En 2001, el estadounidense Michael Pollan publicaba The Botany of Desire, ensayo que explora la relación entre las pasiones humanas y las propiedades y efectos de cuatro plantas en distintos lugares y momentos históricos.
Pollan se centra en la belleza del tulipán y sus efectos especulativos en la economía de los Países Bajos durante el siglo XVII (así como de los efectos narcotizantes de la marihuana; la transición de la manzana desde comida para animales y materia prima para elaborar alcohol barato -sidra- en las colonias americanas a fruta por antonomasia; y de las consecuencias de la llegada de la patata a Europa).
Lo que la tulipomanía explica sobre nuestro “deseo” (y comportamiento en redes sociales)
El capítulo sobre la tulipomanía nos recuerda cómo la pasión por los bulbos de tulipán desató el interés competitivo entre los ciudadanos de un país próspero en un momento económico dulce, la Holanda del siglo XVII, hasta cotas que superaron el absurdo y desembocaron en una burbuja especulativa de consecuencias nefastas para la economía.
El gusto por las flores de los holandeses, en concreto las especies exóticas, llevó a comerciantes, funcionarios y familias notables de los Países Bajos a competir por bulbos de tulipán que demostraran exclusividad, gusto refinado y capacidad adquisitiva.
Los tulipanes holandeses padecían variaciones en su apariencia por causas desconocidas en la época (eran obra de un parásito de la flor); introducidos en Europa a mediados del siglo XVI desde el Imperio Otomano, el tulipán se convirtió en la estrella de los jardines más refinados de Europa; la riqueza de Holanda llevó a su burguesía a competir en floricultura, primero por cuestiones ornamentales y luego por lo que el recientemente desaparecido filósofo francés, ensayista y profesor en Stanford René Girard tildaría de “deseo mimético”.
Deseo y mimesis: una lección pecuniaria
El deseo de muchos holandeses condujo a los más opulentos a ofrecer cifras estratosféricas por los bulbos más raros y demandados: se intercambiaron lujosas mansiones por un solo bulbo. En 1623 se pagó 1.000 florines neerlandeses por otro bulbo, mientras el sueldo anual medio era de 150 florines; en 1637, un lote de 99 tulipanes raros se vendió por 90.000 florines… Y al día siguiente nadie quiso comprar medio kilo de bulbos por 1.250 florines. El nerviosismo desembocó en miedo, y en unos días había estallado la burbuja.
La imitación de los ciudadanos más prósperos, el deseo de superarlos, había creado un mercado irracional que duró mientras existió el deseo de superar a los ciudadanos a los que los más ricos querían emular y, finalmente, “superar” en prestigio.
(Imagen: “Semper Augustus”, el tulipán más famoso y caro de la tulipomanía en la Holanda del siglo XVII)
Eran los inicios de la economía de mercado, en los que el dinero se asociaría con términos más vagos y complejos como “valor” y “capital”. En relación con “deseo” y “mimetismo” (o “mimesis”, término original que parte de la estética clásica), el “dinero” se transformaba en algo más abstracto y polémico en la sociedad burguesa pre-industrial.
Lo que Simmel podría haber explicado a Marx
Ya en el siglo XIX, el alemán Karl Marx, residente en el Reino Unido (y, por tanto, espectador de la competición por dinero, valor y capital entre individuos y las marcadas clases sociales de la primera sociedad industrial), desarrolló su teoría filosófica a partir de Hegel, pero haciendo girar las relaciones humanas en torno al “capital”.
Los coetáneos de Marx entendieron que había varias limitaciones en su teoría, entre ellas la atribución de todo el valor de lo creado a los trabajadores, obviando el valor de la inversión, la idea, la planificación, la comercialización, la política económica (que influye sobre precios, inflación, etc.). El maniqueísmo marxista, sin embargo, pronto caló en la sociedad que no sabía si atacar a las máquinas o a los patrones.
¿A quién atribuir el valor creado? ¿Al inversor, al inventor, al trabajador, al propietario de la tierra de donde se extrajeron los recursos? El reduccionismo y aspiración matemática del materialismo dialéctico descrito por Karl Marx fue contrarrestado en la misma época por un filósofo contemporáneo prácticamente olvidado fuera de los círculos académicos: el sociólogo alemán Georg Simmel, autor de La filosofía del dinero.
