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Urbanismo: cómo lo superficial oculta tendencias a largo plazo

Como ocurre en las muestras de laboratorio, cuando un tinte fluorescente hace emerger fenómenos microscópicos hasta entonces ocultos, la literatura es capaz de señalar procesos subyacentes en los que no reparamos pero que, sin embargo, condicionan nuestra vida a largo plazo.

Saliendo ahí fuera y manteniendo los ojos bien abiertos (o, en su defecto, acudiendo a las redes sociales a tratar de extraer algo de valor de una saturación tan aleatoria como, en esencia, repetitiva), apenas esclarecemos la superficie de lo que ocurre, los gestos y muecas de los cambios subyacentes.

Así, tomando un avión y plantándonos en Barcelona, Buenos Aires, Los Ángeles, París o Seúl, descendemos del avión y aspiramos a que el contexto en el que nos arroja la pasarela de desembarque cuente con la conveniencia y el confort de lo reconocible: señalética inteligible, desaboridas tiendas, cierto orden dentro de lo aleatorio del aturdimiento y el jet lag.

Al salir del aeropuerto, observamos que, en efecto, nos hemos teletransportado a otro contexto y somos capaces de observar los cambios más superficiales con respecto a nuestras referencias inmediatamente anteriores y también relacionadas con nuestra experiencia, intereses, formación, visión del mundo.

Lo sensorial e inmediato no lo son todo

Aun así, y por mucho que nos esforcemos, nuestros sentidos y referencias nos hablarán de aquellos estratos de realidad más superficiales: el aspecto de la gente, el nivel de vida más material (sin contar educación, cosmogonía, intereses profundos de la población, etc.), las tendencias en moda y gastronomía, y otros detalles más orientados a sugerir el grado de diferenciación de un lugar con respecto al estándar homogeneizador que se extiende entre las urbes más interconectadas del mundo.

Los fenómenos menos superficiales y coyunturales —más allá de la manifestación en una plaza pública, los gritos de júbilo por una victoria deportiva, la preocupación por un fuego cercano o una ola de calor, y otros actos de desesperación o comunión colectiva—, sepultan otras realidades transformadoras, que cambian de un modo más pausado, si bien lo hacen de manera inexorable:

  • el nivel educativo;
  • la calidad de las instituciones, los valores culturales y metafísicos;
  • los patrones de la naturaleza.

La dialéctica entre los fenómenos más efímeros y aquellos más rígidos y troncales de una sociedad es inexistente, salvo en algunos ensayos y, sobre todo, en los apuntes afilados presentes en la mejor literatura: recurriendo al símil de la información, lo superficial y efímero son las noticias y escándalos sobre declaraciones y contradeclaraciones que observamos en Twitter y en la prensa diaria, mientras aquellas capas o estratos de una civilización con un ritmo más pausado y una repercusión más profunda y duradera equivalen a los mejores ensayos y clásicos literarios.

Más allá de lo superficial

Es difícil establecer distinciones entre estos estratos, piezas que conforman conjuntamente una sociedad, y las impresiones cotidianas y mediáticas se imponen casi siempre al carácter real de los fenómenos, cambios e inercias de gran calado.

La moda, el chismorreo, el tentempié, la actriz o el deportista de moda cambiarán mucho más rápido los cimientos de una sociedad, la planificación urbanística de una gran urbe o los valores de una cohorte que alcanza la edad adulta en un momento determinado de la historia: después de la Gran Guerra, en el período de entreguerras mundiales, justo después de la II Guerra Mundial, durante el período de riqueza material y postmodernismo de los 60 y 70… o durante la recesión económica de 2007-2010 (o mucho más allá, en el caso de algunos países europeos).

Johnny Sanphillippo habla con su inquilina en el terreno anejo a la pequeña vivienda que compró en el peor momento de la crisis de las subprime, cuando el mercado se había hundido en la zona

Los acontecimientos traumáticos son cohesionadores y dejan una huella presente en una generación y en su contexto social, urbano, político. Y en el siglo XX aprendimos a diferenciar —por la cuenta que nos traía— entre acontecimientos extraordinarios individuales y aquellos que afectan de manera colectiva.

