Una de las contradicciones del mensaje político nostálgico es la estrategia defensiva de sus artífices y seguidores: una vez en el poder, sus personajes “fuertes” siguen proyectándose como víctimas de supuestas injusticias.
Pocas narrativas ofrecen más rédito y apoyo de acólitos y despistados (nihilistas de sofá y videojuegos, jubilados antisistema -excepto para la pensión y la sanidad, que con eso no se juega- y otros cronopios) que autoproclamarse víctima de una conspiración tramada por fuerzas que controlan el mundo a expensas del ciudadano de a pie, sirviéndose de un supuesto “Estado profundo”.
En un mundo todavía próspero que se inventa fantasmas para convencerse de que todo está patas arriba, los únicos auténticamente revolucionarios son los adultos de clase media que, atosigados a impuestos y perseguidos por la letra pequeña que se saltan trabajadores informales y grandes fortunas, sostienen sociedades todavía prósperas y solidarias para lo serio.
Decir no a la pasividad de sofá y al activismo de “camisa negra” digital
Albert Camus definió a esta clase de revolucionario auténtico en la primera línea de El hombre rebelde:
“¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice no. Pero negar no es renunciar: es también un hombre que dice sí desde su primer movimiento. Un esclavo, que ha recibido órdenes toda su vida, juzga de repente inaceptable una nueva orden. ¿Cuál es el contenido de este ‘no’?”
Es una renuncia a los cantos del conformismo, pero también al desahogo populista entre el calor de la muchedumbre, cuando la individualidad se supedita a la turba. Es difícil no caer tanto en el conformismo nihilista del “hikikomori” de sofá, como en la emoción de la coreografía de la protesta pública y el cultismo de su consigna propagandística.
“(…) El rebelde (es decir, el que se vuelve o revuelve contra algo) da media vuelta. Marchaba bajo el látigo del amo y he aquí que le hace frente. Opone lo que es preferible a lo que no lo es.”
Ecos de la hipérbole
Para Camus, el fin no puede justificar los medios. No todo vale. No se puede coartar la libertad enarbolando la bandera de la libertad. O eso es al menos lo que piensa el hombre rebelde de Camus, que se planta sin esperar a nadie.
Es su decisión. Él no ostenta ni la solución, ni es sancionador de la verdad: simplemente, cree que hay cosas que merece la pena salvaguardar, y no espera a que otros lo hagan por él.
Las aspiraciones grandiosas de las ideologías que habían destruido Europa apelando a la nostalgia y el mesianismo (nacionalistas), o bien anteponiendo la utopía (marxistas) a la vida e individualidad de las personas, debían confrontarse de la única manera viable: con la rebelión individual.
Una rebelión silenciosa realizada por un individuo que, reivindicando su propia responsabilidad, se planta y opta por sostener una civilización viable, próspera y culta, pese a todas sus imperfecciones: la democracia liberal, con una opinión pública diversa e involucrada, libertad de prensa y separación de poderes. Hannah Arendt y Karl Popper, entre otros, coincidirán con Camus en este punto.
Los otros intelectuales de su época correrán a hacerse fotos con los revolucionarios “cool” de cada momento.
El gesto de Adolfo Suárez y de Santiago Carrillo
Anatomía de un instante, el ensayo de Javier Cercas sobre el 23F y sus antecedentes, es un manual sobre el funcionamiento real, apariencias y estructura laberíntica (acaso escheresca) de un Estado en crisis, donde conspiraciones reales se mezclan con especulaciones, a menudo activadas y desmentidas por los mismos personajes clave.
Oiremos todavía la expresión “Estado profundo” en la información política de los próximos tiempos, tanto en referencia a regímenes que afianzan su totalitarismo (la Turquía de Erdogan después del golpe), como en democracias hasta ahora intachables.
