Llega el parón escolar de dos semanas que realizan las escuelas francesas cada trimestre y aprovechamos para volver a la carretera. En esta ocasión, viajamos hacia el este con destino a Berlín, principal parada del trayecto.
Los niños añaden un nuevo tono a la escala de grises lumínica de su biografía: los tres han nacido en la España mediterránea y vivido desde hace ya casi tres años a las afueras de París; el siguiente escalón entre París y Escandinavia, adonde realizamos un exhaustivo viaje, era Berlín.
El imaginario colectivo contemporáneo, en una lucha postmoderna por conservar lugares comunes y puntos de consenso en un discurso fragmentado y atraído por el sensacionalismo de los extremos, reconoce de momento dos ciudades-mundo en Europa:
- Londres -dañada en espíritu e imagen con el empuje provinciano del fenómeno Brexit, una auténtica mordaza para una ex metrópolis colonial que sólo se entiende proyectándose al exterior-;
- y París, ligada -en arquitectura, en arte, en ideales, en estereotipos, en filias y fobias- a la propia idea de ciudad europea, gracias al plan centralizador y por ello coherente del barón Haussmann, que tanto odiaron Baudelaire, simbolistas y románticos decadentes por lo que significaba de modernizador y homogeneizador.
Parafernalia de libros de texto
El Berlín posterior a la reunificación, vibrante y en constante cambio, en perpetua competición con relatos y heridas del pasado, pero también con una proyección en la Alemania y Europa de hoy y del futuro, no encaja en esa categoría de ciudad-mundo en la que sí se han movido con comodidad Londres y París. Hasta ahora.
Tras recuperar la capitalidad de la Alemania reunificada y convertir la brecha del Muro (con mayúscula, el mismo del álbum de Pink Floyd, de los discursos de Kennedy, Reagan y Obama, de las imágenes populares de su caída con gente encaramada ayudando a compatriotas del otro lado a encaramarse a su vez y fundirse en un abrazo de reencuentro). El mismo muro que Mijaíl Gorvachov atravesó caminando, certificando con ese acto simbólico que ningún soldado o tanque ruso revertiría el curso de la historia.
La caída del Telón de Acero era una cosa; la caída del Muro de Berlín, la zanja mortífera que había dividido en dos la capital apenas reconstruida tras la II Guerra Mundial -la zona aliada, la zona rusa-, era el fin de una tensión entre potencias ocupantes y modos de entender el mundo convertido en acción concreta contra la población.
Dividir frente a un mapa para cambiar la vida diaria de millones de personas, apenas una cifra deshumanizada.
Jaula de hierro
La puesta en práctica en un mundo habitado por humanos de planes técnicos pensados en frío por funcionarios deshumanizados de ambos mandos (tecnócratas sin cara, brillantez ni personalidad distinguible, como un personaje de El proceso de Kafka o el propio personajillo -mortífero e insignificante, y sustituible por cualquier otro en una maquinaria desarraigada del sufrimiento humano- descrito por Hannah Arendt en Eichmann en Jerusalén).
El Muro de Berlín, erigido con menos esfuerzo que el que sería necesario para deshacer su herida simbólica -todavía en proceso de curación- era otro subproducto de lo que Arendt identificó como la “banalidad del mal”, en esta ocasión ejecutada por funcionarios soviéticos en oposición a las potencias occidentales en torno a Estados Unidos.
Nuestra presencia en Berlín distaba mucho del simbolismo de la ciudad, metrópolis que lideró las vanguardias europeas en los años 20, en unos años de experimentación, bohemia, movimientos obreros y nacionalistas, cuando seguidores de Rosa Luxemburgo (ideóloga marxista desaparecida en 1919) convivían con líderes que aprovecharían la incapacidad de la República de Weimar para atajar el paro y la inflación para, finalmente, encumbrar a Adolf Hitler en la década siguiente.
En los años 30, el arte de vanguardia recibiría el apelativo de “arte degenerado”, la victoria de Hitler en las elecciones serviría para acabar -con la connivencia del crédulo y manipulable “pueblo”- con la propia democracia e instaurar la auténtica degeneración de una Alemania en proceso gradual de radicalización -adaptando la legalidad a la persecución y exterminio institucional, el colmo de la eugenesia-.
