Ludwig Wittgenstein se retó a sí mismo sin caer en el absurdo (no hablamos de un solipsista de andar por casa). Pensó que los límites del lenguaje condicionaban la experiencia humana, pero al final de su vida celebró los matices del imperfecto engranaje entre conciencia y palabras.
Wittgenstein no fue el primer filósofo en indicar la naturaleza limitadora del lenguaje en nuestra interpretación de la realidad, pues muchos fenómenos de la conciencia, al transformarse en conceptos encerrados en palabras, son reducidos a una versión simple y empobrecida del original.
Cómo expresarlo en palabras
Los poetas y escritores románticos dedicaron buena parte de su obra a aprovechar el déficit del lenguaje para exponer sentimientos y percepciones personales de la realidad (según el momento, el estado de ánimo, la edad, el contexto histórico, etc.).
Expresiones artísticas más conceptuales han tratado de acercarse a la parte de la percepción de la realidad “amputada” al transformar lo sentido o intuido en palabras, pero su estudio ha sido más elusivo y difícil de lo esperado: semiótica, neurología y psicología han cedido de momento el “misterio” del reduccionismo del lenguaje a la filosofía, cuando no a la poesía, la música, la escultura, la pintura abstracta…
Criado en una de las familias más ricas de Viena -controlaban la industria siderúrgica del Imperio austro-húngaro-, Wittgenstein estuvo en contacto desde que tuvo uso de razón con los principales pensadores y artistas de Centroeuropa de la época, desde el pintor Gustav Klimt a los compositores Johannes Brahms y Gustav Mahler, mientras Sigmund Freud era amigo de una de sus hermanas.
El menor de todos los hermanos (como Benjamin Franklin)
Ludwig, el menor de los hermanos Wittgenstein y considerado el menos dotado para el estudio, aprovechó su curiosidad innata para explorar cuestiones fundamentales desde la primera juventud, marcada por la intensidad y tortuosidad de sus relaciones familiares.
Como curiosidad, Wittgenstein se educó en la Realschule de Linz, el mismo instituto provinciano que acogió a su coetáneo -aunque atrasado en los estudios y, por tanto, en cursos inferiores- Adolf Hitler. Se especula con que el delicado niño judío mencionado por Hitler en su autobiografía a propósito de sus años en el centro es el propio Wittgenstein.
Lógica positivista en el siglo XX: ¿se puede alejar a la ciencia de la metafísica?
Inspirado en trabajos previos de los mayores precursores del existencialismo en el siglo XIX, Nietzsche y Kierkegaard, Wittgenstein exploró los secretos y aparentes contradicciones de la conciencia humana y la “narrativa” que usa para formular y transmitir pensamientos: el lenguaje.
Ludwig Wittgenstein dominó la filosofía analítica del siglo XX acercándose él solo más que el resto de disciplinas a los mecanismos y limitaciones del lenguaje como herramienta humana y las contradicciones que surgen entre distintos individuos y distintas tradiciones socio-lingüísticas para referirse a una idea y fenómeno.
Sobre Wittgenstein, el filósofo analítico Bertrand Russell dijo que era “el ejemplo más perfecto que he conocido de un genio según el canon tradicional; apasionado, profundo y dominante”.
El afán polímata del austro-británico se escondía el pavor de ser consciente que, pese a su remarcable evolución, la filosofía occidental todavía no había explicado el misterio de lo que se escapa a la explicación analítica y, por tanto, queda etiquetado y relegado -arrinconado quizá- al reino del arte, la metafísica, lo inexplicable.
El joven que cambió su fortuna por un lápiz y una hoja en blanco
Los biógrafos han imaginado a Wittgenstein como un niño curioso e intelectualmente dotado, con la suerte de encontrarse en el entorno sensible que alimentó su curiosidad, más que los beneficios materiales de la vida acomodada: en lugar de convertirse en un jovenzuelo de hotel de lujo o asistente a fiestas interminables a lo Jay Gatsby, Wittgenstein buscó en sus exploraciones y lecturas el sentido de la vida: “El mundo es todo lo que acaece”.
Su Tractatus logico-philosophicus, escrito en 1921 a los 32 años, es la constatación analítica de que la lógica no lo puede condensar todo, de que, al fin y al cabo, el “A es A” de Aristóteles (lo que vemos es lo que existe) no siempre se sostiene.
