Dos guerras mundiales y la crisis económica entre ambas alimentaron a principios del siglo XX un debate profundo sobre un urbanismo y arquitectura de la reconstrucción, sin descartar viviendas desmontables y prefabricadas, barrios de quita y pon o nuevos materiales convivieron con una nueva manera de ver la vivienda.
Un siglo después del final de la Gran Guerra, ¿pueden tensiones actuales como el paro juvenil o el aumento del precio de la vivienda urbana crear soluciones que vayan más allá del gesto estético?
De nuevo, la creación destructiva anima el debate en torno a viviendas prefabricadas, habitáculos temporales y desmontables, habitaciones sobre ruedas e incluso ciudades-campamento, ya lleguen como respuesta a una crisis humanitaria, sean una habitación festiva o turística temporal, o reaccionen ante acontecimientos climáticos y catástrofes naturales.
Cuando el urbanismo quiso adaptarse a jóvenes y desfavorecidos
Hace 50 años, la última oleada de experimentación, alimentada por el contexto de la contracultura, debatió sobre Nuevo Urbanismo, viviendas instantáneas, barrios superpuestos sobre ciudades, edificios-ciudad (arqueologías) o incluso metrópolis subterráneas. ¿Qué queda de esta etapa, y qué ideas aportaron a las viviendas sociales de ciudades utópicas erigidas en la etapa de la arquitectura brutalista?
Nuevas capitales surgidas de la nada, edificios de vivienda social experimentales o grandes infraestructuras como hospitales, universidades y ciudades universitarias se llevaron toda la atención, mientras otras ideas utópicas, más interesadas en aumentar la calidad intangible de barrios y ciudades que en dejar huellas materiales, dejaron apenas maquetas, ensayos, alguna novela gráfica y algún documental. Tiempo de desempolvar algunos de estos proyectos:
- en Europa Occidental, la reconstrucción después de la guerra, impulsada con créditos del Plan Marshall y la política económica intervencionista del Estado del Bienestar (keynesianismo), tratará de reconstruir y ampliar un urbanismo que parte de trazados de la época de la Ilustración;
- en Estados Unidos, la utopía urbanística dará pie en el mismo período a la Norteamérica suburbana, orientada en torno a la capilaridad de zonas residenciales de viviendas unifamiliares dependientes del automóvil, medio de transporte y símbolo de un individualismo orientado al consumo.
Una vieja conversación entre maneras de ver el mundo
Ambos modelos compartirán el optimismo económico y el objetivo de favorecer un trazado urbano que facilite la circulación de personas y bienes, y discreparán en el modo de materializar esta sociedad de consumo con economía keynesiana que afianzará la prosperidad de la clase media entre el fin de la guerra y la crisis del petróleo de 1973: individualismo en torno al automóvil en Estados Unidos; y civilidad urbanística de raíces ilustradas, promotora del transporte público y la densidad residencial, en la Europa continental.
Frank Lloyd Wright y Le Corbusier representarán este antagonismo en una discusión pública sobre el modelo de ciudad moderna: Frank Lloyd Wright era un convencido de la expansión suburbana -aunque no la expansión de viviendas sin calidad ni personalidad que se impondría más tarde- y el dominio del automóvil, mientras Le Corbusier creía en una ciudad de edificios de apartamentos orientados a zonas públicas y verdes convertidas en ágora informal.
La propuesta utópica de ambos modelos apenas se materializó, pero sí dejó propuestas atrevidas: en Europa, el desarrollo de nuevos suburbios de París y Londres, dominados la arquitectura brutalista, con ciudades enteras surgidas de la nada, como Milton Keynes (1967), o aglomeraciones de cemento con aspecto futurista al otro lado del Canal de la Mancha (Les Espaces d’Abraxas en Noisy-le-Grand; Les Orgues de Flandre, en el distrito 19 de París; torres Aillaud, en Nanterre, un suburbio de la capital francesa; los barrios Cité du Parc y Cité Maurice-Thorez, en Ivry-sur-Seine, también en torno a la capital; o Les Arcades du Lac, en Montigny-le-Bretonneux).
