Año 1995. Mientras la informática personal se extendía a hogares y pequeñas oficinas con Windows 95 e Internet salía al fin del ámbito académico y especializado, un ingeniero de sistemas publicaba en Newsweek un artículo crítico con el nuevo medio.
Internet, creía el autor, carecía del interés y la jerarquía de contenido para ofrecer confianza a la gente, por lo que promesas como el comercio electrónico no madurarían. Sus previsiones fallidas se convirtieron en el paradigma de la mentalidad carca al afrontar una nueva realidad, incapaz de analizar su potencial sin consideraciones tradicionales.
Pasaron los años, y las previsiones de fondo de Clifford Stoll dejaron de dar tanta gracia (el subtítulo del artículo, Demasiado bombo: por qué el ciberespacio no es, ni nunca será, el nirvana, es una mofa clásica en los círculos Silicon Valley desde inicios de siglo, cuado quedó claro que motores de búsqueda, comercio electrónico e Internet sin cables sí transformarían nuestros hábitos).
Vigencia del articulista que lo falló todo sobre Internet
Algo más de dos décadas más tarde, padecemos algunos de los efectos secundarios del acceso ilimitado a información sin calidad o veracidad, que algoritmos y usuarios con credibilidad (ahora los llaman “influencers”) han ayudado sólo a medias a cribar, mientras el contenido basura de antaño ha sido sustituido por campañas de contrainformación financiadas por empresas (Cambridge Analytica) o gobiernos (Rusia a través de Fancy Bear y Cozy Bear; etc.).
Cuando Stoll escribió el artículo, los motores de búsqueda trataban de combinar listas jerárquicas actualizadas por editores con búsqueda orgánica, todavía en ciernes. Google logró solventar el problema de la discriminación de contenido relevante en un océano de ruido; más tarde, con la web 2.0, tanto agregadores de contenido como redes sociales prometieron convertir a cada usuario en creador y recomendador de contenido relevante.
Apetito por el sesgo
Pronto quedó claro que el contenido que se imponía entre usuarios no era el de mayor calidad, sino el más popular (y potencialmente rentable). Pero la capacidad de producir para audiencias cada vez mejor definidas permitió también el auge de otro de los temores de Clifford Stoll: la propaganda.
Cualquier contenido polémico, cualquier postura extremista, son susceptibles de validación, y para emerger entre el resto sólo se les requiere popularidad y rendimiento económico para los repositorios de contenido.
El resto es, de momento, secundario, si bien aumenta la presión de público y gobiernos hacia los principales repositorios para que solventen la difusión de contenido abiertamente tendencioso. Stoll, mira por dónde, no estaba tan equivocado.
Vuelta a las aulas
¿Dónde estabas en 1995? Cuento por dónde caía yo por entonces en estas fechas. Quien firma esto estudiaba el primer año de periodismo en una universidad española de cuyo nombre no quiere acordarse. Internet era aquella nueva tecnología telemática conceptualmente tan novedosa como aburrida a primera vista: memoria, resolución gráfica y de sonido apenas habían evolucionado desde el Mac de 1984.
Entonces, las asignaturas que requerían asistencia informática relacionada con gráficos e impresión láser se impartían en aulas donde dominaba el ya anticuado Macintosh original, mientras el contenido multimedia apenas había irrumpido tanto en Mac OS como en su copia Windows con interfaz gráfica, Windows 95.
Si el Mac dominaba en las aulas gráficas, los equipos de aulas de edición y escritura, biblioteca, mediateca y demás archivos eran lentos equipos Wintel (Microsoft -sistema operativo- e Intel -procesador-), que requerían paciencia incluso para realizar una búsqueda booleana o guardar unos párrafos en un editor de textos (en 1995, todavía se usaba en alguna clase el editor de MS-DOS).
Un síntoma: la transformación del bar universitario
Revistas de música, cómics, libros y algún que otro fanzine se imponían entre los artilugios para intercambiar y pasar el día ante un café en la cafetería de la facultad, con la auténtica intelligentsia siempre representada: rezagados, tardones y lectores empedernidos ocupaban siempre la misma mesa, como cualquier cliente de bar con perfil pelmazo.
