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Yo a Utah y tú a La Habana: una crónica cubanoamericana

La ambivalente relación que todos mantenemos con Cuba se debe a una mirada mediática condicionada por una percepción pública nunca inocente. Castro y su instrumentalización de los símbolos discursivos y fotográficos, Estados Unidos y la demonización de un régimen tratado como un portaaviones soviético en su patio trasero…

El laberinto perceptivo se hace todavía más complejo al contrastar idealizaciones inocentes de la Revolución cubana desde la contracultura y la contestación surgida de 1968, así como del paternalismo idealizado de intelectuales comprometidos como Jean-Paul Sartre y, más recientemente, Oliver Stone.

Pasado y presente de un rincón de la Habana Vieja. Crédito de la imagen: Juan Carlos Menéndez

Y esta instrumentalización, siempre tirante e incómoda, condicionó la percepción mediática de Cuba. Pronto, el imaginario colectivo sustituyó los viejos referentes por las trifulcas discursivas entre el exilio cubano y cierto intelectualismo de izquierdas demasiado benevolente con los excesos del régimen cubano.

Entre las rendijas de esta batalla de desinformación y militantismo realizado desde la comodidad de sociedades sólidamente democráticas (y burguesas), sobrevivieron los colores y sabores de un país que siguió viviendo a pesar de los pesares. Un país donde Ernest Hemingway saboreó la historia de El viejo y el mar antes de escribirla.

El malecón en el imaginario global

Guantánamo, la invasión fallida de la bahía de Cochinos, la crisis de los misiles, los casos de acusación recíproca de espionaje: la alerta duró tanto que condicionó la manera de ser de los cubanos y sus compatriotas en el exilio. Y, finalmente, quizá llegue, aunque sea a regañadientes, una tregua de las sanciones seguida de una apertura real del régimen, tanto económica como de derechos humanos.

La Cuba de varias velocidades es ya una realidad y el cortejo de negocios y divisas procedentes del extranjero no oculta una realidad muy dura de la vida cotidiana de los cubanos, así como del estado del discurso público, la economía, las infraestructuras, el legado arquitectónico de lugares especialmente valiosos como la Habana Vieja, uno de los centros históricos coloniales más antiguos y preñados de referentes.

Como los recuerdos, las imágenes icónicas de Cuba son ricas en referencias y anacronismos de varias épocas como las paredes descoloridas de la Habana Vieja y los autos americanos de la época de Batista que, gracias a una industria de reparación artesanal, han rodado por las calles de la isla caribeña durante más de medio siglo.

Evocamos estas imágenes a través de la lente de fotógrafos como el neoyorquino David Alan Harvey, que acudió en el cambio de siglo a raíz de un encargo de National Geographic, que originaría Cuba, su libro más célebre, tan presente en la cultura popular que nos bastará hacer una búsqueda en Google para reconocer varias de las imágenes que allí aparecen.

Ocurre algo similar con los referentes musicales, tal y como se han empecinado en demostrarnos Ry Cooder, artífice de esa búsqueda de músicos y sones en vías de extinción materializada en el exquisito aporte del Buena Vista Social Club, y un esfuerzo no menos titánico del cineasta español Fernando Trueba.

Las palabras perdidas

Sabemos menos del punto de vista del cubano de a pie, tanto el que ha permanecido en la isla como el exiliado o refugiado económico que ha optado por residir mayoritariamente en Estados Unidos, ya sea en la zona de influencia de Little Habana en Miami o, cada vez más, el resto del país.

Muchos aprendimos a pasear por las calles de La Habana a través de los ojos de Mario Conde, quien «no podía ni quería ser policía», el detective ideado por el escritor y periodista cubano Leonardo Padura para su serie de novelas policíacas Las cuatro estaciones. Padura sigue residiendo en La Habana y no parece estar tentado por la llamada utilitarista del vecino estadounidense.