Mucho después de que fenómeno inunde una sociedad, los trazos de su efecto y el vacío de su retirada marcan de un modo u otro su presencia: podemos recurrir a la metáfora de la marea, o también a dolencias como el síndrome del miembro amputado.

La literatura de Philip Roth opta por recurrir a la metáfora de la marea: el nivel del agua sube y lo anega todo, y cuando ésta vuelve a retirarse uno puede hacer inventario de los daños. En American Pastoral, más que optar por observar los efectos menos traumáticos de lo cambiante (la marea), Philip Roth se atreve con un maremoto, describiendo con crudeza los cadáveres en el armario y traumas colectivos que dejarán en el urbanismo de Estados Unidos el avance de los derechos civiles, el inicio de la desindustrialización y la radicalización de la izquierda contracultural.

Newark en “Pastoral Americana”

American Pastoral expone el cambio profundo que experimentará Newark cuando la oleada de protestas y disturbios de los 60 desemboque en la huida en estampida de su clase media blanca, convirtiendo a la ciudad en lo que no había sido hasta entonces: una urbe de indiscutible mayoría afroamericana.

Philip Roth nos explica, en definitiva, cómo una evolución necesaria (el reconocimiento de los derechos de las minorías raciales) desencadenará en una diferenciación racial que pasará de la realidad jurídica a la realidad espacial.

Lo que es oficialmente un cobertizo puede albergar una espaciosa cama y un escritorio de trabajo

El apogeo de los suburbios blancos de clase media vaciará a ciudades como la mencionada Newark, creando de paso el símbolo de esta destrucción de la urbanidad de un país: la decadencia de Detroit, faro mundial del automóvil; o Columbus, Ohio, lugar de nacimiento de la aviación.

Hay autores que han sabido, en cambio, retratar el aturdimiento que emerge al constatar que lo que ha desaparecido o cambiado para siempre en épocas pretéritas se manifiesta con dolorosa vivacidad y recurrencia en la realidad superficial, en un fenómeno con dosis de eterno retorno y síndrome del miembro amputado: las historias de W.G. Sebald son el esfuerzo quijotesco (por imposible, por bello, por reconocedor de lo que somos —pues lo que somos contiene lo que no quisimos ser, lo que nos obligaron a hacer, etc.—) que trata de reconstruir lo que los lugares y sus habitantes han perdido para siempre.

La Europa Central de Max Sebald: el síndrome del miembro amputado

El protagonista de Austerlitz, por ejemplo, tratará de recomponer en vano la identidad robada al niño judío de Europa Central enviado por sus padres al Reino Unido, donde será entregado en adopción. El adulto que ocupará el cuerpo de la vida sesgada de ese niño tratará de recomponer el enmarañado ovillo de realidad amputado para siempre. En forma de sombras, recuerdos, preferencias instintivas… o tratando de observar lo que subyace a la realidad superficial.

Max Sebald, profesor alemán afincado en Reino Unido, nació dos meses antes de que un puñado de resistentes alemanes trataran de asesinar a Adolf Hitler en un atentado, el 20 de julio de 1944, acto de resistencia fallido que pasaría a la historia con su nombre clave: Operación Valkiria. Murió en un accidente de tráfico en el norte de Inglaterra a los 57 años, en 2001.

Johnny y Kirsten

Su fallecimiento en el umbral del siglo XXI es otro símbolo: un autor del siglo XX que abre el paso de lo que debería ser la literatura en el XXI, un intento de evocar la complejidad de la realidad inmediata a la que accedemos en nuestros sentidos.

Como si el autor mencionado desapareciera para que —como ocurre en esos hilos narrativos que relacionan objetos, momentos, lugares y personas entre sí, en una compleja realidad expandida que tiene también en cuenta el grito sordo de los fenómenos grandes y pequeños (afrentas, pogromos, relaciones imposibles…)—, intuyamos que la urdimbre de sus obras es un intento rico y fiel de revivir lo que ya no es obvio. Una lección, en fin, para mejorar la relación entre los estratos de civilización más inestables y superficiales, y aquellos más lentos, rígidos y troncales.

