Incluso los individuos menos sociales, aquellos que muestran autosuficiencia en soledad e incapacidad de relacionarse con el mundo exterior, determinan su lugar en el mundo contrastando su experiencia con la de sus seres más próximos, sintiéndose miembros, aunque alejados, de un grupo y un momento histórico.
Nuestra condición de animales sociales (los animales “políticos”, o “de la polis”, como nos definía Aristóteles), determina hasta qué punto el aislamiento es fructífero y a partir de dónde los espíritus menos sociales flirtean con el riesgo de aislarse.
Harry Haller, alter ego del escritor Hermann Hesse en Der Steppenwolf (El lobo estepario), se compara a sí mismo con la criatura fría y solitaria que da nombre a la novela: una criatura solitaria de las estepas, que el autor del prefacio —sobrino de la dueña de la pensión donde Haller dejará el manuscrito que constituye la obra— calificará de tímido, muy tímido, “de un mundo ajeno al mío”:
“Un lobo de la estepa que había perdido su camino y deambulaba entre los pueblos y la vida del rebaño, una mejor imagen no podría encontrarse para su esquiva soledad, su ferocidad, su intranquilidad, su nostalgia, su indigencia.”
Recluirse sin alejarse del todo
Ni siquiera este “Steppenwolf”, incapaz de convivir con la mujer a la que ama, pues teme que el ritual cotidiano de la convivencia (que es contrato, propiedad, posesión, la tradición del mundo que desprecia), puede evadirse del todo del mundo social en cuyos márgenes deambula, mientras trata de crear en el cuarto abuhardillado de una pensión decente de clase media cuya pulcritud sin pretensiones ha buscado adrede.
Haller, lector de Nietzsche y de las novelas del escritor noruego Knut Hamsun, representa la lucha del creador solitario: un Zaratustra moderno, atormentado por la incapacidad de decidirse entre la vida ajena a los valores sociales dominantes (el “mercado” o “rebaño”) y el aislamiento asceta, que acaba por llenar un recipiente, el del conocimiento, que hay que compartir luego con alguien (las contradicciones a las que se enfrenta Nietzsche en Así habló Zaratustra).
El periplo de Harry Haller por los márgenes del mundo urbano es intercambiable con la experiencia del protagonista de Hambre (Sult 1890), el personaje existencialista que deambula por la Cristianía (Oslo) de finales del siglo XIX, y evoca personalidades literarias como Daniel d’Arthez, el bohemio pobre y solitario que Balzac describe en Las ilusiones perdidas, ocupado en la escritura de una obra total ya sea en su paupérrimo cuartucho parisino o, cuando hace frío y no tiene con qué hacer una lumbre, en un rincón de la biblioteca de Sainte-Geneviève.
La “semisatisfacción” burguesa de un lobo estepario
Haller explica su aversión al espíritu satisfecho de la vida confortable de clase media, consistente en seguir la norma y seguir los preceptos burgueses del ora et labora:
“Porque esto es lo que yo más odiaba, detestaba y maldecía principalmente en mi fuero interno: esta autosatisfacción, esta salud y comodidad, este cuidado optimismo del burgués, esta bien alimentada y próspera disciplina de todo lo mediocre, normal y corriente.”
Es esta “semisatisfacción” la que resulta intolerable, odiosa y repugnante a Haller, que brega con todas sus fuerzas para que los instintos autodestructivos que genera esta repulsión de la vida cómoda e indolente no lo lleven al nihilismo de otros personajes literarios que optarán por destruir y no por crear, como Rodión Raskólnikov de Dostoyevski (personaje en que se basó Hamsun para dotar de profundidad psicológica al joven de Hambre —el propio Hamsun tratando de abrirse camino en la capital noruega en su primera juventud—).
Sin embargo, el mismo personaje solitario de El lobo estepario, Harry Haller, reconoce una contradicción: él es fruto de las comodidades y la estructura social —general y de proximidad— que ahora desprecia.
“Pero aunque yo sea un viejo y pobre lobo estepario, no dejo de ser al mismo tiempo hijo de una madre, y también mi madre era una señora burguesa y cultivaba flores, y cuidaba de las habitaciones y de la escalera, de muebles y cortinas, y procuraba dar a su casa y a su vida tanta pulcritud, limpieza y honestidad como era posible. A esto me recuerda el vaho a trementina y la araucaria…”
El pulcro rellano que maravilla a Haller
Los más inconformistas con la visión del mundo de la sociedad burguesa y sus alternativas revolucionarias del siglo XX, cuyo ideal de sociedad consistía en desproveer al individuo de su potencial para explorar su autenticidad y crear sin límites (aunque ello suponga a menudo la inestabilidad, el tormento, el aislamiento), acaban por buscar las mismas estructuras de cohesión y conformismo social que detestan.
Mediocridad pulcra, predecible y sin tacha: Haller observa la limpieza y frescura de un rellano con plantas en la pensión de ocupa y no puede más que sentarse a disfrutar del aroma y sensaciones que la escena evoca. Un rato después, sin embargo, el solitario creador se aleja de esa escena, entrando a su cuarto, dominado por el olor a tabaco y el desorden de papeles y objetos propio de una vida desordenada, solitaria y erudita.