De la misma manera que parábolas y aforismos recogen a menudo los matices de situaciones y transformaciones complejas con mayor elocuencia que largas diatribas, los gestos públicos tienen la capacidad de resumir en un instante la incertidumbre de momentos políticos y sociales que no se pueden analizar desde la cercanía del momento y el lugar.
“Nosotros somos el pueblo”
Es lo que intenta hacer Javier Cercas en su Anatomía de un instante. Uno de los instantes de Recep Tayyip Erdoğan es su heladora amenaza a los manifestantes concentrados contra él en agosto de 2016:
“Nosotros somos el pueblo: ¿quiénes sois vosotros?”
La pregunta retórica de quien, ante la tumba de Mustafa Kemal Ataturk (artífice del giro turco hacia Occidente y el reconocimiento del pasado helenista y bizantino de Anatolia), distingue entre los que él considera “pueblo” (sus acólitos y simpatizantes) y los que él excluye de su relato (un enemigo sin cara ni vida privada, susceptible de ser “extirpado”).
Trump, Erdoğan y Putin -o, aunque sea sólo retóricamente, también el bufón Farage- se sirven de la lógica de la exclusión, una herramienta para descalificar y estigmatizar propia de regímenes totalitarios contra los que el mundo desarrollado se creía vacunado.
Llegadas las dificultades económicas de la última década, discursos contra la globalización y el supuesto “neoliberalismo” que domina nuestras vidas, los mensajes simplistas que hace poco alimentaban la condescendencia contra la corriente autodenominada bolivariana de Latinoamérica han encontrado terreno fértil en el mismo núcleo del “soft power” anglosajón.
Europa Occidental aguantará mientras lo haga, sobre todo, Alemania, como si su pasado impidiera al país caer en las simplificaciones tóxicas.
Una cortina de humo y un peinado quevedesco
Donald Trump contrarresta las informaciones que relacionan su victoria con la intervención rusa, así como sus inquietantes relaciones financieras e inmobiliarias con oligarcas rusos, sirviéndose de ruido: quienes lo acusan de crear un “Estado dentro de un Estado”, son a su vez acusados a su vez de hacer lo mismo.
Y así, creando un bucle informativo que entretiene a quienes siguen el juego en las redes sociales, los nuevos líderes que se jactan de fortaleza y determinación se convierten en una caricatura de actitudes totalitarias del pasado.
El filósofo analítico británico Bertrand Russell, trató de sintetizar la traumática primera mitad del siglo XX en una proposición en sus Ensayos impopulares (título consciente de la atracción de mensajes reduccionistas entre la población):
“La gran parte de las mayores barbaridades que el ser humano se auto-infligido procedía de gentes muy seguras de algo que, de hecho, era falso.”
No es la realidad, sino la lectura que se realiza de ésta, la que impone sus tiempos y otorga ventaja a mensajes que adjudican soluciones fáciles a problemas complejos: tal y como reflexiona Simon Kuper en una columna para el Financial Times, se imponen los mensajes mediáticos (políticos, empresariales, culturales) que, o bien recurren a la nostalgia (un tiempo pasado idealizado, supuestamente mejor) o a un futuro prometido:
“Probablemente, vender el presente funciona ahora solamente en Alemania. En el resto, uno se centra en el pasado o en el futuro.”
La política realista no está de moda
Los mensajes nacionalistas y revanchistas optan por la nostalgia (Donald Trump, Brexit-Theresa May, etc.), mientras que los mensajes más moderados se definen por un realismo que no deja a nadie conforme (salvo quizá en Alemania), o por un optimismo que surge de la revalorización de una vieja idea surgida del historicismo: la convicción de que el progreso, en tanto que mejora de la mayoría cuantificable en el tiempo, es posible.
En Francia, donde nostalgia y futuro se disputan el mensaje encarnizadamente, Emmanuel Macron tendrá la oportunidad de demostrar si un mensaje centrista, reformador, pro-europeo y con el tono mesiánico de líderes tecnológicos y política anglosajona, es capaz de desbancar la nostalgia embotellada de la François Fillon y, sobre todo, la extrema derecha.