Sonoma, California: de rural y asequible a suburbano y prohibitivo

Hay un Newark, la ciudad del presente, lugar de paso que apenas presta el nombre a un aeropuerto secundario de Nueva York, y la localidad a cuya transformación asistimos en las páginas de American Pastoral. La diferencia entre ambas es tan grande como el abismo que separa a la Europa Central cosmopolita y multicultural anterior a la Gran Guerra y el lugar nacional y culturalmente homogéneo que emergerá entre los rescoldos de la II Guerra Mundial.

Evoqué un pequeño mapa mental de esta complejidad, subyacente en sistemas que no solemos analizar más allá del ruido cotidiano, al conversar ayer sobre urbanismo en la Costa Oeste de Estados Unidos con el colaborador (y experto en urbanismo, muy solicitado en la Bahía de San Francisco) Johnny Sanphillippo, al que puede leerse en la bitácora Granola Shotgun (relatos sobre urbanismo, adaptación y resiliencia).

Kirsten y yo acudíamos a su encuentro en un barrio de escasa densidad urbanística a las difusas afueras de Sebastopol, en el condado de Sonoma (norte de San Francisco). Había mucho de qué hablar: regeneración y densidad urbanística; precio y acceso a la vivienda; impacto en la zona de los devastadores fuegos de octubre de 2017, que destruyeron barrios enteros y zonas comerciales en Napa y Sonoma; y una puesta en común de información y tendencias urbanísticas y arquitectónicas.

Las imágenes de urbanizaciones de Santa Rosa calcinadas hasta transformar el paisaje en una cuadrícula de calles entre pilas de ceniza, habían dado la vuelta al mundo. Hoy, las conversaciones giran en torno a las consecuencias cotidianas de haber perdido viviendas en uno de los mercados inmobiliarios más prohibitivos de Estados Unidos.

Dinámicas urbanísticas superficiales y profundas

Históricamente una zona rural (con epicentros vitivinícola —Napa— y ganadero —Petaluma—), Sonoma y Napa han seguido en los últimos años la deriva inmobiliaria del condado de Marin, inmediatamente al sur, todavía en la vertiente norte del puente de Golden Gate; han subido el coste de vida y el precio de la vivienda, a medida que la escasa oferta asequible en relación con la fuerte demanda expulsa a compradores potenciales del valle de Santa Clara y de la ciudad de San Francisco.

Johnny compró a las afueras de Sebastopol una pequeña vivienda destartalada similar a las pequeñas casas utilitarias y prefabricadas que la Administración estadounidense construyó a todo trapo en torno a San Francisco tras el ataque de Pearl Harbor, con intención de alojar a los soldados destacados en la zona, sirviendo como región-dormitorio de uno de los centros operacionales de las campañas del Pacífico.

Un vecino planea erigir una vivienda en su propiedad, lo que requiere costes prohibitivos; mientras emprende su proyecto disfruta de la propiedad con una “casa pequeña” (legalmente, una caravana con matrícula estacionada en el solar)

Echar un vistazo a esas pequeñas viviendas implica rememorar una época olvidada, así como dejarse inundar por la constelación de fenómenos asociados y relaciones cruzadas, desde las represalias contra las familias estadounidenses de origen japonés, internadas en campos de concentración a lo largo de toda la Costa Oeste, al inicio de una interdependencia entre vehículo privado y vivienda que transformaría para siempre la sociedad estadounidense en apenas unos años.

Ciudades relativamente densas y con una red envidiable de transporte público en las primeras décadas del siglo XX, como Los Ángeles, desmantelarían la red (privada) de ferrocarriles y tranvías metropolitanos, sustituyendo algunos tramos por autobuses y, sobre todo, autopistas ampliadas para facilitar el acceso punto a punto con vehículo privado: los códigos de edificación se asegurarían de que cualquier proyecto de construcción residencial o comercial contaba con el número “suficiente” de aparcamiento público para hacer realidad lo que hasta entonces había sido una visión de sociedad.

Cuando un glaciar se retira

De repente, el país dado a la marcha hacia el Oeste imaginario, los golpes de fortuna, las segundas oportunidades, las historias de fortunas surgidas del ingenio y las teorías racialistas y evolutivas de la organización social (el eugenismo triunfaría en las políticas públicas de la Costa Oeste), se volcaba hacia la construcción de los suburbios.

