Hay dos maneras esenciales de viajar: la primera, que todos reconocemos y relacionamos con incertidumbre y aventura, es hacerlo físicamente; la segunda consiste en leer las aventuras de otros, para así aprender sobre sus experiencias.
Se puede viajar acarreando distintos objetivos y mentalidades. El viajero desprovisto de prejuicios y abierto a la experiencia suele afrontar el viaje geográfico como una proyección de la exploración interior, en una especie de paralelismo cósmico entre introspección y universo.
Sobre los objetivos de una travesía, vivida o leída
Es el panteísmo de los presocráticos, los estoicos y los filósofos orientales, como Lao-Tsé, para quien “un buen viajero no tiene planes fijos ni la intención de llegar”.
Existe la falacia de relacionar la aventura que esconde un libro con una experiencia yerma, un pasatiempo sin consecuencias para el lector.
Nada más lejos de la realidad, como han advertido los sabios desde que las rapsodias populares, repletas de manierismos, fórmulas y repeticiones para que cualquier juglar las representara con facilidad, empezaron a ser transcritas.
Sócrates recomendaba: “Emplea tu tiempo mejorando con los escritos de otros hombres para así conocer fácilmente aquello en lo que otros han trabajado duro”.
Su hipótesis se ha probado cierta. Los estudios neurológicos sugieren que “vivimos” lo acaecido en los libros, o percibimos de un modo similar a la experiencia en primera persona.
Aprendizaje y empatía: ventajas de ponernos en la piel de otros
Las mejores historias, sean grandes y pesados tomos o cuadernillos con apenas un puñado de haikus evocadores, o libelos con un relato periodístico en estado puro, como el Relato de un náufrago de Gabriel García Márquez, estimulan el cerebro y hasta cambian nuestra manera de actuar en la vida (artículo de The New York Times).
Los buenos pliegos de cordel, inicio de la literatura popular que desembocó en las novelas del Oeste y en el mismo género Western, hacían lo propio. Acompañar al lector en aventuras tan fantásticas como las de Las mil y una noches.
(Europa, según Estrabón)
Por fortuna, muchos de nosotros no hemos experimentado, por ejemplo, la dureza de las guerras españolas en Flandes, ni la desastrosa campaña napoleónica en Rusia, expuesta con maestría por Lev Tolstói en Guerra y Paz, obra en la que respiramos la pólvora, el miedo, la inmundicia y el grito de las pasiones humanas con una complejidad que se acerca a la realidad de nuestra experiencia sensorial.
Tampoco se nos ha privado, forzosamente y sin posibilidad de réplica, de la libertad para desplegar todo el potencial de nuestra ingenuidad en el mundo, como sí le ocurrió a la adolescente a la que todos hemos cuidado o consolado en algún que otro momento de lectura, Anna Frank.
Vivir lo leído
Las grandes epopeyas de la literatura, como ocurre en la realidad, son tan valiosas cuando cruzan todos los mares y experimentan todos los sinsabores de la aventura, como cuando nos abren la conciencia humana de par en par, sea en forma de confesión, expresión de una grandeza, miseria, locura… Leer es avanzar en lo que conocemos, aprender, vivir más en menos tiempo, caminar hacia la luz y dejar las tinieblas, en términos socráticos.
Como aconsejaba Sócrates, leer de y sobre los grandes viajes y viajeros enriquece nuestra experiencia y, a la hora de lanzarnos al camino, la carretera, el aire o la mar, nos ahorramos algún que otro error de principiantes.
Aviadores aventureros como sólo pudo haberlos en la primera mitad del siglo XX -entre ellos, el hermano de Franco que, además de cruzar el Atlántico en avioneta, representó a ERC en la República-, nos recuerdan en sus reflexiones a los comerciantes y tratantes de caravanas de la sal (África, a través de una Tombuctú enriquecida con la diáspora andalusí) o de las especias (Asia, a través de la Ruta de la Seda, o embarcándose en Zanzíbar como los portugueses e italianos más avezados del medievo).
