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10 consejos prácticos y asumibles para contaminar menos

Como una alegorí­a del efecto mariposa, existe una relación entre las bolsas de plástico y la isla de desechos flotante del Pací­fico. La biosfera no es una teorí­a; nuestra acción cotidiana suma o resta.

Una de las falacias más extendidas sobre el cambio climático y sus consecuencias: “los ciudadanos de los países ricos no tenemos la culpa y, además, qué se puede hacer. Bastante tiene uno con sus problemas cotidianos.”

No. Este reportaje no habla sobre el efecto mariposa. O sí.

Este reportaje aborda, en 10 puntos, pequeños cambios en la vida cotidiana que ayudan, sí, a combatir el cambio climático. También dan un toque de atención a gobiernos, individuos y empresas. Sí que se pueden hacer cosas, entre ellas: votar consecuentemente, organizarse y correr la voz y, por qué no, penalizar a las empresas que no actúan respetuosamente.

Para quienes aguardan a la firma de Kyoto 2 o creen que el cambio climático no va con ellos, ahí van estos 10 consejos, desarrollados más abajo: no a las bolsas de plástico; usar bombillas de bajo consumo; ajustar la calefacción; contra el stand by; comprar localmente; transporte público; en bicicleta o caminando; hacer abono para el huerto propio -también urbano-; qué hacer si se necesita un coche; downshifting -o cómo tranquilizarse un poco-.

Quienes crean que el mundo puede seguir consumiendo recursos al ritmo actual, ahí van recomendaciones como Mad Max o la propia teoría del caos, documentos que pueden resultarles provechosos.

Suena poco revolucionario, ¿verdad? Quizá incluso te recuerde a algún panfleto pseudo-publicitario de tu compañía eléctrica o tu ayuntamiento, una retahíla de chorradas altermundistas o el salmo apocalíptico de alguna confesión; algo que no invita a seguir leyendo, claro.

Cuando llegues, si llegas, al final del reportaje, quizá hayas cambiado de opinión.

Los 10 Consejos:

1. Contra bolsas de plástico, botellas PET y vasos de poliestireno

Las bolsas de plástico contaminan y perduran en el entorno. En los países ricos, la mayoría de las aparentemente anodinas bolsas de plástico acaban en vertederos sin ser tratadas; en los países pobres y emergentes, en la calle y en la naturaleza.

Cada año, matan a miles de animales terrestres, aves y, sobre todo, animales marinos. Hay datos que lo constatan desde hace medio siglo.

Tardan, según la Fundación Vida Sostenible, 150 años de media en descomponerse. En teoría, todos los materiales son biodegradables, aunque buena parte de los envases y materiales que usamos cotidianamente permanecen como residuos.

Gracias a la cultura del “usar y tirar” no sólo ya no se usa la bolsa del pan, o la bolsa de la compra, debido a la aparente “comodidad” de las bolsas de plástico, a pesar de que la mayoría se pegan a los dedos hasta casi producir cortes circulatorios, cuando la bolsa va llena. Es algo que ha comprobado cualquiera. Pero estas inconveniencias no parecen perturbarnos.

Según Fundación Vida Sostenible, citando un estudio del Gremi de Recuperació de Catalunya y la Agrupación Nacional de Recuperación (ANR), la perdurabilidad de los materiales que usamos es de:

  • 1-14 meses: papel, esparto, ropa o género de algodón y lino. Los materiales compuestos por celulosas no son un problema, porque “la naturaleza integra fácilmente sus componentes en el suelo”. El reciclaje de papel es imprescindible y evita usar más madera.
  • 10 años: tiempo mínimo que tarda en descomponerse un bote de hojalata, hasta ser un amasijo de óxido de hierro. Los vasos de plástico (polipropileno) también tardan una década en descomponerse en moléculas sintéticas.
  • 30 años: envases bricks (80% de celulosa, 15% de polietileno y 5% aluminio); envases de lacas y espumas, cuyo histórico contenido en CFC, ya suprimido, es responsable del agujero en la capa de ozono.
  • 100 años: lo que tardan en degradarse el acero y el plástico (encendedores desechables, por ejemplo). En una década, el plástico ni siquiera pierde el color. Algunos plásticos tienen componentes muy contaminantes y que no se degradan (PVC) y la mayoría contienen mercurio. Pueden contener metales pesados muy peligrosos para la vida, incluida la humana, y el sistema nervioso: cinc, cromo, arsénico, plomo y cadmio, que empiezan a degradarse a los 50 años, pero permanecerán durante décadas como agentes nocivos.
  • Más de 100 años: las botellas de plástico PET perduran más de un siglo. El PET es un material que los microorganismos no pueden atacar. ¿Te gusta comprar esas atractivas y pequeñas botellas de agua, con esa imagen tan pura y saludable? Quizá tengas un momento para leer las ventajas de beber agua del grifo (reportaje: Una selecta agua corriente). Existe la falsa creencia, en ocasiones alentada con estudios, de que el agua corriente es poco segura para el consumo humano, con lo que el necesario cambio cultural hacia el agua no embotellada se posterga.
  • Una lata de aluminio tarda más de 200 años en volver al punto de partida de su ciclo vital (óxido de aluminio, presente en las rocas de la corteza terrestre).
  • Más de 1.000 años: pilas. Contienen, además, sustancias nocivas para la vida. Deben reciclarse en puestos especializados, debido a su toxicidad.
  • Tiempo indefinido: botellas de vidrio. Sin embargo, el vidrio puede reciclarse en un 100%. El objetivo, en este caso, consistiría en garantizar la reutilización del vidrio ya creado, en lugar de fabricar vidrio nuevo indefinidamente.