Los que lo acusan de hollandista reconocen que el joven político (de tan solo 39 años, sin ningún escándalo a sus espaldas y con experiencia en el mundo privado, que ha influido sobre su voluntad reformista en un país formalista y burocrático) abandonó la familia socialista a tiempo.
A su izquierda, el candidato socialdemócrata Benoît Hamon juega a Bernie Sanders para evitar la fuga de votos hacia Jean-Luc Mélenchon y su Parti de Gauche, que pretende atraer a jóvenes descontentos con más eslóganes que realpolitik.
El centro político
Es el laboratorio, algo simplón y maniqueo, de los ideólogos de un nacionalismo que sustituye el alcanfor por la agitación propagandística en redes sociales, y de su antítesis de izquierda (que se sirve de las mismas herramientas y trata de explotar el mismo descontento).
En el centro, entre los entumecidos partidos tradicionales, surgen voces de estrategas de utopías moderadas que parten del reformismo, tratando de integrar a todo el mundo desde el centro político. Evitando la demagogia, corren, por tanto, el riesgo de no contentar a nadie en tiempos revueltos.
El mensaje nostálgico y contra el sistema funciona entre los mayores de 50 años y entre los más jóvenes, muestran las encuestas de varios países desarrollados, mientras quienes tratan de explicar un futuro optimista desde el posibilismo y las nuevas maneras, a menudo creando nuevos partidos políticos (a los que se llama eufemísticamente “movimientos”, término que da más miedo en España que en el resto de Europa; en España hubo un Movimiento), tienen todavía que demostrar un éxito sonado equivalente al logrado por los nostálgicos anglosajones.
Emmanuel Macron tendrá que encontrar un hueco entre las maneras de Albert Rivera, dirigente de Ciudadanos (cuarto en las últimas elecciones españolas, detrás de Podemos y muy alejado de conservadores y progresistas tradicionales), y las de Matteo Renzi.
Los que presumen de diagnóstico y receta
Eso sí, Macron (como Rivera) también trata de aprovecharse de la retórica anti-establishment. Nadie quiere pertenecer a la vieja guardia de los partidos de centro que han sostenido las democracias liberales durante la Pax Americana. Hay que recordar que Donald Trump ha sido elegido tanto en contra del candidato demócrata como, sobre todo, en contra de su propio partido.
Renzi fue capaz (mientras no le dio por tentar el humor de la población en una consulta que se debería haber ahorrado), sin salir de la socialdemocracia institucional, de demostrar que el reformismo serio y la frescura de candidatos jóvenes y sin silla política vitalicia puede competir en popularidad con vendedores de crecepelo (sean éstos nostálgicas aberraciones de Burt Bacharach -Donald Trump como copia barata de Silvio Berlusconi-; o utópicos que se empeñan en vender que el neoliberalismo se come a los niños -la moto de Yanis Varoufakis mantiene su atractivo entre intelectuales y votantes desencantados de izquierda-).
Tal y como sugiere implícitamente Simon Kuper en la mencionada columna para el Financial Times, amplias capas de las sociedades desarrolladas son presa fácil de mensajes distorsionados sobre economía, inmigración, terrorismo y supuesta decadencia de unas sociedades en las que no participan, sustituyendo los vínculos reales en una sociedad civil de ciudadanos con responsabilidad individual (que Hannah Arendt consideraba esencial para mantener la salud de una democracia participativa), con el conformismo e indolencia de sociedades no democráticas, en las que la culpa se diluye en el colectivo.