Las reminiscencias peninsulares de muchos edificios del centro histórico de La Habana son claras. Crédito de la imagen: Juan Carlos Menéndez

Personalmente, he también recorrido La Habana de la mano de los jóvenes que describe Jesús Díaz en su novela Las palabras perdidas, jóvenes que tratan de superar las viejas referencias literarias del pasado desde José Martí a Alejo Carpentier, con una revista literaria contemporánea cuya fundación será una pequeña odisea voluntarista; como contrapunto, en la novela asistimos a una velada en un restaurante soviético en la Torre Ostánkino, rascacielos moscovita e icono de la Guerra Fría, con lo que la triangulación entre referencias hispánicas y soviéticas, sin abandonar la sombra del vecino del norte, planean sobre la obra.

Triangulación Cuba, Estados Unidos y Europa

Pero mi relación con la isla va más allá de las referencias etéreas. El editor de los libros que he escrito sobre tecnología nació en Cuba y reside en Madrid. La correctora de mi último libro con esa editorial, también de origen cubano, hizo prueba de la nueva amistad con una muy apreciada recomendación de lectura que yo mismo había demandado: tres textos de José Martí sobre la ambivalente relación entre Cuba y Estados Unidos: La muerte de Emerson (escrito en Nueva York en 1882 para La opinión nacional), Nuestra América (publicado en La revista ilustrada de Nueva York en 1891), y una nota sobre Walt Whitman que Martí redactó en 1897.

El escritor cubano compondría un poema a modo de homenaje del poeta anciano estadounidense. Su artículo sobre Whitman abre así:

«Parecía un dios anoche, sentado en un sillón de terciopelo rojo, todo el cabello blanco, la barba sobre el pecho, las cejas como un bosque, la mano en un cayado.» Esto dice un diario de hoy del poeta Walt Whitman, anciano de setenta años a quien los críticos profundos, que siempre son los menos, asignan puesto extraordinario en la literatura de su país y de su época. Sólo los libros sagrados de la antigüedad ofrecen una doctrina comparable, por su profético lenguaje y robusta poesía, a la que en grandiosos y sacerdotales apotegmas emite, a manera de bocanadas de luz, este poeta viejo, cuyo libro pasmoso está prohibido».

Mis amigos cubanos más estrechos residen no sólo en España, como los mencionados, sino en Estados Unidos. Julio colabora conmigo desde hace años, siempre presto para reestablecer los viejos lazos olvidados entre españoles e isleños. Porque la nuestra es una vieja y fructífera amistad, con resultados profesionales, gestos altruistas como los de la vieja hidalguía panhispánica y recomendaciones técnicas y literarias, así como comentarios cotidianos sobre filosofías de vida.

El tiempo a orillas del Caribe

Recientemente, Julio me mostró las fotografías que su padre, también residente en Estados Unidos, había realizado durante uno de sus viajes a la isla. Las imágenes me evocaron deshilachadas referencias sobre Cuba, y también me hicieron sentir que (como ocurre con mas imágenes que Max Sebald integraba en sus novelas) el mundo parece haber optado por olvidar Cuba. Pero olvidar la isla es hacer lo propio con sus habitantes, su acervo cultural y literario, sus calles coloridas, su música y sus portales de la Habana Vieja, que conservan la pátina de lo que fue suntuoso y cayó en la falta de reparo del tiempo caribeño.

Así que, al comentar las imágenes con Julio, surgió la idea de redactar un pequeño ensayo ilustrado con este trabajo gráfico a cargo de un cubano de ida y vuelta, tildado —como ocurre con los emigrantes— de americano en Cuba y de cubano en Estados Unidos.

Gracias a Julio y a su padre, cuya prudencia a la hora de compartir su identidad nos sugiere otro aspecto más de la realidad cubana en el interior y en el exilio —no hablarás más de la cuenta para que los tuyos no sufran repercusiones, una realidad reblandecida por los años, pero siempre presente—, nos paseamos una vez más por las calles de la Habana Vieja. Pero lo hacemos también por Salt Lake City, Utah, la próspera y provinciana capital mormona, donde residen.