Riesgo del reduccionismo con base científica
Simmel fue el primer sociólogo en analizar el origen, evolución e interdependencia de dinero, valor y capital, con una aspiración no reduccionista. No extraña que entre sus influencias estuviera Immanuel Kant, cuya Crítica de la razón pura alertaba de quienes, como Hegel y Marx, elaborarían sus teorías recurriendo a reduccionismos aparentemente “científicos”.
Simmel enfatizó “valor” por encima de “capital”, al entender que pasiones humanas como el empuje, la ambición, el deseo o la competición entre personas y grupos afectaban tanto o más a la sociedad como la distribución del trabajo y sus frutos, contabilizados según las pseudo-matemáticas idealistas del muy hegeliano Marx.
Pasiones. Valor de las cosas. Deseo. Imitación de las personas admiradas para superarlas. El filósofo analítico y sociólogo Simmel intuyó que las relaciones humanas y sus consecuencias (sociales, políticas, económicas) eran complejas, irracionales y pasionales y superaban el corsé de las teorías que aspiraban a una precisión geométrica.
Lo que El Quijote y las mejores novelas del XIX muestran de nosotros
El mundo, intuyó Simmel, era más parecido al interpretado por Fiódor Dostoyevski en sus novelas que al teorizado por Hegel, Marx y Engels, o por sus antagonistas. Y, del mismo modo que “valor” era un concepto complejo, las pasiones humanas como el “deseo” obligaban a distinguir entre personas y sus reacciones.
Si el “valor económico” se convertía en la fuerza motriz de la vida moderna, el deseo y el afán de superación de los odiados, secretamente admirados o respetados hacía lo propio en el campo de las relaciones sociales; o así al menos lo intuyeron los grandes novelistas del XIX, con inicio en los realistas franceses y culminación en las grandes novelas rusas.
Ya avanzado el siglo XX, un pensador francés profundizó en los efectos del deseo mimético como factor esencial que propulsaba las relaciones humanas. Para exponer sus teorías, este filósofo educado en París y posteriormente afincado en Estados Unidos como profesor estudió el universo de las novelas de Stendhal (¿qué impele a Julien Sorel y a sus amantes?), Flaubert (Emma Bovary), el propio Dostoyevsky (la trágica competición entre los Karamazov), etc.
Modelos reales e ilusorios
René Girard, cuyas teorías de antropología social han influido campos tan dispares como la psicología y la neurociencia, la teoría económica y la literatura (entre sus admiradores, se encuentran el Nobel de Literatura sudafricano J.M. Coetzee), dedicó su carrera a explorar la importancia de un sentimiento, el deseo, en los conflictos humanos tanto individuales como colectivos.
En concordancia con estudios anteriores de la filosofía clásica, René Girard observó que el deseo tiene un componente mimético y lo tomamos prestado de otras personas, dando lugar a fenómenos que subyacen a cualquier moda comercial, educativa, estética, política, sexual, etc., siempre propulsados por una rivalidad mimética entre personas y sus “modelos” (personalidades públicas, conocidos, rivales a los que se aprecia o admira con mayor o menos consciencia).
(René Girard, en una imagen de 1981)
La teoría mimética de René Girard parte del mismo concepto de imitación, ya presente en Platón y su alumno más crítico, Aristóteles. Para avanzar hacia la “areté”, idea griega de dominio de cuantas más disciplinas mejor, o excelencia, los alumnos debían seguir o “imitar” modelos -contemporáneos, pasados, ideales, aspiracionales, etc.- en disciplinas artísticas, técnicas, lucha, etc.
Sobre nuestro propio Amadís de Gaula
Esta necesidad de imitación parte, según Girard, del deseo de superar a los demás en su propio campo, o sus propios “deseos”: nuestros “deseos” dependerían de las aspiraciones de los demás (familiares, vecinos, conocidos, personalidades que configuran modelos y roles sociales, etc.).
