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Una ventana al exterior: percepciones desde el confinamiento

Los acontecimientos enriquecen la experiencia… cuando el tiempo permite separar lo sustancioso del ruido.

La pandemia con que nos hemos topado —al no querer verla llegar— nos tiende una nueva ventana a lecturas personales y familiares y, de repente, esa novela gráfica sobre Ana Frank que compró uno de tus hijos, se convierte en introducción preciada al mundo del confinamiento forzoso.

Fotograma de «La ventana indiscreta» («Rear Window», Alfred Hitchcock, 1955)

De esa novela gráfica, nuestro hijo pasa a descargar la biografía de la adolescente perseguida y asesinada, y lo que hasta ese momento parecía algo extraordinario (tener que quedarse en casa porque se ha declarado una pandemia), toma una inocente ligereza.

Sentado en el balcón (desde el que se divisa una calle adoquinada flanqueada por edificios haussmannianos y una pequeña plaza dominada por tres grandes árboles), evoco la sensación de estrangulamiento sentida por Albert Camus en París de después de la ocupación, mientras escribía La peste, esa novela que ahora toma todo su sentido.

La lucidez de un autor despreciado por sus coetáneos

A Camus, tratado como filósofo de instituto y novelista de segunda en el París intelectual de posguerra, le llegó el reconocimiento de Sartre cuando era ya demasiado tarde. Al día después morir prematuramente en un accidente de tráfico en 1960, tras estrellarse en un vehículo conducido por su editor Gallimard, Camus era descrito con ternura por un Sartre que, hasta ese momento, no le había perdonado el humanismo supuestamente «conformista» y «burgués» de El hombre rebelde.

«Con la terquedad de sus negativas [a convertirse en un intelectual de izquierda al uso en la época, es decir, marxista y dispuesto a anteponer el fin a los medios], Camus reafirmó, en el corazón de nuestro tiempo, contra los maquiavélicos y contra el becerro de oro del realismo, la existencia del hecho moral».

No extraña a estas alturas que Camus empezara el proyecto de La peste en 1941, en plena ocupación y expansionismo nazi. La historia consistía en una plaga que salta de manera incontrolable a los humanos desde animales y acaba llevándose por delante a la mitad de la población de una «ciudad ordinaria» del entonces departamento francés de Argelia, Orán.

Lo que nunca nos ocurre a nosotros

Al inicio del libro, la propia posibilidad de una plaga, capaz de cebarse con ensañamiento bíblico sobre ese reducto solar en la otra orilla del Mediterráneo, no es tomada en serio por la población de la ciudad, que se siente protegida por el contexto de la técnica y la mentalidad de su tiempo.

Las plagas, esas amenazas invisibles, parecen el fruto último de la superstición de otros tiempos:

«Nuestros conciudadanos, a este respecto, eran como todo el mundo; pensaban en ellos mismos; dicho de otro modo, eran humanidad: no creían en las plagas. La plaga no está hecha a la medida del hombre, por lo tanto el hombre se dice que la plaga es irreal, es un mal sueño que tiene que pasar. Pero no siempre pasa, y de mal sueño en mal sueño son los hombres los que pasan, y los humanistas en primer lugar, porque no han tomado precauciones.

«Nuestros conciudadanos no eran más culpables que otros, se olvidaban de ser modestos, eso es todo, y pensaban que todavía todo era posible para ellos, lo cual daba por supuesto que las plagas eran imposibles. Continuaban haciendo negocios, planeando viajes y teniendo opiniones. ¿Cómo hubieran podido pensar en la peste que suprime el porvenir, los desplazamientos y las discusiones? Se creían libres y nadie será libre mientras haya plagas».

Vida del doctor Rieux

Y, como los habitantes de Orán, la ciudadanía occidental de hoy creen que las plagas son una cosa común que ya no caen sobre los nuestros. En la novela, el propio doctor Rieux se resiste si quiera a concebir la posibilidad de que deba atender a sus conciudadanos en semejante situación extrema:

«Las plagas, en efecto, son una cosa común, pero es difícil creer en las plagas cuando las ve uno caer sobre su cabeza. Ha habido en el mundo tantas pestes como guerras y sin embargo, pestes y guerras cogen a las gentes siempre desprevenidas. El doctor Rieux estaba desprevenido como lo estaban nuestros ciudadanos y por esto hay que comprender sus dudas. Por esto hay que comprender también que se callara, indeciso entre la inquietud y la confianza. Cuando estalla una guerra las gentes se dicen: “Esto no puede durar, es demasiado estúpido”».

