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Generación frágil: la condescendencia no sirve como educación

Zona metropolitana de Barcelona, tres décadas atrás. Primavera estilo años ochenta. La ciudad se prepara ya para los Juegos, tras haber sido nominada el año anterior en la escena: “À la ville de…”.

Luego, júbilo transversal.

La cacicada de un barcelonés, Juan Antonio Samaranch, ha conseguido el escaparate mundial para el país en un año redondo: cinco siglos después del descubrimiento de América.

El último proyecto ilusionante para todos, sin dinámicas centrípetas-centrífugas. Los españoles parecen, al fin, “conllevarse” con éxito, como había aconsejado Ortega.

Las imágenes de las estatuas de Colón y de la Libertad, emparejadas simbólicamente sin que ninguna mancille a la otra (al fin y al cabo, ambas representan a los “conquistadores” del Hemisferio Occidental y son poco celebradas por los nativos del continente “descubierto”) habían emocionado a los votantes del COI durante el vídeo promocional de la candidatura olímpica de la ciudad.

Fotograma de “The Goonies”, clásico del cine infantil-juvenil que hoy muchos padres considerarían demasiado “violento”

Más importante, el país es miembro junto a Portugal, también desde el año anterior, de la Comunidad Económica Europea, pronto Unión Europea.

Atlanticidad

La Iberia de José Saramago (Hespaña, con “H”, según el republicano galleguista Alfonso Rodríguez Castelao, pues España debía ser inclusiva como la Hispania romana) esa que debía sesgar el apéndice que la mantenía en Europa Occidental en la vertiente norte de los Pirineos y navegar, como la Atlántida redescubierta, hasta el centro del Atlántico, a medio camino entre la vocación americana y los ecos mediterráneos, pierde ante la otra Iberia, la eurófila y desacomplejada, más próxima a la mentalidad del programa Erasmus que a las penas del exilio republicano.

La atlanticidad del lusíada Saramago se convirtió en la Europa protegida por España en Lepanto, liderada literariamente por Cervantes y filosóficamente por el perspectivismo ‘avant la lettre’ de Baltasar Gracián.

Un niño de diez años sale de clase a las cinco y se desplaza a casa en el autocar de la escuela. Al salir del autobús, se acerca a casa a dejar la mochila y hacerse un bocadillo, listo para una aventura de media tarde metropolitana. Se acerca el verano y anochece más tarde, y los niños calculan el tiempo necesario para desplazarse hasta el polígono industrial del pueblo aledaño (tres o cuatro kilómetros) y estar de vuelta antes de suscitar la preocupación de sus padres.

Visita infantil a una desaparecida fábrica de juguetes

La aventura implica caminar junto a las vías del tren de cercanías, obligándolos a apartarse del manto de guijarros que asegura los flancos de la plataforma férrea: algo que no explicarán en casa. Pero la pandilla, que se lanza a tierra cuando llega un tren como hacen los soldados de las películas de sobremesa para protegerse de un bombardeo, cree que la recompensa potencial de la trastada es muy superior al riesgo.

En ningún momento se acercarán a la vía, a sabiendas de que el túnel de viento causado por el desplazamiento de un tren de mercancías con inercia suficiente los podría podría succionar. Extasiados por el riesgo y la travesura, llegan finalmente a su destino: el muro de una fábrica de juguetes, al otro lado del cual les espera un contenedor con los desechos del día. Con un poco de suerte, allí habrá alguna pieza en buen estado o algún coche de Scalextric o alguna porción en buen estado de un Exín Castillo.

Un viejo juguete conocido por muchos españoles cuya infancia transcurrió en los 70 y 80

Hay suerte: dos coches casi íntegros aparecen visibles junto a la superficie, así que uno de ellos salta al contenedor, lanza los dos coches por encima del muro y vuelve a encaramarse sobre éste agarrándose a las manos que ofrecen los otros miembros de la pandilla. Trabajo clínico y de equipo; agilidad y sangre fría.