Saber viajar
Así, el escritor y aviador Antoine de Saint-Exupéry, autor de El principito, sentencia que “aquel que quiere viajar feliz, debe viajar ligero”. Todos sabemos a qué se refiere. Sobre todo los caminantes que llevan la casa a cuestas. T.E. Lawrence se expresó de manera similar.
Si leer nos alimenta, los relatos de aventuras nos conectan con épocas, personas y culturas, nos hacen más cosmopolitas y respetuosos con el matiz y la diferencia. Son un antídoto contra esos otros libros que, interpretados al pie de la letra, transmiten a la realidad el dogma enfermizo de la reafirmación de un gregarismo excluyente.
A propósito del arte de viajar, Mark Twain, padre del Huckleberry Finn que todos hemos sido en alguna ocasión, decía que “es fatal para el prejuicio, la intolerancia y la estrechez de mente”.
Vidas quijotescas: refugiarse en una biblioteca repleta de aventuras
En Grecia y Roma, los ciudadanos más cultivados y prósperos guardaban sus propias bibliotecas y copiaban en rollos o cilindros de papiro (el pergamino, de piel de res y más duradero, se usaba en los libros más significativos) las principales obras, usando a menudo sus propios equipos de copistas.
Incluso mercaderes y esclavos libertos, como el propio filósofo estoico Epicteto, copiaban o mandaban copiar las principales obras de la época y de los filósofos y dramaturgos griegos.
Los romanos también se interesaban por las crónicas y tratados de viajes y conquistas, para así, en una época en que se comerciaba con la India y China a través de rutas de intermediarios, y productos como la sal o el marfil llegaban desde el corazón de África, mientras las mejores pieles procedían de tribus escandinavas y de la Eurasia boreal.
El descubrimiento de la villa de los papiros en Herculano, con un importante fondo dedicado al epicureísmo atomista, demuestra la importancia de alguna de estas bibliotecas.
Acompañando a Héctor, al capitán Ahab y a Edmundo Dantés… o apreciar los atardeceres de Marte
Gracias a la lectura, podemos viajar y conocer situaciones, lugares, épocas, grandes acontecimientos y batallas. Las sagas escandinavas, ambientadas en Islandia, Noruega y Groenlandia, describen la vocación de un pueblo para extender su civilización en los lugares más inhóspitos del Atlántico Norte.
Acompañar a Héctor, “el del penacho en el casco” (una de esos apelativos rimbombantes de la literatura oral, de la que deriva la obra atribuida a Homero), en las puertas de Troya, errar por el “ponto” como lo hace Odiseo, mientras Penélope le espera con la triquiñuela de destejer de noche lo que ha tejido de día, para así no tener que casarse de nuevo.
Acompañar a Bernal Díaz del Castillo y Hernán Cortés en la primera expedición europea en el interior de Mesoamérica, u obsesionarnos con el tesón del Capitán Ahab con el Leviatán blanco que nos ha segado una pierna en el anterior viaje a la caza de ballenas.
Total o parcialmente reales o imaginarias, son todas novelas de aventuras. El género que convierte a Edmundo Dantés en El conde de Montecristo y su venganza tan implacable como ejecutada con la racionalidad de la época en que fue escrita la novela. Islas del tesoro, aventuras de piratas y de soldados españoles, aventuras en la “Frontera” o el “Oeste”…
Sin olvidar los viajes fantásticos o de ciencia ficción, siempre tan humanos como los relatados por Ray Bradbury en sus Crónicas marcianas.
De caballeros y pillos (ante todo, grandes aventureros)
También bucear con sonrisa y ternura en la interpretación idealista que Don Quijote hace de Amadís de Gaula y otros héroes de sus amadas novelas de caballería, o ponernos en la piel, con sentido protector o con el desentendimiento de quien se sabe protegido en un mullido sofá, de niños pillos resabiados por la dura existencia: el Lazarillo de Tormes, Huckleberry Finn, David Copperfield…
Las crónicas de viajes, expediciones o novelas de aventuras nos permiten, además de vivir lo acaecido en el libro como si estuviéramos presentes, conocer oficios, grandezas y miserias humanas desde incontables edades, situaciones y puntos de vista, así como conocer y comprender las aristas de la realidad contada y la complejidad de las circunstancias.
