Hace poco me escribía un joven danés en la media veintena. Sus reflexiones no eran las habituales: más que comentar nuestro trabajo o demandar información concreta, el mensaje se leía como una declaración de principios algo existencialista, en busca -quizá- de un mentor ideal.
Nuestro amigo me comentaba que había acabado una licenciatura técnica sin pena ni gloria, y añadía que antes, durante y después de los estudios había explorado distintas áreas de interés.
Le frustraba interesarse por alguna actividad y no saber encontrar una conexión fácil con sus perspectivas de futuro: se sentía culpable, en definitiva, por su curiosidad humana e intelectual. ¿No era, el querer abarcar mucho, una manera de no llegar a nada?
En un mundo que nos recuerda a cada paso la utilidad económica de la existencia, estamos perdiendo la confianza para disfrutar de nuestro tiempo de divagación o exploración sin sentir síntomas freudianos de culpabilidad.
Derecho a la flânerie en la era de la hiperespecialización
Nuestro amigo se despedía humildemente pidiendo consejo. ¿Qué hacer? ¿Era interesarse por áreas de ocio y conocimiento distintas perder el tiempo? ¿Estaba arruinando su futuro interesándose por la edición de vídeo, el dibujo técnico, el diseño industrial, el arte y la música, entre otros proyectos en perpetua construcción y deconstrucción?
Mi respuesta evitó el tono aleccionador e incluso cualquier autoridad al estilo de la mentoría académica, consciente de no ser Méntor, el anciano de la Odisea del que se sirve que la diosa Atenea para guiar a Telémaco en ausencia de su padre, sino en todo caso un Telémaco más.
Me excusé por mis propias dudas y por no contar con soluciones fáciles a problemas que tanto apelaban a mi propio carácter: el interés por cuantas más disciplinas mejor, el cultivo de un cierto diletantismo intelectual, la capacidad de apreciar la elocuencia en textos deshilachados, novelas gráficas, obras de teatro, literatura, ensayo.
No verlo y leerlo todo, pero sí exponerse a una cantidad suficiente de obras profesionales y artísticas, desde el diseño de una botella de champú que nos llama la atención a la apreciación de una escultura abstracta.
One of the biggest problems with modern society is overspecialization and a failure to cross-fertilize between disciplines and ways of being. It leads to a poverty of imagination that is as acute in the tech industry as anywhere else. Moar coding won't fix that.
— Jez Humble (@jezhumble) January 17, 2018
Al final, di con la manera de compartir mi opinión con el remitente, buscando una imagen que pudiéramos compartir y que, como una parábola, diera pie a varias interpretaciones, pudiera revisarse y ocultara -como lo hacen los relatos cortos, los poemas, las canciones- más significado del que incluso el propio autor era consciente en el momento de la formulación.
Valor de la formación reflexiva y escéptica
Mi respuesta, en síntesis: nos encaminamos hacia un mundo con cada vez mayor asistencia de algoritmos en procesos con patrones fáciles de detectar y automatizar. Cultivar rasgos humanistas como el interés multidisciplinar y la siempre poco trillada intersección entre saberes que han evolucionado de maneras dispares, ahonda en nuestra interpretación ponderada del mundo, nuestra originalidad y lo que algunos filósofos del siglo XX llamaron “autenticidad“.
Para ser auténtico, para indagar en lo que Robert M. Pirsig llamó “metafísica de la calidad“, nuestro interés por el mundo y por distintas aproximaciones a la realidad (en el campo de lo que se ha llamado, de manera algo pomposa, “filosofía de la experiencia”), nos permite explorar posibilidades, jugar con ellas, cuestionarlas.
En ocasiones, cultivar una actitud, una manera de observar y experimentar el mundo, trabajar una actitud crítica y humanista en un momento de cambios profundos en nuestra manera colectiva de ver el mundo (debilidad de la epistemología compartida sobre lo noticiable y verídico, polarización, transformación de instituciones sociales como la familia o la metafísica, precariedad e hiperespecialización laboral, debate en el mundo educativo y de la formación, etc.), es un buen principio.