Ludwig Wittgenstein es, con Heidegger y el resto de los existencialistas, la constatación de que la razón no puede explicarlo todo con precisión matemática, ni el ser humano es -todavía- capaz de elevarse por encima de sus contradicciones para, una vez “sincronizado” con la realidad, convertirse en un ser racional imparable: un Übermensch (superhombre) nietzscheano, o acaso un héroe randiano, personas “heroicamente racionales” según las ideas aristotélicas de autorrealización.
Reflexionando sobre los límites del lenguaje en un entorno educado y cosmopolita
Lo que diferenció a Wittgenstein del resto fue su hambre inabarcable para contradecirse a sí mismo, para bucear en lo que había en él mismo de los valores humanos y de nuestra situación con respecto a la realidad. El lenguaje era un arma imperfecta que, como el arte, tendía al equívoco y la imprecisión y dependía tanto de lo dicho como de lo interpretado.
Pese a esta limitación, más que aborrecer el lenguaje, Wittgenstein se convirtió en una especie de polímata dispuesto a desentrañar lo que había encantado y frustrado a Gustavo Adolfo Bécquer, cuando comparaba las palabras con entidades pobres y limitadas para albergar todo lo percibido:
La filosofía es el esfuerzo de nuestra inteligencia para descifrar el uso del lenguaje, reflexionaba el pensador austro-británico, quien, pese a haberse criado en una familia con un exquisito alto alemán y estudiar desde niño, además de latín, inglés y francés, expuso en toda su obra la limitación del lenguaje humano como única herramienta de interpretación y registro de uno mismo y el mundo circundante.
(Imagen: Wittgenstein fotografiado por Ben Richards en Swansea, Gales, en 1947, cuatro años antes de su muerte)
¿Somos lo que decimos o podemos decir?
De manera intuitiva y en paralelo con su formación filosófica y matemática, el joven Wittgenstein superó con creces el primer reto de su vida: evitar el convertirse en un mero bon vivant con las rentas de la cuantiosa fortuna heredada, por lo que siguió el régimen formativo recetado por las filosofías de vida clásicas, el cultivo de cuantas más disciplinas artísticas y deportivas mejor, para empujar desde una edad temprana su límite físico e intelectual un poco más allá.
Este espíritu polímata, acorde con el ideal de excelencia clásico “areté“, o cultivo de varias disciplinas para vivir de una manera razonada pero lo menos reduccionista posible -cuanto más sabemos, pensaban los clásicos, razonamos con mayor ponderación y atención a matices y excepciones de la norma-, situó a Wittgenstein ante el reto de convertirse en un auténtico filósofo.
Wittgenstein intuía que “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo” o, de una manera todavía más cruda, que el lenguaje no sólo limitaba con su reduccionismo la descripción de la realidad, sino que la condicionaba. Vivir con doscientas o trescientas palabras, recurriendo a comodines y frases hechas, empobrecería no sólo la explicación de la realidad, sino la misma realidad percibida.
El mundo, el individuo, el lenguaje
En un paralelismo con espíritu abstracto, un cocinero con atención por el detalle y un profundo conocimiento de qué hacer con un mendrugo de pan y un poco de aceite, elaborará un manjar y lo tratará como tal, mientras alguien que carezca de ese conocimiento e interpretación más rica del mismo, no verá en el mendrugo con aceite más que un resto de comida anodino prescindible que no merece siquiera ser ingerido excepto en casos extremos.
Wittgenstein no sólo logró evitar la existencia indolente de un niño bien viviendo de las rentas, sino que él mismo y Martin Heidegger se disputan, de momento, el puesto de filósofo más influyente del tortuoso y traumático siglo XX, aunque también apasionante para la ciencia y para el colosal espectáculo de las contradicciones humanas.
Cuando sus propias deducciones y conocimientos no bastaban para responder con riqueza al vacío que él mismo observaba entre lo que percibimos y lo que podemos explicar, Wittgenstein recurrió a creadores que habían afrontado limitaciones similares con una percepción -y frustración- parecida a la suya.