Un grupo de niños cubanos transportan imágenes de Camilo Cienfuegos (fallecido en 1959 y considerado por el régimen cubano como mártir de la revolución), uno de los revolucionarios de la Sierra Maestra e íntimo de Ernesto «Che» Guevara. Crédito de la imagen: Juan Carlos Menéndez

A Salt Lake City llegaron por motivos familiares. Su padre había acudido unos años atrás a visitar a un familiar y le había agradado el relativo carácter asequible y sin pretensiones de los mormones. ¿Quizá alguna reminiscencia isleña? Quién sabe. Julio probó suerte en California, pero tanto el coste de la vida como la presión para dar lo máximo en el trabajo en cada instante pusieron las cosas difíciles. Al final, Julio y Janet retornaron a Salt Lake City, donde residen.

Julio y su padre, Mario Conde (el personaje de Padura, no el banquero)

El padre de Julio —llamémosle Mario, en homenaje a Mario Conde, el personaje de Leonardo Padura—, autor de las imágenes que inspiran nuestro paseo por la pátina de las callejas de Cuba como lo hacen las postales que Max Sebald incluye en su novela Austerlitz (la carrera de un niño judío refugiado en el Reino Unido que trata de reconstruir sus recuerdos en una Europa Central que hace mucho tiempo que ha dejado de existir), salió de Cuba en abril de 2004.

«Salí de Cuba Hacia México en abril de 2004, con el objetivo de impartir talleres de gráfica tradicional en el Estado de Oaxaca. Dada la imposibilidad —burocracia y algo de corrupción— de establecerme en ese lugar, tomé la decisión de dar el gran salto, no al vacío, sino al futuro. El contexto fue y es hasta el presente la imposibilidad, la desidia y la falta de futuro (no para mí, pero sí para mi familia) que se avizoraba en el panorama cubano».

El castellano de Mario Conde me hizo buscar «avizorar» en el diccionario de la RAE, que él usa en modo pronominal. Maravilla de lengua compartida a ambos lados del Atlántico.

Portal de un edificio indiano en La Habana. Crédito de la imagen: Juan Carlos Menéndez

Julio es ya ciudadano estadounidense. Su mujer llegó de la isla hace apenas unos años.

«Mi esposa y yo nos conocemos desde que yo estaba en la secundaria y ella en la primaria. Nuestras madres eran compañeras de trabajo en el Centro Nacional de Conservación, Restauración y Museología (CENCREM) de La Habana. Desde que la conozco siempre me atrajo mucho y un día le comenté a mi mamá que quería invitarla a salir, pero me dijo que ella era muy pequeña y que su papá era muy celoso. Soy 5 años mayor que ella».

Ambos están plenamente establecidos y tienen una situación económica holgada, gracias a los conocimientos técnicos y profesionales de la pareja (Julio es un programador ya experimentado). No renuncian a sus orígenes y han visitado a los familiares que han permanecido en Cuba con cierta regularidad. El cordón umbilical no se ha roto. Quizá nunca lo hace del todo. Quizá, en la Cuba del futuro, ya no sea necesario sentirse «en el exterior» o «en el interior», como ocurre a los ciudadanos de otros países. Quizá.

La imagen de Estados Unidos

Julio explica que la fuente de preocupaciones en la joven familia llega en los últimos años de otra fuente. No todo marcha en el país de acogida. El sueño americano no es como lo pintan, y el ascenso del populismo afecta directamente la vida cotidiana de las minorías. Julio reitera que, pese a su obcecación religiosa, que no comparte, los mormones han logrado crear una sociedad más tolerante que en otros lugares de Estados Unidos.

«Me preocupa la dirección que está tomando el país y que no veo una manera fácil de volver a la democracia y aceptación que conocí durante el mandato de Obama y que pensé era la manera de ser de Estados Unidos. No he tenido ninguna experiencia personal con los problemas que están resurgiendo ahora de racismo, nacionalistas y económicos, pero eso no quita que sienta la presión de los problemas del resto de las minorías. Ya sea por suerte o por destino, a pesar de ser latino, y de color, he podido salir adelante y tener una vida muy acomodada incluso para los estándares de este país. Mi temor es que es lo que le está pasando a muchos me puede pasar a mí, o a mi esposa, o mi mamá, o mi hermana, que ni somos blancos ni hemos nacido aquí [el padre de Julio, también de origen cubano, es blanco]».