Así, si todo lo que experimentamos es nuestra interpretación u opinión de la realidad y no la realidad misma, como exponía el filósofo estoico Marco Aurelio, las crónicas de viajes, epopeyas y novelas de aventuras nos ayudan a conocer más la complejidad del mundo circundante y de la conciencia humana. Y así, de paso, conocernos mejor a nosotros mismos.
Sobre el arte de dar cuenta de unos hechos: los buenos cronistas
Evocados, los viajes importantes que acercan bienes, épocas y culturas no sólo enriquecen la experiencia de quienes leen trayectos fantásticos y reales, sean relatos en primera persona (como la historia fantástica que nos convierte en cazadores de ballenas, relatada por el marinero raso Ishmael en Moby Dick) o crónicas que dan cuenta de lo acaecido.
La historia y las ciencias sociales, tal y como las conocemos desde la Ilustración, han consistido en dar cuenta de lo interpretado de manera fehaciente, a través de la interpretación -o emulación- de la realidad, siguiendo las pautas del empirismo.
Pero hay historias e historias, y la crónica de un trayecto no se explicará con el mismo respeto por los hechos acaecidos si es expuesta por, pongamos, el soldado de una expedición (es el caso del cronista Bernal Díaz del Castillo y su relato, casi periodístico, de la conquista de México), que por un rapsoda, siempre atento a las modas y trucos retóricos de moda en un lugar y período histórico determinados.
(El mundo, según Estrabón)
La historia ha engullido todos los relatos orales que nunca fueron escritos, o las crónicas y sagas de aventuras escritas alguna vez, pero marchitadas en un rollo de papiro antes de ser recuperadas por algún atento escolar de scriptorium medieval, por no hablar de las que fueron destruidas para escribir sobre ellas interpretaciones o disquisiciones teológicas, sobre todo en la Alta Edad Media.
Sobre aventureros que desempolvaron el saber perdido
Historias extraordinarias, como la de los cazadores de libros perdidos de la Antigüedad que acudían a las polvorientas bibliotecas de monasterios medievales para encontrar obras citadas por los clásicos, nos legaron una doble aventura: la del explorador de libros viejos en la Europa del Renacimiento; y la propia historia narrada en el texto recuperado.
Uno de los hallazgos quizá más importantes e influyentes entre los escépticos y primeros ilustrados, origen del mundo moderno: el hallazgo del tratado epicúreo y atomista “De rerum natura” de Lucrecio, por Poggio Bracciolini, aventura que Stephen Greenblatt reproduce en The Swerve: How the World Became Modern (artículo).
En este ensayo, leemos sobre la conexión entre Giordano Bruno o Michel de Montaigne y el bello y equilibrado poema de Lucrecio, perdido hasta su redescubrimiento en el siglo XV.
Desconocemos cuántos Heródotos, Estrabones y crónicas del viaje de Alejandro Magno hasta la India se han perdido, por no hablar de las historias no menos fantásticas de pueblos sin una tradición escrita milenaria equivalente a la de los principales pueblos de Eurasia.
O las crónicas y sagas de pueblos conquistados, olvidadas por sus descendientes después de su prohibición inicial, en los siempre existentes procesos de asimilación.
Sobre la extinción de culturas, rapsodias, epopeyas, gentes
En la era del antropoceno, hablamos a menudo de la extinción de especies por la acción del hombre, en ocasiones antes incluso de que sean catalogadas por la ciencia, lo que empobrece nuestro mundo y disminuye la riqueza médica y tecnológica de la civilización humana en el futuro, dicen naturalistas como E.O. Wilson (El futuro de la vida).
También es dolorosa la pérdida de la memoria humana. De las grandes sagas, los grandes viajes y descubrimientos, las culturas ya perdidas vistas y contadas en su momento de esplendor -o, a lo sumo, durante su choque con culturas asimiladoras, antes de que se diluyeran historias y aventuras, orales y escritas-.
