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Inventiva vs. decrecimiento: viaje por el corazón de Grecia

La primera vez que visité el teatro clásico griego en Epidauro, al norte del Peloponeso, la dentada península meridional de Grecia, lo hice con el instituto durante un viaje de fin de curso.

Tras la noche en vela, muchos fuimos incapaces de apreciar lo que se presentaba ante nosotros con la naturalidad de una ladera montañosa más, como si la racionalidad hubiera transformado los bancales de olivos en un anfiteatro de perfección matemática.

La prisión de Sócrates, junto a la Acrópolis de Atenas

Al llegar al sitio, entre olivos y una vegetación mediterránea familiar para los alumnos de una escuela de las afueras de Barcelona, asistimos sin saberlo a un ejemplo antológico de un tipo de ingenio asociado desde los presocráticos a los valores que la cultura occidental ha pretendido apropiarse desde entonces: la técnica surgida del cálculo y el ensayo y error, puesta a disposición de la sociedad, contexto conceptual e intangible que toma la forma de objetos y fenómenos que podemos observar y de los que podemos beneficiarnos.

Una moneda

En el caso de Epidauro, se trata de su excepcional acústica, a la que sus diseñadores y constructores no llegaron tentando la suerte o a través de la iluminación divina, sino a través de cálculos y construcciones a escala que lograran la mejor acústica posible.

Cualquiera puede asistir hoy, como lo hice yo mismo medio dormido por primera vez hace un cuarto de siglo, ascendiendo a la lejana grada superior del anfiteatro, desde la cual el escenario aparece como un pequeño punto allá abajo en la lejanía, incapaz de competir en atención con el paisaje frente al espectador.

Todo cambia con la acústica: los maestros y, quizá, algún día local –detalles ya olvidados– lograron levantar nuestra curiosidad adolescente al hacernos constatar que éramos capaces no sólo de oír la conversación que mantenían con tranquilidad en el escenario, sino que oímos con pasmosa naturalidad cómo una de las monedas que alguien había sacado de su bolsillo caía sobre el mármol del escenario. Desde el extremo superior del anfiteatro, callaron los susurros y risas indolentes al oírse en clin, clin, clin, clin. La moneda en el distante escenario.

Península de Mani

El escenario seguía vivo. De manera inconsciente, muchos de nosotros sentimos entonces que, de algún modo, lo allí concebido no era una simple grada en una ladera horadada, sino un ingenio para las representaciones que mantenía tan viva la memoria de Esquilo y sus discípulos como el tintineo de la moneda en el presente: al reproducir una obra griega, volvemos a maravillarnos de la emergencia de la cultura griega sobre un secarral escarpado asomado a la miríada de islas del Egeo. Ingenio para crear artilugios –conceptuales y físicos– capaces de suscitar una elocuencia resistente al paso del tiempo.

Apreciación retroactiva

Un par de horas antes de que aquella moneda rodara por el escenario marmóreo al aire libre del teatro de Epidauro, hace 25 años, los alumnos de aquel instituto habíamos sido igualmente incapaces de maravillarnos ante la puerta de los leones, el impresionante dintel que da la bienvenida a los visitantes de la abigarrada ciudadela sobre una suave colina, amable y bien defendida.

La puerta se presenta hoy al visitante como lo hiciera en la Edad de Bronce griega, la época dorada que canta Homero, perdida luego en el largo período de decadencia, o Edad Oscura, que terminaba en la época del autor de las dos epopeyas que abren la literatura occidental; su belleza y significación pasaron desapercibidas, como si entonces los alumnos de aquel instituto de las afueras de Barcelona hubiéramos sido trasplantados al paisaje fantástico descrito por Michael Ende en su novela juvenil Momo: ruinas sin memoria ni anclajes suficientes para el observador, incapaces de evocar su rico pasado.

Desde el balcón de la habitación durante nuestra estancia en Atenas

Aquella puerta, defendida por su dintel de leones esculpidos tres milenios y medio antes de nuestra visita, era la misma mencionada por Homero, la misma que habían cruzado algunos personajes de la Ilíada, legado de la época micénica que surge de un paisaje áspero y pobre, dominado –hoy como entonces– de vegetación mediterránea, con la gracia del ingenio, o el germen de la técnica.

La “creatividad” micénica es un fenómeno emergente, con riqueza superior a la suma simple de sus componentes y condicionantes: para resarcirse de una situación de desventaja con respecto a regiones con grandes ríos y valles que permitieron el surgimiento de sociedades neolíticas agrarias con un poder centralizado, como las civilizaciones del Nilo y el Creciente Fértil, el escarpado territorio griego dificultó el cultivo, el gobierno centralizado y las comunicaciones por tierra, potenciando el comercio y comunicaciones por mar, así como un cultivo intangible no menos importante que la capacidad para defenderse, la pesca, el comercio o el cultivo de la tríada mediterránea de la vid, el olivo y el trigo: la emergencia de un carácter ingenioso tan dependiente de la “tekné” como de la picardía de Odiseo.