Una princesa en Berlín
El Berlín de las manifestaciones de Rosa Luxemburgo y las dificultades de la inflación, descrito con acierto por Arthur R.G. Solmssen en Una princesa en Berlín, daría paso la metrópolis engreída y monumental del Tercer Reich de preguerra, cuando Adolf Hitler planeaba gigantescos edificios de estilo totalitario con su joven arquitecto de confianza (y posterior ministro de la Guerra cuando el conflicto se volvió en contra de Alemania), Albert Speer.
La ciudad ya devastada por los bombardeos de los últimos dos años de la guerra, cuando el desastre del Frente del Este y la retirada del respetado Erwin Rommel en la campaña de África del Norte eran rumores lejanos que la población susurraba en medio de la intensificación de los bombardeos aliados en ciudades alemanas, envió a sus últimas tropas, apenas adolescentes, a defender lo indefendible en frentes que se acercaban a la capital.
Los últimos actos de Hitler y sus colaboradores más fanáticos, capaces de sacrificarse con su familia en el búnker desde el que muchos alemanes esperaron hasta el último instante llegar algún golpe maestro providencial (como misiles balísticos de alcance intercontinental que devolverían una ya imposible iniciativa), precedieron a la “liberación” de Berlín por las tropas soviéticas, acontecimiento todavía espinoso: los niveles de pillaje, ejecuciones sumarias y violaciones superaron cualquier lógica en una guerra que había superado lo insuperable, ganando en horror, capacidad mortífera, deshumanización y tierra baldía a la Gran Guerra.
Los primeros años de reconstrucción y tráfico relativamente libre entre vecinos del Berlín ocupado por los aliados y la nueva capital de la República Democrática Alemana, transcurrieron con relativa rapidez, hasta que una combinación de eventos -intensificación de las tensiones que conoceríamos como Guerra Fría, aumento de la emigración clandestina de alemanes del Este a la zona aliada- culminarían en la ejecución de un auténtico plan maestro para separar a los berlineses.
Lo que explica la historia y lo que viven las personas
Entre el 13 de agosto de 1961 y el 9 de noviembre de 1989, la población berlinesa convivió con un muro infranqueable que dividiría durante décadas a familiares, amigos, parientes, antiguos compañeros de escuela y trabajo. Personas de carne y hueso convertidas de repente en recuerdo doloroso, debido a la decisión fría de funcionarios cuya tarea consistía en desproveer a la población de cualquier ápice de individualismo.
El supuesto paraíso obrero de Alemania del Este, que trataba de encarnar su supuesta superioridad frente a un Berlín Occidental que Kennedy mantendría aprovisionado con un puente aéreo de vituallas, necesitó construir un muro físico para que su población no escapara en masa hacia Berlín Oeste. Una libertad a la fuerza ejemplificada con ironía trágica en el apelativo que la RDA daría al muro: Muro de Protección Antifascista (Antifaschistischer Schutzwall).
El nombre que Berlín Oeste, la RFA y Europa Occidental darían a la barrera, se acercaba con mayor objetividad al fracaso moral, humanitario e ideológico que representaba: muro de la vergüenza (Schandmauer).
Stendhal explica con maestría en los fragmentos bélicos de la caída definitiva de la Grande Armée en La cartuja de Parma, que los acontecimientos más traumáticos no se viven desde dentro con la perfección racional ilustrada de las reuniones de altos mandos, y los soldados en el interior de una batalla sólo asisten a un caótico baile de horror en que poner a prueba instinto de supervivencia o cometer algún acto quijotesco, nihilista, atroz…
Inspirado por la descripción de este caos del Ejército napoleónico en descomposición descrito por Stendhal, Lev Tolstói escribió quizá las mejores escenas bélicas de la literatura, con permiso de Homero. En Guerra y Paz, los personajes, a los que el lector conoce, pierden su rostro y propósito vital en el caos de la batalla, donde sólo hay incomodidades, horror caótico, intuiciones e incapacidad para comprender en qué consiste la lucha, la carga, la victoria, el sentido de una acción que empezaba a adentrarse en el terreno pantanoso de la guerra total en un mundo dominado por las relaciones técnicas ajenas a cualquier humanidad.
La cicatriz de los idealismos del siglo XX
El valor de los guerreros de la Ilíada y las batallas de las grandes sagas y pogromos acabó cuando la Ilustración sustituiría ideales caballerescos de rango por la maquinaria bélica bien engrasada de la Grande Armée y sus sucedáneos posteriores, pero nadie estaba preparado para las guerras totales del siglo XX, acaso intuidas por Nietzsche, Bergson y pensadores inspirados en el trabajo de ambos, como Max Weber.