Jóvenes de inicios de siglo
El 11 de noviembre de 2018 se cumplirá un siglo desde el fin de la Gran Guerra, campo de pruebas de conflictos burocratizados donde la responsabilidad y la culpa se diluyen en el espectáculo dantesco de una guerra total: trincheras convertidas en ratoneras, armamento más potente y preciso y agentes químicos crearían la “tierra baldía“: caídos en cada familia, heridos y tullidos en las calles, pobreza y caída de natalidad.
Luego, los años 20. Los escritores de la Generación Perdida se refugiarían en el hedonismo de jóvenes físicamente supervivientes, pero anímicamente traumatizados, de ciudades como París, Londres, Viena o Berlín: cafés abarrotados, permisividad moral y un dólar apreciado en Europa mantendría a los personajes que desfilan por “París era una fiesta”, el relato autobiográfico de Hemingway sobre su primer matrimonio, amistades parisinas, labor de reportero y consolidación literaria.
Justo antes de la guerra, Joseph Stalin, Sigmund Freud, Josip Broz “Tito” y un buscavidas ya aficionado a los discursos panfletarios de taberna, Adolf Hitler, habían transitado por las mismas calles de Viena -y frecuentado los mismos cafés- sin conocerse: auténticos ni-nis, ilustres seleccionados por la historia para esbozar a los grupos perdedores -pensionarios o sin techo- que se arrastran buscando un culpable de lo sucedido en una contienda en la que el nacionalismo había movilizado más que el sentimiento de clase.
Tensiones simbólicas entre Weimar y Bayreuth
Y en este corredor entre Berlín, Múnich y Viena se cocería a fuego lento el germen del nacionalsocialismo, la II Guerra Mundial -más nihilista, si cabe, que la primera- y lo que, años más tarde, Hannah Arendt describiría como “la banalidad del mal” (Eichmann en Jerusalén, 1963): en las sociedades con asépticas burocracias avanzadas -una deformación de los ideales higienistas de la Ilustración-, cualquiera puede escudarse en la anonimidad de formar parte de una maquinaria sin rostro que, al diluir la responsabilidad en la propia “técnica”, elimina la propia responsabilidad individual.
A medio camino entre Berlín y Múnich, dos ciudades de simbólica importancia. Por un lado, Weimar, en Turingia, que inspiró el nombre de la República alemana de entreguerras, que trató de armar una democracia liberal creíble entre las tensiones del descontento: agravio de las desproporcionadas reparaciones de guerra, problemas económicos y beligerancia obrera permitieron el avance del populismo (¿suena familiar?).
La otra localidad de importancia simbólica, a menos de dos horas de trayecto de Weimar en dirección a Múnich: la ciudad natal del compositor romántico Richard Wagner, Bayreuth, en Franconia.
El compositor, que había suscitado admiración y, después, fuertes críticas en Nietzsche, usaría Bayreuth para sus representaciones operísticas, que pretendían reavivar esencias y leyendas del pueblo alemán, lo que explicaría el uso que de su música haría el nacionalsocialismo.
Ironías de la historia, el ducado de Weimar había sido crucial en el inicio de la carrera de Johann Sebastian Bach a inicios del XVIII.
Destrucción a secas: la tierra baldía
Vuelta a los años 20, cuando algunos discursos y posiciones recuerdan a las sostenidas por populistas y demagogos actuales, y la República de Weimar todavía aspiraba a consolidarse. Un joven de San Luis con raíces familiares y acento de Nueva Inglaterra, T.S. Eliot, preferiría blindarse del nihilismo existencialista de sus compatriotas residentes en la Europa continental, llevando una vida de fachada victoriana en Londres, donde combinaría un trabajo en la banca en la City londinense con su redacción de La tierra baldía.