Adolescentes díscolos con el ciclo troyano

La visita evocada tuvo lugar en primavera, en plena floración de los prados y valles en torno a Corinto, Epidauro y Micenas. El tálamo de Agamenón inspira, como no lo hizo entonces, las pequeñas rencillas entre aqueos que abren el poema de La Ilíada. Entonces, estudiante de griego y latín en el instituto, estaba quizá más interesado en declinaciones y el juego de acertijos de la traducción de textos antiguos que de lo que puede aportar una historia tan alejada en el tiempo y en la experiencia.

Para la época arcaica griega (siglo VIII a.C.) en que las obras de inspiración oral de Homero tomaron la forma canónica que dio pie a las versiones actuales (alejadas, en cualquier caso, de las primeras), el territorio arduo e impracticable por tierra que, sin embargo, se prestaba como ningún otro en el Mediterráneo a la navegación (clima, islas, vientos favorables para remontar el Egeo), había alcanzado la madurez que, dos siglos después, daría pie a los logros de la Atenas clásica.

Una oficina con vistas: habitación en una empinada colina de la península de Mani, la central de las tres que se extienden hacia el sur en el Peloponeso (Grecia)

Durante el siglo prodigioso de Atenas, las obras auspiciadas por Pericles e inspiradas en la vieja mitología –capaz de remontar la Edad Oscura hasta el esplendor del mundo micénico y la mitológica Edad de Oro descrita por Hesíodo–, alumbraron un tipo de ingenio que, observando la tierra dura en torno a Micenas durante un otoño seco, resultan todavía más prodigiosas: evocando la época en que los héroes y semidioses que habían traspasado umbrales de ciudadelas de polis micénicas, como la Puerta de los Leones, los aqueos del siglo de Pericles “inventaron” Occidente.

El encanto insepultable de Grecia

Resumámoslo simplemente en la concatenación de tres generaciones de dramaturgos y filósofos. En dramaturgia, Esquilo precederá a Sófocles, y éste a Eurípides. En filosofía, el surgimiento del pensamiento crítico, las matemáticas y la geometría en la época de Tales de Mileto habían avanzado el gran cambio desde la observación de lo circundante a una filosofía en torno la introspección humana: durante la época de Pericles, Sócrates será maestro de Platón, y este último lo será de Aristóteles.

Días antes a nuestra visita a Corinto, Micenas y Epidauro, habíamos paseado en torno al ágora griega de Salónica y visitado otros puntos de Macedonia, ese territorio casi bárbaro para los aqueos en que Aristóteles había sido para el joven Alejandro, hijo de Filipo II, un instructor a la altura de la descripción homérica de Méntor, quien se ocupa de la educación de Telémaco y de los intereses de Odiseo en Ítaca hasta el retorno del héroe errante y errático a su patria chica.

Algunas de estas evocaciones han calado en la imaginación de nuestros tres hijos (de once, nueve y seis años, respectivamente), si bien su actitud ante lo circundante no dista mucho de la mía de hace dos décadas y media, cuando me había plantado ante monumentos y museos de la zona con algo más de edad, madurez y conocimiento de causa.

Visitando una de las viviendas fortificadas de la península, reconvertida hoy en pequeño hotel; en la imagen Kirsten Dirksen con el arquitecto y restaurador Kostas Zouvelos

Ha sido necesario volver en otoño –y un agradable clima de finales de octubre–, con la carretera y los lugares visitados prácticamente para nosotros, para reconocer la importancia de mi primera visita. A nuestra manera y con nuestras limitaciones, todos somos capaces de evocar fenómenos emergentes cercanos al episodio de la magdalena de Proust o, si se quiere, al sentimiento exaltado que conocemos –con algo de afectación prefabricada tan de nuestros días– como síndrome de Stendhal.

Hijos de la curiosidad de Anaximandro

Viajar por la Grecia apartada de Atenas sin prisa y sin rumbo fijo y no caer en el cliché de seguir las huellas de los grandes viajeros románticos del XIX, es todo un reto. Los frisos del Partenón siguen en el Museo Británico y, sin embargo, los alumnos griegos siguen conmemorando en sus estudios la militancia de Lord Byron durante la emancipación griega de los otomanos.