Así, de la misma manera que el dálmata, una lengua románica hablada en las costas del Adriático, desapareció al morir su última hablante, ahora le llega el turno a culturas como la yámana, en la Tierra del Fuego; todo lo que queda de la cultura yámana se apaga poco a poco en la mente de la última superviviente de esta cultura, Cristina Calderón.
En ocasiones, estas culturas, con sus sagas, crónicas de grandes viajes e incontables aventuras, desaparecen sin merecer siquiera un triste artículo o nota al pie en algún aburrido tratado antropológico que siquiera su autor leerá una segunda ocasión.
Lo que debemos a Edward S. Curtis y Bernardino de Sahagún
Se observa este dolor en las fotografías de Edward Curtis, que recorrió Norteamérica a principios del siglo XX para dejar constancia fotográfica de los últimos nativos americanos explicando las historias de sus ancestros.
Heródoto, Estrabón, Marco Polo, Ibn Battuta, Bernal Díaz del Castillo, Bernardino de Sahagún y tantos otros sintieron la premura de dar cuenta de lo visto de la mejor manera que, según las herramientas a su alcance y la mentalidad de cada época, pudieron.
Así, conocemos Arabia, el Creciente Fértil y África en la época de la Grecia Clásica, observamos el mundo en el siglo VII de nuestra era desde la perspectiva de la poderosa China, a través de los viajes de Xuanzang (antes de que la mentalidad confucianista cerrara a China sobre sí misma).
O asistimos a la exploración vikinga desde la península escandinava a las Islas Feroe, Islandia, Groenlandia y la actual Canadá en sus sagas literarias; o a la expansión europea por el mundo con los relatos desde Iberia, Inglaterra, Países Bajos, etc.
Sobre el relativismo histórico: haciendo la historia más rica (y menos eurocéntrica)
La interpretación que nos la legado la historia es tan eurocéntrica como sus propios postulados. En las últimas décadas han aparecido escolares con suficiente vocación holística como para dar cuenta de lo ocurrido con cada vez más puntos de vista:
- lo que las otras culturas explican sobre los viajes;
- lo que dicen los hallazgos arqueológicos sobre costumbres, dietas, dolencias, economía, etc.
Un buen inicio para afrontar las crónicas y relatos de grandes viajes desde un punto de vista más rico y menos eurocéntrico (o, en los últimos dos siglos, menos anglocéntrico): la lectura de ensayos como Armas, gérmenes y acero (1997), por el profesor de UCLA Jared Diamond; o 1492. The Year the World Began, por el historiador británico Felipe Fernández-Armesto.
Repertorio de grandes aventureros
Sobre la tendencia occidental a considerar el mundo desde el punto de vista expuesto por Mercator en su famoso mapa (con una Europa elefantiásica, en comparación con su proporción y tamaño reales), Robert Louis Stevenson avisaba: “No existen tierras extrañas. Es el viajero el único extraño”.
Enumeramos a apenas la superficie de la cultura humana, de los grandes viajes y aventuras que nos hicieron como somos y explican tanto nuestros problemas como aventuran posibles soluciones.
1. Heródoto, el gran geógrafo clásico (484-425 aC)
Padre de la historiografía occidental. Dejó descrito que percibimos el mundo de manera subjetiva: “Tu estado de ánimo es tu destino”.
Hasta que la Era de los descubrimientos abrió el mundo a Europa, hasta ese momento el extremo “pobre” de Eurasia en comparación con las más complejas y ricas economías de India y China, el Occidente erudito miró el mundo a través de la cuenta que Heródoto había dado de él en el siglo V aC, coincidiendo con el auge de la Atenas de Pericles, Sócrates y los grandes dramaturgos y escultores.
Describió en Historiae (Los nueve libros de historia) el mundo antiguo con una vocación multidisciplinar (geográfica, cultural, historiográfica, etnográfica) que Occidente no recuperó por completo hasta la Ilustración.