En 1995, se ocupaba la mesa del bar para no pasar frío en invierno, para almorzar o para esperar entre clases, pero nunca para sacar móvil inteligente, tablet o portátil, artilugios todavía en ciernes más allá de laboratorios especializados y usuarios pioneros (esa tribu que ahora llamamos, con la pretenciosidad low-cost de la época, “early-adopters”; en el siglo XIX quizá los hubiéramos llamado “usuarios avant la lettre”).
Un poco antes, en 1994, el científico de la computación británico Tim Berners-Lee creaba desde su laboratorio en el CERN (centro paneuropeo de investigación nuclear de Ginebra, legendario por su investigación en física de partículas) el consorcio W3C, que recomendaba estándares para el protocolo de navegación universal WWW que él mismo había creado y difundido en 1989.
Principio
Mientras desde la pantalla de su estación de trabajo NeXT (creada por la empresa de Steve Jobs al ser expulsado de Apple) Berners-Lee abría la puerta de Internet a los profanos – al crear una aplicación que cualquier equipo pudiera reproducir sin importar sus características-, universitarios, investigadores y medios de comunicación de todo el mundo compartían frustraciones ante pantallas de texto HTML y trataban de comprender la metáfora conceptual del hipertexto, tan próxima a la asociación de ideas en nuestra mente, y tan intuitiva para cualquier niño actual.
La escasa capacidad de cálculo de los equipos, la estricta jerarquía técnica para cargar una página y la lentitud de conexiones a la Red por módem de tonos convertían la experiencia en un suplicio soporífero sólo apto para conocedores de inglés. Los entusiastas de Amiga, Windows y Mac de la época apenas se interesaban por información especializada sobre juegos y aficiones, para volver luego al trabajo en local.
En esa misma época, la red telemática francesa Minitel, desarrollada en 1978 por los entonces monopolios estatales de telefonía (France Telecom) y correos (La Poste), contaba con millones de terminales todavía en funcionamiento, pero este “medio interactivo por numerización de información telefónica” disponía de un esquema centralizado y limitado a servicios de gestión de correo y billetes de transporte, directorios para empresas, noticias y tablones de anuncios territoriales.
Retrato del inmovilismo del mundo analógico
La estructura descentralizada de Internet y el éxito de su protocolo universal de navegación WWW, la Web, en combinación con los primeros navegadores, había permitido conectar entre sí a equipos de todo tipo, siempre que éstos tuvieran acceso numérico a una línea telefónica. Y fue el diseño orgánico y descentralizado del nuevo mastodonte lo que permitió su éxito, y la fuente de sus problemas actuales con la gestión de contenido, ya que cualquier injerencia en la información compartida es percibida como regulación intolerable en una estructura de diseño libertario.
En esos días, inspirados por alguna conversación furtiva entre asignaturas, algunos formulamos -hay prueba de ello en algún papel garabateado guardado en alguna parte- un listado con posibles utilidades de Internet. A nadie se le ocurrió que dos décadas más tarde la conexión ubicua desde pantallas de diversos tamaños nos haría bajar de rango desde “ciudadanos” a “usuarios”: las conversaciones, momentos de hastío, revistas, libros y fanzines de entonces se sustituyen por contenido digital, casi siempre corto y de impacto.
Las conspiraciones en forma de papel de entonces, en forma de libros de Günter Wallraff prestados de la biblioteca (qué se le va a hacer, si los profesores de entonces, y quizá también los de ahora, veían los defectos irresolubles y final cantado del capitalismo, y se olvidaban de explicar que, por aquellos entonces, la RFA pagaba la factura de la reunificación (en realidad una opa tolerada por Estados Unidos y una Unión Soviética en descomposición) con la RDA.
No hay que idealizar realidades pretéritas, sobre todo comparando facilidad, profundidad y coste para acceder a cualquier tipo de conocimiento, pero las nuevas herramientas han contribuido a un nuevo tipo de contenido más rápido y tendencioso, un cebo de clics para vender alguna idea o cosa. El espíritu académico y colaborativo de los inicios de Internet se ha mutado en puro utilitarismo darwinista, donde beneficios se anteponen a cualquier otra consideración.