Si Jesús Gil y Gil levantara la cabeza
Y, cuando todo el mundo es culpable de lo que ocurre, nadie lo es. Hannah Arendt:
“Donde todos son culpables, no lo es nadie […]. Siempre he considerado como la quintaesencia de la confusión moral que en la Alemania de la posguerra aquellos que estaban completamente libres de culpa comentaran entre ellos y aseguraran al mundo cuán culpables se sentían, cuando, en cambio, sólo unos pocos de los criminales estaban dispuestos a mostrar siquiera el menor rastro de arrepentimiento.”
Seguramente sin tener ni idea de que lo está logrando, al acusar a los que considera sus oponentes (“la prensa”, así, deshumanizada, que según él es “enemiga del pueblo estadounidense”; y sus oponentes políticos, incluyendo el anterior presidente, a quien acusa ahora de espiar sin aportar pruebas, mientras él mismo está enfangado en sus extrañas relaciones con Rusia) de lo que él mismo es acusado, proyecta una sombra de duda y un falso equilibrio de culpabilidades.
Y, como dice Arendt, cuando el ruido lo domina todo y todo el mundo acusa a todo el mundo, es difícil distinguir lo verídico y verificable de lo tendencioso y falso, y la culpabilidad independiente de unos pocos se diluye en la culpa de muchos, sólo quienes ostentan el poder tienen la posibilidad de señalar.
Archipiélago Gulag
Es así cómo, tras décadas de sermones al resto de países occidentales, sobre todo a los “malos alumnos” de la periferia de Occidente, de su supuesta incapacidad endémica para sostener y respetar una sociedad civil madura compuesta por ciudadanos que cultivan una responsabilidad individual, Estados Unidos elige a un presidente que demoniza a toda la prensa.
The collateral damage of a President discrediting all journalists and all journalism: pic.twitter.com/KL8L6b2zr6
— Wolfgang Blau (@wblau) March 6, 2017
El daño colateral de semejante estrategia, sin precedentes en Estados Unidos (ni siquiera Nixon se atrevió a dedicar su ataque a todo el Cuarto Poder en tanto que “clase”, lo que recuerda la retórica chavista o incluso de la extrema izquierda europea sobre las castas y élites), no se ha hecho esperar: la dictadura china se ve ahora legitimada para hacer lo que le plazca, declarando que las denuncias de torturas en el país son “noticias falsas”.
Al fin y al cabo, podrían reflexionar en el Partido Único chino, si todo lo que a Donald Trump le da la gana es “falso”, ¿por qué no hacer lo mismo?
La vieja estrategia, tomada del “libro blanco” (ironía relacionada con el exterminio de los rusos del Movimiento Blanco, muchos de ellos cosacos) de la propaganda soviética que silenció atrocidades contra la población, encuentra ahora una justificación. Si lo hace el presidente de la democracia más influyente, por qué no nosotros, reflexionan desde China.
Hikikomori
La retórica de la nostalgia y de la necesidad de una figura fuerte al mando de una situación supuestamente caótica -pese a que, en la mayoría de ámbitos, la situación lo desmienta-, que tanto éxito y buenas perspectivas cosecha en distintos países, es un síntoma del poco vigor y condescendencia de la sociedad civil (entendida como conjunto de ciudadanos con vocación de pensamiento crítico e individualidad, y en tanto que miembros indistinguibles de una masa voluble) en los países desarrollados.
El discurso desestructurado e infantiloide de personajes como Trump o Farage ha sabido tocar resortes existentes desde hace años, ahora en primer plano. Trump sería, en opinión del economista estadounidense Tyler Cowen, la manifestación de un país cuyo ciudadano medio ha perdido el interés en nuevas ideas.
Cowen, que explora esta supuesta indolencia en su último ensayo The Complacent Class: The Self-Defeating Quest for the American Dream, destaca el contraste entre la narrativa en torno a Silicon Valley, innovación y emprendedores, por un lado; y una realidad mucho menos esperanzadora, por el otro.
Diálogo de besugos en las redes sociales
Televisión y videojuegos juegan su rol en la nueva autocomplacencia entre los más jóvenes, que permanecen más tiempo con sus padres y cambian menos de ciudad, un fenómeno de retraimiento e incapacidad para afrontar la incertidumbre que recuerda el fenómeno japonés de los hikikomori.