De ahí que filósofos e historiadores acudieran a él al inicio de la Era de los descubrimientos para explorar las rutas que llevarían a portugueses, españoles y holandeses a Extremo Oriente, descubriendo América en el proceso. Estrabón, Ptolomeo y Plinio el Viejo se basaron en su obra y cotejaron con ella sus apreciaciones y hallazgos.
Heródoto contó con fuentes orales y escritas, que cotejó siempre que le fue posible. Entrevistó a sabios de distintas ciudades y culturas ajenas a la griega, anotando lo que consideraba especulaciones más o menos fundadas: “según los persas”, “según los griegos”, “los de este pueblo dicen”, etc.
Por escrúpulos, Heródoto, el primer gran viajero polímata (al menos en Occidente), evitó atribuir a su obra el carácter de verdad irrefutable en que se ha caído a menudo con posterioridad (de manera más alarmante en la actualidad).
Dejó escrito, como lección a los historiadores que le seguirían: “me veo en el deber de referir lo que se me cuenta, pero no a creérmelo a rajatabla”.
Viajó menos de lo que conoció, a través de lecturas y entrevistas. Su mundo geográfico comprendía desde los confines de la India, en Oriente, hasta Iberia en Occidente.
2. Estrabón, el primer gran creador de mapas (64aC-24dC)
Si Heródoto había viajado más en lecturas y conversaciones que geográficamente, el también geógrafo e historiador griego Estrabón aprovechó la estabilidad de su época para viajar por todo el Imperio y sus zonas de influencia, desde Armenia hasta el poniente europeo.
Sus mapas fueron usados en Occidente hasta que los geógrafos de la Era de los Descubrimientos ampliaron el mundo conocido.
Recorrió el Nilo hasta Asuán (Swenet en la Antigüedad), frontera del Egipto actual y el histórico, a la altura de la primera catarata, lo que hacía posible la navegación hasta el delta. Si Heródoto había mencionado la ciudad, Estrabón la visitó y recorrió sus calles.
Estrabón creyó que la ciudad estaba situada en el trópico del globo terráqueo (en una época en que buena parte de los eruditos seguían manteniendo que era plana), ya que en el mediodía del solsticio de verano los objetos verticales no tenían sombra.
Describió el mundo de inicios de nuestra era desde una perspectiva histórica y etnográfica, rechazando los postulados físicos y astronómicos de los geógrafos de moda. Habló de gentes, comportamientos, historia y mitos.
Como había hecho Heródoto, recurrió a las fuentes más fehacientes a su alcance para hablar de lugares que nunca había visitado, como Iberia.
En su obra Geographica, la más influyente, describió la historia de las gentes y los lugares más importantes de su era, que constituyeron la base de la interpretación de Roma por la historia moderna. Esta obra fue reeditada por primera vez desde la Antigüedad en 1516, cuando apareció en Venecia una edición en griego.
3. Xuanzang, el peregrino cosmopolita (602-644 OR 664)
Monje budista de Luoyang (provincia de Henan, centro-este de China), Xuanzang no se conformó con la educación propia de una próspera familia de eruditos. El menor de cuatro hermanos, a los 27 años -7 años después de haber sido ordenado monje- partió hacia la India, donde permaneció una década y media.
Retornó con textos en sánscrito y un profundo conocimiento del budismo que enriqueció la filosofía china del momento. Consciente de la complejidad y riqueza de las culturas asiáticas ajenas a la china, fundó una escuela de traducción con escribas de toda Asia, que tradujeron centenares de títulos al chino.
4. Marco Polo, el mercader que acercó China a Occidente (1254-1324)
Mercader y viajero veneciano que con sus periplos por el Extremo Oriente alimentó la imaginación y abrió el camino de generaciones de comerciantes aventureros de la península itálica, tales como los genoveses sin alcurnia que vieron en viajes arriesgados la manera de conseguir fortuna, gloria, títulos nobiliarios o todo a la vez.