Las sociedades burocráticas concebían, según Weber, una “jaula de hierro” que, en situaciones extremas, acabarían enarbolando el nacionalismo y sustituyendo a la caballería por maquinaria que mataría con precisión industrial.
Tanques en la Gran Guerra, aviones y bombardeos aéreos en la II Guerra Mundial (tras probar el invento en la Guerra Civil Española). Berlín, la capital de las vanguardias, del diseño (la escuela Bauhaus, activa entre 1919 y 1933, año del ascenso de Hitler al poder, inspiraría el diseño de vanguardia durante décadas) y la música europea en los años 20, así como escenario del horror de la inflación y la miseria de la persecución de ciudadanos tras su identificación, clasificación burocrática, deshumanización y exterminio.
Berlín, capital del trauma de la brutal “liberación” de los soviéticos, con miles de violaciones, de la euforia desinhibida de los años de ocupación y reconstrucción, con aliados y Bloque del Este esmerándose en su respectiva porción de la ciudad (en el caso de Berlín Oeste, que poco a poco se conocería como “isla de libertad”, con sector estadounidense, británico y francés)…
Detrás de la abstracción hay biografías personales
Luego, la separación de los dos bloques epitomada una arquitectura de la separación. La representación física de diferencias irreconciliables que, llegadas al punto de la ejecución irremediable, atacan a las personas. Decisiones tomadas sin pensar en la vida -con sus heridas y esperanzas- de quienes sufren sus consecuencias.
El Berlín separado sirvió de escaparate de los dos modelos de civilización, con suculentos subsidios de la RFA (Berlín Oeste) y la capitalidad de la RDA en la zona Este. La herencia de la Bauhaus: la ciudad alberga varias viviendas y edificios significativos de la escuela y del Movimiento Moderno.
En la ciudad, cada persona con su biografía, padece las consecuencias del muro, entre ellas la derrota moral de la RDA y su policía secreta, la Stasi -que llegará hasta los niveles de degradación y privación de derechos fundamentales descritos en la película La vida de los otros– para mantener la efectividad del muro, una separación artificial solidificada en metástasis burocrática. La industria de la separación.
De los largos años del aislamiento geográfico de Berlín Oeste en el corazón de la RDA, que mantendría su capital en Berlín Este, apenas quedan las efemérides y las grandes frases. Pero, como explican Stendhal y Tolstói, en el interior de la tragedia histórica hay personas que sufren una porción de algo que carece de sentido y humanidad, al haber sido desprovisto de su principal condicionante: las batallas geopolíticas afectan, como la guerra abierta, a las personas.
Más allá de la coletilla de los grandes discursos
Las construcciones abstractas surgidas del idealismo alemán contra las que alertaron los existencialistas, desde el fundamentalismo religioso al nacionalismo o el materialismo dialéctico (ideas nacidas del dualismo que había culminado en Hegel y sus sucedáneos -Herder, Fichte o Schelling centrándose en “pueblo”, Marx y Engels optando por “clase”, etc.-), convulsionarían el mundo. En Berlín, provocarían su devastación y forzado rediseño.
Y así, entre el “Ich bin ein Berliner” (1963) de Kennedy y el Tear Down This Wall (1987) de Reagan, los alemanes del Berlín dividido prosiguieron con su vida hasta que las olvidadas biografías individuales separadas por el Muro se reencontraron, una vez acabado el aislamiento.
El simbolismo de los berlineses de ambos lados encaramados al muro, armados con pico y pala y dispuestos a derribar los gigantes a los que antes se había enfrentado Don Quijote, deja de lado los momentos menos icónicos. La tristeza melancólica de lo olvidado, lo enterrado, lo que no había podido ser, lo destruido, lo olvidado, lo silenciado. Las familias divididas. Los amigos que han perdido el rostro. La esperanza truncada de los berlineses orientales que no habían conseguido cruzar al otro lado en alguna de las numerosas escapadas.
Después, nuevas esperanzas, energía renovada, jóvenes que llegan a la edad adulta sin haber conocido otra realidad que la herida de la separación. La película Good bye Lenin capta alguna de esas pequeñas historias anónimas.