Julio se considera un afortunado. Su bagaje profesional le abre puertas que no están siempre al alcance de otros inmigrantes económicos. Para Mario Conde, Estados Unidos enseña a sus inmigrantes a interiorizar las posibilidades que pueden surgir del propio esfuerzo, sin importar el origen ni la clase social. Un sueño que podría estar esfumándose de las nuevas generaciones de estadounidenses.

Conversaciones con dos cubanoamericanos

Julio llegó de Cuba el 8 de noviembre de 2008. Su puntualización del día concreto en que pisó suelo estadounidense sugiere la importancia del acontecimiento en su trayectoria personal.

«Mi papá llevaba aquí en Estados Unidos varios años y había tramitado los papeles con inmigración para traernos a todos de manera legal. Gracias a un proyecto del entonces presidente Bush, ese proceso se aceleró y pudimos venir años antes de lo originalmente previsto. Tenía 23 años cuando llegué, estaba en medio de la universidad en Cuba, que tuve que abandonar meses antes por el tedioso y muy burocrático proceso que era entonces emigrar de Cuba legalmente».

Fue la primera vez que Julio tomaba un vuelo. En un avión no muy grande, de hélices. El aeropuerto de Miami apareció en el horizonte. Algo como lo que nunca había visto.

«Por mi mente pasaron todas las películas que había visto hasta entonces, esas en las que hay un fallo técnico y las hélices se desprenden cortando la aeronave por la mitad. Al despegar, recuerdo que sentí una mezcla de alegría por reunirme con mi papá y buscar lo que podía ser un futuro mejor, pero a la vez un temor a fracasar en un lugar que desconocía completamente».

Aterrizaje. Aduanas. Horas de espera. Horas de entrevistas. Comprobaciones. Formularios. Cuando el oficial de inmigración estampó su pasaporte cubano, empezó un periplo del que todos tenemos referencias: evocaciones de quienes llegan por primera vez a Estados Unidos y observan el espectáculo lumínico y comercial, el bullicio, la facilidad para consumir. El trasiego. Un Best Buy lleno de ordenadores último modelo, un restaurante chino con bufé libre. Un paseo junto a televisores de 70 pulgadas. La evolución es patente desde entonces:

«Yo diría que somos una familia cubanoamericana. Mi hija nació en San Francisco y el poco español que conoce lo habla con fuerte acento. Es algo que queremos solucionar hablándole en español y en inglés, y con su contacto con sus abuelos. Quiero que ella sea tan norteamericana como se pueda, pero que sepa de dónde vienen sus padres y sepa cómo manejarse en nuestra cultura hispanoamericana».

Cuba y España

El imaginario colectivo español está todavía preñado de Cuba. La isla hizo la fortuna de los Goytisolo, como explica Juan en su Autobiografía, que lo es también de una familia indiana de hidalgos vascos que se instalaron como grandes propietarios en la isla, para volver tras «el desastre» del 98.

Luego está la Generación del 98. Y el hablar coloquial ibérico, que en determinados contextos sale con un repentino «bueno, no exageres, que más se perdió en Cuba». Más se perdió en Cuba. Porque Cuba era Cuba. El arroz a la cubana sigue haciendo las delicias de los niños en muchas partes de España, si bien el plato poco tendrá ya que ver con sus ecos originarios.

Una calle de La Habana se pone de gala. Crédito de la imagen: Juan Carlos Menéndez

Conozco la percepción (o, en su defecto, ausencia de ella) de los españoles acerca de Cuba. Todavía era un niño cuando mi padre acudió un día a casa y explicó a mi madre que había recibido una oferta para ir a trabajar a Cuba. A asesorar más bien, aclaró. El silencio sepulcral de mi madre dejó claro que la idea no podía tener ni pies ni cabeza. Una empresa española, Barreiros, se disponía a construir vehículos para el régimen cubano y necesitaban ingenieros y trabajadores españoles con conocimiento suficiente como para instruir a los obreros cubanos. Aquello quedó en nada, pero Cuba entró en mi mundo mucho antes de que lo hiciera el Buena Vista Social Club.