Surgían nuevas teorías justificatorias (asociadas con relatos pseudo-religiosos como la doctrina del destino manifiesto), que animaban a promover un tipo de sociedad y urbanismo. Experimentos contradictorios e invenciones que debían facilitar la densidad urbanística (rascacielos, ascensor, transporte de masas) cedieron terreno ante la posibilidad de habitar una plácida vivienda individual en un acre de terreno, desplazándose al centro urbano y al trabajo en el automóvil (pronto, automóviles) de la familia.

En la parte trasera de la “casa” puede observarse la matrícula (este tipo de remolques pueden moverse de lugar, aunque no con facilidad; han sido diseñados para estacionamientos a largo plazo)

Las teorías polvorientas —y a menudo racialistas— de ilustrados como Thomas Jefferson, que había imaginado un país de ricos ganaderos (blancos) viviendo en una ciudad-suburbio que combinara viviendas unifamiliares con una explotación ilustrada de la tierra (cultivo agropecuario, extracción de recursos, transformación de lo “salvaje” en “civilizado”); o de Frank Lloyd Wright, que había reivindicado para Estados Unidos un suburbio de familias e individuos libres, ajenos al urbanismo centralizado del paradigma estatista europeo (es célebre su polémica con Le Corbusier, arquetipo de la planificación densa y centralizada del modernismo europeo).

Philip Roth no explica cómo la gran migración de familias afroamericanas desde los arrabales rurales del sur bajo las leyes Jim Crow (el infame “separados pero iguales”, tan presente en “lo que no se ve” de la sociedad estadounidense o, mejor dicho, en lo que no se veía sin prestar atención hasta que Trump averiguara que poner sal sobre esta herida nunca cicatrizada otorga votos), posibilitará las tensiones en el norte que, durante los disturbios raciales de finales de los 60, propulsarán el fenómeno del “white flight”: abandono masivo de los centros urbanos hacia urbanizaciones racialmente homogéneas y vedadas (con impedimentos de facto) a minorías.

El urbanismo y las dinámicas de expansión y colapso

No hace falta que Philip Roth lo explique con pelos y señales en fragmentos como los de su “Pastoral Americana”. Se entiende mejor cuando el escritor se limita a sugerirlo, dejándonos a nosotros, los lectores, el resto del trabajo.

¿Qué tiene que ver todo esto con nuestro encuentro y entrevista-conversación con Johnny Sanphillippo en su casita al final de una calle con otras pequeñas viviendas de un barrio hasta hace poco rural y desangelado de las afueras de Sebastopol, al norte de San Francisco? Según lo que estemos dispuestos a escuchar, a evocar, a percibir, a intuir, pues celebramos el encuentro entre quienes no comprendemos la realidad como ese lugar aséptico y movido únicamente por el presente más efímero y superficial.

Johnny adquirió esta vivienda como inversión durante 2008, en lo peor de la crisis de las subprime, cuando el colapso inmobiliario, la ausencia de crédito y, sobre todo, de confianza, llevó sólo a los pequeños ahorradores más atrevidos a comprar pequeñas propiedades para asociar su biografía con la historia del lugar que adquirían.

Poco a poco y durante los fines de semana, Johnny mejoró la estructura y el generoso terreno de la pequeña casa, en el que plantó árboles y un huerto productivo. Abrió la casa hacia esta zona trasera, sorteando las costosas leyes y zonificación, que encarecen y eternizan cualquier proceso de construcción o renovación en las localidades de la zona (incluyendo, famosamente, a San Francisco).

El precio de la vivienda en la zona metropolitana de San Francisco es prohibitivo; uno de los motivos es la estricta legislación local, que permite a los residentes bloquear la construcción de edificios de apartamentos en el término municipal

Entre las mejoras en este patio trasero: un porche y terraza con zona de descanso, lugar de encuentro con los vecinos y cocina al aire libre, apacible durante todo el año dado el clima de la zona; y una oportunidad para conocer a sus vecinos y hallar puntos de encuentro, lugares comunes, confidencias. Cultivar relaciones pensando en el largo plazo.

¿Destrucción creativa? ¿Lento declive?