Cada año se usan en el mundo entre 500.000 millones y un billón de bolsas de plástico, según Vincent Cobb, fundador de la empresa reuseablebags.com.

Casi todas estas bolsas desechadas se acumulan en forma de basura perdurable terrestre y marina. Suelen ofrecerse gratis o por un pequeño recargo a los consumidores, y su uso generalizado ha provocado que, en China, a la polución urbana creada por bolsas de plástico se la llame “contaminación blanca”.

La solución para evitar usar bolsas de plástico, según expertos y empresas, no consiste en usar bolsas de papel, cuyo uso provocaría un impacto similar o incluso superior al plástico. La solución ya la teníamos, pero la perdimos: usar una bolsa reutilizable. ¿Quién recuerda las cómodas bolsas de mimbre con asas de cuero para ir al mercado? Todavía se venden. ¿Y de la bolsa del pan? El carro de la compra con ruedas tiene la ventaja de liberar del peso de la compra.

  • Se requieren 11 barriles de petróleo para 1 tonelada de bolsas de plástico.
  • Sólo el 1% de las bolsas de plástico en todo el mundo se reciclan.
  • Tiempo de descomposición (en función del tipo de plástico): de 5 a 1.000 años.
  • Cada bolsa genera medio kilogramo de polución.
  • Más del 3% de las bolsas de plástico mundiales están flotando actualmente en el mar.
  • Miles de tortugas y ballenas han muerto por la congestión de su estómago por bolsas de plástico. Está documentado.

Las bolsas de plástico desechadas dañan, sobre todo, la vida marina. Según la organización ecológica Planet Ark, citada por el San Francisco Chronicle, alrededor de 100.000 ballenas, focas, tortugas y otros animales marinos mueren al año en todo el mundo debido a los bancos flotantes de bolsas de plástico.

Este diario californiano se hace eco de la descomunal mancha de basura flotante, creada sobre todo con bolsas de plástico (un 80% de la mancha es plástico), que flota en el Océano Pacífico, pesa 3,5 millones de toneladas y se encuentra a la deriva entre San Francisco y Hawaii.

Se trata de la llamada Great Pacific Garbage Patch, una mancha que crece imparablemente (su tamaño se multiplica por 10 cada década desde 1950, según Chris Parry, de la Comisión Costera de San Francisco, que lleva una década estudiando el fenómeno) y permanece en una zona de corrientes circulares que mantiene las aguas estacionarias.

Este remolino gigantesco en el Pacífico Norte, o North Pacific Gyre, tiene el tamaño, en 2007, de dos veces Texas (dos veces Francia; o dos veces la Península Ibérica).

Este continente flotante de bolsas de basura es especialmente dañino para, al menos, 267 especies marinas, que han muerto por la ingestión de estos restos, según un informe de campo de Greenpeace.

Tras escribir su reportaje sobre esta mancha de plástico continental, Justin Berton, periodista del San Francisco Chronicle, incluye un apartado que muestra el impacto que el conocimiento de este problema tiene sobre cualquier informador: cómo ayudar.

“Puedes ayudar a limitar el crecimiento incontrolado de la mancha de basura flotante en el Océano Pacífico”. A continuación, Berton enumera maneras de ayudar:

  • Limitar el uso del plástico cuando sea posible. El plástico no se degrada fácilmente y puede matar la vida marina.
  • Usar bolsas reutilizables cuando se compra. Las bolsas que tiramos pueden acabar en el mar.
  • Recoger la basura generada, cuando uno visita la playa.

Además de las bolsas y las botellas de plástico PET, el poliestireno expandido, o porexpan, es otro plástico presente en productos cotidianos: los vasos y platos desechables, discos DVD, embalajes o el plástico de los electrodomésticos y equipos informáticos emplean esta resina.

Se necesitan 3,2 gramos de combustibles fósiles (la mayoría del plástico está hecho de derivados del petróleo) para una hacer una sola copa desechable. Existen compañías de alcance mundial que emplean vasos, platos y copas de plástico en sus establecimientos. El café está muy bueno en copa de porcelana, y no contribuye a perpetuar este ciclo.