Richard Dawkins y evolucionismo cultural
Otro profesor británico de la generación de Berners-Lee, el biólogo y divulgador Richard Dawkins, publicaba su ensayo El río del Edén, una corta continuación de su idea de que la teoría de la evolución tiene lugar a escala genética, expuesta en El gen egoísta (1976); en la corta secuela de 1995, Dawkins aplicaba la temática del evolucionismo a partir de unidades básicas de transmisión que se repetían en organismos del planeta, pero también en hipotéticos sistemas planetarios con vida.
Al fin y al cabo, estructuras como cristales, moléculas, proteínas y ADN aplican métodos de ensamblaje similares, observados en el universo -presencia de fractales, etc.
Pero, ¿y si la evolución darwiniana, competitiva a la escala de su “unidad evolutiva fundamental” (en la tierra, el gen), pudiera aplicarse también a organismos intangibles, tales como medios de interacción telemática? Susan Blackmore (autora de La máquina de los Memes, 1999) tomaría las reflexiones de Darwin para aplicarlas por primera vez a la transferencia de información cultural, que en un mundo interconectado y descentralizado fluiría de un modo similar a los modelos evolutivos en un superorganismo: Blackmore llamó meme a las “unidades de evolución cultural” humana, equivalentes a los genes, para designar cualquier cosa que se copia de una persona a otra.
Antes de que la memética, o disciplina encargada de analizar el evolucionismo cultural, ganara aceptación en sociología y psicología (cuya rama evolucionista empezó a crecer por entonces, coincidiendo -claro- con la maduración de Internet), un astrónomo estadounidense y administrador de sistemas en el Laboratorio Lawrence Berkeley, publicaba su segundo ensayo de divulgación (Silicon Snake Oil: Second Thoughts on the Information Highway, 1995).
De huevos de cuco y osos molones
En 1989, mientras Berners-Lee publicaba al otro lado del Atlántico los detalles de la WWW, su sistema de distribución de documentos de Internet, Clifford Stoll publicaba su ensayo sobre el futuro del espionaje electrónico y la contrainformación: The Cuckoo’s Egg, que se convirtió en libro de trabajo de laboratorios y agencias de todo el mundo (incluyendo la maquinaria de agitación propagandística rusa, en plena actualidad gracias al activismo del grupo de espionaje Fancy Bear).
Su ensayo de 1995, que presentó con un artículo en Newsweek (27 de febrero de aquel año), se convertiría en un recurso citado por su aparente falta de tino acerca del futuro de la red de redes: titulado The Internet? Bah!, Stoll yerró estrepitosamente sobre las perspectivas del comercio electrónico (Amazon), la lectura electrónica (Kindle), la dificultad de navegación debido a la irrelevancia de muchas páginas (Google) o la inseguridad en el pago (Paypal), entre otras reflexiones hoy sonrojantes.
Al menos, Clifford se ha mofado públicamente de sí mismo y de su antológica falta de tino, argumentando que lo que trataba de hacer era avisar de que Internet no lo solucionaría todo, dada la cantidad de artículos en la época sobre lo que se avecinaba.
El universo Wintel y las pantallas azules que no echamos de menos
El resto del análisis, sin embargo, es tan oportuno como sus reflexiones de 1989 acerca de la emergencia de una futura agitación propagandística a la carta a través de redes electrónicas. En efecto, el efecto de la cacofonía apenas es modulado por los algoritmos que prometían ofrecernos relevancia (Google) y contexto (Facebook, Twitter).
El astrónomo y experto en sistemas se cuestionaba los principales axiomas de la era informática: que más información y más acceso a ella aumentará su veracidad, pero también el conocimiento de sus consumidores, conduciendo a democracias abiertas con ciudadanos de formación más sólida.
Mientras Internet se preparaba para entrar en los hogares de Estados Unidos y los países europeos, para hacerlo más tarde en el resto del mundo, Stoll se preguntó si el acceso a información ilimitada desembocaría en efecto en una ciudadanía mejor formada y más reflexiva o, por el contrario, en un fenómeno de adicción cultural en busca de una estimulación digital “all you can eat”, tan difícil de dosificar como cualquier adicción con impacto en el sistema nervioso.
Pocas pistas había en 1995 del contenido multimedia realmente inmersivo, el iPhone, las redes sociales y los atracones de series y películas en servicios como Netflix: Windows 95 incluía (en su versión preinstalada de cualquier equipo Wintel) un videoclip de Weezer en una resolución tan deplorable como la calidad del sonido. No recuerdo el reproductor (seguramente la versión mejorada de Windows Media Player, que había aparecido en la primera versión con gráficos del sistema operativo, Windows 3.0).