En Los viajes de Marco Polo, más una novela fantástica con evocaciones reales que una crónica con vocación de veracidad empírica a la manera clásica o ilustrada, Marco Polo presentó a los europeos las gentes, tierras, ciudades y riquezas de Asia Central y China.
Acompañó a su padre y tío en un viaje que les llevó a Armenia, Persia, Afganistán y el interior de China, recorriendo toda la Ruta de la Seda.
5. Ibn Battuta, el trotamundos árabe (1304-1368 o 1377)
Nacido en Tánger, su viaje (“rihla”) por Oriente duró 24 años y cubrió una distancia mayor que su contemporáneo Marco Polo.
Recorrió a los 22 años la mitad norte africana, la Europa mediterránea y del Este, Oriente Medio, Asia Central, la India, el sureste asiático y China.
Al regresar a Tánger, con 46 años, había recorrido 120.000 kilómetros, dentro y fuera del mundo musulmán.
Sus apreciaciones sobre Asia Central, entonces dominada por los mongoles, así como sobre Arabia y la costa oriental africana, influyeron en la visión de los escolares árabes desde entonces.
Ya en Damasco, decidió viajar a Cerdeña y España antes de recalar en Tánger. Elogió las ciudades visitadas en al-Andalus y, ya en la orilla sur del estrecho, se propuso conocer su propio país, visitando las ciudades entre el Atlántico, el Atlas y el desierto, desde la capital Fez a Marrakesh.
Su libro de viajes cayó en el olvido durante siglos, hasta ser redescubierto y traducido en Europa en el siglo XIX.
6. Cristóbal Colón, descubridor del Nuevo Mundo (1451-1506)
Sin Marco Polo, quizá no habría sido posible el Cristóbal Colón que ha pasado a la historia: su cuenta de la Ruta de la Seda explicó a los europeos que dependían de otros para acceder a las riquezas de la India y China… o de nuevas rutas.
Cuando los otomanos vetaron a los europeos de la Ruta de la Seda, los intercambios comerciales se plagaron de intermediarios e hicieron más peligrosos.
Italianos y portugueses probaron remontar el Nilo y embarcarse en las costas de Etiopía y Zanzíbar hacia la India y más allá, pero la peligrosidad e inestabilidad de la ruta incentivó a los reinos del Atlántico europeo a buscar alternativas.
Portugal optó por el cabotaje a lo largo de la costa africana para llegar a las Indias, mientras Castilla se encomendó a periplos todavía más arriesgados; los Reyes Católicos fueron, en gran medida, los primeros grandes inversores de capital riesgo de la Era Moderna, al financiar no ya una ruta hacia las Indias que no dependiera de los sarracenos, sino un nuevo continente.
El mundo tal y como lo conocemos empieza en ese viaje quimérico. Armas, gérmenes y acero explica las consecuencias del choque entre Europa, el Nuevo Mundo, África y, en poco tiempo, todo el planeta.
7/8. Fernando de Magallanes (1480-1521) y Juan Sebastián Elcano, primeros en dar la vuelta al mundo (1476-1526)
(Arriba: Hernando de Magallanes)
(Arriba: Juan Sebastián Elcano)
Fernando de Magalhães y Juan Sebastián Elcano, portugués y guipuzcoano durante la monarquía hispánica, capitanearon la expedición que cumplió la primera circunnavegación de la tierra en 1522.
Magallanes capitaneó la flota de 5 naves que haía partido de Sevilla el 10 de agosto de 1519, hasta su muerte en una escaramuza en la isla filipina de Mactán, tras haber cruzado el estrecho de Todos los Santos (después, estrecho de Magallanes) en la Tierra del Fuego, y gestionado rebeliones a bordo por la hambruna y el escorbuto.
Juan Sebastián Elcano decidió volver con una sola nave, la Victoria, siguiendo cartas de navegación portuguesas desde el Sureste asiático, atravesando el Índico hacia el suroeste para cruzar el Cabo de Buena Esperanza (mayo de 1522), hacer una última aguada en Cabo Verde en julio del mismo año, y llegar finalmente a Sevilla el 8 de septiembre de 1522.