El pintoresco -y pronto polémico, con su entusiasmo por el fascismo- Ezra Pound editará la obra con maestría, para que emerja con la crudeza de su autenticidad: un compendio de pedazos recogidos del destrozo irreparable de la Gran Guerra. Pound demostrará una y otra vez su buen olfato por la calidad literaria de las obras de su época, aunque procedan de absolutos desconocidos. Su entusiasmo por el fascismo demostrará sus limitaciones de apreciación de la geopolítica y los valores humanistas.
La convivencia entre la bohemia estadounidense, los conflictos al orden del día entre democracias liberales, fascismo y movimientos revolucionarios ilustrarán el proceso que un economista austríaco que emigrará a Estados Unidos a principios de los años 30, Joseph Schumpeter, identificará como “destrucción creativa”.
Schumpeter usaría este concepto en referencia a los conflictos que la innovación continua y la pujante burocracia de las democracias liberales generaban, conduciendo a tensiones con consecuencias traumáticas, las cuales servían para un nuevo principio, u oportunidades en un contexto de “destrucción creativa” (reconstrucción, reparación, vuelta masiva al trabajo, reconversión desde economía estatista y de guerra a economía de consumo, etc.).
Todo por hacer: mentalidad años 20
No sólo el arte y la literatura se benefician de una época de experimentación y transgresión de los modelos que se alimentaban del romanticismo y el culto a las esencias de finales del XIX: en arquitectura, tendencias preciosistas y revisiones del pasado, desde el neo-gótico al modernismo más barroco, serán contrarrestadas con el funcionalismo de la Bauhaus (Alemania), De Stijl (Países Bajos), y otras escuelas que tratarán de popularizar la arquitectura y las artes aplicadas bajándolas de su pedestal y facilitando su utilidad pública: celebrar la función de los espacios y los objetos, que debían ponerse al servicio de ocupantes y usuarios -y no a la inversa-.
En Francia, tras la renovación racionalista de las principales ciudades -incluyendo París- en la segunda mitad del XIX, el industrialismo había inspirado una visión de la ciudad cada vez más cartesiana e impersonal.
Por un lado, las exposiciones universales de París (1889 -la de la Torre Eiffel- y 1900 -la del Art Nouveau y el futuro tecnológico en el siglo que empezaba-) servían para presentar los últimos avances en técnica y arquitectura; por otro, Baudelaire cantaba al París flaneûr destruido por la reforma del barón Haussmann, con un simbolismo premonitorio de lo que estaba por llegar con las vanguardias.
Jean Prouvé, el muchacho dotado que quería ser operario fabril
Un año después de la Expo parisina de 1900 nacía en la capital francesa Jean Prouvé en el seno de una familia cultivada, atenta a las habilidades y autonomía de su hijo, expuesto desde la infancia a la música, el arte conceptual y también el “arte popular” de artesanos y operarios especializados, desde diseñadores de mobiliario (sus padres eran amigos de Louis Majorelle) a trabajadores del cristal y la cerámica como el propio Émile Gallé.
Prouvé se decantó pronto por el trabajo manual y el diseño industrial, explorando la barrera hasta entonces infranqueable entre artesanos y artistas: él los había conocido a todos en un entorno interdisciplinar y sin barreras de clase, lo que le llevó a aceptar sin remilgos prácticas y trabajos en cadenas de montaje.
Pronto, Prouvé se interesará por lo que considera una oportunidad: producir en cadena bienes de calidad que resulten accesibles a todo el mundo, de la misma manera que Citroën -reflexionaba- se inspiraba en la cadena de montaje de Ford para fabricar los primeros vehículos franceses asequibles para todos.
Prouvé no se adentrará en el diseño de muebles y viviendas prefabricadas desde la universidad, sino que lo hará en el taller, a partir de los ideales de producción interdisciplinar de la Escuela de Nancy (Lorena), a la que había pertenecido el amigo de la familia Émile Gallé y donde se formará, ya adolescente, mientras dure la Gran Guerra.