Paseo en el tiempo por Bernauer Strasse
Pasa el tiempo y llegamos a finales de octubre de 2017. En menos de dos semanas, el 9 de noviembre de 2017, se cumplirán 28 años desde la caída simbólica del símbolo del Telón de Acero. Berlín es hoy la capital de la Alemania reunificada, segundo exportador mundial, principal economía de la zona euro y motor de la Unión Europea, Angela Merkel asume el liderazgo simbólico de esa abstracción en decadencia que identificamos como Occidente, gracias a la inusitada debilidad -real y simbólica- del mundo anglosajón, ejemplificada en un tándem hace poco inverosímil: la charlatanería populista en Downing Street -una calle cada vez más alejada de la idea inclusiva y cosmopolita de Europa- y la Casa Blanca, en manos de un charlatán populista que hace bueno a Silvio Berlusconi.
Berlín es hoy una ciudad reconstruida con avenidas que combinan un antiguo trazado recuperado con edificios contemporáneos, en un eclecticismo creativo alejado de la coherencia haussmanniana de París y del individualismo londinense, donde el viejo modelo alérgico a la densidad -salvando el abismo entre la época victoriana y los estertores del brutalismo de Milton Keynes-, ha sido sustituido por una competición arquitectónica de cariz fálico que altera la silueta de la ciudad a ojos del visitante ocasional, con rascacielos propagándose como setas.
La Alemania reunificada, que muestra su vieja separación en el voto a la extrema derecha (con popularidad fulgurante en Alemania del Este), no ha logrado que Berlín vuelva a ser una “ciudad mundo”. Una idea cuya relativa importancia simbólica escapa a mis hijos, con los que Kirsten y yo acudimos a una grabación en Bernauer Strasse.
Arquitectura de la memoria
Sin apelar al simbolismo de la ciudad, sino al pragmatismo familiar al que obliga la difícil división entre la vida personal y profesional en una pareja que viaja por el mundo para conocer a gente que abre su biografía, su casa, su humanidad, esperanzas y preocupaciones a nuestras cámaras, Kirsten acude sola al vídeo y yo decido visitar el monumento viviente ante nosotros: el Muro, que discurría a lo largo de la propia calle Bernauer, sobrevive frente a nosotros con un tramo preservado, seguido de una hilera de postes metálicos que combinan, en una acertada aplicación de la arquitectura de la memoria, la permeabilidad de la herida que se cura con la persistencia de su cicatriz perenne.
El parque en que se ha convertido la antigua separación forzosa retiene símbolos con peso histórico y sentimental, que ganan peso a medida que avanzo: un sendero que describe el itinerario de un túnel secreto usado por fugitivos de la RDA y descubierto por la Stasi, la silueta, grabada en metal sobre el terreno, de una iglesia destruida, las imágenes y biografía de quienes intentaron escapar de Berlín Este…
Frente a nosotros, un edificio moderno con un mirador elevado frente a la porción superviviente del muro: la propia pared prefabricada, el camino de reconocimiento usado por los agentes de la Stasi y sus perros, una torre de control vigilando el perímetro inmediato…
El edificio-mirador alberga una exposición permanente sobre el muro: el Memorial de Bernauer Strasse. Entramos.
Mis hijos (de 11, 7 y 5 años, se comportan de repente con cierta solemnidad, preguntándose por la simbología ante ellos). Su padre se sumerge de inmediato en la exposición.
Una exposición permanente
De repente, quedan claros dos tipos de visitante: el turista casual que acude desde otro lugar de Europa o el resto del mundo, dicharachero y algo despistado en la exposición, que picotea entre texto e imágenes sin ton ni son y lanza alguna risa o bostezo… Y el visitante alemán, genuinamente serio e interesado, casi solemne.
La diferencia entre los dos visitantes me emociona. Compruebo con empatía y respeto creciente que, sin importar la edad, los alemanes entran en la sala dispuestos a mirarse al espejo de la historia, y no es una frase con intención estética. Adolescentes, adultos, jubilados. Atuendos variopintos, en solitario o en grupo. Trato de confirmar la corazonada y ésta se cumple, los grupos más respetuosos y solemnes de la exposición son locales, acudan o no desde Berlín, sea ésta la primera visita o una de tantas.