El mensaje de Donald Trump, “Make America Great Again” es una falsa promesa: devolver a Estados Unidos el dinamismo de los años 50, obviando que el mundo ha cambiado, y también lo han hecho las mentalidades: según Tyler Cowen, los nuevos servicios de Internet, se especializan en ofrecer a la audiencia que es “óptimamente nuevo”: suficientemente familiar, y a la vez sorprendente.
El economista cree que quienes dependen de algoritmos en el consumo de bienes, ocio y cultura, evitan exponerse a auténticas novedades, ya que los algoritmos aprenderán a alimentar la complacencia del “usuario”.
Pero la capacidad de influencia de estos servicios, sugerida por el resultado de las últimas contiendas, sugiere una nueva realidad donde la frontera entre “usuario” de servicio privado de Internet y “ciudadano” es cada vez más borrosa.
El peor paternalismo
Otra de las tesis provocadoras de Tyler Cowen en su último ensayo, extensible a otros países: una generación de padres obsesionada con mitigar el riesgo que afronten sus hijos, así como una aversión al cambio.
En su crítica sobre el libro de Cowen, el periodista de The Atlantic Derek Thompson (autor del ensayo sobre la viralidad de productos de ocio y consumo Hit Makers), argumenta que las sociedades más próspieras saben combinar industriosidad y cobertura social.
Cowen olvida que la supuesta complacencia que ha asistido la victoria de Donald Trump, más un signo de decadencia y atrofia que de reforma de lo que no funciona en la sociedad estadounidense, se ha alimentado de la ansiedad económica de muchos estadounidenses, no de su pasividad: muchos trabajadores prefieren permanecer en su trabajo actual a empezar su propio negocio, por el riesgo a no poder afrontar su cobertura sanitaria, no poder repagar su préstamo educativo, etc.
Irónicamente, muchos de ellos han votado a un millonario neoyorquino que, en lugar de devolver a Estados Unidos una supuesta grandeza perdida, facilitará lazos con la élite energética y financiera en vez de “luchar contra el establishment neoliberal”.
Nostalgia
En el campo de las relaciones públicas, los movimientos políticos autoproclamados anti-establishment siguen la lógica de los servicios de Internet más exitosos, centrados en crear un nicho en el que nos sintamos confortables a partir de una fórmula que muestre versiones novedosas, pero a la vez reconocibles, de las preferencias que hemos mostrado en nuestro historial, compuesto por acciones impulsivas y racionales en Internet.
Para lograrlo, estas opciones aseguran ir contra lo que se muestra impopular (la élite cultural y económica, más demoníaca y neoliberal que nunca, gracias a su caricaturización en las redes sociales), y están dispuestos a prometer lo irrealizable, proyectando sus promesas hacia el retorno a un pasado mejor, o hacia un futuro brillante.
One of the fixed contradictions of the strongman ethos is that he and his followers must always play the victim, even when holding power.
— Garry Kasparov (@Kasparov63) March 5, 2017
Curioso que la conformidad parezca dominar no sólo algoritmos y servicios de Internet, sino que hay un paralelismo entre el dominio de tertulias radiofónicas y propaganda informativa a través de redes sociales, y la popularidad del extremismo.
Y los mismos términos que se imponen en política, sociedad y cultura electrónica, nostalgia y complacencia, también se asoman en tendencias tecnológicas que hasta ahora habían mutado con rapidez.
En la última edición del Mobile World Congress de Barcelona, la mejora incremental y la nostalgia (en forma de reedición de terminales icónicos previos al iPhone) se impusieron a la experimentación, explica The Economist.