Entre las medidas que pueden considerarse para reducir el consumo de productos de poliestireno, existen centros de reciclaje de este material. También puede dejarse en la tienda el embalaje de un ordenador o aparato electrónico.

Otros productos con un alto contenido de plástico, como los pañales infantiles, tienen alternativas comerciales reusables. Hay pañales que se lavan (vídeo: hemos realizado una prueba de producto en Seattle, Estados Unidos, sobre los Fuzzy Bunz); o pañales de ropa con un interior que se tira por el váter y se descompone instantáneamente, como los gDiapers, que siguen la idea de “cradle to cradle” -de la cuna a la cuna-, o productos que vuelven al medio ambiente tras ser usados).

Una corriente intelectual e industrial cuestiona, desde hace décadas, la falta de previsión del modelo de consumo surgido de la revolución industrial, que no ha cambiado en su esencia: los materiales con que producimos los bienes para nuestra vida diaria no son fácilmente biodegradables y tardan en desaparecer entre varios meses hasta los mil años que necesita una pila en descomponerse definitivamente. El plástico es uno de los materiales cotidianos más perdurables y potencialmente dañinos para el entorno.

Una de las ideas más interesantes es la expresada por el arquitecto William McDonough y el químico Michael Braungart en su libro Cradle to Cradle (De la cuna a la cuna).

Su teoría, apoyada por varias empresas, aboga por productos que vuelvan a la tierra como nutrientes tras ser usados, o que se aprovechen en su totalidad sin generar ningún gasto en este proceso.

El libro mismo, en su edición en inglés, es un ejemplo de la filosofía “de la cuna a la cuna”: el papel empleado “no es un árbol”, sino una resina de plástico reutilizada de la empresa Durabooks, resistente al agua y biodegradable. Uno se puede meter, literalmente, bajo la ducha y seguir leyendo.

Otra de las corrientes que afronta con nuevas soluciones el gasto generado por el plástico es la llamada química verde, que consiste en producir productos de plástico sin petróleo, que no generen gasto y no sean tóxicos. La oportunidad de negocio en este campo es, según los expertos, colosal. Inversores como Vinod Koshla, conocido por haber invertido -y acertado- con empresas como Sun Microsystems o Google, apuestan por la química ecológica.

2. Usar bombillas de bajo consumo

Como ocurre con el motor de explosión de los automóviles, la lámpara incandescente -la bombilla de toda la vida- es un modelo industrial todavía dominante pese a su obsolescencia: malgastan el 85% de la energía consumida en forma de calor.

Una bombilla convencional tiene una vida útil de 1.000 horas, o un año de media, mientras que las de bajo consumo duran 15 veces más. Si sólo un millón de hogares cambiara de media cuatro bombillas convencionales por modelos de bajo consumo, se emitirían 900.000 toneladas de CO2 anuales menos. Un cambio de hábito sencillo y con un gran impacto.

Usar bombillas de bajo consumo aprobadas por normativas como Energy Star, de la EPA (agencia de protección ambiental de Estados Unidos) o la normativa de etiquetado para electrodomésticos, aire acondicionado e iluminación de España y la Unión Europea, no tiene mayor misterio.

Consiste en detectar las bombillas incandescentes (invento del siglo XIX inexplicablemente presente, reconocible por disponer de un filamento metálico) que todavía usamos en casa y reemplazarlas por otras de bajo consumo o CFL (iluminación compacta fluorescente) de 15 vatios, equivalentes a bombillas tradicionales de 75.

Los tradicionales fluorescentes también pertenecen a esta familia y consumen menos que las bombillas tradicionales.

El precio es mayor, aunque la amortización es rápida: consumen un 80% menos y duran 8 veces más. Cada bombilla de bajo consumo evita, además, la emisión de media tonelada de anhídrido carbónico en su vida útil (entre 8.000 y 10.000 horas).

Un cambio más difícil de llevar a cabo, al implicar un cambio de hábitos, consiste en usar la iluminación artificial como un lujo escaso:

  • Aprovechar la luz del día (y pensar los espacios de trabajo, ocio o descanso consecuentemente).
  • Apagar las luces al salir de las habitaciones.
  • Utilizar luces próximas para leer o estudiar y eliminar el uso de luces indirectas.

La iluminación de bajo consumo sigue siendo más cara y compleja de fabricar y emplea mercurio (hasta 5 miligramos por bombilla). Debido a la toxicidad de esta substancia, debería planificarse mejor su recogida al fin de su vida útil, como explica el diario británico The Independent.

Empresas como General Electric (GE) han asegurado que pronto reducirán dramáticamente el uso de mercurio. La presencia de mercurio en un producto del que se espera un crecimiento espectacular en todo el mundo preocupa a los científicos.

Sólo en Estados Unidos, se vendieron 150 millones de bombillas en 2006, cifra que se superará en 2007. La cadena de muebles sueca IKEA tiene programas de reciclaje de bombillas CFL en sus 234 tiendas de todo el mundo, la única iniciativa de este tipo con un alcance global, según Reuters.

