El Salvador es un país pequeño, tanto que la poetisa Gabriela Mistral lo bautizó como el Pulgarcito de América. En la década de los 80, este país centroamericano vivió un cruel conflicto armado –si es que alguna guerra no es cruel- que dejó más de 75.000 muertos y 8.000 desaparecidos. La población total de El Salvador en aquella época era de 4,5 millones de habitantes, por lo que el 2% de la población salvadoreña perdió la vida a causa de la guerra.
La guerra civil, que se prolongó de 1980 a 1992, tiene sus orígenes en un profundo descontento social motivado por la grave situación económica y las desigualdades sociales que afectaban a gran parte de la población salvadoreña. Sólo un dato: en 1987, seis familias salvadoreñas poseían más cantidad de tierra que 133.000 familias campesinas. Algo que, por cierto, sigue más o menos igual.
A la situación de pobreza y marginalidad en la que vivían millones de salvadoreños se unía una situación de violencia política y represión militar que propició el alzamiento armado de varios grupos guerrilleros que acabaron conformando el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN).
“Si Nicaragua venció, El Salvador vencerá y Guatemala les seguirá”, rezaban las consignas de la época. La década de los 80 fue una época convulsa en el centro del continente americano, en la que el “equilibrio político” de la zona corría peligro. Algo que, obviamente, Estados Unidos no estaba dispuesto a permitir.
La participación estadounidense en la revolución nicaragüense ha sido ampliamente documentada, no tanto como en el caso de El Salvador a cuyo Ejército el gobierno norteamericano destinaba un millón de dólares diario para eliminar la amenaza guerrillera o subversiva, según la óptica con la que se mire.
A pesar de enfrentarse a la primera potencia mundial, la guerrilla efemelinista logró hacerse con el control de parte del Norte del país, una zona mayoritariamente rural. Y fue, precisamente, en estas áreas donde los ataques indiscriminados contra la población civil eran más frecuentes.
Bajo la táctica militar de “tierra arrasada”, el Ejército salvadoreño cometió innumerables masacres en las que perecieron campesinos, mujeres, niños y ancianos que vivían en la más absoluta indefensión. Una de las masacres más mencionadas es la del Mozote, en la que miembros del Batallón Atlacatl ejecutaron de forma sumaria a más de 1.000 personas, la mayoría mujeres y niños. Estos últimos fueron concentrados en la iglesia del pueblo y quemados vivos.
Niños como botín de guerra
El objetivo del Ejército era impedir que la población ofreciera cualquier tipo de apoyo a los guerrilleros que vivían en las montañas. Por ello, la población civil se convirtió en objetivo militar, incluidos los niños, a quienes los soldados veían como posibles guerrilleros.
En consecuencia, la desaparición forzada de niños y niñas se convirtió en una práctica sistemática del Ejército salvadoreño. Desde el año 1994, la Asociación Pro-Búsqueda trabaja para localizar a todos aquellos niños que fueron violentamente separados de sus familias. Hasta la fecha, la entidad tiene registrados casi 800 casos de desapariciones forzadas de niños y niñas durante la guerra.
En algunos casos los soldados literalmente arrancaban a los niños de los brazos de sus padres e, incluso, se llevaron a niños que habían sobrevivido a masacres. Otras veces, los niños se separaban involuntariamente de sus padres cuando éstos huían de los combates.
Se considera que el Ejército salvadoreño es responsable del 52% de los casos de desaparición forzada de niños y niñas durante la guerra. También al FMLN se le atribuyen el 8% de los casos.
En cuanto a la guerrilla, algunos dirigentes obligaban a los padres a separarse de sus hijos para que se reincorporaran al combate o para usar a los niños en las denominadas “casas de seguridad” que tenían en las ciudades. En estas casas se solían realizar actividades clandestinas (propaganda política, tareas de logística…) pero se ofrecía la imagen normal de una familia típica. Cuando la casa era descubierta, los integrantes del comando eran detenidos y normalmente desaparecidos o asesinados y los niños pasaban a manos de las autoridades.
El destino de los niños desaparecidos fue diverso. Algunos fueron dados en adopción de forma ilícita, otros fueron “vendidos” a familias extranjeras y los menos afortunados, acabaron en orfanatos o centros de acogida. Otros pocos vivieron incluso en instalaciones militares, mientras que algunos fueron simplemente abandonados a su suerte.
Hay que destacar que la gran mayoría de los niños desparecidos era menor de siete años.
Aunque parezca difícil por el tiempo transcurrido, la Asociación Pro-Búsqueda ha logrado resolver 333 casos, permitiendo el reencuentro de los niños desaparecidos (ahora jóvenes) con sus familias biológicas. Recuperan también parte de la identidad que les fue arrebatada por la guerra y encuentran la respuesta a muchas de las preguntas que siempre les han acompañado.
Tras las palabras “desaparición forzada” se encuentran historias de dolor, desarraigo, pérdida de identidad y heridas que, sólo tras el reencuentro, pueden empezar a sanar.
La reconciliación de una sociedad tras una guerra no es tarea fácil, sólo hace falta ver cuánto nos ha costado en España aprobar una Ley de Memoria Histórica y en los términos en los que se ha hecho. Pero queda claro que no hay reconciliación posible sin justicia y no hay justicia sin verdad y sin reparación.