Para un cubano en la sesentena afincado en Estados Unidos, la percepción de España es tan exótica como la que fuera mía sobre la isla. El padre de Julio se explica:

«España es la tierra prometida [de la emigración cubana], segundo lugar después de Estados Unidos preferido por los insulares para emigrar. Creo que los cubanos vemos España como un salvavidas económico por las inversiones y demás (…). Rusia, al igual que Latinoamérica, no cuentan hoy para nada, sólo para quienes van a comprar mercancías porque no se necesita visado, para revenderlas luego en el mercado negro. Los más osados usan estas divisas como puente para emigrar. De China nada se habla (…)».

Bestiario de La Habana

La Habana, ciudad ya cosmopolita en el mar Caribe cuando apenas había ciudades coloniales en las Américas, tuvo durante generaciones la presencia que lograron más tarde, entre los refugiados económicos y republicanos españoles, Buenos Aires («tercera ciudad gallega», donde recabaron, por distintas razones, el intelectual gallego Alfonso Rodríguez Castelao y el industrial y político liberal barcelonés Francesc Cambó), Caracas (que debía limitar la avalancha de españoles «ilegales») y Ciudad de México, que facilitó los trámites de naturalización a intelectuales y funcionarios republicanos.

Entre Canarias y Cuba, como entre Canarias y la Luisiana española, hubo siempre un estrecho lazo de ida y vuelta. A partir de Carlos III —nos remontamos a los años del motín de Esquilache, cuando Napoleón Bonaparte era un mocoso que corría por las callejas que se encaraman a las colinas del norte de Ajaccio, en Córcega—, la monarquía española trató de dinamizar el comercio con las Américas acabando con el monopolio de la Casa de Contratación, que había centralizado el trato con los intereses de ultramar en Sevilla y, a partir de 1717, en Cádiz.

Cádiz, la tacita de plata, pasó de bastión cosmopolita amenazado o asediado al menos una vez por generación por los británicos, al polvorín liberal que alumbró la Pepa en 1812, una Constitución que fue vista en el resto del país como engendro afrancesado que había que abortar tras el fin del dominio francés en la Península y en la América española.

Pátina del tiempo y falta de mantenimiento en una pared de la Habana Vieja. Crédito de la imagen: Juan Carlos Menéndez

Pero el órdago modernizador (y centralizador) se había lanzado y las élites criollas de ultramar se prepararon para su propia emancipación. ¿Para qué discutir en los salones de Cádiz o de Madrid, cuando desde París y Londres se abrían las puertas de par en par a la generación de Simón Bolívar?

Las guerras de independencia hispanoamericanas no se entienden sin la debilidad de la metrópolis y, sobre todo, sin el interés de los funcionarios y propietarios criollos de deshacerse de la presión impositiva y voluntad de crear una administración moderna desde que lo intentara Carlos III a finales del siglo XVIII.

Entre Cádiz y Delacroix

Y así, mientras Cádiz perdía fuelle y florecía el comercio catalán (desde Barcelona) y vasco (desde San Sebastián) con la liberalización del comercio colonial, surgían las voces que combinaban el espíritu de las revoluciones liberales en Estados Unidos y Francia con el interés económico de deshacerse de los funcionarios de la metrópolis. Y, si Francia se resignó a perder los territorios de Canadá y la Luisiana para mantener su joya comercial caribeña (en los años de la Revolución francesa, los cultivos haitianos suponían el 40% de todo el comercio exterior francés y la mitad de la economía del país europeo), España hizo lo propio y logró mantener su posición en Cuba (además de Puerto Rico, Filipinas y la Micronesia española).

Si Haití era en 1804 la colonia más productiva del mundo, sus técnicas de producción y su dependencia de la trata de esclavos condenaban la colonia a una emancipación que se produciría muchas décadas después de la promulgación grandilocuente de los derechos del hombre en la metrópolis. El caso de Cuba era distinto; su importancia en España era capital, pero su estatuto real e imaginario iba mucho más allá del mercantilismo francés en Haití.

Las rebeliones cubanas contra la metrópolis debilitada tomaron un cariz cíclico a lo largo de todo el siglo XIX, armadas de una estatura intelectual que rivalizaba la de la metrópolis.