El complejo proceso de devenir
Todavía se sostiene la reflexión socrática de que educarse no debería consistir en llenar un recipiente, sino en avivar una llama, sobre todo en un momento en que la debilidad de las instituciones sociales, la fragmentación de los medios y los cambios laborales convierten a la cultura general y el aprendizaje multidisciplinar en el diferenciador que permitirá despuntar a uno en lo que elija hacer o ser, en ese proceso que los filósofos interesados en cultivar el potencial humano (a menudo, influidos por Nietzsche y la psicología humanista, ya en el siglo XX) identifican con un “devenir” (un proceso dinámico que nunca se completa, que denota más una actitud, una mirada atenta a nuestra posición en el mundo).
En efecto, comenté al joven remitente danés, autor de la misiva algo existencial: el nivel de presión al acabar los estudios superiores ha sido siempre elevado, y hoy padres, medios, profesores y modelos a seguir denotan, con la manera de comportarse, con lo que comentan y también con lo que omiten, que es importante salir ahí afuera y ganarse un buen futuro (personalmente estimulador, socialmente reconocido, laboralmente bien remunerado).
Cuando, como ocurre en Estados Unidos, además de la incertidumbre de incorporarse al mercado laboral manteniendo aficiones y equilibrando tanto necesidades materiales como expectativas a largo plazo, hay que devolver un préstamo adquirido para costear los estudios, la veintena puede convertirse en ocasiones en un atolladero más próximo a la angustia de la que habló Kierkegaard que a la determinación de cultivarse, florecer, encaminarse hacia lo que uno se proponga sin miedo a probar y fallar cuantas veces sea necesario.
Un contexto que se nutre de impulsos: falsas prisas
¿Y si el inicio de nuestro periplo hacia la madurez fuera algo más parecido a navegar a tientas, sabiendo más o menos el rumbo hacia el que nos encaminamos, y manteniendo un desconocimiento relativo de metas concretas?
Conocer la dirección no obliga a tomar decisiones excluyentes sobre nuestros complejos intereses y pasiones, ya sea al inicio o en una encrucijada de nuestra carrera: cultivar la música, intimar con nuestros límites físicos en un deporte exigente, combinar actividades artesanales con trabajos más etéreos e intelectuales nos harán mejores en otras actividades, al abrirnos a matices hasta entonces no considerados.
Nuestro amigo comentó una frustración recurrente: en momentos de relativa lucidez intelectual y escasez de trabajo, se le acumulaban los proyectos interesantes. Agarraba un libro de la biblioteca o miraba uno de nuestros vídeos y, al instante, quería armar un bote o construir su cabaña para instalarla más tarde en el extremo de una propiedad rural de la familia.
Esta premura por lograr lo que nos interesa es uno de los riesgos que compartimos en nuestra época, cuya cultura “pop” y tecnología y sus pilares de ocio y conocimiento -teléfono inteligente, Internet ubicua- nos han hecho exigir un mundo a la carta en el que lo demandado debe aparecer al instante, reforzando peligrosamente el bucle de la gratificación instantánea, o placer adictivo de lograr resultados al instante y sin esfuerzo, en detrimento de estrategias para cultivarse y lograr metas a largo plazo.
Aprender a tomar las riendas y decidir los tiempos
Conocemos con cada vez mayor detalle cómo los servicios digitales que usamos a diario compiten por el recurso finito más preciado: nuestra atención. Antiguos ejecutivos y trabajadores de empresas que diseñaron sus aplicaciones para explotar nuestra tendencia impulsiva a consultar o hacer cuanto antes lo que llama nuestra atención, alertan ahora de los riesgos de esta estrategia y aconsejan un uso responsable de las alertas del teléfono y las redes sociales, sobre todo entre grupos especialmente vulnerables, como adolescentes y jóvenes.
El deporte de resistencia, las manualidades y actividades artesanales que combinan concentración y paciencia, la lectura reflexiva, los paseos por lugares naturales o urbanos interesantes y estimulantes (solos o en compañía, avivando una buena conversación o anotando impresiones en una libreta, tomando fotos, etc.), la meditación, el cultivo de actividades que nos obligan a salir de nuestro ámbito cotidiano o especialidad…
Cualquiera puede hallar la manera de cultivar la estrategia, la mirada sosegada, la planificación a largo plazo, con momentos -más informales e impulsivos- de distracción digital que alimentan más una falsa gratificación que un interés real por la información consumida.