A medida que la situación se agrava, imaginamos al doctor Rieux asomarse a la ventana, cada vez más incrédulo y melancólico, agotado física y anímicamente, víctima del desorden cósmico y de lo que no debería haber ocurrido: una plaga que no atiende a razones en un mundo científico y humanista.

Camus desde el umbral (Loomis Dean, 1957)

Pronto, se normaliza lo que no debía ocurrir y se imponen los protocolos de burocracia y logística:

«Las casas de los enfermos debían ser cerradas y desinfectadas, los familiares sometidos a una cuarentena de seguridad, los entierros organizados por la ciudad en las condiciones que veremos. Un día después llegaron los sueros por avión. Eran suficientes para los casos que había en tratamiento. Pero eran insuficientes si la epidemia se extendía. Al telegrama de Rieux respondieron que el stock se había agotado y que estaban empezando nuevas fabricaciones».

Uno no se manifiesta contra una pandemia

Y, sin embargo, la primavera llegaba a los arrabales y el sol se hacía más resplandeciente sobre la bahía de una ciudad iluminada que ya no podía ser la misma. Cuando el parte había declarado el «estado de peste» (oficialización burocrática de la plaga), la peste se convierte en único asunto de los habitantes de Orán.

Los imaginamos recogiéndose en casa, constatando el muro invisible (tan invisible como la plaga misma) que empieza a construirse entre el hogar y la calle, pese al inicio de la primavera en el Mediterráneo.

Al asomarse a la ventana, muchos ciudadanos confinados en Italia, España y otros lugares meditan de manera similar al doctor Rieux, y observan las calles desoladas con esa misma mirada melancólica.

Albert Camus

Otros, los que se resisten a quedarse en casa o aprovechan para refugiarse en segundas viviendas (alejadas de la muchedumbre… y también de los hospitales) o a salir, actúan como los ciudadanos de Orán que, en la novela de Camus, se escapan a los barrios de placer y creen rebelarse contra un destino individual y colectivo:

«Según informaciones, se trataba de algunas gentes que, al volver de hacer cuarentena, enloquecidas por el duelo y la desgracia, prendían fuego a sus casas haciéndose la ilusión de que mataban la peste. Costó mucho trabajo detener esas ocurrencias que, por su frecuencia, ponían continuamente en peligro barrios enteros, a causa del furioso viento».

El confinamiento de un enfermo

En una situación de cuarentena, «asomarse al balcón» o a la ventana adquiere un nuevo significado. El confinamiento es obligatorio y, por tanto, observar desde la ventana es poco menos que mostrar la imposibilidad de decidir por uno mismo si no sería mejor salir a la calle y hacer lo que sea.

De repente, millones de personas comprenden con mayor profundidad, gracias a la propia experiencia, el significado de la reclusión que no decide uno mismo, el confinamiento burocrático, la biopolítica necesaria para evitar males mayores.

Hace ya más de dos décadas, recuerdo haber mantenido una conversación distendida con un amigo que me preguntó por lo que leía aquellos días. No recuerdo lo que le dije. Sí recuerdo que él me soltó algunos nombres, como alguien que trata de ayudar a un deportista en el precalentamiento.

Fotograma de «No amarás» («Krótki film o miłości», Krzysztof Kieślowski, 1988)

¿Kafka? Me había gustado El castillo, dije, pero no La metamorfosis. Estaba bien, pero yo no veía la trascendencia del libro por ninguna parte, ni me interesaba la conversión de ese joven trabajador administrativo en insecto mientras dormía. Al fin y al cabo ¿qué sentido tenía todo eso? Moby Dick era algo más comprensible y evocador, una lucha contra lo grande y adverso ante nosotros.

Entonces, mi contertulio me ofreció una clave que cambió para siempre aquella novelilla que había leído con desgana: «¿Has convivido alguna vez en casa con una persona enferma?». Mi amigo había crecido con la sombra, la culpa y el sentimiento de injusticia (y de cosas inconfesables, como la vergüenza de lo que uno siente como propio) de tener un hermano pequeño autista. «Imagina leer La metamorfosis desde el punto de vista de alguien que enferma y que, desde ese momento, se convierte en un apestado para todos, en casa y afuera».