No extraña encontrar entre sus lecturas a quienes intuyeron en los clásicos el potencial del análisis introspectivo para conocer más de uno mismo, del resto de personas (si uno piensa así, el resto lo hará de manera similar, siguiendo la idea de Sócrates) y del universo (idea estoica y protestante, a partir de la interpretación de Agustín de Hipona, de la realidad como una conexión entre el universo y nosotros mismos, que explorarían literariamiente los trascendentalistas estadounidenses: Walt Whitman en poesía; Henry David Thoreau y Ralph Wando Emerson, además de en poesía, también en ensayo).
En busca de las grandes verdades
Agustín de Hipona abogaba por una exploración humana y sin intermediarios de lo metafísico, lo que intuimos y no podemos explicar con palabras de manera inequívoca; de ahí que los teólogos protestantes lo consideraran precursor, al restar suprimir la interpretación institucionalizada de la metafísica que había monopolizado el catolicismo.
Además de la visión introspectiva de “lo que no se puede explicar con palabras” que tenía Agustín de Hipona, Wittgenstein se interesó por la interpretación de las contradicciones humanas que hicieron los filósofos y escritores más críticos con el reduccionismo de la filosofía predominante: las corrientes idealistas (Platón, neoplatónicos, Kant, Hegel, Marx).
Entre los inconformistas que en el siglo XIX sudaron la gota gorda por explicar con la máxima fidelidad nuestra limitación para interpretar la realidad, así como las contradicciones humanas, Ludwig Wittgenstein se inspiró sobre todo en el trabajo del filósofo danés Søren Kierkegaard y los escritores rusos Lev Tolstói (cuya prosa se acerca como pocas otras a describir la rica realidad pese a la limitación del lenguaje y la novela) y Fiódor Dostoyevski, de prosa más caótica, pero atenta a los aspectos más pequeños y absurdos del ser humano.
Wittgenstein se dedicó íntegramente a la filosofía cuando se aseguró de que su esfuerzo no sería baldío. En Cambridge, acudió al despacho de la eminencia en lógica filosófica de la época Bertrand Russell.
Cuando Wittgenstein perseguía a Russell por los pasillos
El joven austríaco fue tildado al principio de insolente, excéntrico o quizá chalado, dada su insistencia irredenta.
Al observar que no avanzaba en su objetivo de convertirse en alumno de Russell, le formuló una pregunta decisiva: ¿era un completo idiota o tenía futuro en la disciplina? Si era un negado, se dedicaría a otra cosa desde ese preciso instante. Russell respondió al alumno que le preparara un texto durante el descanso de invierno y se lo presentara en la reanudación de las clases.
Al empezar el curso, el joven Wittgenstein, de quien Russell había destacado sus impecables modales y su solitaria excentricidad, acudió al profesor con el texto. Después de leer la primera frase, Russell convenció a Wittgenstein para que perseverara en su carrera filosófica.
El mismo Russell se convenció de que estaba ante un genio dispuesto a buscar el sentido de las cosas, más que empecinarse en ganar discusiones o entrar en pequeñas rencillas académicas.
Una cabaña en el bosque
Se cree que esta primera frase incidía sobre las contradicciones del propio trabajo de Bertrand Russell con punzante precisión.
La intensidad mental de Ludwig Wittgenstein era tal que decidió abstraerse al máximo para profundizar en sus ideas, siguiendo el ejemplo introspectivo de Thoreau en su cabaña junto al lago Walden, o del teniente Thomas Glahn, protagonista de la novela Pan de Knut Hamsun, que se retira con su perro Esopo en una cabaña noruega entre el bosque y la angostura de un fiordo.
Wittgenstein se retiró también a una cabaña noruega, y allí reflexionó sobre la relación entre la propia conciencia, lo que uno percibe y lo que uno dice. Religión, el sentido de la vida, la ética que uno mismo quería aplicar, eran conceptos intuidos, pero la filosofía se había mostrado incapaz de definirlos sin equívocos.
Nuestro pensamiento, el mundo circundante, el lenguaje
El intento de encontrar el límite del lenguaje le seguiría hasta el final de su carrera. La tarea de la filosofía, pensó en la cabaña que él mismo había construido en Noruega, consistía en entender la estructura del pensamiento, y Wittgenstein esperaba que la forma lógica del pensamiento desvelara un “engranaje” que lo convirtiera en palabras. Esta “forma lógica” otorga su estructura a tres aspectos cruciales de la existencia percibida:
- a nuestra manera de pensar;
- al mundo circundante;
- y al propio lenguaje.