La exposición combina información de contexto y marco conceptual (la “exposición”, como tal es un ejercicio vulgarizador y reduccionista de un acontecimiento complejo y traumático de los muchos que protagonizó Alemania en la primera mitad del siglo XX, y quizá ni siquiera sea el más traumático; basta recordar el exterminio judío) con acontecimientos personales: víctimas y verdugos, políticos y personajes anónimos, fugitivos que lograron llegar a Berlín Oeste y otros detenidos o acribillados junto al Muro…
Como el resto de los visitantes, compruebo que mis hijos se dirigen hacia un púlpito dispuesto al final de la luminosa sala ocupada por una de las plantas la exposición permanente. Un enorme banco de madera invita a los allí congregados a sentarse frente a una imagen, aunque deduzco antes de llegar que es un archivo multimedia (lo que explica el ensimismamiento de todos, sin importar procedencia ni edad).
Banalizar
Y así, sin planearlo, me dispongo a observar una buena novela discurriendo frente a mí que nunca será escrita. Mientras todos los que se sientan frente a un expositor blanco del que yo atisbo su lado posterior miran las imágenes que se suceden en el vídeo proyectado (ahora llega el sonido), yo observo sus reacciones.
Es entonces cuando veo a alemanes con cierta edad sonriendo con cierta melancolía, y adolescentes mostrando una mueca incrédula próxima al reflejo inocente de la felicidad. Mis hijos miran las imágenes con la boca abierta.
Me intereso por el vídeo cuando los primeros espectadores empiezan a levantarse. Son imágenes de la desaparición simbólica del Muro. Una separación artificial que, al durar décadas, se convierte en norma y diseña una nueva realidad. El trauma de las grandes ideas apisonando a las personas. Grandes planes burocráticos trazados que, al ser trazados en abstracto, olvidan a las personas.
Evito emocionarme más de la cuenta. Al salir del memorial del Muro de Bernauer Strasse, pienso en los muros simbólicos que el idealismo trata de erigir ante mis narices y las de tantos otros. Los personajes contradictorios, por su aspiración humana, son incapaces de elegir entre abstracciones que dividen para idealizar a unos y demonizar a otros.
Charlas de sobremesa en Berlín
Me pregunto, mientras hablo con mis hijos, si las grandes heridas que todavía pueden evitarse son víctimas de la inercia de su tiempo (y de la cobardía de muchos, esa “banalidad del mal” del funcionario que no rechista y el ciudadano que no se queja), o cada individuo, armado de una vida deshilachada y de complejo quijotesco, puede hacer algo por evitarlo.
Me alejo del Memorial. Kirsten y nuestra entrevistada me indican que me acerque a la dirección convenida. Mis hijos corren ante mí y yo no puedo dejar de pensar en Stefan Zweig.
Minutos después, conozco a una berlinesa que me da una cálida bienvenida y abre su vida a mi conversación y mi cámara. Vive en una casa al mismo tiempo elegante y futurista. Charlamos sobre arquitectura y nos pregunta lo visitado en la ciudad. Le explico que la jornada anterior pudimos recorrer el Archivo Bauhaus a nuestro aire, institución localizada en el interior de un edificio de 1969, el último concebido por el icono Bauhaus, Walter Gropius.
Y yo no puedo dejar de pensar en este articulillo que acabo apenas unas horas más tarde, una vez llegamos al hotel donde nos alojamos.
De vuelta al hotel
El artículo estaba ya escrito cuando llego ante el ordenador, regurgitado por mi subconsciente. Lo que no implica que otros desastres producidos por lo abstracto (las banderas, las clases), a pequeña y gran escala, no puedan ser evitados. Y la melancolía de lo que ocurre donde nací se mezcla con el buen sabor de boca de una idea de Europa que pretende curar sus heridas y superar su pasado sin enterrarlo de manera vergonzante, sino conociéndolo en profundidad.
¿Existe una arquitectura de la memoria para acontecimientos que pueden todavía evitarse?
Evoco con cierta incomodidad que, en otros lugares, la arquitectura de la memoria engendraría relatos históricos para separar, y no para reconciliar. Mucho antes de la posverdad, las noticias falsas y la AgitProp en redes sociales, existían los espejos cóncavos y convexos del callejón del Gato.
Valle-Inclán y el esperpento ibérico, encarnado hoy en el baile del mambo que demandan algunos jóvenes catalanes, tan desconocedores como desdeñosos de una historia que han conocido según les ha llegado: la interpretación de la deformación.
¿Deben suceder auténticas atrocidades para que el consenso y la hermandad sean posibles de nuevo? Hay que trabajar para que no se produzcan las atrocidades, así como para explicar su probabilidad.