En el contexto de la primavera de los pueblos europea, que en 1838 había elevado, a partir de la base del idealismo alemán, las doctrinas del nacionalismo y el materialismo dialéctico cabían por última vez todos los representantes sociales que se habían sublevado contra el Antiguo Régimen: burguesía, clase menestral, campesinos y obreros. Son los símbolos representados en La libertad guiando al pueblo de Delacroix (1830).

Teddy Roosevelt y los Rough Riders

Pronto, burguesía y clase obrera escenificarán su antagonismo en un contexto de regeneración nacional y de búsqueda de esencias. En este contexto de fragmentación, que conducirá a la Comuna de París, Cuba aprenderá a soñar con una emancipación de cuño propio, dada su relación especial con España, su peso económico y de población y la predisposición de sus élites.

José Martí realizará un recorrido similar al de Benjamin Franklin en Estados Unidos, al mostrar la precocidad intelectual de un polímata y el sosiego de quienes prefieren cambios seguros y profundos al barullo de las trincheras. Hijo de valenciano y canaria, pasará parte de su infancia en Valencia, para volver a Cuba a luchar por la causa isleña en la Guerra de los diez años, la primera de las grandes contiendas con la metrópolis.

Como Franklin, su hiperactividad en la prensa de la época lo llevaron a firmar artículos influyentes en Cuba y en el resto de las Américas. Su muerte en 1895 recrudecería un conflicto contra España que él consideraba irreversible.

Y, como en todas las épicas, los rescoldos espirituales e intelectuales de la independencia cubana no se corresponden con la realidad de la contienda que hizo efectiva la emancipación, que no se habría producido sin el olfato de una extraña pareja de estadounidenses: el magnate de la prensa sensacionalista William Randolph Hearst, y un joven oficial de la Marina criado en una familia notable neoyorquina con espíritu de vaquero, Theodore «Teddy» Roosevelt, que dimitió como asistente de la secretaría de la Marina para crear un grupo de caballería de élite, los Rough Riders, con la misión de desembarcar en la isla y acabar con la presencia española en el patio trasero de la nueva potencia mundial.

Clichés cocinados por Hearst

Hace un tiempo, al leer el primer tomo de Edmund sobre Roosevelt (The Rise of Theodore Roosevelt), me topé de bruces con la historia y con eso que pudiéramos llamar sentido del decoro panhispánico. El ensayo de Morris es una delicia narrativa bien documentada que no se presta a florituras y distorsiones, o al menos de manera consciente. Porque ni siquiera Morris es inmune a la tentación de los clichés sobre caribeños y españoles, esos europeos meridionales agrupados en las ciencias sociales estadounidenses bajo el cajón de sastre de «estudios españoles, portugueses y latinoamericanos».

Estampa cotidiana de la Habana Vieja. Crédito de la imagen: Juan Carlos Menéndez

Precisamente en el capítulo referente a la deficiente resistencia del Ejército español en los fuertes de las colinas que trataban de proteger las principales vías y ciudades. Tuve que releer un pasaje decisivo para asegurarme de no haberme confundido (la literatura y ensayística en inglés la leo en este idioma para ahorrarme un filtro añadido, como hago también con la francesa):

«Había llegado el momento para España de iniciar su retirada de Cuba, tras siglos de dominio imperial en el Nuevo Mundo. Pero primero, comida, vino y siesta».

La palabra «siesta» en el español original, faltaría más. Morris empequeñeció un poco para mi con la bromita, que sigue ahí, como diminuto escarnio de un excelente ensayo.

Tanto la campaña de Hearst como el desembarco de Roosevelt en la isla acabaron, en efecto, con el espejismo colonial español. Prensa e intelectuales españoles se despertaron de sopetón y empezaron a interesarse por los artículos de José Martí y otros. Era demasiado tarde. El «desastre del 98» inspiraría una sacudida regeneradora en un país letárgico dominado por la alternancia política controlada de la Restauración, el «turno pacífico» entre conservadores y liberales de la España de Sagasta y Cánovas del Castillo.

La Cuba como puerto franco de las fiestas de Estados Unidos

En 1989, miles de familias españolas perdieron su vocación transatlántica, pero la herida fue mucho más profunda. La producción de empresas de azúcar, cigarreras y de licores permaneció a menudo, pero cambiaron los inversores y, en ocasiones, las familias apoderadas. Los viejos apellidos peninsulares, a menudo catalanes, ofrecerían el espejismo superficial de la continuidad.