Una ventana indiscreta

Al asomarme a la ventana, he revivido estos días la vieja conversación, y he pensado en que me gustaría que la anécdota diera pie a algún relato que quizá nunca pase de una idea peregrina. A lo mejor, apuntado aquí, quizá tenga la manera de buscarlo en el futuro.

En confinamiento obligatorio, aunque sea temporal y con el confort contemporáneo de servicios e información en tiempo real, nos permite también ponernos en la piel de las sociedades burocráticas del siglo XX que, en nombre de una supuesta libertad ideal, confinaron a toda su población bajo un régimen autoritario, pese a que sus gobiernos no tenían más pandemia contra la que luchar que la imagen del modelo de civilización antagonista del otro lado de la verja.

Fenêtres sur Athènes, Ianna Andréadis (Agra, 2016)

En La ventana indiscreta (1954), Alfred Hitchcock adaptaba al fin una novela policíaca protagonizada por un fotógrafo convaleciente en su apartamento junto a su mujer, al haberse roto una pierna.

El edificio de apartamentos, en el bohemio Greenwich Village neoyorquino, se abre a otros edificios a través de los ventanales del patio interior. Desde su confinamiento obligado, el fotógrafo mira el mundo con interés renovado y desde un punto de vista que poco antes no habría imaginado.

Voyeurismo del confinamiento

En plena ola de calor, la ciudad abre sus ventanas y el protagonista (en el filme, James Stewart) irá urdiendo la vida imaginaria de esos personajes que se asoman al mundo frente a él. Una noche, Stewart creerá haber asistido a algo horrible, quizá un asesinato. Y Hitchcock despliega sus artes para atar al espectador a la silla.

En No amarás (1988), el cineasta polaco Krzysztof Kieślowski permitía al telespectador explorar el punto de vista de la relación a distancia, de ventana a ventana, entre el joven Tomek y una mujer madura con la que entabla una relación imposible, a la que observa en una ventana del edificio de enfrente. Así, como en una fractal que formara parte de la película, el espectador se descubre voyeur del joven voyeur.

El confinamiento nos ofrece la posibilidad de explorar referencias y experiencias, y apreciarlas en dimensiones que habíamos olvidado o que se nos habían pasado por alto. Es un ejercicio de intertextualidad que no deberíamos dejar escapar.

La ventana al mundo de Eulalie

Marcel Proust abre En busca del tiempo perdido con recuerdos como el de su tía abuela, una mujer hipocondríaca que no sale de su habitación y cuyo rico universo está encapsulado entre esas cuatro paredes, llenas de recuerdos, la conversación con Eulalie, su vieja criada, y la vista de la calle que le ofrece la ventana.

Gracias a Eulalie y a la ventana, la tía de Proust parece sostener el mundo exterior, tal es su atención por los matices y los sutiles signos del ir y venir ocasional de la gente, el devenir de las estaciones y las relaciones insondables entre los ratos en soledad del presente y las evocaciones.

Ventanas sobre atenas (Fenêtres sur Athènes, Ianna Andréadis)

Las ventanas no sólo se asoman al exterior presente, sino que son también profilaxis de los recuerdos, las esperanzas, las especulaciones. También son una mirada personal e intrasferible a un exterior enmarcado, un cuadro en movimiento, un enfoque particular del exterior, tal y como explora la fotógrafa griega Ianna Andreadis en su trabajo Ventanas de Atenas, un retrato participativo de la ciudad compuesto por la imagen del exterior inmediato tomada desde ventanas anónimas.

El trabajo, presentado por primera vez en noviembre de 2015 en la Cité de l’architecture et du patrimoine de París en noviembre de 2015, construye una imagen de un espacio público compartido a partir de distintas perspectivas únicas de observadores que se asoman desde un umbral entre lo privado y lo público.

La ventana como umbral perceptivo

La ventana contiene la riqueza perceptiva y el potencial narrativo que el filósofo surcoreano afincado en Alemania Byung-Chul Han concede a los umbrales, esos espacios de intercambio, intención, esperanza, recuerdo, planificación.