La conveniencia de sustituir a las jurásicas bombillas incandescentes por modelos de bajo consumo, tanto por ahorro energético como por el cambio climático, abre un nuevo mercado a las empresas que inviertan en iluminación de bajo consumo sin recurrir a productos tóxicos.

La iluminación orgánica (reportaje: Iluminación orgánica y ventanas que son lámparas), emplea diodos orgánicos emisores de luz (OLED) como fuente de iluminación. Los plásticos OLED se reciclan fácilmente y su vida útil es muy prolongada.

The Ewing, la propia GE, Fiberstars y Osram Opto Semiconductors trabajan en esta nueva tecnología, que podría emplearse incluso en “ventanas transparentes”: el cristal de una ventana se dedicaría a captar luz durante el día y, gracias a la energía solar captada, podrían iluminar durante la noche. Las ventanas se convertirían en lámparas.

California quiere prohibir el uso de bombillas incandescentes a partir de 2012, y se toman medidas similares en otros lugares.

3. Ajustar la calefacción

Según el Instituto para Diversificación y el Ahorro de la Energía (IDAE), el 66% del gasto energético doméstico se destina a la calefacción y a calentar agua. El 34% restante se invierte en electrodomésticos (16%), cocina (10%), iluminación (7%) y aire acondicionado (1%).

Según el IDAE, en invierno, “una temperatura de entre 19 y 21 grados es suficiente. Por la noche, en los dormitorios, basta tener una temperatura de 15 a 17 grados para sentirse confortable.”

Abrigarse en lugar de subir la calefacción puede parecer, como cambiar bombillas tradicionales por modelos de bajo consumo, de perogrullo. En condiciones normales, “es suficiente encender la calefacción por la mañana”. Por la noche, salvo en zonas muy frías, se debe apagar la calefacción, “ya que hay calor acumulado en la vivienda.”

Cada casa cuenta con su propia idiosincrasia. La correcta orientación, el empleo del aislamiento natural -tan común en el pasado-, filosofías sobre la eficiencia natural como la permacultura, aparatos de calefacción y aire acondicionado más eficientes, contar con un buen aislamiento, optar por sistemas pasivos de captación de energía y aguas pluviales. El hogar bioclimático es visto por especialistas como una continuación de la arquitectura tradicional.

En invierno, estar abrigado en casa, permite bajar el termostato de la calefacción hasta los 20 grados centígrados. Cada grado suplementario representa un 7% más de consumo energético y la emisión anual extra de más de 200 kilogramos de CO2.

Tal y como se explica en La Vanguardia:

  • Si una casa no está orientada al sur, hay que aislarla al máximo.
  • Que el sol entre en casa en invierno y procurar que no lo haga en verano. Si la casa está bien aislada, se pueden abrir las ventanas durante la noche y, a primera hora de la mañana, cerrarlas totalmente. El aire será más fresco y se requerirá menos climatización.
  • Ajustar las ventanas exteriores. Según el IDAE, “pequeñas mejoras en el aislamiento pueden conllevar ahorros energéticos y económicos de hasta un 30% en calefacción y aire acondicionado”. Entre el 25% y el 30% de las necesidades de calefacción son debidas a las pérdidas de calor por puertas y ventanas.
  • Instalar voladizos, protecciones o cortinas para evitar que el sol incida sobre el interior de la casa en verano.

Antonio Ramos, de la Asociación para la Arquitectura Bioclimática, cree que no hace falta construirse una nueva vivienda para ahorrar energía.

En una vivienda con una cultura sostenible:

  • Se puede ahorrar hasta el 70% de energía.
  • Si se trata de una nueva construcción, su precio puede ser entre un 10% y un 15% superior a la vivienda convencional. El californiano Mark Feichtmeir, que ha construido una casa bioclimática basándose en la permacultura (reportaje: Permacultura: más allá del jardín), cree que este aumento se sitúa entre el 5% y el 10%, según su experiencia.
  • Se utilizan materiales tradicionales, como la madera -puede ser bambú- y la piedra. La cerámica y el hormigón ecológico son materiales recomendados por los expertos.

Siempre que es posible, el IDAE recomienda que en edificios con varios vecinos se opte por la calefacción central colectiva, con medición y regulación individualizadas para cada vivienda. Son sistemas más eficientes, económicos y menos contaminantes que los individuales.

4. Evitar el stand by de los electrodomésticos

El uso racional de la electricidad da pie últimamente a anuncios tan ingeniosos como este, captado en Sudáfrica.

En casa, debido a la proliferación de electrodomésticos, aparatos informáticos y electrónicos con batería, el uso de ladrones que permiten desconectar en batería a cargadores y aparatos, es el modo más efectivo de reducir la factura eléctrica y evitar el gasto de “electricidad fantasma”.