La expedición había durado casi tres años y regresado con sólo 18 tripulantes, entre ellos Elcano, pereciendo 216 en la travesía.
Al atracar en Sanlúcar de Barrameda, el supernumerario y superviviente Antonio Pigafetta daba cuenta de la travesía:
“Desde que habíamos partido de la bahía de San Lúcar hasta que regresamos a ella recorrimos, según nuestra cuenta, más de catorce mil cuatrocientas sesenta leguas, y dimos la vuelta al mundo entero. El lunes 8 de septiembre largamos el ancla cerca del muelle de Sevilla, y descargamos toda nuestra artillería”.
9. James Cook, el explorador de las antípodas (1728-1779)
El navegante, explorador y cartógrafo británico dedicó su vida a tres viajes por las antípodas del Océano Pacífico, el último territorio desconocido y apenas cartografiado del planeta.
Reclamó para Gran Bretaña territorios apenas visitados por Europeos. Cartografió la costa este de Australia, visitada por los españoles en el siglo XVI, así como las islas Hawái, descubiertas por Álvaro de Saavedra en 1527.
Fue el primero en circunnavegar y cartografiar la irregular y fría costa de Terranova (su primer gran encargo), así como Nueva Zelanda.
Se le recuerda como capitán del navío científico HMB Endeavour, con el que dobló el Cabo de Hornos y se adentró en el Pacífico, navegando en sus antípodas para observar y documentar el tránsito de Venus sobre el Sol (encargo de la Royal Society).
Completadas las observaciones, partió desde Tahití en busca de la Terra Australis, recalando primero en Nueva Zelanda (el segundo europeo en hacerlo, tras Abel Tasman en 1642).
Si bien tenía intención de proseguir hacia el oeste hasta la Tierra de Van Diemen (Tasmania), pero los vientos les obligaron a virar hacia el norte, cartografiando por primera vez la orilla oriental de Australia. Europa había encontrado la Terra Australis.
El explorador realizó un segundo viaje alrededor de la Antártida, el sexto continente. Dedicó un tercer viaje a explorar el Pacífico Norte. Murió en Hawái durante una escaramuza con una tribu local.
Las tres expediciones de James Cook arrojaron luz a las zonas del Pacífico apenas cartografiadas por los europeos, pese a las numerosas expediciones españolas, portuguesas y holandesas.
10. Charles Darwin, quien confirmó viajando su hipótesis de la selección natural (1809-1882)
Primer postulador de la síntesis evolutiva moderna, que confirmó viajando a lugares apartados del planeta donde las condiciones ambientales habían estimulado, en ocasiones en poca distancia, evoluciones dispares a partir de una misma especie.
Su teoría de la evolución mediante la selección natural transformó con profundidad no sólo las ciencias naturales, sino también las sociales, debido a su influencia sobre las teorías sociales y económicas de polímatas como Herbert Spencer.
El viaje de 5 años a bordo del barco científico Beagle, que le llevó por las costas y archipiélagos de América del Sur y el Pacífico (con la memorable escala en las islas Galápagos), le permitieron demostrar científicamente las teorías expuestas en el libro inspirado por el viaje, El origen de las especies.
11/12. Henry Morton Stanley (1841-1904) y David Livingstone (1813-1873), exploradores del corazón de África
(Arriba: Henry Morton Stanley)
(Arriba: David Livingstone)
Henry Morton Stanley, explorador y periodista británico nacionalizado estadounidense, dedicó sus esfuerzos a explorar África Central, desconocida en su mayor parte para los europeos a mediados del siglo XIX.
Al finalizar la Guerra Civil Americana, inició su carrera como periodista, que le llevó a cubrir la campaña británica en Abisinia, así como a realizar expediciones en distintos territorios del Imperio Otomano. También fue corresponsal en España.
EN 1869, el editor del diario New York Herald, le encarga la búsqueda del explorador y misionero David Livingstone, desaparecido en África desde hacía años.