Lo que nos muestran arquetipos existencialistas de creadores solitarios como D’Arthez en La comedia humana de Balzac, el maleante sin nombre que deambula por Cristianía en Hambre de Hamsun, o el propio Steppenwolf, alter ego de Hermann Hesse, es hasta qué punto nuestros instintos y crianza, lo innato y lo adquirido, dependen de nuestra relación con la comunidad percibida y el espacio que ésta ocupa: salir más allá de los límites de una civilización implica reconocer su existencia e influencia en uno mismo.
Otro tipo de presencia
Siguiendo el ejemplo de Nietzsche, Hermann Hesse recurre a parábolas que olvidan la premura superficial del tiempo (que ocupa a la sociedad contemporánea en quehaceres y obligaciones), centrándose en cambio en la supuesta sustancia de las cosas y el tiempo lento de los cambios profundos.
Es la percepción ya presente antes de los griegos y puesta en entredicho por la cultura gregaria y dualista desde Sócrates (diferenciación cuerpo-mente, culpabilización de instintos y relación con el medio y a la vez ensalzamiento de lo etéreo y conceptual, etc.), y fijada por la identificación entre instante presente y realidad que hace Aristóteles en su Física (metafísica de la percepción).
Como su personaje Harry Haller, Hesse trató de hallar su autenticidad, su yo creador y primigenio, conectado con su entorno y sus instintos, si bien la dificultad para relacionarse con los demás marcó sus relaciones y salud mental.
Las indulgencias de la vida burguesa —de ese supuesto “progreso” social que, según el pensamiento idealista iniciado por Hegel, debía asistir en el perfeccionamiento de las sociedades—, dejarán frío a este concienzudo lector de Nietzsche, empecinado en que su individualismo centroeuropeo no engendre un nihilismo autodestructivo similar a los Raskólnikov de su tiempo.
La afirmación de Haller y el nihilismo de Bardamu
El nihilismo al que asoma Heller en su percepción alucinatoria llega en algunos momentos a mostrar el frío vacío y cadavérico de los escritos de William Burroughs, para brillar luego con la lucidez surgida de ese sufrimiento tan cercano al delirio que Nietzsche compartió con Pascal y otros.
Así, el alter ego de Hermann Hesse eludirá la angustia existencial con voluntad de crear nietzscheana, pero también manteniendo un vínculo perceptivo con el mundo complaciente del que no quiere formar parte, pero en el cual se ha criado y, por tanto, al cual pertenece, aunque sea desde el exterior.
No muy lejos, pululan los que han visto demasiadas cosas como para evitar la misantropía: desde asesinos a sueldo de causas mesiánicas a entusiastas de causas peregrinas (esos movimientos que, en un momento dado, ocultan su falsedad y cohesionan a personas y sociedades en movimientos que, siguiendo sus objetivos de libertad pura, empiezan privando de la libertad a quienes participan en la “liberación”).
Y luego están personales que se han asomado demasiado cerca al horror como para mantener una relación con la sociedad circundante que evite el cinismo, como Ferdinand Bardamu, alter ego de Louis-Ferdinand Céline en Viaje al fin de la noche (1932), cuyo gusto por las pequeñas indulgencias —mientras duren el dinero y la compañía, a lo Henry Chinaski— denota una visión derrotista de la existencia alejada:
- de la voluntad de afirmación de Nietzsche;
- o del concepto de “voluntad de sentido” desarrollada por el superviviente de los campos de exterminio Viktor E. Frankl (autor de El hombre en busca de sentido, un relato autobiográfico con aspiraciones más médicas que literarias).
Entre lo salvaje y lo amaestrado
Bardamu, veterano de la Gran Guerra, se moca de los grandes valores masculinos a escala de civilización, sustituyendo el valor, la bondad o la filantropía por la lucidez canalla de quien ha visto las cloacas de los valores ensalzados por la Ilustración, sus limitaciones y contradicciones.
La sociedad de Bardamu está condenada a compartimentos estanco algo caricaturizados: la insalubridad y enfermedad de los bajos fondos, la injusticia de clase y racial, el aislamiento rural de gentes ajenas a la crueldad industrializada de la que se defienden instintivamente…
¿Hasta qué punto estos personajes solitarios, a menudo la versión literaria de quienes les dan vida, viven ajenos a la sociedad y al puñado de lugares donde se desarrolla la ordenada vida convencional que desprecian? ¿Por qué D’Arthez permanece en París, el periodista de medio pelo que deambula por la novela corta de Hamsun Hambre sigue en Cristianía, o el propio Harry Haller, que se hace llamar “Steppenwolf”, busca cuartos en pensiones pulcras de clase media?
Intuimos que se trata del mismo motivo que empuja a Nietzsche a no caer en la misantropía, describiendo al “buen europeo” como aquella persona capaz de combinar sentimiento de pertenencia y celebración de la vida con humanismo y capacidad para superar creando tanto la complacencia (“último hombre”) como la desesperación de los lúcidos que caen en la misantropía (nihilismo).