  • Se estima que sólo el 5% de la electricidad gastada por los cargadores de móvil es efectivamente empleada en cargar el móvil. El resto de la energía se pierde, mientras el cargador permanece conectado a la corriente.
  • Sólo en Estados Unidos, los televisores y vídeos gastan 1.000 millones de dólares en electricidad malgastada al año.
  • El gasto de “electricidad fantasma” (energía malgastada por aparatos electrónicos que permanecen conectados sin ser usados) en los países ricos genera 75 millones de toneladas de CO2 anuales.

Muchos electrodomésticos siguen consumiendo energía mientras están apagados. Permanecen con un piloto encendido en posición de reposo o stand by, para que sea posible acceder a ellos con mando a distancia.

Otros aparatos electrónicos funcionan con corriente continua e incorporan un transformador que permanece siempre encendido (ordenadores, equipos de música, videoconsolas, etc.).

En cuanto a los electrodomésticos, el etiquetado energético informa sobre el consumo de energía y otros datos relevantes: ruido, eficacia de secado y de lavado, ciclo de vida normal y otras variables.

Existen 7 categorías de eficiencia energética, desde la letra A a la G:

  • A: < 55% de consumo, consumo de energía bajo (A), muy eficiente (A+) y ultraeficiente (A++).
  • B: 55-75%, consumo de energía bajo.
  • C: 75%-90%, consumo de energía bajo.
  • D: 90-100%, consumo de energía medio.
  • R: 100%-110%, consumo de energía medio.
  • F: 110%-125%, consumo de energía elevado.
  • G: > 125%, ¿por qué se sigue comercializando?

Las etiquetas energéticas son obligatorias para electrodomésticos como frigoríficos, congeladores, lavadoras, secadoras, lavavajillas, hornos eléctricos, aire acondicionado y lámparas domésticas. En España y el resto de la UE, este etiquetado es obligatorio.

Para los frigoríficos y congeladores, existen dos nuevas clases de eficiencia aún más exigentes que la clase A:

  • A+: consumo equivalente al 42% de lo requerido por la media.
  • A++: sólo consumen el 30% del total de la media.

Pese a la obligatoriedad del etiquetado energético, el gran número de dispositivos informáticos y electrónicos hace que calcular claramente la energía que gasta cada dispositivo o tramo de corriente sea prácticamente imposible.

Algunas empresas pretenden acabar con esta limitación. La británica DIY Kyoto, por ejemplo, ha diseñado Wattson, un pequeño utensilio que se conecta al cuadro eléctrico e informa del gasto de cualquier aparato.

5. Comprar localmente

Si, cada vez que un ciudadano hambriento tuviera que viajar miles de kilómetros (recorrido medio de muchos alimentos antes de llegar al plato; reportaje: Contar los km por bocado) para comer, tal vez el actual planteamiento de la distribución alimentaria mundial retrocedería sobre sus pasos.

Por cada alimento comprado, cabe plantearse:

  • Recorrido de los alimentos y energía gris consumida: incluso los ingredientes básicos de la cesta de la compra -carnes, pescado, especias, huevos, leche, fruta, cereales- consumen cada vez más energía que se salda en más emisiones de CO2 antes de llegar al plato. Al transporte del país o lugar de producción al centro de logística, de éste al comercio, del comercio a casa.
  • Costes medioambientales derivados de su producción, incluyendo el uso de fertilizantes, antibióticos, pesticidas.
  • Uso de envoltorios industriales: aluminio, plástico, papel.

Saber lo que uno come (reportaje: ¿Sabes lo que comes?) no es tan sencillo como podría suponerse.

Una creciente concienciación de los consumidores ha llevado a que mercados, tiendas especializadas, grupos de consumo ecológico, herbolarios e incluso supermercados convencionales ofrezcan algunos productos locales (reportaje: Dónde comprar alimentos locales).

David de Rothschild reivindica las ventajas de la comida local en su guía de supervivencia ante el cambio climático (Global Warming Survival Handbook). He aquí las principales razones para reducir el recorrido de los alimentos:

  • Comprar productos locales ofrece una oportunidad competitiva a las economías rurales y agrarias, también en los países ricos.
  • La agricultura de producción masiva depende de combustibles fósiles, erosiona la tierra, emplea sólo un puñado de variedades, contamina cursos fluviales.
  • En los alimentos producidos en masa, sólo importa el rendimiento, la uniformidad y la compatibilidad con métodos de cosecha mecanizados.
  • Los alimentos procedentes de lugares remotos pierden vitaminas y ganan contaminantes.
  • La expansión e interdependencia del mercado agroalimentario pone a los alimentos en riesgo de plagas, enfermedades y ataques biológicos.
  • La comida local es más inmune a la salmonella, la acción de e.coli y otras bacterias.
  • Sabe mejor.