Aventuras en retirada

Media hora después, el niño se sienta a cenar con el resto de la familia. Su madre observa un pequeño rasguño en su antebrazo. “No es nada, mamá; me lo hice jugando a fútbol”.

Durante los años siguientes y hasta alcanzar la universidad, los miembros de la pandilla, un grupo de niños más de una ciudad metropolitana en el sur de Europa, asumirán riesgos similares durante el juego y carecerán de más supervisión que su propio sentido común.

Una historia más entre otras posibles… años atrás. Los adultos de hoy en los países desarrollados son los últimos en jugar y hacer travesuras sin supervisión adulta ni penalización de lo que ahora consideramos conductas de riesgo en el juego, cuando décadas atrás servían de escarmiento y formación moral para millones de niños con licencia para hacerse daño y equivocarse, así como para rectificar y resarcirse de errores, asistir a otros y dar auténticas lecciones de ética.

Sin apenas percibirlo ni darle importancia, la sociedad ha sustituido la autonomía de los niños por una supervisión y tutoría obligada en todo momento. El resultado del cambio de hábitos y percepción social hacia las necesidades educativas y de supervisión de los niños: el aumento de la dependencia emocional de los pequeños se traslada hasta la edad adulta, debilitando la necesaria autonomía y autosuficiencia al afrontar los retos de la vida.

Cuando los padres eran Captain Fantastic (sin estridencias)

La picardía, rudeza e incorrección política de los protagonistas de aventuras como La guerra de los botones (Louis Pergaud, 1912), clásico infantil en el que dos pandillas de pueblos aledaños se declaran la guerra a pedradas, o Los Goonies (Richard Donner, 1985), filme con referencias al parecer demasiado explícitas para niños o adolescentes de hoy (por no hablar de Las aventuras de Huckleberry Finn (Mark Twain, 1885), esa novela con violencia hacia los niños y expresiones xenófobas demasiado crudas, como si los niños fueran incapaces de distinguir entre el contexto de una época y la realidad), son impensables como productos “educativos” contemporáneos, en un momento histórico en que la pedagogía se esfuerza por adaptar el mundo a los niños ocultando la crudeza de la vida, en lugar de mostrar el mundo a los niños para que, así, decidan en el futuro con autonomía y conocimiento de causa.

Jonathan Haidt, profesor en la Stern School de la Universidad de Nueva York y autor de The Righteous Mind, se pregunta en un artículo para Reason -La generación frágil- si no hemos ido acaso demasiado lejos con el paternalismo social mal entendido para con los niños. Según Haidt, “malas políticas y una crianza paranoica están creando a niños demasiado mimados para prosperar” como adultos.

Fotograma de la adaptación cinematográfica de “Matar a un ruiseñor”

Pese al intento consciente de muchos padres de revertir una tendencia presente en la sociedad, pues han descendido los delitos pero no así la percepción de inseguridad, tratar de convertirse en Ben Cash (Viggo Mortensen), el padre que se esfuerza por despertar en sus hijos una filosofía de vida autosuficiente y en contacto con la naturaleza y las durezas de la existencia en el filme Captain Fantastic (Matt Ross, 2016), puede poner a uno en un aprieto.

Los adultos de hoy jugaron sin supervisión

En una visita que Kirsten y yo realizamos con nuestros hijos a unos amigos con hijos en la misma localidad, nos sorprendió gratamente la capacidad de los pequeños para realizar manualidades y tareas de carpintería con herramientas para adultos; había incluso algún clavo, una pequeña sierra y un martillo.

Acostumbrados a respuestas de pánico de otros padres ante la manipulación de cualquier herramienta por un niño, comprendimos que el nivel de tolerancia varía en cada familia, si bien es la tolerancia media en la sociedad de cada momento la que influye sobre legislación y normas, tanto escritas como no escritas.