Visitó Arabia y embarcó hacia Zanzíbar, desde donde viajó hasta el lago Tanganica. Allí encontró a Livingstone todavía con vida, aunque gravemente enfermo.
Dejó a Livingstone convaleciente y regresó a Zanzíbar, desde donde viajó a Londres y explicó su encuentro con el explorador. No le creyeron, dudando de la autenticidad de las cartas de Livingstone.
Para despejar las dudas, el Daily Telegraph británico y el New York Herald financiaron una segunda expedición al continente africano, que cruzó por primera vez de este a oeste, siguiendo el hasta entonces desconocido curso del río Congo.
Las expediciones de Stanley y Livingstone por el interior de África fueron las últimas de la era de los grandes exploradores, justo cuando los estados europeos se repartían África usando el tiralíneas y la disposición de los grandes accidentes geográficos.
Gran Bretaña trató de crear un imperio africano de norte a sur, mientras Francia intentó hacer lo propio de oeste a este, con intereses belgas en el Congo, portugueses a lo largo de la costa y testimoniales de España (con su nefasto siglo XIX), Holanda (con la pérdida de sus territorios del sur), Alemania (África Oriental) e Italia (Eritrea), las dos nuevas potencias unificadas que habían llegado tarde al “troceamiento y reparto”.
13. Roald Admunsen (1872-1928), conquistador del Polo Sur
A finales del siglo XIX, el mundo alcanzaba su cúspide eurocéntrica, con los imperios británico y francés todavía potentes, el poder creciente de Alemania e Italia, y el ocaso de los imperios español y portugués.
La debilidad de los imperios austro-húngaro y otomano estaba en el aire, mientras Norteamérica se convertía en un gigante y los gigantes agazapados de Rusia y China se consumían en rencillas internas, así como tensiones con Japón, que iniciaba su esfuerzo de apertura y modernización.
Sin grandes territorios por descubrir, las últimas grandes expediciones y aventuras se circunscribían a la conquista de los polos y de las cumbres más altas del planeta.
El noruego Roald Admunsen, veterano explorador polar, alcanzó por primera vez el polo Sur al entender la complejidad de la travesía por la Antártida.
Planificó una expedición ligera y rauda, con trineos tirados por perros, a diferencia de Robert Falcon Scott, que optó por una logística más contundente, lenta y menos adaptada al medio, con trineos tirados por caballos mongoles.
La dureza de la Antártida dio la razón a Admunsen. Por el contrario, la expedición de Scott pereció en el intento.
14/15. Yuri Gagarin (1934-1968) y Neil Armstrong (1930-2012), primeros en el espacio y la luna, respectivamente
(Arriba: Yuri Gagarin)
(Arriba: Neil Armstrong)
Con una Europa en retirada, consumiendo su energía en dos guerras fratricidas dominadas por las tensiones entre nacionalismos, materialismo dialéctico y fascismos, las dos grandes potencias ganadoras de la II Guerra Mundial se repartieron el mundo.
Sin nada que explorar en la Tierra, Estados Unidos y la URSS iniciaron la carrera espacial.
- El cosmonauta soviético Yuri Gagarin fue el primer ser humano en viajar al espacio exterior a bordo de la nave Vostok 1 (12 de abril de 1961);
- mientras el astronauta estadounidense Neil Armstrong fue el primer ser humano en pisar la luna (21 de julio de 1969), a bordo del Apolo 11.
Un nuevo mundo emerge en el siglo XXI, con China abandonando un letargo de siglos y postulándose para recuperar el liderazgo comercial y económico mundial.
En unas décadas, Norteamérica, Europa, China, India y otras potencias lucharán quizá por la llegada a Marte. O quizá por su colonización, una vez avanzados los experimentos en la Estación Espacial Internacional (y, quizá, la luna).
Dependerá de la voluntad política, del ánimo de la opinión pública, de la economía y, no menos importante, de los derechos de explotación (se habla ya, y no es broma, de los derechos de propiedad sobre una hipotética minería en asteroides).
Al fin y al cabo, somos una civilización extractiva.
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