Ventajas de formarse en épocas convulsas
Con la ayuda de la experiencia acumulada, una concepción industrialista de la producción y un operario, este polímata parisino soñará en los años 20 con crear casas baratas, desmontables y con elementos de calidad estética y material.
Su interés por las cualidades y texturas de maderas, cristalería, mueblería, cuero, metal, etc., se materializará en productos concretos a partir de los años 20, cuando su madurez precoz le permite desprenderse del recargado legado estético de la Escuela de Nancy, optando por valores funcionales que tratan de facilitar la producción en cadena de productos de calidad: los diseños sencillos y durables, desmontables y con materiales económicos y reparables, concentrarán más servicio y emplearán menos recursos, décadas antes de que se consolide la tendencia a bienes y servicios dematerializados en la era de la información.
A mediados de los años 20, tras varios trabajos de aprendiz en talleres metalúrgicos, empezó a producir mobiliario y elementos arquitectónicos; pronto, varios arquitectos empezaron a encargar series de sus productos más funcionales, que financiaron sus proyectos de producción en serie.
El carácter liberal y experimental de la década llegaría a un fin abrupto con el Crack de Nueva York, en 1929, inicio de los problemas económicos de muchos expatriados que, como los integrantes de la Generación Perdida, habían vivido en las grandes urbes europeas a precio de saldo.
Cuando el nazismo persiguió las vanguardias
Pero 1929 es también el año de la consolidación del diseñador industrial francés: Le Corbusier lo invita a formar parte de la Union des Artistes Modernes, alternativa francesa a la Escuela Bauhaus que se presentaría al mundo ocho años después, con un pabellón propio en la Exposición Internacional de París de 1937.
Adolf Hitler había ascendido al poder en 1933 y, mientras diseñadores y arquitectos europeos soñaban con mejorar la vida de los ciudadanos con ciudades mejor trazadas, transporte público de calidad y viviendas, muebles o electrodomésticos asequibles, el Gobierno del Tercer Reich, cada vez más agresivo y seguro de sí mismo con los resultados de su política estatista de orden y obras públicas, señalaba a las minorías y los artistas como contaminadores del supuesto “espíritu” del pueblo alemán.
Mientras Prouvé, Le Corbusier y otros mostraban su pabellón de arquitectura y artes aplicadas para mejorar el urbanismo y democratizar viviendas y mobiliario, Alemania aceleraba hacia un nuevo conflicto y, de paso, denunciaba los principios del diseño funcionalista y el arte de vanguardia como “arte degenerado“. La exhibición Entartete Kunst de Múnich, también en 1937, censuraba la experimentación en cualquier ámbito de las artes conceptuales o aplicadas como algo extranjero, deformado y, por tanto, “peligroso”.
De los movimientos regeneracionistas a las ideas totalitarias
El movimiento reformista pangermánico “lebensreform“, (“reforma de la vida”), que unas décadas atrás se había inspirado en la obra de autores como Nietzsche para acercar al ser humano con su naturaleza intrínseca y con el entorno, fue engullido por una facción populista de entusiastas de la eugenesia, la Liga Artaman, que pasó de reivindicar la supuesta pureza maximalista del espacio alemán -“sangre y tierra” (“Blut und Boden”)- a fundir sus principios populistas (“völkisch”) con el nacionalsocialismo.
Occidente se adentraba, de nuevo, en otra época oscura; y, entre sus sombras, el germen de la “creación destructiva” que Joseph Schumpeter analizaría en sus clases de economía, una vez exiliado en Estados Unidos: empezaba una época de fructífera experimentación en diseño y arquitectura, a partir de los cimientos de las vanguardias, la Bauhaus, la Union des Artistes Modernes, De Stijl y el resto de movimientos que explorarían la intersección entre artes conceptuales y aplicadas, entre forma y función, entre nuevos conceptos de espacio y materia (a partir de los hallazgos en física), así como utopías sobre un mundo más justo sin destruir las libertades individuales a las primeras de cambio (como ilustraban nazismo y estalinismo).