Para Lenore Skenazy y Jonathan Haidt, el excesivo paternalismo de nuestros días, que obliga a supervisar a los niños en todo momento y los priva de toda autonomía, responsabilidad y gestión propia, aumenta su dependencia al alcanzar la edad adulta.

Fotograma de la última adaptación cinematográfica de una obra infantil que el paso de los años ha convertido en “violenta”: La guerra de los botones (Louis Pergaud)

La solución no es tan sencilla pues, explican los autores al inicio del reportaje, en países como Estados Unidos los padres que deciden otorgar autonomía a sus hijos, dejándolos ir y volver del colegio con amigos y sin adultos, o acudir solos al parque, se arriesgan a la denuncia de otros adultos y a una visita de la policía al domicilio.

En casos extremos, las denuncias por responsabilidad acaban con problemas jurídicos. Cuando algún aprendiz despistado de Captain Fantastic conceda a sus hijos -de una cierta edad, se entiende- un nivel de autonomía percibido como peligroso por su entorno y pierda la custodia, nos preguntaremos por qué nuestro nivel de tolerancia ha descendido a mínimos históricos cuando los adultos actuales de 40 años o más -explican Skenazy y Haidt- jugaron con mucha mayor libertad y sin supervisión adulta cuando los niveles de peligrosidad y crimen eran más elevados.

La incapacidad de enfrentarse a un ruiseñor

Revistas de crianza y eventos en escuelas y universidades demuestran hasta qué punto ha cambiado nuestro parecer con respecto a los niveles de libertad e incomodidad que la sociedad está dispuesta a conceder a niños, adolescentes y jóvenes universitarios: en las universidades de Estados Unidos, se crean “espacios seguros” y se denuncian programas que exponen a los estudiantes a lecturas consideradas “incómodas”, como Matar a un ruiseñor, la novela de Harper Lee que inspiró una película (Robert Mulligan, 1963) con Gregory Peck en el papel de Atticus, el abogado que defenderá a Tom Robinson, joven afroamericano, de cargos falsos de violación. A nadie se le escapa que la intención de la obra de Harper Lee es suscitar precisamente la “incomodidad” en el lector…

Censuramos palabras por su dureza e ideas legítimas por su incomodidad, no sólo entre los niños, sino entre jóvenes adultos, además de ocultar o prohibir el uso de herramientas que pueden herir, o (el colmo), prohibir -como ha ocurrido en la biblioteca pública de Boulder, Colorado- la presencia de niños no acompañados por adultos en espacios con libros, escaleras, puertas, mobiliario y ascensores porque son lugares que presentan “riesgos” para menores de 12 años… Hasta aquí hemos llegado.

“Tenemos la mejor de las intenciones, por supuesto. Pero los esfuerzos para proteger a nuestros hijos podrían ser contraproducentes. Cuando criamos a niños desacostumbrados a afrontar cualquier cosa por sí mismos, incluyendo riesgo, fracaso y despecho, nuestra sociedad e incluso nuestra economía se ponen en riesgo.

“A pesar de todo, las actuales prácticas formativas y legislación infantil no hacen sino cultivar esta falta de preparación. Existe el miedo de que todo lo que los niños ven, hacen, comen, oyen o lamen les podría hacer daño. Y existe la impresión contemporánea que se ha extendido en la educación superior según la cual las mismas palabras e ideas podrían ser traumatizantes.”

Medicar a Don Quijote

Para sintetizar una situación que, llevada al extremo, alcanza escenas del teatro del absurdo, Lenore Skenazy y Jonathan Haidt recurren a una vieja expresión, según la cual todo lo que un padre o tutor debe estimular en los pequeños es una preparación para el camino de la existencia, y no caer en la tentación de adaptar el camino para desproveerlo de la retahíla de obstáculos y cantos rodados que cualquier ser humano mínimamente lúcido encontrará a lo largo de las distintas etapas de su existencia.