Cuando la mayoría grita
A Clifford Stoll no le hizo falta para dar con el principal punto de tensión que crecería irresuelto en Internet, si el nuevo medio se erigía -y a eso ya apuntaba- en un repositorio global de información con terminales de acceso en hogares, empresas e instituciones (pocos pensaban entonces que Internet llegaría a teléfonos y al resto de objetos -expansión actual-).
Sobre el auge de la autopublicación y el germen de las redes sociales (los cambios que se acelerarían con la web 2.0 una década después), Stoll escribía:
“Tus palabras salen ahí fuera, saltándose a redactores y editores. Cada voz puede ser escuchada de manera económica e instantánea. ¿El resultado? Todas las voces son escuchadas. Desde cerca, la cacofonía se parece a la banda de emisoras de radio, completada con manipulaciones, acoso y amenazas anónimas. Cuando la mayoría grita, pocos escuchan.”
Al reflexionar sobre estas palabras, evoco el modo en que se imponen los relatos sobre acontecimientos de impacto, reales o inventados -eso sí, siempre magnificados-, en las redes sociales. Siguiendo el fenómeno de evolucionismo cultural expuesto por la memética, se ensalzan los golpes de efecto más atractivos, y se marginalizan el análisis y la reflexión por su coste en tiempo y energía intelectual. Por definición, las memes no pueden ser sesudas y ponderadas, sino artificialmente frescas, tan frescas y azucaradas como sea posible. Y hay que incluir un GIF animado, sea.
Meme I, rey del troleo
El último ejemplo: los deplorables hechos en el referéndum de autodeterminación en Cataluña no pactado con el gobierno estatal. Una vez hubo oportunidad gráfica de mostrar la confrontación entre policía y quienes acudían a votar pacíficamente, las redes sociales olvidaron el contexto y se volcaron en el impacto. La explicación gráfica y el comentario memético de grupos especialmente hábiles, por la rapidez, contundencia y agresividad de los mensajes, se hicieron con la conversación en Twitter, donde basta un meme exitoso para crear una constelación de seguidores en torno a él.
Horas después y muerto el análisis, empezaron a llegar los artículos y las pseudo-reflexiones de los intelectuales de todo y expertos en nada concreto que, situados por encima de la historia, las complejas circunstancias de la situación política y la legalidad jurídica, creen separar lo correcto de lo injusto. Y luego, claro, están quienes, siguiendo con intuición el evolucionismo de la memética, se adaptan al humor observado en las redes para afianzar una popularidad momentánea capaz de rendir algún tipo de rédito, sea político, comercial, etc.
Stoll había escrito sobre la cacofonía de pequeños mensajes compitiendo en popularidad (que no en veracidad) en referencia a lo observado en Usenet, el sistema de discusión de noticias que a inicios de Internet constituía el mayor directorio de comunicación académica, pero también albergó el germen de las actuales redes sociales, agregadores de noticias, plataformas de juego en línea, etc. Sin embargo, sus palabras servirían para Facebook o Twitter.
Cómo mejorar lo que no funciona en Internet
Rob Howard recuerda en Quartz que Ev Williams, fundador de Medium y cofundador de Twitter, ha expresado lo mismo dos décadas después (en una entrevista con The New York Times, 20 de mayo de 2017), que Internet estaba rota:
“Una vez pensé que si todo el mundo podía hablar con libertad e intercambiar información e ideas, el mundo se convertiría automáticamente en un lugar mejor. Me equivoqué en eso.”
La cantidad de información y su carácter adaptado a las filias y fobias de cada usuario, el carácter inabarcable y en perpetua actualización de los perfiles sociales y agregadores de noticias, así como la sensación de que lo que había comenzado como intercambio de ideas ha evolucionado hasta convertirse en batalla histérica por la atención, afecta nuestro estado de ánimo, salud e ideología.
Contradiciendo la idea según la cual la mera liberalización de redes digitales para el intercambio de cada vez más información crearía gobiernos más democráticos, Clifford Stoll avisó de que el bombardeo de información sin filtro no mejoraría la capacidad de discernimiento de la ciudadanía, sino en todo caso lo contrario. ¿Hasta qué punto la economía de la atención aumenta la ansiedad e impaciencia de la ciudadanía en sociedades libres?