Metafísica de la calidad
No hay ningún problema en interesarse en varias disciplinas, sean intelectuales, deportivas, manuales. Volviendo al filósofo estadounidense Robert M. Pirsig, una de las reflexiones más celebradas de su ensayo Zen y el arte del mantenimiento de la motocicleta es el paralelismo que realiza entre una visión enriquecedora de la realidad que nos circunda (que “armamos” en nuestra conciencia, en el marco de una fluidez que nos propulsa hacia la potencialidad del futuro), que él llama “calidad”, y la propia raíz de este concepto en el pensamiento occidental, según él propia de nuestros orígenes culturales: la “areté“, o virtud en el mundo presocrático.
Según la reflexión de Pirsig, los pensadores presocráticos -sobre todo, los sofistas, vilipendiados por la historia por supuestos charlatanes y peseteros- habían animado a sus discípulos a cultivar todas las disciplinas y encontrar su juego personal en ellas: la actividad intelectual era tan importante como el deporte, la lucha cuerpo a cuerpo o incluso la guerra, y exponerse a retos diversos y con complejidades peculiares enriquecía la visión del mundo de estos alumnos, cuyas pequeñas victorias y derrotas cotidianas no eran más que hitos prescindibles de una virtud dinámica o “areté”, muy parecida a las reflexiones de Nietzsche sobre la necesidad de “convertirnos” en algo que se abre a trompicones ante nosotros, siempre válido y enriquecedor si lo intentamos con la suficiente determinación.
Volviendo al hilo de la escueta y deshilachada respuesta a la misiva de nuestro amigo danés en una encrucijada académica, profesional y existencial: no sólo apunté que es más que loable tratar de armar un bote propio para navegar sobre lo que uno ha creado con sus manos, o refugiarse en un chozo introspectivo erigido con mayor o menor destreza, sino caer en el error de confundir determinaciones enriquecedoras, llamadas a la acción, con meros antojos impulsivos al navegar por el infinito torrente de información que trata de atraernos con sus seductoras alertas gráficas y sonoras.
La nave espacial y la canoa
La posición de nuestro amigo no es tan distinta que la del propio Robert M. Pirsig al inicio del trayecto en motocicleta que inspira su ensayo autobiográfico, ni a la de tantos otros intelectos inquietos en busca de una reconexión entre cuerpo y mente, una experiencia enriquecedora entre ellos y el mundo: el físico teórico y matemático anglo-estadounidense Freeman Dyson, presente en varias de las grandes conversaciones científicas desde finales de la II Guerra Mundial, no inculcó a sus hijos la premura de seguir una carrera análoga a la suya, sino que les permitió explorarse a sí mismos, elegir su propio trayecto vital y explicarlo de la manera que consideraran oportuna.
Uno de sus hijos, George Dyson, exploró la intersección entre las humanidades, la ciencia y el mundo natural, ahondando en un holismo que Nietzsche habría admirado. Su ensayo The Starship and the Canoe es un relato en forma de parábola de la enriquecedora conversación existencial entre un influyente futurólogo del siglo XX, su propio padre (la esfera de Dyson lleva su nombre), y un ecologista convencido interesado en la antropología y la propia esencia de nuestra existencia, en la tradición de John Muir -él mismo-.
George Dyson construye su canoa como parte de un proyecto vital, y ésta no aparece como impulso publicitario, ni la reflexión consiste en “comprar” una canoa para empezar a usarla cuanto antes mejor. El objetivo es caminar hacia la materialización de esa canoa, y apropiarse de la autenticidad del objeto con conocimiento de causa.
Las dudas del joven Ludwig Wittgenstein
En cuanto a construir una cabaña, pocas actividades y objetos tienen una relación tan estrecha con nuestra especie que improvisar una techumbre con una lectura original y atenta a distintas consideraciones (tiempo y recursos disponibles, uso deseado, clima, materiales locales, formación y visión del mundo), que construir uno mismo un abrigo más o menos ambicioso: una casa, una cabaña, una casa en un árbol, un cobertizo, una cabaña de pastor o cazador, una techumbre de emergencia contra la lluvia y el frío, etc.
