lleva una vida relativamente confortable gracias a los giros postales que una amiga le hace desde Alemania, Gretel Karplus (posteriormente Adorno tras su matrimonio con éste en 1937; Benjamin los había presentado años atrás).
En una carta fechada el 10 de junio de 1933, Benjamin agradece a Karplus los «papelitos rosas» —giros postales— que envía desde Alemania:
«Una y otra vez tengo una transferencia para agradecerle; se pagan con puntualidad y con un cambio relativamente favorable de 2,7. Cada uno de estos giros es para mí como una pequeña maqueta de una existencia a salvo, y acaso ocurra con ellas lo mismo que con las pequeñas maquetas de casas de los arquitectos, que a menudo parecen mucho más encantadoras que la vida que, más tarde, se desarrollará en las reales».
El pescador de langostas
Cuando nos referimos a las contribuciones artísticas y académicas que han logrado estatura a medida que pasan las décadas, olvidamos la biografía que hay detrás de quienes a menudo transformaron para siempre sus disciplinas.
Leemos las primeras novelas del «ruso blanco» Vladimir Nabokov y olvidamos que, al llegar a París en 1937 tras un periplo por la Costa Azul, el joven matrimonio Nabokov tuvo que malvivir en un apartamento tan minúsculo (el propio escritor explicaría más tarde) que, para trabajar las noches de invierno mientras su mujer y su hijo dormían, tenía que dejar la habitación única y escribir sentado en el pequeño retrete con la puerta entreabierta.
Benjamin, sin embargo, preferirá quedarse con el aspecto idílico de su vida en Ibiza antes de entrar en Francia, donde había decidido instalarse para lograr los contactos necesarios que le permitieran viajar a Estados Unidos e iniciar, quizá, una vida académica todavía más fructífera que la que había llevado en Alemania hasta entonces.
En la misma carta del 10 de junio, Benjamin parecía aproximarse al panteísmo melancólico que acechó a muchos de los intelectuales de la época:
«Hemos salido a las cinco de la mañana con un pescador de langostas y hemos empezado por navegar tres horas sobre la mar [lo había hecho en un llaüt ibicenco] mientras aprendíamos todo lo necesario sobre el arte de pescar langostas. Fue, sobre todo, un espectáculo melancólico, toda vez que con setenta nasas apresamos apenas tres ejemplares. Naturalmente, enormes; y, naturalmente, mucho más abundantes otros días.
«Luego, [el pescador] nos dejó en una cala desconocida. Y allí se nos ofreció una imagen de una perfección tan inmóvil que sentí en mí algo raro, pero no incomprensible: en realidad, no veía absolutamente nada; todo aquello se manifestaba como esas perfecciones al borde de lo invisible».
Un apátrida judío y marxista en un París a punto de ser ocupado
El idilio se convierte de repente en tragedia antigua a orillas del Mediterráneo, cuando Benjamin y sus acompañantes observan a unas mujeres vestidas de negro «con rostros serios y duros». Poco después, los forasteros conocen a qué se debe tanto augurio solemne: un hombre pasa con un ataúd, minúsculo y blanco bajo, el brazo.
Ya en París, Walter Benjamin sobrevivirá gracias a los artículos que le encarga su colega Max Horkheimer y un estipendio de un instituto de investigación tan peripatético como sus propios integrantes, dada la agravante situación en Mitteleuropa (el Institut für Sozialforschung, fundado en Fráncfort, se trasladará a Ginebra, más tarde a Ámsterdam y, a partir de 1937, a Nueva York).
Muchos habríamos celebrado leer una de las siempre cortas, deshilachadas y dolorosamente evocadoras de Patrick Modiano sobre el agravamiento de la incómoda situación de Benjamin en el País previo a la ocupación alemana, cuando el antisemitismo y la intolerancia se habían asentado en un país donde la propaganda del grupo ultra Action française campaña a sus anchas y los exiliados republicanos españoles eran depositados en campos de concentración en la playa, acaso para ventilar sus ideas anarquistas y comunistas. Quizá una novela con el eco de Dora Bruder.
Bertolt Brecht se había exiliado en Alemania, donde recibirá la visita de Benjamin en 1934 y al que ayudará económicamente, mientras Theodor Adorno se instalaba en Nueva York en 1937 e iniciaba el fructífero recorrido de la teoría crítica marxista de la Escuela de Fráncfort en el mundo académico anglosajón.
Entre Colliure y Portbou
Benjamin cometerá el error de confiar, acaso ingenuamente, en la protección de los derechos fundamentales en el país que había alumbrado el relato universalista de la Ilustración. Al fin y al cabo, él residía en la ciudad donde, décadas atrás, contra la fuerte corriente de cierto funcionariado y de la opinión pública, Émile Zola había escrito J’accuse para denunciar la injusticia de Estado cometida contra un oficial francés de origen judío alsaciano.
En 1938, con la anexión de Austria y los Sudetes, región checoslovaca de mayoría alemana, el Reino Unido, Francia y la Unión Soviética soñaban un relajamiento de las tensiones con el Tercer Reich. En París, Benjamin es un apátrida sin pasaporte ni perspectivas de huida, si bien la necesidad de escapar se reafima cuando es detenido a y conducido al campo de internamiento de Vernet d’Ariège, a puertas de la falda francesa de los Pirineos.
A dos horas de Vernet en dirección a la costa, en la localidad fronteriza de Colliure, Cataluña francesa, Antonio Machado había fallecido en febrero de ese mismo año.