Exageraremos si creemos que, dado el contexto necesario, cualquier niño o niña acabará reconociendo la valía de filosofías de vida y lecturas sobre los claroscuros de toda aventura humana: la ballena blanca de Melville y los sombríos personajes de Joseph Conrad, perdidos en las tinieblas del África colonial o en los confines del océano, escrutan los mismos grandes misterios frente a lo espiritual y desconocido, lo natural y salvaje.

Matar a un ruiseñor

La llamada de lo salvaje presente en Herman Melville, Joseph Conrad, Robert Louis Stevenson o Jack London, literatura seria considerada como formativa para cualquier adolescente con espíritu aventurero y sólo mejorada con el conocimiento de los arquetipos clásicos y los escasos arquetipos modernos (mosqueteros y Montecristo, de Alexandre Dumas; desposeídos de Victor Hugo), empiezan a ser referencias demasiado oscuras y traumáticas…

Como si medicando a Don Quijote, evitando que Edmundo Dantés entre en la cárcel, evitando que Ahab cace ballenas, enviando a Lord Jim a alcohólicos anónimos, edulcorando los dramas de la colonización y la esclavitud, u ofreciendo unas condiciones dignas a los miserables de Hugo fuéramos a explicar un mundo mejor a nuestros hijos, preparándolos para un supuesto paraíso eugenésico donde no existen las contradicciones ni las miserias humanas.

Martin Eden contra los eugenistas de la realidad

Martin Eden, el joven escritor no publicado de Jack London, no necesitaba una palmadita en la espalda, pues él solito se servía en su batalla contra el dragón y, en todo caso, de requerir asistencia, era suficientemente maduro como para pedirla él mismo.

Quizá los padres de hoy haríamos bien en fomentar el espíritu crítico necesario en la sociedad para que no se establezca como normal el paternalismo adorador que microgestiona la crianza de los pequeños hasta el punto de preparar los juegos y censurar la necesaria voluntad de explorar, romper moldes, equivocarse, rectificar, asomarse -aunque sea de lejos- a los primeros vértigos y precipicios de la existencia.

No es necesario, faltaría más, hablar a nuestros hijos de los problemas existenciales más famosos de la historia universal, desde las aventuras de Odiseo a las Confesiones de Agustín de Hipona, más lúcido y “moderno” sobre la educación en muchos aspectos -como la economía o la necesidad de exponerse a la oscuridad, la maldad, las contradicciones, para apreciar la luz, la bondad, la lucidez repentina- en el siglo IV de nuestra era que muchos educadores mediáticos actuales, obsesionados como el atosigamiento (la microgestión, en el estudio y el juego, de los pequeños).

¿Cómo hemos llegado hasta el punto de considerar “Matar a un ruiseñor” como una obra demasiado “incómoda”? El objetivo de Harper Lee era precisamente suscitar nuestra incomodidad…

Sin necesidad de conocer el nihilismo de Schopenhauer, la angustia de Kierkegaard o el eterno retorno sobre lo mismo de Nietzsche, el propio juego entre niños de distinta edad, en el que surgirán tensiones y gestos de pequeñas miserias y virtudes, aportará con la lucidez de los mayores filósofos los rasgos humanos con que se toparán de manera recurrente en la edad adulta.

Aprender con claroscuros

Pero, para acceder a este ciclo formativo virtuoso, es necesario confiar en nuestros pequeños, concederles la autonomía que se merecen antes de que sea demasiado tarde, sin confundir “autonomía” con la reclusión en la habitación ante alguna pantalla, sin más interacción ni reto que los mecanismos de gratificación instantánea de algún videojuego planificado para maximizar micropagos.

Tal y como nos explican Haidt y Skenazy en su artículo sobre lo que ven como “generación frágil”, las prácticas de crianza y formación contemporáneas parecen diseñadas para cultivar la ausencia de cualquier preparación o filosofía de vida coherente: al evitar estrecheces y dificultades, los pequeños de hoy corren el riesgo de sufrir el parálisis de una presa frente al riesgo percibido en el horizonte.