Mario Conde, el padre de Julio, nos recuerda algo que ya sabemos en España:

«España, la madre patria, es ese lugar donde, según nosotros los cubanos [nótese el acento cubano], todo el mundo es gallego».

Lo que evoca un encuentro entre Felipe González, de visita oficial a Cuba durante su presidencia, y Fidel. El líder cubano mencionó el estatuto de «gallego» a su contertulio. Felipe González contestó con sorna andaluza: «El gallego eres tú, Fidel». González se refería sin duda al origen inequívoco del apellido del cubano.

Cuba permaneció en el imaginario español hasta que la propia evolución cubana hiciera olvidar los viejos cuentos de la abuela. Primero, la Cuba independiente convertida en lugar de recreo (y peor) de Estados Unidos, tal y como tratará de recrear Hollywood en filmes como la segunda entrega de El padrino, en la que viajamos a un Michael Corleone escapando una Habana que el Sindicato, protector del régimen teledirigido de Fulgencio Batista, abandona a su suerte dado el avance revolucionario; luego, la Cuba revolucionaria.

Apuntalamiento improvisado para evitar el colapso de un balcón de madera en la Habana Vieja. Crédito de la imagen: Juan Carlos Menéndez

La Cuba revolucionaria forma parte de la historia que tratamos y evocamos desde la poltrona académica y familiar; sus protagonistas directos fallecen, pero permanece la épica y su influencia sobre la cultura actual de una isla todavía castrista y del exilio en Estados Unidos.

Bajando de la sierra

El exilio doloroso de unos es indisociable del descenso de Fidel Castro, Ernesto «Che» Guevara, Camilo Cienfuegos, Raúl Castro y Juan Almeida de la Sierra Maestra, esa especie de Monte Olimpo caribeño de los revolucionarios del siglo XX y los aprendices de una guerra de guerrillas asociada al pulso de la Guerra Fría, pero también a la emancipación de las últimas colonias africanas y asiáticas.

Entre los viajes del «Che» a Argelia y al África subsahariana, surgía el postcolonialismo representado por términos como el de «tercer mundo» y movimientos como el de países no alineados, donde la Cuba revolucionaria jugaría un rol de alumno aventajado de la órbita soviética.

En Estados Unidos, el movimiento de los derechos civiles usaría a menudo la imagen revolucionaria cubana (por ejemplo, «Guerrillero heroico», la icónica foto del Che de Alberto Korda, 1960), y apoyaría, como los revolucionarios cubanos, la emancipación de los países africanos, pronto salpicada de excesos que Estados Unidos, la URSS y las antiguas potencias coloniales se reprocharán entre sí. Los viajes a África de Muhammad Ali o Malcolm X evocarán, en cierto modo, el simbolismo comprometido del Che con las guerrillas de la región.

La revolución cubana trataría de desmarcarse de la gestión que conduciría a los nuevos países soberanos a trocar la vieja dependencia colonial por otros métodos que amplificaban muchos de los excesos de las viejas metrópolis. Al mismo tiempo, el régimen castrista declararía haber superado un pasado colonial basado en diferencias raciales, así como la voluntad de lograr la universalidad de los servicios esenciales definidos desde la Revolución francesa, con la educación y la sanidad en cabeza. En cuanto a las libertades y a los derechos del hombre, la Revolución cubana seguiría la deriva de la URSS: existiría libertad siempre y cuando no se contradijera al Régimen, un oxímoron de base imposible de conciliar.

Fidel y los intelectuales europeos

Fidel y sus acólitos, cortejados por los intelectuales europeos (con visitas sonadas a La Habana para charlar con «el Che» de la imagen de Korda —ya distorsionada y presta para unas ventas fulgurantes en la industria cultural—, como la de la pareja Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir), como ese grupo de escritores españoles y latinoamericanos que apoyaron al régimen mientras fue fácil hacerlo, si bien pronto llegaron las disonancias y, con ellas, las defecciones de Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Juan Goytisolo e incluso viejos convencidos como Jorge Semprún.