Las dos guerras mundiales no acabarían con la era dorada de la conciencia de clase, en la que industrialismo y movimiento obrero organizado parecían seguir el guión de desequilibrios anunciados por el materialismo dialéctico.
Empobrecimiento conceptual del estatismo totalitario
Los experimentos arquitectónicos del inicio creativo de los totalitarismos, dejarían una cierta huella en los años 20 y 30 (el futurismo cuajaría tanto en la Italia fascista como entre los intelectuales soviéticos críticos con Stalin), para practicar un racionalismo burocrático y un monumentalismo personalista, de un gusto tan vulgar como el de sus promotores.
La II Guerra Mundial no había acabado todavía cuando quedaba claro que la experimentación arquitectónica no llegaría de la economía estatista (nazismo) o planificada (URSS), sino de la promoción público-privada en el seno de las vilipendiadas democracias liberales burguesas, que usarían el antagonista soviético como aliciente para innovar en urbanismo y vivienda social en el contexto de la reconstrucción de posguerra con grandes inversiones en infraestructuras y el nacimiento de una economía keynesiana orientada a la paz.
Mientras Estados Unidos encargaba a arquitectos como Buckminster Fuller viviendas experimentales prefabricadas para alojar a destacamentos militares en Europa y el Pacífico, originando una arquitectura humanitaria a escala industrial, el Gobierno francés reconstituido tras la guerra se interesó por las viviendas prefabricadas y desmontables que Jean Prouvé había diseñado y fabricado, pensando en su versatilidad, transportabilidad e impacto reducido.
Cómo explicar ideas nuevas sin el rechazo del público
El proyecto Maison Démontable de Prouvé consistía en el diseño y fabricación de un kit de vivienda desmontable compuesto por elementos de madera y metal, así como su mobiliario interior, igualmente desmontado. La fábrica del propio diseñador creaba las piezas de cada vivienda, que se transportaban al sitio de la instalación acompañadas de instrucciones, décadas antes de que Ikea popularizara su sistema. Prouvé quería que dos operarios sin experiencia previa pudieran ensamblar una vivienda en un día con herramientas convencionales.
Prouvé diseñó la Maison Démontable en varios tamaños: fabricó 450 unidades de 6×6 metros y 6×9 metros para alojar temporalmente a quienes se habían quedado sin vivienda en Alsacia-Lorena y el Franco Condado tras su liberación en 1944, regiones fronterizas especialmente dañadas por los bombardeos.
Al quedar bajo dominio francés, Lorena atrajo a su mayor núcleo, la Nancy industrial elegida por el propio diseñador como su centro de producción, a los ciudadanos de la región que no querían permanecer bajo tutela alemana, lo que obligó a encontrar soluciones para el alojamiento de emergencia.
Posteriormente, Prouvé reconoció que el peso de la tradición jugaba en contra de cualquier innovación a gran escala que pretendiera condicionar la reconstrucción de zonas urbanas dañadas por la guerra. El Plan Marshall asisitía sobre todo a una arquitectura nostálgica con la pérdida ocasionada por los bombardeos, mientras la el diseñador francés creía que la solución no debía nutrirse únicamente de viviendas baratas unifamiliares construidas en cadena como su Maison Démontable, no tampoco con las rigideces de una memoria que no aceptaba la pérdida:
“Lo que hay que hacer es evitar el riesgo de llegar con las ideas nuevas cuando el público no está todavía preparado. Hay que fabricar industrialmente lo que el público estima.”