Los incendios de octubre no habían afectado la zona inmediata a la vivienda adquirida por Johnny, si bien la pequeña casa aledaña —otra vieja y minúscula prefabricada de madera para alojar a obreros y personal durante el esfuerzo en el Pacífico de la II Guerra Mundial— tenía algo que explicarnos.

Había alojado a inquilinos, pero el propietario se había visto obligado a alojar a familiares directos que habían perdido su vivienda durante los incendios. En otras circunstancias, la situación de fuerza mayor habría servido para justificar la acción y evitar cualquier responsabilidad adicional con los inquilinos, que perdían el derecho a la que hasta ese momento había sido su vivienda de alquiler.

En el pequeño barrio, gracias a la cohesión informal entre vecinos, inquilinos y propietarios, el propietario invitó a los inquilinos a permanecer en la propiedad (sirviéndose de una autocaravana) hasta encontrar alguna solución más adecuada.

Cuando tanto los medios como la respuesta oficial actúan con la rigidez y el ritmo administrativo propios de cualquier situación análoga, la corresponsabilidad, la implicación vecinal y las buenas relaciones vecinales establecen la diferencia entre la tragedia personalidad y una relativa —pero enriquecedora— incomodidad temporal.

Las lonas y los toldos temporales son capaces de regular la temperatura en torno a una vivienda durante los meses calurosos

Cuando traté de llevar la conversación hacia un terreno que, confieso, muestra una cierta tendencia del conversador europeo a la búsqueda de esquemas de planificación centralizada y regeneración social, que pasan por la promoción de una cierta cohesión social y evocación, aunque sea indirecta, de las políticas socialdemócratas que facilitaron el Estado del Bienestar, Johnny Sanphillippo sorprendió con una lectura original y cruda de la realidad estadounidense, carente de toda excusa o maquillaje: el individualismo es real, y la aversión —o desconfianza— a las políticas públicas también.

El porqué del éxodo a los suburbios

El hilo de la charla no derivó hacia los derroteros tan manidos por el relato de referencias compartidas sobre urbanismo inclusivo en Norteamérica, desde los utópicos de la contracultura hasta Jane Jacobs y su Nuevo Urbanismo.

Lo sugerido por nuestro contertulio era más crudo y, a la vez, honesto con las dinámicas urbanísticas de Estados Unidos: más que dividir el país entre costas e interior, entre ciudades dinámicas y zonas rurales deprimidas, entre sociedad próspera y secularizada y un campo apenas despoblado y cristiano fundamentalista, Johnny optó por mencionar el fenómeno de fundación, florecimiento y colapso de las grandes ciudades estadounidenses, algunas de ellas surgidas en torno a un cruce de caminos, como parada de ferrocarril o “boomtown” (fertilidad agropecuaria, explotación de minerales y fósiles, etc.), prosperando al fin por otras razones (el automóvil en Detroit, la siderurgia en los Grandes Lagos).

¿Qué consideramos una vivienda y por qué?

Motivos diversos e historias con derroteros tan profundos como las cicatrices geológicas que la recesión de los grandes glaciares que habían ocupado el tercio norte de Estados Unidos en el último período glacial, llevaron a muchas de estas ciudades al colapso.

A menudo, los fenómenos sociales que condicionan el curso de una sociedad, poco presentes en las capas superficiales de la realidad cotidiana, estallarían con la violencia de un supervolcán, como la caldera que yace bajo el Parque de Nacional de Yellowstone, que cubrió el continente de ceniza por última vez hace 2,1 millones de años.

Los derrotados de la ingeniería social

Décadas de segregación racial y leyes Jim Crow, de denegación sistemática de servicios a minorías para evitar su integración en zonas mayoritariamente blancas, así como fenómenos que hoy observamos coletear con toda su crudeza, no desaparecieron tras las protestas de los 60 e inicios de los 70, y las leyes discriminatorias evolucionaron hacia prácticas que garantizaban la segregación geográfica (con casos extremos como el de Baltimore), educativa, económica.

Johnny es consciente de que el éxodo de la población blanca hacia los suburbios o hacia otras zonas de oportunidad apenas es uno de los fenómenos diversos que, partiendo de lo extraordinario (la erupción violenta de disturbios en un contexto de discriminación sistemática), fueron rápidamente confundidos como la nueva normalidad.