Del mismo modo, no todos los alimentos cuestan lo mismo de producir. La producción de carne roja es una de las actividades agropecuarias que más contribuyen a la emisión de gases contaminantes (blog: Similitudes entre un todoterreno y un chuletón de ternera).

Una de las acciones más efectivas que un individuo puede llevar a cabo para reducir su huella ecológica en el mundo (además de evitar volar en avión): dejar de comer grandes cantidades de carne roja.

Pregunta: ¿Qué produce más gases de efecto invernadero a escala global, el transporte motorizado o la ganadería?

Respuesta: la ganadería, responsable del 18% del total de las emisiones a la atmósfera.

6. Un huerto y un centro de compostaje sin salir del piso (o mini-piso con azotea)

Existe un modo económico y gratificante de comer no sólo alimentos locales y ecológicos, sino producidos por nosotros mismos: aprovechar un rincón soleado del balcón o la terraza para plantar verduras de temporada, hortalizas, frutas o hierbas aromáticas.

Un huerto urbano (reportaje: Tendencias: un huerto en el balcón), requiere muy poca atención: horas de sol, riego, abono, cuidado regular. A cambio, ofrece relajación, fortalece la relación familiar y, como recompensa, verduras frescas, biológicas, locales y económicas.

Kirsten Dirksen explica en un vídeo lo sencillo que es destinar un macetero del balcón a plantar, por ejemplo, espinacas (y, en otro vídeo, acompañada por SuChin Pak, cómo en cinco minutos se prepara una buena ensalada con lo plantado cuatro semanas antes.

Los huertos urbanos reducen la dependencia de los consumidores de alimentos frescos con una huella ecológica más elevada (uso de pesticidas, transporte desde su lugar de producción, climatización, etcétera) y reducen el gasto. Son, además, una nueva excusa para fortalecer los lazos familiares, relajarse o intentar comer productos de calidad.

Varias empresas comercializan pequeñas plataformas para plantar verduras en el balcón.

En ciudades como Eugene, Oregón (Costa Oeste de Estados Unidos), algunos vecinos convencen a sus conciudadanos para que dejen de plantar césped alrededor de sus casas. En un clima lluvioso y templado como el Pacific Northwest, contar con una tierra con nutrientes en casa es lo único necesario para plantar verduras, hortalizas y árboles frutales.

Heather Flores, del movimiento Food Not Lawns (“comida, no césped”, un juego de palabras que recuerda al contestatario Food Not Bombs), explica cómo el césped cede el paso a huertos de los vecinos.

Es posible, además, utilizar los restos orgánicos del balcón, la cocina y el papel de la oficina para crear compostaje de la mejor calidad. Convertir la basura orgánica en abono para el huerto del balcón no requiere demasiado esfuerzo.

Sólo se necesitan un contenedor de plástico con agujeros y alrededor de un millar de gusanos de compostaje que pueden comprarse por Internet (vídeo: Worm Composting 101). También sirve un contenedor o bolsa donde depositar los desechos.

En ocasiones, se puede pedir consejo en casa, si todavía conservamos una ligazón (familia, amigos) rural, aunque Internet ofrece recursos para informarse sobre cómo convertir nuestros desechos en abono biológico de la mejor calidad.

Jackie Mansfield lleva 15 años convirtiendo los restos de su cocina en abono para su jardín. Mansfield, nos enseñó lo reconfortante que es para ella dar un segundo uso a todo el papel de oficina que ha acumulado durante años: si se tritura, es un manjar para la colonia de gusanos.

7. Usar el transporte público (cuando se puede)

Usar el transporte público es más eficiente, más económico, contamina menos que el vehículo privado y, si funciona y es de calidad, ahorra tiempo y estrés a sus usuarios.

En el transporte público se puede leer, estudiar o trabajar, opciones que se descartan mientras se conduce en el medio de un atasco, una situación no tan anormal en lugares como la zona metropolitana de Barcelona o la madrileña.

Si un millón de personas usaran a diario el tren en lugar del coche, se eliminarían al año 1,2 toneladas de dióxido de carbono.

Según Trainweb.org, 1.000 millas (1.600 kilómetros) de trayecto producen, por pasajero, la siguiente contaminación, en función del tipo de transporte empleado:

  • Autobús: 260 libras (118 kilogramos) de dióxido de carbono.
  • Tren de cercanías y metro: 450 libras (204 kilogramos).
  • Coche de gama económica: 590 libras (267 kilogramos).
  • Avión: 970 libras (440 kilogramos).
  • Coche de gran cilindrada o todoterreno: 1.570 libras (712 kilogramos).

En viajes de media y larga distancia, el tren es el medio de transporte con un menor impacto ecológico. Además de ser más eficientes energéticamente que el coche o el avión, el tren supone el antídoto perfecto a la dispersión urbana, una tendencia imparable en Estados Unidos y otros países desarrollados y que obliga a depender del transporte privado y de la red de autopistas para los desplazamientos cotidianos.

