Hay autores que captan el interés de la audiencia no ya por su elocuencia o sugestión de lo relatado, sino por sensaciones que el lector capta de manera intuitiva a medida que se sumerge en la lectura.
Michel de Montaigne, por ejemplo, sirve de buen acompañante porque parece charlar de manera distendida con el lector, sin tratar de convencerlo, venderle nada o sorprenderlo con fuegos de artificio.
Es uno de esos amigos ya entrados en años que han visto, viajado y leído suficiente como para asomarse a otras personas con algo que ofrecer sin pedir más a cambio que una cierta empatía humanista y algo de agudeza del interlocutor.
Montaigne:
“Encuentro tanta diferencia entre yo y yo mismo como entre yo y los demás.”
La tranquilidad de quienes vivieron realmente sitiados
Lo que sorprende es que esta tranquilidad, que envejece bien con los siglos es, como la de Marco Aurelio, una tranquilidad estoica que el escritor francés logró otorgar a sus reflexiones pese al caos a su alrededor.
El caso del emperador romano no es tan distinto en el fondo. Marco Aurelio vivió entre campañas bélicas, siempre de una tienda a otra y de una obligación a otra, pero estas incomodidades no atosigan a quien lee sus meditaciones, y uno se pregunta si, como decía el también estoico -y más olvidado- Musonio Rufo, es necesario afrontar de vez en cuando la incomodidad para apreciar los momentos de cierto confort, aunque sea reflexivo o espiritual.
Lo mismo, aunque en otra época, para Michel de Montaigne, hijo de notables de Burdeos (y descendiente de sefardíes aragoneses por vía materna) que vivió el muy revuelto siglo XVI francés, en medio del meollo de las Guerras de Religión, y padeciendo a menudo las amenazas e incomodidades de su posición de noble y, luego, de magistrado.
Sin embargo, el sitio al que sometían las bandas de uno y otro grupo religioso a la propia casa torreón de Montaigne no influyeron sobre su prosa, o acaso la hicieron más tranquila y reflexiva; cuanto más corrían el horror y la histeria a su alrededor, más lúcido parece Montaigne para introducir una cita clásica en un nuevo contexto humanista para beneficio de todos en tiempos venideros.
De la naturaleza de las cosas
Montaigne, conocedor del fatalismo estoico y las reflexiones de los atomistas epicúreos en obras como la joya de Lucrecio redescubierta en una abadía alemana durante el Renacimiento, De rerum natura, no se deja llevar por el histerismo de su momento y realiza el esfuerzo hercúleo de sentarse a escribir en su torreón -donde estaban sus estancias indispensables, el dormitorio y la biblioteca-. Y charlaba con todos nosotros sin necesidad de levantar la voz.
Autores sitiados durante su vida, algunos de ellos incluso encarcelados o torturados (aunque fuera por la salud, como el endeble Blaise Pascal, físicamente retorcido de un dolor crónico) que, sin embargo, parecen mejorar e iluminarse de tranquilidad estoica para que sus pensamientos dejen atrás las prisas de momentos y épocas para olvidar.
Las reflexiones de Giordano Bruno no fueron carbonizadas por la hoguera inquisitiva que acabó con él por hereje, como si hubiera personas capaces de pasear por un presente percibido por otros como dantesco con el sentido de la responsabilidad de no convertirse en un ser indistinguible más entre el ruido gregario de la guerra, la pestilencia, el pogromo, la celebración fanática alimentada por la derrota de otros.
Auge de la mentalidad de asedio
Sin necesidad de entrar en el infierno de la Divina Comedia o el panel derecho del Jardín de las delicias de El Bosco, las redes sociales actuales obran una paradoja que nos empequeñece a todos: en vez de seguir el ejemplo de quienes sufrieron y, en cambio, confiaron en la humanidad sin caer en la misantropía (incluso cuando tenían razones para ello), muchos usuarios de redes sociales, incapaces de percibir el medio en el que se encuentran (un mar de complacencia: el pez no sabe lo que es el agua), comparten su histeria con el mundo y contribuyen a que se generalice la “mentalidad de asedio”.
En esta especie de mundo al revés, algunos miembros notables de nuestra especie han logrado proyectar una perspectiva tolerante y enriquecedora en sus obras, pese a haber vivido en momentos en que eran literalmente amenazados y sitiados por enemigos personales y ejércitos.
Hoy, en los estertores del período más próspero jamás vivido, la “mentalidad de sitio” o asedio se ha generalizado hasta tal punto que ejemplifica el auge del extremismo en los países desarrollados.