La hipótesis de Pierre Girard otorga a los objetos de deseo el valor que deposita en ellos simbólicamente el modelo social: una persona influyente en una comunidad elige un tipo de vehículo y, pronto, vecinos y conocidos otorgan, por deseo mimético, un nuevo valor aspiracional al nuevo objeto, que dará lugar a una competición no confesada. El modelo también puede ser literario: Don Quijote aspira a revivir en su persona a su admirado Amadís de Gaula.
A finales del siglo XIX y principios del XX, el economista y sociólogo estadounidense Thorstein Veblen desarrolló su “teoría de la clase ociosa”, que en 1899 daría pie a un influyente ensayo con el mismo nombre.
Como Georg Simmel, Veblen creía que no había una tipología humana universal; de ahí la imposibilidad para aplicar normas y conductas universales capaces de generar los mismos efectos en personas y sociedades distintas.
Por qué el idealismo tiende a la turba: el mecanismo victimario o sacrificial
Asimismo, teorizó sobre la fuerza que propulsaba la actividad económica en sociedades avanzadas: el “consumo ostensible”, o gasto económico realizado por alguien para adquirir productos y servicios no esenciales y demostrar así poder económico, tanto para lograr estatus social como para seguir el ritmo de vecinos, familiares, etc.
Si un vecino o familiar cambia el vehículo o adquiere el último modelo de un servicio u otro (hoy día, podríamos hablar del último modelo de iPhone, etc.), esta acción genera un efecto expansivo entre sus relaciones.
René Girard tomó las intuiciones e hipótesis de distintos filósofos y escritores, desde la Antigüedad a la época de Georg Simmel y Thorstein Veblen, para exponer sus teorías del deseo mimético (imitar a “modelos” sociales en una velada competición), y el mecanismo victimario o sacrificial (buscar chivos expiatorios para contrarrestar la lucha encarnizada producida por el deseo mimético), así como su visión de la violencia y lo sagrado, derivada del rol que otorga al deseo y el afán de copiar y superar al modelo.
Nuestro afán de competir con el contrario por lo mismo
Una vez expuesta la idea de que el deseo es mimético (todos nuestros anhelos, los confesos y los inconfesables, son tomados de otras personas, sean celebridades, personalidades históricas o coetáneos más o menos próximos), pero René Girard fue el primer filósofo y antropólogo social en explorar el origen, desarrollo y consecuencias de la rivalidad mimética.
Asimismo, Girard identifica este afán de mimetismo, anterior a la idea moderna de individualismo y presente en todos los ámbitos (ya que la manera de destacarse en cualquier campo consistía en compararse con un modelo), como origen de la necesidad del sacrificio, presente en la fundación de la cultura humana.
A partir de la velada competición encarnizada entre miembros de una comunidad, surge la necesidad de encontrar un chivo expiatorio, un mecanismo -según Girard- necesario en la evolución desde las sociedades grupales a las sociedades complejas para controlar la violencia que procedería precisamente de la rivalidad mimética.
Deseo y valor
Nuestro deseo de objetos y servicios es una substanciación del deseo real por poseernos o parecernos a la persona que actúa de modelo. El objeto es un sustitutivo del modelo para el sujeto, lo que produce una relación indirecta y triangular entre aquello por lo que se lucha, el deseo real o modelo (que no coincide con el objeto o servicio adquirido) y el modelo que provoca este deseo real.
Las relaciones de poder, así como las intrigas y pasiones amorosas parten de esta triangulación y pueden explorarse en Shakespeare, Cervantes y las grandes novelas del XIX.
A través del objeto al que se aspira, el sujeto evocaría (a menudo de manera inconsciente) el modelo, que se convierte en “mediador. Una vez el deseo es algo más que la necesidad o el apetito aparentes, todo el deseo es, según Girard, “un deseo de ser” y se manifiesta de manera metafísica.
Si los teóricos del siglo XIX trataron de definir dinero, capital y valor, intuyendo que el “valor” trascendía el mero concepto de dinero y dependía del “apetito” de los participantes, René Girard otorgó al concepto de “deseo” en las relaciones humanas un valor equivalente al concepto moderno de “valor” en la economía. Etéreo y a menudo contradictorio, pero existente y con efectos devastadores, si es obviado desde el racionalismo más mecanicista.