Instinto y comportamiento
Quizá la fuerza interna que invita a crear a estos personajes esté basada en una intuición de los orígenes y constantes ocultas de nuestra especie: nuestra tendencia a la territorialidad (que compartimos con el resto de simios), como nuestra fidelidad a viejas conexiones con el entorno (ritmo circadiano, sistemas de orientación ancestrales) y con quienes conforman nuestro círculo, presentes o no.
Un estudio reciente sugiere que nuestro pasado como cazadores-recolectores (y acaso como homínidos) ha establecido un límite de espacios alrededor de los que nos desenvolvemos en cualquier momento de la vida: los lugares que frecuentamos cambian con edad, intereses y circunstancias, pero no así su número, que se mantiene estable en las dos docenas.
La “ecología del comportamiento” de nuestra especie no cambiaría tanto como pensamos desde sociedades tradicionales a sociedades agrarias y modernas.
Los lugares que frecuentamos
La hipótesis territorial de las primeras sociedades humanas —compartidas con otros homínidos, como los neandertales y su capacidad metafísica y conceptual —desde ritos funerarios y arte a la caza en grupo—.
El estudio, publicado en Nature Human Behaviour, se sirve de las polémicas herramientas de rastreo que hemos introducido en nuestras vidas gracias al teléfono móvil e Internet, para estudiar los hábitos territoriales de unas 40.000 personas.
La información analizada confirma un mismo patrón: las personas estudiadas frecuentaron alrededor de 25 lugares, más allá del tamaño relativo y la distancia entre éstos, y este número permanece constante durante largos períodos, lo que sugiere que quienes avanzan hacia nuevos territorios abandonan un número de espacios frecuentados proporcional a los más recientes, manteniendo estable la territorialidad total.
¿Un límite cognitivo para lugares y personas?
La gente no colecciona nuevos espacios como conquistas definitivas de su mapa vital, sino que deambulan por territorios en grandes ciclos (relacionados con condicionantes tanto innatos como adquiridos: desde necesidades sociales —rol y circunstancias en familia y grupo, etc.— hasta condicionantes instintivos —sexualidad, ritmo circadiano, etc.—).
El único condicionante del número estable de lugares visitados no puede ser temporal, concluyen los autores del estudio. Uno de éstos, la investigadora Sune Lehmann de la Universidad Técnica de Dinamarca, establece una analogía: hay un límite cognitivo de lugares que el ser humano puede frecuentar, del mismo modo que hay un límite de personas con las que mantener una relación mínimamente estrecha.
El límite de personas que configuran el entorno de un individuo (independientemente de si pertenece a una sociedad de cazadores-recolectores o si trabaja en una ciudad contemporánea) se sitúa en alrededor de 150, según la hipótesis del antropólogo Robin Dunbar, que cree que nuestra evolución y capacidad cognitiva limitaría el número de individuos con quien podríamos relacionarnos plenamente.
Dunbar ha observado que los primates superiores, dada su naturaleza social, necesitan conocer a los individuos con quien mantienen una relación (distinguiendo así a individuos de la especie entre el grupo propio y el resto), y el número de relaciones que cada especie de primate puede establecer depende de la capacidad cognitiva. Dunbar usó la correlación entre distintas especies para situar el límite social humano en torno a los 150 individuos.
Probar las hipótesis
Como ocurre con una territorialidad limitada a unos 25 espacios, el número de Dunbar estipula que, cuando establecemos nuevas relaciones, prescindimos de otras, manteniendo el límite de 150.
Sune Lehmann ha declarado que su grupo de investigación estudiará ahora los patrones territoriales de otros primates, una vez confirmado un límite de espacios frecuentados que comparten tanto los miembros más sedentarios como los más aventureros de nuestra especie, los más sociales y los más solitarios.
Una vez desprovistos de la máscara de momento, lugar y circunstancias, nos topamos con patrones que denotan límites cognitivos y biológicos.
Lo que nos recuerda que lo mejor y lo peor de toda la humanidad, los gestos más afirmadores y el nihilismo, se encuentran en cada uno de nosotros.
Eterno retorno de las cosas y los conflictos
Del mismo modo que, sin importar nuestro nivel de ocupación superficial y falta de concentración, podemos leer El lobo de la estepa y confraternizar con una criatura solitaria incapaz de alejarse del todo de los lugares y personas que conforman su mundo.
Quizá la superación del ser humano se encuentre más en la profundidad de sus creaciones (la voluntad afirmadora que Nietzsche nos anima a explorar) que en la negación de sus instintos espaciales y sociales.
Al observar las imágenes de un Hesse titubeante y contradictorio, incapaz de convivir más que con su necesidad de escribir, observamos a un joven que después de la Gran Guerra observa los nubarrones que se avecinan en Centroeuropa.
Sus primeros paseos solitarios por el Ticino, ahora hace un siglo, parecen un testigo del eterno retorno.