Nuestra percepción del mundo, el propio mundo y las palabras que usamos para expresarlo. Para Wittgenstein, la “forma lógica” estaba conformada por lo que estos tres elementos tienen en común. Pero, ¿cómo aislar este sujeto para estudiarlo, medirlo, anotar su esencia y funcionamiento?
Por ejemplo, podemos establecer sin esfuerzo la relación entre un objeto y su dibujo, fotografía o incluso su descripción textual; carecemos de las claves lógicas que establecen los elementos esenciales que posibilitan esta interrelación.
La pesquisa sobre la lógica del pensamiento y su correlación con el lenguaje resultó ser mucho más compleja de lo concebido por el filósofo.
Lo que es lógico y lo que se escapa de la lógica (pero se intuye)
La lectura de los pre-existencialistas y existencialistas pareció prepararle para las contrariedades personales y familiares: tres de sus hermanos se suicidaron, mientras él mismo lo consideró.
¿Qué hacer cuando hay algo que no se puede explicar claramente, cuando confundimos términos y conceptos o cuando, más allá de nuestra competencia lingüística en un determinado idioma, el propio contexto de una sociedad incide sobre el significado de las palabras? ¿Cómo mantener el significado de un texto durante una traducción, si el “peso” específico y relativo de cada concepto varía en función del contexto de cada lector?
Wittgenstein contestó a estas y otras preguntas similares de dos maneras distintas: al principio, pensó que era contraproducente recrearse en vaguedades y abogó por el uso más preciso posible del lenguaje cuando fuera posible, mientras había que evitar hablar sobre lo abstracto cuando fuera posible; más tarde, los avances en semiótica le ayudaron a replantearse su punto de vista, pues apenas se había explorado la riqueza del lenguaje y sus matices.
Años de lógica positivista y filosofía de vida renacentista
Al inicio de su carrera y hasta publicar su obra más conocida (el mencionado Tractatus logico-philosophicus), el pensador austro-británico creyó que filosofar sobre conceptos vagos usando descripciones vagas carecía de valor, así que había que limitarse a usar el lenguaje para describir sin equívocos (siguiendo el concepto lógico aristotélico “A es A” y sus derivaciones demostrables).
Escribía en el Tractatus: “De lo que no se puede hablar hay que callar”. Y también: “Lo que se deja expresar debe ser dicho de forma clara”. La última frase de esta obra es, si cabe, más lapidaria: “Aquello sobre lo que no podemos hablar [sin equívocos], debemos sortearlo en silencio”.
Después de escribir su tratado, Wittgenstein se retiró de la filosofía académica y se dedicó a la jardinería, la arquitectura y la escultura, entre otras actividades que inspiraron la visión de su colega Bertrand Russell, que veía en él a un auténtico hombre renacentista.
Un individuo de la antigüedad clásica sería quizá una aproximación más acertada, pues Wittgenstein también destacó, muy a su pesar, en la I Guerra Mundial, donde fue condecorado por su valor en varias ocasiones.
Más allá del reduccionismo: el Wittgenstein crítico con su propio trabajo
Wittgenstein pronto renunció a la aproximación inicial de su filosofía, al observar que abogar sólo por el lenguaje lógico reducía su concepción de la filosofía al terreno de las afirmaciones lógicas, mientras se olvidaba de la parte inexplicable, como si no pensar en la parte sumergida de un iceberg pudiera hacerla desaparecer de la realidad.
Tal y como habían demostrado, cada uno en su ámbito, Nietzsche, Kierkegaard, Tolstói y Dostoyevski, el ser humano era mucho más complejo de lo que Sócrates, Aristóteles y los primeros ilustrados pretendieron al observar que el individuo era bueno por naturaleza y actuaría con racionalidad si se le concedía una oportunidad existencial adecuada.
Del mismo modo que reducir el ser humano a un ser racional omitía todas sus contradicciones, el lenguaje no podía perder su limitación reduciendo su uso a las afirmaciones sencillas y lógicas.
Así que en esta segunda etapa celebró los distintos sentidos del lenguaje, así como su carácter polimórfico: el lenguaje trasciende la propia comunicación de un mensaje sencillo y su forma, musicalidad, riqueza, etc., transmiten muchos más matices y contenido (situados en otros niveles de conciencia).