La viralidad en los contenidos de Internet
La relación entre violencia y metafísica parte de una rivalidad mimética multiplicada, que se extiende con rapidez por las sociedades y equivaldría a fenómenos de comportamiento en turba (inversión irracional como la tulipomanía, fenómenos políticos como el populismo personificado en un gran líder que identifica al chivo expiatorio y “libra” a su pueblo de la supuesta perversidad de este supuesto enemigo externo, etc.).
Como la rivalidad mimética que evoluciona a partir de la lucha para poseer los objetos (que sustituyen falsamente al modelo) es contagiosa, el fenómeno desemboca en violencia y en lo que Girard llama proceso de victimización (concepto desarrollado en su segundo ensayo, La violencia y lo sagrado, 1972).
(Ilustración de una edición del siglo XIX de Madame Bovary)
Si dos personas desean lo mismo, pronto habrá más gente y se producirá un efecto de bola de nieve que explicaría, décadas después, el comportamiento de los usuarios de Internet y fenómenos como los contenidos “virales” o los temas que se convierten en “tendencia” en Twitter y servicios similares.
El Otro
Se trata a menudo de temáticas que se comportan como lo haría la mimetización: desde el principio, el deseo parte del individuo que identifica el objeto que quiere, por lo que el objeto pronto se olvida y se genera un antagonismo: los antagonistas acaban no ya compitiendo por los deseos mutuos, sino por el antagonismo de cada. Empezaron compartiendo el mismo objeto de deseo, para acabar (sin saber cómo) tratando de destruir al mismo supuesto enemigo.
Este fenómeno explicaría, según René Girard, el comportamiento de la violencia contra víctimas arbitrarias que concentran, en un momento determinado, una antipatía unánime, extendida como la pólvora gracias al mimetismo.
Los individuos de sociedades que se autoproclaman cultas y civilizadas deberían acercarse, aunque fuera por curiosidad, a la obra de René Girard, como deberían hacer lo propio revisando a Thorstein Veblen o a Georg Simmel, entre tantos otros.
Los errores históricos se repiten y hay quien cree que el populismo que genera chivos expiatorios es un producto de otras épocas. Que revisen su entorno inmediato después de leer a Girard y se miren de nuevo al espejo. Cuando la culpa es del Otro, algo va mal en el entorno donde uno está sumergido.
La sombra de Spinoza
Rememorando el tan manido y citado discurso de graduación del escritor David Foster Wallace, This is water, los peces no saben que están en el agua.
O, acudiendo a la fuente filosófica de donde Girard tomó la idea de que el deseo es la fuerza que guía la existencia de las personas y grupos, Baruch Spinoza: “El derecho natural de cada hombre no se determina, pues, por la sana razón, sino por el deseo y el poder”.
Spinoza reconoció que las personas no parecen desear el valor intrínseco de un objeto, sino el valor otorgado al objeto por el deseo que otros muestran en poseerlo. Seríamos, pues, más esclavos de la conducta de otros de lo reconocido.
Baruch Spinoza y Thomas Hobbes reconocieron en el deseo la verdadera esencia del hombre, capaz de destruirlo cuando se convierte en convulsivo, tal y como ocurre a Emma Bovary (Flaubert) -un alter ego de Don Quijote, enloquecido por el deseo caballeresco- o, en el caso de Stendhal, como ocurre a su Madame de Rênal (El Rojo y el negro).
Thomas Hobbes -recordaba René Girard- sentenció que los hombres desean generalmente el mismo objeto, y si ese mismo objeto no es compartible, el deseo común crea por fuerza un tipo de conflicto que el individuo es incapaz de resolver con racionalidad.
René Girard murió el 4 de noviembre pasado en su casa de Stanford (Palo Alto, California) a los 91 años de edad.
Pingback: Por qué aburrirse debería reconocerse como derecho infantil – *faircompanies()
Pingback: Superar la retórica de lo intenso con otra de lo consistente – *faircompanies()
Pingback: Existencia sin aditivos: ventajas de salir del falso confort – *faircompanies()
Pingback: Arte de demorarse: cómo orientarse en la realidad fragmentada – *faircompanies()