Cómo volver a la conversación desde una posición de rabia
Han pasado 22 años desde la publicación del artículo y el ensayo de Stoll, que permanece en el anonimato y sigue siendo usado como paradigma de malas predicciones, mientras el peso de Berners-Lee (WWW) y Richard Dawkins (evolucionismo) en las herramientas que usamos a diario es incuestionable y evidente.
Quizá Stoll -reflexiona Rob Howard en Quartz– logre mayor reconocimiento como pionero denunciante:
“de nuestro descenso colectivo hacia la rabia, la ansiedad y el agobio que causa la infinita información sin filtro de la era de Internet.”
Apenas empezamos a estudiar las consecuencias sobre la opinión pública y sobre las decisiones basadas en ésta (desde elecciones a fenómenos en auge como la polarización política y el extremismo) de la información difundida en función de su popularidad, relegando aspectos imprescindibles en cualquier sociedad abierta como la información veraz y el debate de ideas. El sesgo (y la información falsa) y la confrontación avanzan en su lugar.
Cuando se impone la AgitProp
Volviendo a la facultad de Ciencias de la Comunicación en 1995 dos décadas después de las mañanas de tedio entre alguna conversación, revista o libro en el bar de la facultad, el panorama informativo se ha transformado, y con él lo hemos hecho nosotros.
Visitar el lugar hoy sería el testimonio de lo mucho que ha avanzado la sociedad de la información, pues las supercomputadoras que llevamos en el bolsillo son mucho más potentes y multimedia que aquellos ordenadores Mac y Wintel para la edición de imágenes y texto. ¿Qué periodismo se enseña hoy en las aulas y por qué?
El mayor cambio entre los medios de 1995 y los de hoy se encuentra en el mensaje, convertido en mercancía con coste marginal cero a expensas de repositorios y algoritmos, que disciernen sobre qué es popular en cada instante según nuestro perfil.
Más allá de qué compartamos y en qué nos interesemos en nuestros perfiles sociales, mientras escribo estas líneas hay debates acalorados sobre la extensión del problema de noticias inventadas y agitación propagandística en relación con varios acontecimientos, desde el referéndum no pactado en Cataluña hasta el tiroteo en Las Vegas.
La cabeza y la larga cola
Sin ser conscientes de ello, la realidad que creamos quizá se acerque poco a poco al artículo de Stoll, criticado hasta la parodia por su falta de tino sobre el futuro. Un artículo en 2015 reconocía ya varios de sus aciertos. Veremos en 2025.
Hoy, los servicios que más atentan contra la idea de acceso y participación universal de Internet, como el jardín vallado de Facebook, son los que más se oponen al control de calidad y veracidad del contenido, apelando a la naturaleza del medio.
When Nigel Farage is in the same page with Catalan government on referendum, you know a Fancy Bear is trying to make it across the Pyrenees. https://t.co/XhGGjYeRCs
— Nicolás Boullosa (@faircompanies) October 3, 2017
¿Pueden los algoritmos liberarnos de, al menos, la agitación propagandística más burda? Facebook, Google e incluso Twitter tienen los recursos necesarios para moderar lo que el periodista tecnológico Gabe Rivera (Techmeme) llama “la cabeza” de la larga cola de contenido, gigantesco cajón de sastre telemático en el que todos participamos de un modo u otro.
La sociedad abierta debe defenderse a sí misma de los excesos
Internet, un éxito en tantos ámbitos, parece habernos convertido en el producto, declarando un ataque de denegación de servicio a nuestra atención. Recordemos que, en lo que todavía llamamos mundo real, hay interacciones humanas que atender y una sociedad democrática que defender.
Pero ésta no se defiende con barricadas o soflamas que ponen de acuerdo a supuestos héroes nacionales de quita y pon con la extrema derecha más comprometida con regímenes como el de Putin, sino garantizando que la información ponderada nos llega a todos para poder discutir así sobre temas de interés general, y no limitarnos a intercambiar ultimatums y qué-hay-de-lo-míos.
A estas alturas de la evolución digital, ¿hemos olvidado en qué consiste la sociedad abierta?