En La peste, Camus nos recuerda que el sufrimiento es aleatorio no entiende de humanismos ni de racionalidad ilustrada, que el mundo científico que hemos construido no nos blinda del sufrimiento ni de los caprichos del destino.

Nuestros límites y falibilidad, nuestra fragilidad, deberían ayudarnos a celebrar la vida y sus pequeñas cosas, reflexiona el escritor que construyó toda su filosofía a partir de una reflexión que había oído de su padre, una reflexión que aparece en su obra póstuma, El primer hombre.

Al asistir a los horrores de la guerra colonial en Marruecos (1905), su padre, Lucien Camus (en el libro, Jacques Cormery) había visto un soldado mutilado, al que habían introducido su propio sexo en la boca. Un compañero que asistía a la escena había comentado que, en tiempos de guerra, el hombre era capaz de todo.

Camus, asomado a París (Loomis Dean, 1957)

El padre de Camus, un hombre sencillo y poco hablador, se había limitado a comentar: «Un hombre, eso se impide». Consciente de su ilimitada estupidez, el ser humano debe estar dispuesto a pararse a sí mismo para evitar el horror, a intentarlo una y otra vez, a reivindicar el humanismo y el respeto de la vida por encima de cualquier supuesto bien superior.

La obligación moral

Quizá el confinamiento al que estamos sometidos en estos momentos sea un intento de no ceder al pragmatismo económico que preferiría anteponer la salud bursátil y económica de la coyuntura a unas decenas de miles (o quizá centenares de miles) de vidas humanas. Una vez entrados en ese tipo de cálculos, ¿por qué parar en las decenas o centenares de miles y no justificar las actuaciones a gran escala?

Quizá por ello, la vista desde nuestra ventana sea un pequeño homenaje a la profundidad de quienes, como Camus, nos ayudaron a reflexionar sobre la importancia de lo pequeño, de lo nuestro, una mirada propia que trata de celebrar lo cotidiano desde su rincón.

«Levesque dijo que, para ellos, en ciertas circunstancias, un hombre debe permitirse todo y destruirlo todo. Entonces Cormery gritó, como en un arrebato de locura furiosa: -No, un hombre se contiene. Eso es un hombre, y si no…-Y después se calmó-. Yo -agregó con voz sorda- soy pobre, salgo del orfanato, me ponen este uniforme, me arrastran a la guerra, pero me contengo.»

«Non, un homme ça s’empêche», una frase en apariencia simple que marca la filosofía de uno de los escritores y filósofos más lúcidos del siglo XX, de esos a los que el paso de las décadas otorgan la razón y confirman, de paso, la vigencia.

Ventanas

Quizá, Camus hubiera en más de una ocasión evocado a su padre asomado desde una ventana, tanto en momentos de recogimiento voluntario como durante situaciones más complejas.

Quizá el peso de quienes han vivido otras épocas más dramáticas, con un riesgo personal mucho más elevado y situaciones de injusticia que nos sería difícil soportar, colocará el confinamiento durante una pandemia en su debido lugar.

El confinamiento para niños y quienes tienen que cuidar de ellos y pueden trabajar desde casa, debe ponerse en perspectiva. No se nos pide más acto heroico que permanecer lo suficientemente alejados los unos de los otros como para no exacerbar la pandemia.

Imagen del astronauta estadounidense Scott Kelly, durante su experiencia de confinamiento de un año en la Estación Espacial Internacional

Es cierto: muchos de nosotros podemos asomarnos a ventanas con una vista sugestiva y meditar mientras lo único que se mueve en el exterior es la sombra descrita por las palomas, síntoma acaso de un malestar ambiental que me recuerda —a saber por qué— el ambiente de la novela La plaza del diamante de Rodoreda.

La vista desde la ventana de nuestro confinamiento no puede competir, faltaría más, con la que describe el astronauta Scott Kelly en una columna de opinión con consejos para sobrellevar el confinamiento en el New York Times.

Allí arriba, desde la Estación Espacial Internacional, Kelly podía soñar con la mejora del sistema tierra a la manera de los pueblos animistas, y comprender, como Camus, que la crueldad aleatoria forma también parte de la vida, por mucho que creamos que nuestros sistemas racionales han logrado someterlo todo al régimen tecnocrático.