La casa desmontable de Jean Prouvé
Pese a los encargos en Alsacia-Lorena, que permitirán la expansión de su fábrica en Nancy, la necesidad de alojamiento tras la guerra usará las propuestas desmontables, transportables, reusables y ligeras de Prouvé como una mera solución temporal, concepto con el que el diseñador industrial se sentirá cómodo: el creador de la Maison Démontable cambiará el uso de sus propias unidades de uso personal, pasando de estudio anejo a caseta de guarda para el taller, alojamiento vacacional, etc.
Los arquitectos de la época con mayor protagonismo en la reconstrucción, entre ellos Le Corbusier, reconocieron la calidad y funcionalismo de los diseños de Jean Prouvé, encargando a menudo elementos y mobiliario producidos en serie para sus edificios. Ya en los años 50, un encargo de 12 casas prefabricadas hizo creer al diseñador industrial que pronto llegarían más pedidos y las viviendas producidas en serie como los automóviles de la región serían pronto una realidad de la época.
La inflación y escasez de materias primas y materiales debido a la alta demanda en una Europa en plena reconstrucción hicieron inviables diseños como Métropole Aluminum (1949), las viviendas desmontables en aluminio que Prouvé pudo vender sólo a la imprenta Mame, en Tours.
La casa más bella jamás vista por Le Corbusier
Algunos encargos garantizarán el trabajo del diseñador en los años siguientes, sin alcanzar la escala industrial que él había soñado: el público, en efecto, se decantará por diseños tradicionales y permanentes, mientras la construcción social optará poco a poco por la planificación centralizada ofrecida por el brutalismo.
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— designboom (@designboom) January 14, 2018
Ni siquiera una ampliación de capital en 1949 permitirá a Prouvé mantener a flote sus talleres de Maxéville, a las afueras de Nancy; en 1953, después de despedir a 30 operarios, el diseñador abandona la empresa y da carpetazo a su idea de popularizar su Maison Démontable: su conveniencia, funcionalidad, calidad de materiales, escaso impacto y movilidad no atraerán al público, que permanecerá interesado en el valor jurídico de una casa como un bien inmobiliario durable y apreciable a medida que pasa el tiempo.
En colaboración con Michel Bataille, Jean Prouvé funda Les Constructions Jean Prouvé, que diseñará una casa en París para la fundación humanitaria Emmaus, fundada por Henry Grouès, el Abate Pierre, para ayudar a la población hacinada en el metro y alojamientos informales durante los crudos inviernos parisinos de posguerra. El proyecto, la Maison des Jours Meilleurs (1956), vivienda moderna fija con espacios diáfanos y luminosos, será catalogada por Le Corbusier como:
“La casa más bella que conozco.”
De Bucky Fuller y Jean Prouvé a la arquitectura de la contracultura
Varios encargos de arquitectura humanitaria, algunos de los cuales lo llevarán a África, aprovecharán sus conceptos de producción en serie de mobiliario y estructuras fáciles de transportar desmontadas y de ensamblar en destino.
El diseñador dedicará el resto de su carrera a diseñar muebles y bienes de consumo icónicos, aunque reconocerá su frustración al no haber podido transformar la vivienda unifamiliar en un bien asequible y de calidad para todos.
Olvidados los años frenéticos de la reconstrucción, la prosperidad material en Europa y Norteamérica durante los años 60 originará los movimientos contestatarios de inicios de la cultura de masas. Las ideas contraculturales se trasladarán a la arquitectura, donde interesarán las ideas de Buckminster Fuller, Jean Prouvé y otros pioneros de nuevas técnicas de producción en serie, materiales, sistemas y formas.
Los diseños de edificios-ciudad proliferarán en los 60 y 70 a ambos lados del Atlántico, desde el concepto de arcología de Paolo Soleri, diseñador de Arcosanti en Arizona y discípulo de Frank Lloyd Wright, a las ciudades alojadas bajo cúpulas geodésicas (idea estructural de Buckminster Fuller) a cargo del colectivo vanguardista de San Francisco Ant Farm.