Gracias a la presión de varios académicos, el Gobierno francés liberaba a Benjamin dos meses más tarde. De vuelta en París el 22 de noviembre de 1939, el filósofo apátrida hace planes para abandonar el país. Con ayuda de su amigo el escritor Georges Bataille, pone a buen recaudo los pocos objetos con cierto valor objetivo, desde un cuadro de Paul Klee a varios manuscritos, con la voluntad de recuperarlos en el futuro, y empieza a planear la salida más plausible, a la vez que se abstrae en lo posible de las penurias cotidianas y trabaja sin descanso en nuevos textos.
Sus contactos con influencia diplomática serán incapaces de lograr la documentación necesaria para que Walter Benjamin pueda viajar; en junio de 1940 es imposible esperar más. Las tropas alemanas camino de París, y Benjamin decide finalmente huir, aunque no pueda hacerlo desde Marsella. Sin embargo, a su llegada a Marsella pudo reunirse con Hannah Arendt y su marido, Heinrich Blücher, así como Hans Fittko y Arthur Köstler. Por intermediación del grupo, logró un visado del consulado norteamericano, pero no el permiso para salir de Francia.
Cuando el mundo deja de creer en matices
En cambio, optará por una huida abierta por el maquis francés a través de los Pirineos, con el objetivo de atravesar el norte rural español de incógnito y llegar a Portugal, desde donde partirían hacia América.
El 25 de septiembre, Benjamin llega a la localidad fronteriza de Port-Vendres. Desde allí, partirá con otros a través de un paso montañoso especialmente complejo en invierno, lo que agrava los problemas de salud del filósofo. Todo se trunca al llegar a Portbou. El esfuerzo no ha servido de nada, pues ese mismo día ha entrado en vigor una ley que impide la asistencia a refugiados en la situación de Benjamin y sus acompañantes. Un día antes, habrían podido atravesar España legalmente.
La estación fronteriza gerundense poco pudo evocar a Benjamin sus estancias en Ibiza, entre el mar y un paisaje evocador de una filosofía clásica deudora de la luz y la cultura del Mediterráneo. Cuando se le informa de que no puede seguir, el apátrida pierde todo apoyo.
Imaginamos a ese profesor con acento alemán y aspecto agotado arrastrando sus pertenencias en una maleta negra. Reloj de oro, un puñado de fotografías, visado expedido en Marsella, lentes, pipa y algo de tabaco de picar, revistas y papeles en los que trabaja, entre ellos el manuscrito que había alumbrado durante la incertidumbre de los meses pretéritos.
En su habitación del hotel Francia, Benjamin observaría la insoportable levedad de la condición humana para apátridas como él. Quizá, Benjamin evocaría durante aquellas horas los momentos pasados en Ibiza, explicados por carta a sus allegados. Desde la carta remisa a Gretel (Adorno) Karplus el 10 de junio de 1933, la II República española había desaparecido, una guerra había desolado el país y servido de escenario de pruebas bélicas para nazis y fascistas italianos. El final de esa guerra cruenta daba paso a su versión a gran escala, como si estuviera ante la proyección de una escabrosa forma fractal del horror.
La luz del Mediterráneo
En la carta a Gretel de aquel junio lejano, había descrito cómo la humildad de lo pequeño le evocaba una cierta unidad con las grandes cosas, a la manera de los presocráticos:
«Alrededor de las rocas, por doquier, hay brotes de adelfas en flor. Es un paisaje como el que me gustaba en otro tiempo en Jahr der Seele, y que hoy penetra en mí bajo ese puro y fugaz sabor de las almendras verdes que otras mañanas robé de los árboles al amanecer. No podía contar con un desayuno: se trataba de un lugar apartado de toda civilización. Y mi acompañante era el más perfecto que uno puede imaginar para una región como esta: tan incivilizado y a la vez tan refinado (…)».
El acompañante de Benjamin camina con agilidad y parece que podría desaparecer de repente, y Benjamin no tiene otra que invocar los cuadros de Gauguin para que su interlocutora se haga una idea desde la lejanía en el tiempo y el espacio.
De lo ocurrido en Portbou se ha escrito largo y tendido. Llegada la noche, Benjamin, experto en drogas (con las que había experimentado) y barbitúricos, Benjamin optó por el fatalismo e ingerió toda la morfina que se le había prescrito debido a su debilidad cardíaca. En cierto modo, como ocurriría con Stefan Zweig en su exilio de Alemania años más tarde, hubo un tipo de intelectual en Europa Central que murió cuando el mundo refinado y tolerante que los había nutrido había desaparecido para siempre.
Machado y Benjamin, despedidos como parias
En su última carta, Benjamin ratificaba su determinación. No veía salida a la situación y allí acabaría su vida, en una pequeña localidad de los Pirineos. De Portbou a Colliure, junto a Port-Vendres hay apenas 25 kilómetros. En 1939 y 1940, años de los fallecimientos de Machado y Benjamin, respectivamente, nunca había importado menos a un librepensador reconocido (y reconocible por las autoridades) encontrarse en apuros a un lado u otro de la frontera. El trato de paria y apestado: garantizado.
De la maleta negra jamás se supo de Walter Benjamin, y el manuscrito de su interior quizá se haya perdido para siempre. O quizá aparezca algún día en algún desván (o, de manera quizá más plausible, en el púlpito de alguna prestigiosa subasta). Y así, el crítico de arte acabará legando sus últimas posesiones, encarecidas por su simbolismo, a la propia industria que diluyó el carácter único del arte al facilitar su reproducibilidad.
Hubo más suerte con los objetos que el filósofo y crítico de arte había depositado en un despacho de la Biblioteca Nacional francesa, en la sede histórica de la rue de Richelieu. Allí los encontraron en 1945, una vez acabada la guerra.
Llegaba el momento de reconstruir una Europa donde hubiera cabida para todos, incluso para la memoria de los que habían sido declarados apátridas, muchos de ellos inspiradores insustituibles de un acervo europeo que debía crecer sobre un terreno tan yermo como el paisaje ibicenco.
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