El interior de esta casa pequeña en el vecindario

Lo coyuntural influyó sobre los estratos más lentos de la evolución de una sociedad, haciendo creer a muchos estadounidenses en un país post-racial, capaz de elegir a un presidente afroamericano y de contar con una población más joven, dinámica y diversa que cualquier otro país desarrollado.

Pero basta otro fenómeno aparentemente accidental, superficial (la elección de un demagogo dispuesto a apelar al tribalismo) para hacer emerger tensiones subyacentes, presentes en la cultura de un país que ha practicado un urbanismo segregador (fenómeno del “redlining“). Los estadounidenses no arreglan las situaciones más traumáticas, sino que prefieren marcharse de un lugar cuando sienten que la oportunidad está en otro sitio, sugirió nuestro contertulio.

El próximo filón

¿Y qué hay de la influencia de determinados movimientos sociales, cambios políticos que pudieran hacer que, por ejemplo, de repente fuera más fácil edificar nuevas viviendas y aumentar la densidad urbanística en la Bahía de San Francisco?

Johnny Sanphillippo cree que los incentivos son demasiado elevados para que quienes compraron una vivienda en la zona para mantenerla en propiedad y rechazar cualquier cambio del estado de las cosas, cedan ante el resto y faciliten un cambio político que entierre políticas que protegen a los propietarios y discriminan a los nuevos compradores, como la ley californiana Proposition 13.

Pregunté a Johnny si, cuando mencionaba el carácter oportunista de la personalidad estadounidense (tales como el supuesto pragmatismo aventurero de la migración “hacia el Oeste”, en busca de una “boomtown” imaginaria, pero tan presente hoy como en los escritos de Jack London al relatar la fiebre del oro de Klondike), lo hacía creyendo que, antes de arreglar situaciones complejas como la crisis de la vivienda en la bahía de San Francisco, asistiremos a algún fenómeno de “destrucción creadora” descrito por el economista austríaco Joseph Schumpeter.

Una manguera en el jardín y un pequeño cubo metálico pueden conformar la pica de una espaciosa —y protegida por el sol— cocina veraniega

Schumpeter se refería a “destrucción creadora” para describir procesos en los que nuevas técnicas y productos destruyen viejos modelos. En urbanismo, tendencias a gran escala (el éxodo de la ciudad a los suburbios, o el retorno de los millennials a los centros urbanísticos) aceleran el colapso de procesos previos.

Lo que ocurre y lo que interpretamos

En Norteamérica, el arraigo no se identifica tanto con la pertenencia al terruño como con la adhesión a la última oleada supuestamente iniciada en las capas superficiales del sistema.

Tenía curiosidad por conocer la opinión de Johnny Sanphillippo acerca del filósofo político de origen alemán Leo Strauss, cuya interpretación del idealismo alemán y, sobre todo, de Nietzsche y los fenomenólogos (incluyendo a Heidegger), influyó sobre una lectura de la realidad que no creía en el progreso lineal de una sociedad en proceso de mejora constante —al estilo de la socialdemocracia—.

Más bien, la combinación entre riqueza material y ausencia de valores compartidos y objetivos profundos (una filosofía de vida, un cultivo introspectivo en busca de una autenticidad propia), conduciría al nihilismo postmoderno augurado por Nietzsche.

Destrucción creadora, nihilismo. Términos demasiado grandes y vagos como para asociarlos a fenómenos en apariencia cotidianos como el urbanismo o las dinámicas de convivencia en sociedades complejas.

La importancia que concedemos a lo visto aquí y ahora

Afortunadamente, nuestro contertulio optó por explicarnos con ejemplos de proximidad en qué consiste la lucha cotidiana de un ciudadano cualquiera en busca de su propia autenticidad, aprovechando (en palabras de Johnny) cualquier resquicio en el sistema para hacer más amable la vida en una calle cualquiera de las afueras de Sebastopol (“como lo haría un mamífero escurriéndose entre las patas de los dinosaurios”, comentó Johnny):

“La gente muestra dos actitudes esenciales [en tiempos revueltos]: complacencia y pánico. Respondemos visceral y emocionalmente a preocupaciones inmediatas que se presentan ante nosotros cada momento. Y mientras nos obcecamos con minucias insignificantes, ignoramos fuerzas mucho más importantes y poderosas apenas alejadas de nosotros en el tiempo y el espacio.