Los autores identifican el cambio de actitud con los más pequeños, con fenómenos como el de los padres hiperactivos (“padres helicóptero”), que sobrevuelan por las actividades cotidianas de sus hijos (atosigados por actividades extraescolares y una tutoría permanente y condescendiente, un ridículo qué-bien-que-lo-haces-hijo-mío) como si dejarlos a solas fuera a despertar en ellos el germen del fracaso.

Dependencia moral

Este aumento de la crianza condescendiente y “helicóptero” habría empezado, creen los autores del artículo, en los suburbios de clase media estadounidenses durante los 80, años de prosperidad material y percepción de dominio cultural. Varias razones, desde normas parentales expuestas en los medios, mayores expectativas para los pequeños, una regulación en aumento, así como avances tecnológicos y la creencia -azuzada por los medios- del aumento del riesgo de secuestro de los pequeños, acabaron con la autonomía infantil y el juego no supervisado por adultos.

Como consecuencia,

“los niños han prácticamente perdido la experiencia de disfrutar de franjas de tiempo no supervisado para jugar, explorar, y resolver conflictos por su propio pie. Esto ha provocado que sean más frágiles, se ofendan más fácilmente y dependan más de terceros.”

En los últimos años, habríamos confundido el deseo de garantizar un buen nivel de seguridad y mentoría de los pequeños con la inculcación de la creencia dogmática de que, al ser “menores”, necesitan figuras autorizadas (“adultos”) para resolver sus problemas y mediar entre conflictos y rencillas, así como garantizar un mundo entre algodones donde la incomodidad y la imperfección son extirpadas con el bisturí de de una mentalidad que recuerda a la eugenesia de Francis Galton.

Los psicólogos llaman al fenómeno de la interiorización infantil de la necesidad de supervisión “dependencia moral”.

¿Y si esta supuesta “dependencia moral” minara la notable ausencia de prejuicios e ingenuidad que tanto alabamos en genios de todas las disciplinas, que han sabido conservar esta actitud de frescura y autenticidad asociadas con la primera edad?

Edmond es Montecristo

La apertura de miras será necesaria para cualquier joven que quiera abrirse paso en los estudios y la vida, pues sin conocer las mieles de la creatividad original sin supervisión y los sinsabores de los primeros fracasos, los adultos más jóvenes optan por la actitud que los tutores y el contexto han patrocinado: la sumisión a la autoridad, el dogmatismo, la hipersensibilidad y rechazo de cualquier fenómeno que perturbe la realidad como, según les han explicado, tiene que ser.

Salir de fiesta, hacer una travesura o perderse en el interior de una de esas estructuras laberínticas que llamamos ciudad o campus universitario no equivalen a escalar el Everest o alcanzar la luna, y la inteligencia emocional necesaria para no sufrir un bloqueo ante cualquier dificultad repentina aparece latente en cada niño.

Todo lo que tenemos que hacer es otorgarles confianza. Saben lo que hacen y, llegado el caso, se las ingenian para salir de cualquier pequeño mal trago.

Martin Eden, un libro de Jack London considerado literatura juvenil que, sin embargo, aguanta -por su seriedad, trasfondo, calidad- el paso de los años. Un clásico infravalorado que aguanta la lectura madura y reflexiva

Ofrezcamos ayuda y asistencia cuando lo estimemos oportuno o nuestros hijos y alumnos lo demanden, pero no pensemos ni decidamos en su lugar. La condescendencia es la peor ofensa a la mente libre, ingenua, brillante.

Del mismo modo que hemos aprendido a apreciar la genialidad de los polímatas y aventureros excéntricos y librepensadores, celosos de su autosuficiencia, podemos hacer lo mismo con los pequeños grandes aventureros que moran entre nosotros y tanto nos recuerdan a los momentos más lúcidos de Don Quijote, Edmundo Dantés, Lord Jim.