Es un grito sordo e histérico de comodones que nunca han visto una guerra ni una epidemia que borre del mapa a una porción considerable de la población en donde viven que, sin embargo, han comprado de manera acrítica el relato del “vienen a por nosotros” (los Otros: inmigrantes, antagonistas, ricos, pobres, parias, el sexo opuesto, la mayoría opresora, la minoría opresora…), y comparten su histeria en las redes sociales en consecuencia.
Vivir con el temor constante
Y lo que es más preocupante: la mentalidad de asedio es explotada por quienes quieren desestabilizar (de manera efectiva, desde un ordenador y por un módico precio) a poblaciones enteras: basta saber lo que uno hace para difundir propaganda personalizada tan efectiva como un GIF dicharachero, aunque este mensaje pretenderá contribuir un poco más a la polarización y al mensaje del “vienen a por nosotros”, hasta el punto de decidir un voto, o aceptar lo inaceptable en momentos en que las prisas y la histeria no se imponen a la reflexión y el sentido crítico que sí tuvieron (sic) quienes fueron sitiados en persona, como los mencionados Marco Aurelio y Montaigne.
¿Cómo funciona la mentalidad de asedio (la sensación que una persona o grupo tendría de estar siendo atacado o “sitiado”), y quién dice que vivamos en una época donde este fenómeno es más importante que, pongamos, hace una o dos décadas?
Esta sensación, descrita como un sentimiento compartido de victimización y conducta a la defensiva, describe precisamente este fenómeno psicológico refiriéndose al lenguaje bélico de poblaciones que (desde Troya a Aleppo, sin salir de Anatolia) sí han padecido períodos de ataque, opresión y aislamiento sostenidos en el tiempo, que crearían la sensación entre los sitiados de que hay un plan del resto del mundo para destruirlos.
Montaigne:
“El que teme padecer, padece ya lo que teme.”
La mentalidad de asedio, un juguete para el idealismo
Hasta ahora, la mentalidad de asedio había sido relacionada por sociólogos, psicólogos e historiadores con conflictos complejos basados en disputas y afrentas históricas (segregación racial en Rodesia –hoy Zimbabue, en plena actualidad-, Sudáfrica y Estados Unidos; conflicto israelí-palestino; deformación del enemigo con propaganda dirigista en dictaduras comunistas -Unión Soviética, Albania, Cuba o, todavía, Corea del Norte; etc.).
Sin embargo, las redes sociales parecen haber extendido esta mentalidad a Norteamérica y Europa, y estaría funcionando tanto entre los menos educados y socialmente más desfavorecidos como entre la clase media y universitaria. David Brooks dedica una columna al fenómeno en The New York Times, que titula sin remilgos: El problema de la mentalidad de asedio.
Brooks circunscribe sus reflexiones a la situación política y social en Estados Unidos, con una sociedad polarizada y agotada un año después de elegir a un mediocre demagogo como presidente; pero sus reflexiones se hacen fácilmente extensibles a otras sociedades prósperas que se han dejado llevar por la mentalidad de sitio, desde el Reino Unido nativista a la porción de Cataluña que imagina el independentismo como ese heroico pueblo de cartón piedra sitiado por hordas de orcos del resto de España que acuden a impedir el milagro de la transubstanciación del paraíso en la tierra -lo que explicaría que en una iglesia se oficiara misa mientras se procedía al recuento de votos del 1 de octubre-).
Cuando el grupo se presta al juego de la manipulación
Para David Brooks,
“la mentalidad de asedio explica la mayor parte del comportamiento grupal disfuncional de estos días, tanto en la izquierda como en la derecha.”
Los puentes para el debate crítico parecen tambalearse -cuando no romperse-, no existe consenso ni siquiera para reconocer qué es veraz y qué no lo es, al fallar el marco epistemológico que funciona como brújula sobre lo que separa lo tendencioso de lo veraz, lo exacto de lo inexacto.
Montaigne:
“La palabra es mitad de quien la pronuncia, mitad de quien la escucha.”
Uno ve, dice Brooks, cómo florece esta mentalidad de sentirse atacados y reaccionar replegándose entre los cristianos evangélicos de Estados Unidos, entre los estudiantes universitarios que rechazan ideas o debates sobre temas polémicos, entre los defensores del derecho a llevar armas, en Corea del Norte e Irán… Y también en los movimientos populistas europeos.
Para que funcione, dice Brooks,
“La mentalidad de asedio empieza con un sentido de victimismo colectivo. No es sólo que nuestro grupo tenga oponentes. Es que toda la ‘cultura’ o todo el mundo es irremisiblemente hostil.”
La estrategia de inventarse un enemigo deformado
A partir de esta falacia, nutrida con mensajes transmitidos a través de líderes comunitarios, medios afines (tertulias radiofónicas, cabeceras “por la causa”) y redes sociales (que alimentan filias y esconden fobias), cunde la sensación compartida con el grupo de que una gran conspiración, ni más ni menos que el ataque de “los otros”, tiene lugar. Y, según esta narrativa, las cosas sólo irán peor.