“Como resultado, no resolvemos nuestros problemas estructurales.”

Más que resolver los problemas con la racionalidad y con mecanismos capaces de distribuir con equidad costos y beneficios de cualquier cambio,

“Encontramos modos creativos de absorber las consecuencias de no afrontarlos. Mi objetivo es identificar en qué dirección se producirá la estampida, para apartarme del camino mientras trato de analizar la transformación resultante.”

Dinámicas a pequeña escala

La casa adquirida durante la Gran Recesión, reformada, es hoy la vivienda de una familia joven con dos hijos, que pagan un alquiler inferior a la media de la zona a cambio de su compromiso tanto en la propiedad como en el barrio.

Al fin y al cabo, la realidad que tratamos de armar, con viejas marcas y nuevas fuerzas, con evocaciones de la trayectoria de un lugar y una población a la altura de las descripciones de Philip Roth sobre Newark o de Max Sebald sobre Centroeuropa, depende más de lo que pensamos en nuestra actitud y en la versión de nosotros mismos que elijamos en cada momento.

El objetivo es admirar los pequeños esfuerzos que, en apariencia superficiales, poseen la calidad duradera de los cambios que transforman una sociedad a la larga: el reconocimiento y apreciación del Otro, la asistencia desinteresada cuando sea necesaria, la pequeña victoria anímica del proyecto quijotesco con todas las de fallar, pero que en un instante es capaz de concentrar la energía de las estrellas.

Partimos de Sebastopol unas horas después. Seguiré mi conversación con Johnny Sanphillippo por correo electrónico, y unas horas después optaré por escribir este artículo, en apreciación de quienes, bajo circunstancias poco halagüeñas, trabajan para mejorar la vida de otros a través de acciones, detalles, sugerencias e ideas.

La actitud sí importa

A la larga, las mejores ideas de las capas más rápidas de una civilización (moda, tendencias tecnológicas, música, comercio, etc.) influyen sobre las capas más lentas (valores, cultura).

De ser así, quizá nuestras pequeñas acciones cuentan más que un modelo estadístico más o menos resultón.

Johnny Sanphillippo explica que, si bien la legislación urbanística es muy estricta en California, hay maneras de sacar ventaja a sus mandatos (recurriendo a una cierta creatividad interpretativa)

A propósito de la metáfora sobre los estratos que componen una civilización dada, Stewart Brand (Whole Earth Catalog, Long Now Foundation) arguye que las sociedades con futuro aprenden a filtrar con efectividad los mejores experimentos de las capas superficiales, integrando sus efectos en los estratos de mayor peso:

“Las partes rápidas aprenden, proponen y absorben choques; las partes lentas recuerdan, integran y constriñen. Las partes rápidas acaparan toda la atención. Las partes lentas cuentan con todo el poder.”

Cómo lo mejor entre lo superficial influye sobre lo troncal

Quizá la renovación parta en esta ocasión del único ámbito donde puede hacerlo en Estados Unidos, el local, sirviéndose de personas que devuelvan mucho más valor del que retienen a la sociedad a la que pertenecen, a menudo logrando tanto un beneficio económico como cambios sin utilidad inmediata, pero con consecuencias que mejoran aspectos como la convivencia, la calidad de vida y de los servicios a pie de domicilio, la sensación de pertenencia, la seguridad ciudadana.

Pequeñas mutaciones superficiales acaban integrándose en las capas troncales que regulan el funcionamiento y la salud de una sociedad. Sin este flujo constante entre los estratos troncales y los superficiales, cualquier modelo de sociedad abierta, la dinámica del estancamiento y atrofia de las instituciones podría cristalizar en la stasis que, por ejemplo, revirtió el avance de Argentina a inicios del siglo XX en un plácido y sostenido declive.

El veterano periodista de análisis James Fallows reflexiona sobre la oportunidad de regenerar lo troncal partiendo del activismo local (estratos superficiales, capaces de transformarse con suficiente rapidez como para que la población sea capaz de percibir el cambio) en The Atlantic, según su propia experiencia y punto de vista.