Según el IDAE, “el coche es la principal fuente de contaminación de las ciudades españolas, de emisión de ruido y de la mayor parte de las emisiones de CO2 y de los hidrocarburos no quemados.”

En la ciudad, el 50% de los viajes en coche es de menos de 3 kilómetros, y un 10% de menos de 500 metros. En estas dos opciones, el transporte público (a pie, en metro, en tren de cercanías, en autobús; en Barcelona, a través del sistema de alquiler público de bicicletas), es claramente la mejor opción.

Un transporte público de calidad equivale al uso de menos vehículo privado.

Por contra, el tren contribuye a organizar los patrones de desarrollo urbano en torno a zonas geográficas más compactas y eficientes, que fomentan el paseo a pie o en bicicleta, a diferencia del modelo de extensos suburbios de casas unifamiliares conectados al centro económico urbano exclusivamente a través de autopistas.

Se trata de un modelo de desarrollo urbanístico que sólo ahora se empieza a combatir en Estados Unidos o Canadá, con éxitos urbanísticos como las compactas Portland (Oregón, Estados Unidos) y Vancouver (Columbia Británica, Canadá), aunque también con ejemplos de lo que nunca debería hacerse (Las Vegas, Phoenix).

8. Ir en bici y caminar más

Sobre todo, esta medida tiene sentido en las tradicionalmente abigarradas ciudades europeas. Pasear por los amplios centros peatonales de las ciudades europeas, o desplazarse para ir al trabajo, es uno de los métodos más saludables.

No todas las grandes ciudades cuentan con carriles para bicicletas convenientemente señalizados y seguros, tanto para los ciclistas como para los viandantes que comparten la calzada con estos vehículos.

En Barcelona, desde septiembre de 2007 se aplica una normativa que pretende disuadir a los ciclistas menos cívicos del uso agresivo de la bicicleta en lugares especialmente concurridos, como el casco histórico de la ciudad (Ciutat Vella), donde predominan las calles peatonales.

Asimismo, en Barcelona y otras ciudades europeas, el éxito del sistema de alquiler público de bicicletas ha obligado a los consistorios a ampliar el alcance y el número de bicicletas disponibles en este nuevo transporte público individual.

Los sistemas de alquiler público (reportaje: Bici pública: individual y colectiva) de este vehículo permiten a sus usuarios adquirir una tarjeta con la que pueden recoger una bicicleta en cualquiera de los puntos distribuidos estratégicamente por la ciudad.

Si el usuario tarda menos de 30 minutos en dejar la bicicleta en otra estación (la mayoría de trayectos), el viaje es gratis. Se cobra un pequeño recargo por hora adicional (30 céntimos cada media hora en el sistema Bicing, de Barcelona; o 1 euro por hora en Vélib, de París).

La buena acogida del alquiler público de bicicletas (vídeo: Bicing: éxito del alquiler público de bicicletas) alienta a otras ciudades de Norteamérica y el resto del mundo a ofrecer servicios de alquiler similares a los europeos.

9. Cuando no se pueda renunciar al coche. Oda al coche eléctrico

Cuando no se pueda renunciar al coche, plantearse alternativas como el Fiat 500, una acertada reedición del clásico, mientras seguimos soñando con un Seat 600 eléctrico.

Evocaciones aparte, conducir un coche confortable y atractivo no debería estar peleado con contaminar poco y gastar poco combustible. La huella ecológica de nuestra conducción depende de varios factores.

Conducir un gran todoterreno con más de 10 años, predominantemente en trayectos cortos y en atascos urbanos no es lo mismo que conducir un coche nuevo de la gama más compacta, capaz de emitir menos de 120 gramos de CO2 por kilómetro y que, además, es usado simultáneamente por varias personas.

El motor de explosión de los automóviles es, como la lámpara incandescente, un producto del siglo XIX que ha sufrido pocos cambios estructurales. Como en sus inicios, todavía depende de combustibles fósiles o sustitutivos capaces de imitar el comportamiento de la gasolina, tales como el biodiésel o el bioetanol.

Varios fabricantes tienen modelos con tecnologías que mejoran el rendimiento del motor de combustión. Algunos vehículos de venta en España consumen menos de cinco litros de combustible cada 100 kilómetros de media y cumplen el límite de emisiones que prepara la UE para 2012, de 120 gramos de CO2 por kilómetro: Smart CDi, Toyota Prius, Peugeot 107, Fiat Panda Citroën C3, Ford Fiesta, Renault Mégane, BMW 118D, Volvo S40, Skoda Octavia, Ford Focus C-Max, Suzuki Jimny.

No obstante, se trata del mismo motor. El mismo combustible. La misma filosofía que perfeccionó Henry Ford –fordismo-, posteriormente transformó Estados Unidos en un país de autopistas y suburbios, sin un transporte público de calidad, dio pie a la filosofía de trabajo del toyotismo y, por último, pretende sobrevivir con modos de convivencia entre el viejo motor y propuestas de futuro serias: el coche híbrido, mitad vejestorio de explosión, mitad coche eléctrico.