David Brooks:
“Lo chocante es que la mentalidad de asedio es que complace de manera efectiva a la gente que se aferra a ella. Otorga a sus defensores una forma directa de interpretar el mundo: nosotros los nobles contra ellos, los poderosos.”
Pero, sobre todo, otorga a la gente, prosigue el columnista de The New York Times,
“una narrativa para expresar su propia superioridad: Quizá estemos perdiendo, pero al menos somos los Sagrados supervivientes. Contamos con la inocencia del victimismo. Somos mártires en un mundo lleno de rencor.”
Seguro que muchos de nosotros encontraremos ejemplos de lo que leemos. Algunos de estos ejemplos serán corrientes, populares en las redes sociales y… serán temas candentes. La mentalidad de asedio logra tal poder de convicción que excusa incluso comportamientos intolerables en sus líderes, justificados porque existen problemas más apremiantes y, claro, no es momento de luchas internas.
Hay que seguir aglutinados para combatir contra el Otro, ese monstruo caricaturizado, que durará mientras nos lo creamos:
“Cuando nuestra propia existencia está en juego, no podemos estar preocupándonos sobre cosas como humildad, moralidad sexual, honestidad o decencia básica. En tiempos de guerra todo es permisible. Incluso abusar de menores puede ser tolerado porque nuestra supervivencia está en juego.”
Riesgos de escuchar a quienes te dicen que has perdido
David Brooks se refiere al escándalo que rodea al candidato republicano al Senado por Alabama, Roy Moore, denunciado por abusar de una menor de 14 años en 1979 (y aparentemente persona non grata en un centro comercial cuando rondaba por la treintena).
El columnista también sugiere que la mentalidad de asedio explica el apoyo que mantiene Donald Trump entre los votantes evangélicos -especialmente implantados en el Sur-, que hasta que votaron por el presidente menos moral, humilde y dotado para el puesto que se recuerda (y presunto abusador, según sus propias declaraciones, que luego relativizó como una “conversación de vestuario” entre hombres), se vanagloriaron de su supuesta ética del mérito y los valores familiares.
¿Por qué esta mentalidad es ahora tan predominante?, se pregunta el columnista de The New York Times. Al menos en parte, dice, se debe a que el país se siente dividido y varios grupos se sienten atacados: según Pew Research, el 64% de los estadounidenses creería que su “grupo” ha perdido en la mayoría de cuestiones decisivas. Pero la razón fundamental se debería a la puesta en cuestión de los mismos cimientos de la sociedad, ahora puestos en entredicho.
Opinión legítima y fanatismo
En Estados Unidos y en otros países, la ciudadanía no reconoce ni siquiera las reglas básicas del juego. Y, cuando se desprestigia al sistema lo suficiente, la única posibilidad de evitar puntos de difícil retorno es tender puentes en el centro, respetando el marco que define desde los derechos de la ciudadanía (contra los abusos de quien sea, incluyendo un candidato a senador o el propio presidente), o que distingue entre información falsa e información legítima en función de una visión compartida sobre la realidad.
Comprender las posturas legítimas de quienes se encuentran en distintas posiciones son un principio necesario para recuperar la centralidad, concluye el columnista estadounidense.
Para Montaigne,
“La razón es como una olla de dos asas; se la puede coger por la derecha o por la izquierda.”
En tiempos revueltos, sólo los auténticos humanistas parecen contar con la extraña mezcla de legitimidad percibida y sentido de la realidad para tender los puentes que haga falta, cediendo en lo que es posible y plantándose en lo que se salga de un marco de convivencia de mínimos.
Estamos todos jugando a lo mismo. No somos Montaigne escribiendo en la torre mientras, no lejos de allí, católicos degüellan a hugonotes. Pero haríamos bien en dedicar nuestras reflexiones a decir o escribir algo que pueda sostenerse a largo plazo sin hacernos sonrojar.
La vida de uno y de muchos
Las redes sociales no ayudan en demasiadas ocasiones a actuar de manera reflexiva y conciliadora, sino que amplían lo contrario, contribuyendo al éxito actual de la mentalidad de asedio.
¿Qué tal si empezamos por la autocrítica?
Marco Aurelio:
“La vida de un hombre es lo que sus pensamientos hacen de ella.”
Recurro a Michel de Montaigne para dejar un final abierto:
“Una prueba de la propia bondad está en confiar en la bondad de los demás.”
Al fin y al cabo, dice Marco Aurelio, para qué malgastar la vida conjeturando sobre los demás,
“a no ser que busques un bien común. Pues imaginar qué pueden estar haciendo y por qué, qué están pensando y qué planean, te aturde y te aparta de tu guía interior.”
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