En Europa, la crítica al avance de un mundo urbano cartesiano e impersonal, diseñado para acelerar intercambios comerciales sin tener en cuenta viejas relaciones sociales y conexiones ancestrales entre individuo y mundo natural, no condujo siempre a soluciones utópicas de vuelta a la naturaleza como la comuna libertaria de Monte Verità, en Suiza, punto de encuentro de intelectuales de toda Europa.
Erigir estructuras sobre las ciudades
Algunas propuestas utópicas trataron de ampliar las grandes ciudades manteniendo viejos tramados y, a la vez, hallando soluciones para un desarrollo urbanístico paralelo de corte futurista. En su Manifiesto de la Arquitectura Móvil, Yona Friedman imaginó su Ville Spatiale, una especie de ciudad superpuesta sobre pilares a los viejos barrios de París, que sostendría formas y estructuras modulares capaces de adaptarse a necesidades concretas.
El concepto, de índole libertaria, pretendía democratizar el acceso a la vivienda, más allá de las rigidez de normativas y las tendencias del mercado inmobiliario.
En Italia, los grupos multidisciplinares Archizoom y Superstudio exploraron una tendencia que llamaron el “antidiseño”, una crítica a la primacía del diseño sobre la función social y cultural de la arquitectura. Las ciudades utópicas imaginadas por ambos grupos girarían en torno a la necesidad de los habitantes, y no según planes estatistas o fuerzas del mercado.
Superstudio publicó diseños de Il Monumento Continuo (1969), una gigantesca estructura blanca que se elevaría como crítica a la actividad de hormigas que propulsaba las relaciones humanas durante la prosperidad occidental en el contexto de la Guerra Fría; Archizoom presentó en 1970 lo que llamó No-Stop City, una ciudad “sin arquitectura”, donde todo lo ocurrido fuera utilidad: relaciones entre personas y movilidad de bienes y servicios.
Arquitectura dematerializada
En Londres, varios arquitectos discutían sobre una arquitectura capaz de concentrar toda su utilidad y, a la vez, desprovista de la materialidad con que la arquitectura se ha desarrollado en Occidente: cimientos, materiales duraderos, regulación jurídica de la propiedad, perdurabilidad, rigidez.
En 1964, Peter Cook, fundador del grupo vanguardista interdisciplinar Archigram, presentó su proyecto Instant City, un proyecto de ciudad nómada, dominada por espacios transformables y con tecnología integrada sin esfuerzo.
Con Instant City, Peter Cook anunciaba su renuncia a la “arquitectura material”, pues, para él, la ciudad era un espacio para cumplir con las necesidades humanas de vivir y convivir, y lo demás era supletorio: las ciudades contemporáneas, reflexionó, eran esqueletos jurídicos para vivir, pero sobre todo para consolidar un sistema de acumulación y transmisión de renta.
La arquitectura provisional, nómada, móvil, sin impacto y centrada en las personas, no abandonó el espacio de los diseñadores pioneros como Prouvé, ni ámbitos como los grupos experimentales de la contracultura.
Futuro
Quizá asistamos a un nuevo momento de creación destructiva, también en arquitectura. Nuevos materiales y un interés creciente por viviendas alternativas -como demuestra, por ejemplo, la audiencia de vídeos producidos por Kirsten Dirksen para este sitio-, impulsan una conversación con participantes en todo el mundo sobre un acceso a la vivienda atento a las necesidades y potencial de las personas, así como en su relación social y contacto con el entorno urbano y natural.
Después de todo, quizá no estén tan lejos aquellas ideas expuestas en viejos episodios manga en las que un personaje extrae de la mochila un pequeño objeto, lanzándolo delante suyo para que aparezca ante él una estructura bajo la que cobijarse.
El origen de la vivienda humana: un abrigo contra la intemperie desde donde observar el universo. “Oikos”, casa en griego, es el origen del estudio de la naturaleza. Desde nuestro abrigo, observamos lo circundante: oikos + logos. Ecología.