Cuando las palabras son herramientas poliédricas
En su vuelta a la práctica de la filosofía, Ludwig Wittgenstein combinó su afán por la precisión del lenguaje, heredera de su formación matemática y analítica y de las ideas de su tratado, con una concepción más inclusiva y universal del lenguaje, que cuenta con infinidad de usos, registros, variaciones, interpretaciones en función del contexto, los interlocutores, etc.
Durante su segunda etapa en Cambridge, y a medida que su capacidad confirmaba la intuición de Bertrand Russell sobre la estatura del filósofo vienés, Wittgenstein equiparó el uso de palabras, conceptos y expresiones con “herramientas”: la competencia del lenguaje permite a cada individuo desarrollar desde su infancia los matices semánticos y culturales que le llevarán, por ejemplo, a usar un término en lugar de otro, o entonarlo de un modo u otro, acompañándolo de expresiones no verbales para consumar lo que quiere decir.
Esta atención por los inabarcables matices del lenguaje le acercaron al otro gran filósofo del siglo XX, Martin Heidegger, cuyo concepto “Dasein” (“da” -ahí-, más “sein” -ser-; algo así como entender que la existencia está condicionada por la realidad cambiante) se refiere a la relación de cada persona con el momento, el lugar y la situación que condicionan su existencia (una versión matizada y enriquecida del “yo soy yo y mis circunstancias” de José Ortega y Gasset).
El espejismo del “nombre exacto” de las cosas
Reinventándose y enfrentándose a sí mismo, el filósofo vienés dedicó su segunda etapa académica a evolucionar desde sus postulados del Tractatus con una crítica lúcida y ajena al hecho de que profundizaba en sus propias incongruencias.
Sus colegas reconocían en él su consecuencia y congruencia: una filosofía de vida frugal y sencilla que le condujo a obrar según sus posiciones éticas y le permitió renunciar a su herencia, pues tenía una vida confortable garantizada y carecía de las ambiciones materiales que le habrían apartado de su indagación.
Así, en estos años se refirió a su primer trabajo como dogmático y disfrutó indagando en los matices y equívocos de la conciencia y el lenguaje. Siguió pensando que, “como todo lo metafísico, la armonía entre el pensamiento y la realidad puede encontrarse en la gramática del lenguaje”.
El “nombre exacto de las cosas” al que aspiraba el poeta Juan Ramón Jiménez dependía de tantas cosas que Wittgenstein evitó un último esfuerzo reduccionista para delimitar el común denominador, la “forma lógica” del pensamiento.
Calambres mentales
Nuestra manera de pensar, nuestra visión del mundo circundante y nuestro lenguaje son productos demasiado ricos y complejos como para plegarse a la lógica con la coherencia de una pequeña fórmula matemática.
La polimatía acompañó a Ludwig Wittgenstein, posiblemente el filósofo más capaz -y, por tanto, el más escéptico consigo mismo y con su capacidad, recordando la postura existencial de Sócrates- del siglo XX, hasta sus últimos días, cuando el cáncer de próstata provocó su muerte en 1951.
Seis años después del fin de la locura de la II Guerra Mundial y cuando las heridas de los bombardeos estaban todavía presentes en la Inglaterra de sus últimos días.
Próximo a los poetas románticos o a su coetáneo el poeta T.S. Eliot, otro explorador de la frontera de las palabras, aseguró que la filosofía era “la lucha contra el embrujamiento de nuestra inteligencia por el lenguaje”. Habló sobre el dolor (el “calambre mental”, decía) de ser consciente de lo mucho que pierde un pensamiento evocado al reducirse a palabras.
Una vida consecuente
Pero esta limitación, a veces convertida en una angustia de la entidad de las expresadas por Søren Kierkegaard, se convirtió en el placer de la propia existencia, pues había elegido racionalmente su camino y vivió en consecuencia, forzando nuevos límites en su existencia, fuera exponiéndose al fuego enemigo como en la Gran Guerra (los altos mandos, desesperados, trataban de relegarlo a posiciones seguras, pero él se prestaba voluntario cada día), fuera criticando su propio pensamiento.
El doctor que lo trataba le invitó a pasar sus últimos días con él y su familia. Antes de quedar inconsciente, se dirigió a la mujer del doctor, que le había asistido en las últimas horas:
“Diles que tuve una vida maravillosa.”
Pingback: Wittgenstein: vida y obra del filósofo que se retó a sí mismo - Hablemos de Filosofia()