Otros permanecerían apegados al régimen contra viento y marea (de Julio Cortázar a Gabriel García Márquez), de un modo similar al apoyo incondicional de la izquierda francesa en torno a Sartre de la Unión Soviética estalinista hasta que las noticias llegadas de las purgas lo hicieron insostenible. El maltrato de Les Temps modernes, la revista dirigida por Jean-Paul Sartre, a quienes habían marcado claramente sus distancias con respecto a los horrores soviéticos, como Albert Camus, sería juzgado por el peso inequívoco de los acontecimientos.

El centro histórico de La Habana, uno de los barrios coloniales más antiguos y extensos de las Américas, fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1982. Crédito de la imagen: Juan Carlos Menéndez

Porque la historia contemporánea, desde la infancia de nuestros abuelos hasta la actualidad, ha estado marcada por el experimento castrista, sus esperanzas y traumas, sus experimentos y anacronismos, su provinciano tropicalismo y una influencia geopolítica agigantada por la distancia entre la isla y la costa de Florida, todavía epicentro del exilio cubano, una poderosa excepción en el mundo latino estadounidense por su influencia económica, su orientación conservadora y su influencia en Washington.

Y así, entre historias de exilio de Guillermo Cabrera Infante y poemas de apestados del régimen cubano como Reinaldo Arenas, entre batallas diplomáticas simbólicas como la del niño (hoy tiene 26 años) Elián González y las de los «balseros», o fugitivos casi siempre económicos del régimen, los años de excepcionalismo se habían convertido en décadas, como si Cuba siguiera con su experimento por inercia, tal y como sólo puede ocurrir en un universo de hombres fuertes surgido entre los descendientes de las colonias surgidas del tratado de Tordesillas, como los evocados en la literatura: el régimen del dictador Ribiera en Nostromo, el relato de Joseph Conrad; o el Tirano Banderas de Valle-Inclán.

Futuro

Las distorsiones y los clichés han complicado la vida cotidiana de los cubanos desde mediados del siglo pasado. La Cuba imaginada por parte del exilio en Florida construye un mundo incompatible con los maximalismos a los que aspiró el comunismo castrista.

Mario, satisfecho de que su familia directa resida en Estados Unidos, rechaza victimismos y apunta a un camino sin rencores para los cubanos. Para todos ellos. Los del «interior» y los del «exterior» (exilio para unos, simple país de acogida para otros).

«Yo, en lo personal, aunque no crea en el socialismo ni en las revoluciones, no me considero un exiliado y creo sin temor a equivocarme que mi familia tampoco. Yo soy un emigrante que salió de un infierno totalitario para y por el bienestar de mi familia. Ah, y lo más importante, por un lugar donde uno puede ser de la tendencia política que le siente mejor y, si la misma difiere de la de su familia, bienvenida sea. Viva la libertad y la democracia».

El padre de Julio, a quien hemos llamado Mario, nos lega con agrado las imágenes tomadas en la Habana Vieja. Su Habana Vieja. Un lugar también especial para los españoles, a más de 120 años de distancia de aquel «desastre» que, del otro lado, fue mayoría de edad, emancipación, intento de construir algo nuevo. Muchos tormentos prosiguen, si bien Cuba permanece con pequeños logros quijotescos en un océano de lágrimas de cocodrilo.

Rincón de la Habana Vieja. Crédito de la imagen: Juan Carlos Menéndez

Julio observa su país de acogida con otros ojos. Todavía en a treintena y con una hija que apenas ha empezado la escuela elemental, el camino por delante es muy extenso y Estados Unidos podría dejar de ser ese faro idealizado sobre la colina. Julio me confiesa algo:

«Mi esposa y yo hemos hablado varias veces de opciones que podemos tener, una de ellas es hacernos en un futuro no tan lejano de alguna propiedad en Europa donde podamos ir ya sea por necesidad o para cambiar de aire. Eso es algo que tal vez nos sea relativamente fácil económicamente a nosotros por el tipo de profesión que tengo, pero no es así para el resto de los afectados con las políticas y criterios que la sociedad americana está teniendo, y eso me hace sentir bastante desesperanzado por este país que se creó con inmigrantes».