El Toyota Prius es el máximo exponente de los híbridos, que ya constituyen una alternativa seria a los modelos de gasolina y diésel mejorados, en los que la industria europea sigue confiando exclusivamente. Varias pequeñas empresas, a falta de un claro liderazgo de los gigantes del automóvil, trabajan en superar el modelo híbrido e ir más allá del Toyota Prius.

Hay esperanzas depositadas en el coche íntegramente eléctrico, aunque ningún fabricante tradicional comercializa un modelo serio con estas características. En faircompanies abordamos la cuestión en Quién revivió al coche eléctrico.

También merece la pena recordar qué ocurrió con la apuesta eléctrica de GM en los noventa (ver ¿Quién mató al coche eléctrico?).

Hay una mayor preocupación social por el calentamiento global, el barril de petróleo no volverá a ser barato y la UE reducirá por ley las emisiones contaminantes de los coches.

Plantearse cómo gastar menos en los desplazamientos con coche, cuando su uso es estrictamente necesario (zonas aisladas y metropolitanas sin un transporte público de calidad) y, de paso, frenar las emisiones, depende no sólo del modelo de vehículo empleado:

  • La potencia y consumo del coche está íntimamente relacionada con el modo de conducción. La agresividad contamina más. Usar el coche en trayectos cortos dentro de la ciudad es una aberración. Así, sin más. Algunos consejos del IDAE para gastar menos combustible y contaminar menos.
  • Aumentar el número de ocupantes en un coche descongestiona las vías metropolitanas. En Estados Unidos, varias ciudades han implantado con éxito el modelo “car-pool”: todas las autopistas y vías rápidas tienen un carril de uso exclusivo para los coches con dos ocupantes o más. En España, aunque no existen carriles habilitados para coches con más de un ocupante, compartir coche gana adeptos.

10. Sobre el tamaño de las cosas y el concepto tradicional de éxito

Cabría plantearse por qué los chuletones de ternera y los todoterreno ganan adeptos. Aunque quizá no estemos preparados para relacionar el suculento acto de comer carne roja o conducir un todo terreno por la ciudad, para recoger a los niños del cole, con el cambio climático.

Al fin y al cabo, existe la falsa creencia de que los coches “grandes” son más seguros: lo explica el influyente Malcolm Gladwell. Sí, existe una cultura relacionada con el calentamiento global.

Plantearse las similitudes entre un todoterreno y un chuletón de ternera seguirá poco más que una entrada de blog.

  • Downshifting: relajarse. Ver el mundo a menos velocidad. El concepto de downshifting, movimientos como Slow Food o Cittaslow, constituyen ejemplos de una reinterpretación del concepto de éxito, felicidad, relación con los miembros de una comunidad, relación con el mundo. Carl Honoré, justifica las ventajas de bajar nuestra vida de revoluciones en el libro Elogio de la lentitud.
  • Auditar la basura que tenemos en casa. Imagina que todos los trastos que nunca pensaste en volver a usar no acaban en un vertedero, sino que pueden ser usados por otras personas.
  • Comprar ropa buena y duradera, con tejidos respetuosos, es posiblemente una mejor estrategia a largo plazo que comprar mucho y de poca calidad en cada temporada. El algodón orgánico puede ser un punto de inicio respetable (reportaje: El ropero orgánico).
  • Convertirse, poco a poco, en consumidor crítico no supone ningún trauma.
  • Ser constante y consecuente con las ideas. Mantenerse informado.
  • Combatir los estereotipos y prejuicios de quienes creen que luchar contra el cambio climático a la vez que se mejora la vida personal es un producto pseudo-hippy que está de moda y no tiene la mayor importancia. En ocasiones, quizá quepa plantearse si una ocurrencia de alguien próximo tiene más peso sobre las decisiones que uno toma que los estudios del IPCC, la obra de James Lovelock, el documental de la BBC Planet Earth, los poemas de Walt Whitman, los jaikus japoneses sobre la naturaleza, la extinción masiva documentada por autores como Edward O. Wilson, los relatos sobre las tierras del Ampurdán de Josep Pla, o cualquier otra fuente de inspiración para emprender un cambio (reportaje: Reivindicar a Lovelock, Brower, Wilson, Thoreau y Whitman).
  • Votar consecuentemente, como explicaba a faircompanies el político demócrata estadounidense Robert F. Kennedy Junior. (vídeo: “Hay cinco tíos decidiendo qué noticias escuchamos“). Sobre todo, si vives en Estados Unidos. Desgraciadamente, este consejo no sirve de nada en China. En China, ni siquiera se puede pretender que la gente vote consecuentemente.

Un cambio profundo, estructural, capaz de enriquecer la vida cotidiana, más que empobrecerla o limitarla.