La tribu de Downing Street
Las próximas elecciones europeas harán patente la división entre el mundo anglosajón (Estados Unidos bajo Trump, Reino Unido en manos de apologetas del nativismo) y la Europa continental, en caso de una victoria de opciones moderadas en Francia, Alemania y Holanda; o bien ahondarán la crisis de las democracias liberales, puestas en entredicho por una parte de ciudadanos que, con la asistencia de información tendenciosa, percibe más inconvenientes que ventajas en la Unión Europea y la globalización.
Simon Kuper apunta que la política de la nostalgia encuentra su mayor caladero de votos entre los mayores de 50 años, mientras quienes hacen soñar con un futuro mejor (y no con un pasado idealizado que no existió con el maniqueísmo de cartón piedra con el que es evocado por los populistas, y que en cualquier caso no volverá) aumentan sus votantes entre jóvenes y desencantados que se mueven entre la abstención y el voto de castigo, a la espera de que alguna personalidad o programa los anime a votar más a favor de un programa que ilusione y no en contra de todo un sistema -como animan los políticos de la nostalgia-.
El 6 de marzo de 2017, los dirigentes de las cuatro mayores economías de la zona euro (Alemania, Francia, Italia y España) se reunieron en Versalles para dar una imagen de determinación: la de mantener vivo el espíritu de Roma, en el que se inspiró la Europa devastada después de la II Guerra Mundial para integrar viejos enemigos en un mismo proyecto.
Elíseo
La próxima fotografía del núcleo duro de la UE contará con nuevos representantes de Francia y, posiblemente, Italia. Angela Merkel, la única capaz de aspirar a una reelección vendiendo la realidad presente de su país a la ciudadanía, repetirá o, en cualquier caso, cedería su puesto a un moderado socialdemócrata Martin Schulz.
Preocupa quién será el nuevo representante francés en la futura fotografía. De tratarse de Marine Le Pen, quizá la fotografía no se produzca. Emmanuel Macron o cualquier otro candidato ajeno al Frente Nacional diluirán los fantasmas de lo imprevisible y nos ahorrarán el espectáculo de tener que aguantar a una autoproclamada heredera de Juana de Arco en el corazón de Europa, espectáculo que celebrarían fantoches como el hooligan Nigel Farage.
Son las contradicciones del populismo: los nacionalistas más acérrimos son los más dispuestos a celebrar un chovinismo equiparable al demostrado por ellos mismos. Una cena por todo lo alto en la sala de la Trump Tower decorada como el váter de Saddam Hussein nos devolvería a la casilla de salida: el error de la guerra de Irak.
Sobre la mesa de tan siniestra cena que, si franceses y alemanes quieren (deberán demostrarlo votando), no se producirá, sobrevolaría el discurso de oposición a la guerra realizada en la ONU por el francés Dominique de Villepin, diplomático de los de antes (los cosmopolitas con carrera sólida que leían dossieres y sabían de qué hablaban).
Simon Kuper:
“Macron espera que la segunda vuelta de las presidenciales francesas se dirima entre el futuro contra el pasado. A una semana de distancia de que se cumplieran los veinte años de que Tony Blair entrara en Downing Street en una hermosa mañana futurista de mayo, Macron podría entrar en el Elíseo. En ese instante, él pasa del futuro al presente.”
Realpolitik
Lo que nos recuerda que, si los debates políticos en Alemania se refieren a vender el presente, lo hacen porque en su momento se tomaron decisiones de realpolitik ya olvidadas para evitar que amplias capas de la población se sintieran abandonadas a su suerte.
Fue un socialdemócrata, Gerhard Schröder, el encargado de flexibilizar empleo y regulaciones en su país entre 2003 y 2005 (Agenda 2010), planes que mejoraron la economía un lustro más tarde.
Hoy, esas reformas serían tildadas de “neoliberales”. Y, claro, el relato maniqueo que equipara “neoliberal” a “azufre” ocasionaría un cortocircuito en el manido y simplista relato de los vendedores de humo que acaparan el troleo en las redes sociales.