Nuestra fascinación por construir con nuestras manos el techo bajo el que pernoctaremos, pensaremos o trabajaremos, explica el fenómeno de las cabañas de artista o escritor, donde algunos creadores se han refugiado para encontrar la concentración necesaria que les permitiera avanzar en una tarea incompatible con el entorno de alertas digitales e impulsos lumínicos en que nos hemos envuelto en los últimos años (sin llegar de momento a niveles de intrusismo visual o sonoro en espacios públicos como el que se observa en las ciudades asiáticas).
Ludwig Wittgenstein, filósofo analítico austro-británico y alumno de Bertrand Russell, decidió dedicarse a la filosofía tras preguntarse si era un mero diletante con potencial o simplemente un idiota. Hizo la misma pregunta a Russell, que le demandó que escribiera un texto sobre su visión de la disciplina; Russell alumno y profesor de Cambridge, donde coincidiría con -entre otros- con el matemático autodidacta Srinivasa Ramanujan, se comprometió a dar una respuesta a Wittgenstein una vez tuviera el texto ante sí.
Una cabaña en lo más profundo del mayor fiordo de Noruega
Al recibir el trabajo a inicios del siguiente año lectivo, Russell tuvo que leer apenas las primeras líneas para comprobar el potencial de quien tenía ante él, a quien animó a dedicarse a la filosofía como tarea principal.
Así empezó la actividad académica reglada de Ludwig Wittgenstein, que sin embargo prefirió aislarse en lo más profundo del mayor fiordo de Noruega, Sognefjord, donde edificó una cabaña en la que reflexionaría sobre su trabajo más importante: su Tractatus Logico-Philosophicus y algunas de sus investigaciones filosóficas.
Bertrand Russell le había advertido sobre la dureza de la aventura:
“Le dije que estaría solo, y él me respondió que estaba prostituyendo su mente al hablar con gente inteligente.”
Hace algún tiempo, Kirsten y yo mismo visitamos con unos amigos noruegos el sitio donde se había levantado la cabaña de Wittgenstein. Se han hecho eco del vídeo de *faircompanies en Open Culture y en la propia British Wittgenstein Society.
Oil Lamp of Lascaux – 17,000 years old (Magdalenian) – 8 3/4 inches long, made of red sandstone pic.twitter.com/iMVZOTnMz1
— PaleoAnthropology+ (@Qafzeh) January 19, 2018
Desde una cueva rupestre
La experiencia, preparación, imprevistos, incomodidades, el vértigo de la soledad y el fruto de la introspección desprovista de actividades urbanizadas y supletorias… en el caso de Wittgenstein, como en el de tantos otros artesanos y pensadores que decidieron crear una cabaña para proyectarse en el mundo antes, durante y después de su construcción, elegir el lugar y el chozo era acertar.
Y elegir cualquier otro lugar, materiales y diseño para crear otra cabaña muy distinta en otro emplazamiento, habría sido también un acierto, dada la mentalidad introspectiva y la determinación para bucear en las grandes cuestiones que nos atañen a todos, como la relación entre pensamiento, mundo y lenguaje.
Unos días después de mi respuesta a nuestro amigo danés, recibí su contestación. Apreciaba la reflexión, así como su carácter abierto.
La intención de los cinco o seis párrafos deshilachados de animar una llama, y no llenar un recipiente. Avanzar con determinación, sin obsesionarse desde el principio con cánones u “oportunidades perdidas”, pues aprender con el ánimo adecuado implica vivir, que es acertar. Asomarse al mundo explorando la propia autenticidad, ofreciendo al mundo nuestra mirada, nuestra versión de las cosas.
Iluminar nuestro rincón, aunque sea con una lámpara tallada en piedra hace 17.000 años sobre la que baile una raquítica llama de sebo animal, asistiendo a un artista olvidado por la memoria de las parábolas orales a pintar un bisonte en la superficie rugosa de una cueva.
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