A lo largo de nuestro trayecto, las evocaciones del pasado clásico se entremezclan con una realidad actual más interesada en evocar las raíces bizantinas y cristianas ortodoxas que el legado filosófico otorgado al mundo a partir de lo que Karl Popper describió como el surgimiento de un concepto artificial (y, por tanto, cultural) en el espíritu humano, el “pensamiento crítico”, cuando el presocrático Anaximandro invita a sus alumnos a refutar sus propias ideas.

Según Popper,

“No puede ser un mero accidente que Anaximandro (…) desarrollase explícita y conscientemente una teoría que se apartaba de la de su maestro ni que Anaxímenes, el discípulo de Anaximandro, se apartase de un modo igualmente consciente de la doctrina de su maestro. La única explicación plausible es que el propio fundador de la escuela desafiaba a sus discípulos a que criticasen su teoría y los discípulos convirtieron esta nueva actitud de su maestro en una tradición.”

Y así, mientras trato de evocar con contertulios alguna escena de alguna comedia de Anaximandro o referencias al mundo helenístico, la conversación remonta de manera inexorable al protagonismo griego durante el primer cristianismo: es como si las pequeñas capillas e ídolos en los cruces de caminos rurales de toda grecia fueran un testimonio prefabricado de la herencia de los primeros monjes y gnósticos en torno al Sinaí, la mayoría de ellos en contacto con el helenismo de Alejandría. Hipatía de Alejandría y su fatal destino parecen menos presentes en esta decidida reivindicación del cristianismo ortodoxo en un país interpretado a gusto de quien lo evoca.

Otoño mediterráneo

Me quedo con la reflexión de Philippe, un joven greco-belga residente en Atenas y connaisseur del rico mundo del cómic francófono, para el cual Grecia se encuentra en una eterna situación transitoria entre Oriente y Occidente, entre los mundos mediterráneos (influencias itálicas, balcánicas, del Levante y el delta del Nilo) y los pueblos germánicos y eslavos septentrionales.

La colina del monte Licabeto desde la colina de Ares (Aerópago)

Y, en este rol de epicentro espiritual del cristianismo oriental en el Levante y Oriente Medio, en el cristianismo arcaico del Nilo (el pueblo copto adaptará la lengua faraónica al alfabeto griego), y en la conversión espiritual de los pueblos eslavos, la Grecia bizantina y otomana potenciará la autoridad eclesial emanada del monte Athos.

Quienes se sienten herederos del mundo resurgido de la Ilustración, interesado en revivir el pensamiento y símbolos de la Antigüedad, Grecia cuenta con otro epicentro simbólico menos asociado a dogmas divinos, interminables debates teológicos sobre posibles interpretaciones bíblicas, batallas entre cruzados y sarracenos o sacrificios románticos como el de Lord Byron: Delfos es el nexo con el pensamiento griego, desde los mitos fijados por las historias de Hesíodo, Homero y Esopo al cultivo de la mesura y la autenticidad multifacética de cada persona, al alumbramiento del conocimiento humano, otorgado por la luz prometeica.

Así, nuestro viaje trata de investigar desde la actualidad y el desconocimiento de la Grecia actual –que trata de recuperarse de la peor crisis desde la invasión de las tropas del Eje durante la II Guerra Mundial (y a cuya conmemoración asistiremos durante nuestro periplo, durante el último domingo de octubre de 2018)–, viejos conceptos clásicos en los que nos inspiramos y de los que nos sentimos deudores.

Explicación, en griego e inglés, de los restos en la roca de la conocida como “prisión de Sócrates”, donde se cree que el filósofo fue retenido hasta el juicio por corrupción de la moral de los jóvenes

Líneas paralelas, ángulos rectos y otras invenciones

Es la idea délfica de la Grecia del “μηδὲν ἄγαν” (nada en exceso), ya mencionada por presocráticos y reivindicada por el mundo helenístico y romano a través de Hipócrates y Galeno en lo que constituye en germen de la medicina occidental; o la idea de cultivo de las propias potencialidades hasta sus últimas consecuencias, o “areté” (virtud), idea promovida tanto por la retórica de los sofistas como a continuación por filosofías de vida como la estoica.

El sonido de una moneda sobre el escenario del teatro de Argólida (el mencionado teatro de Epidauro) erigido hace 2.500 años, perceptible sin necesidad de ninguna amplificación artificial en las gradas más elevadas y alejadas de esta construcción al aire libre, devuelve a la vida a autores, obras, representaciones, coros, actores, augurios, momentos olvidados por la historia.

Un ejercicio capaz de despertar la imaginación de un niño y de suscitar en él las grandes cuestiones planteadas ya en ese mundo en ruinas. Las ruinas, pues, no son meras piedras en distinto estado de conservación, capaces de evocar nuestro sentido de la percepción e ideales que, como la belleza, hemos asociado a ésta en la cultura occidental.

Junto al estadio Panathinaikó o “Kallimármaro” (en griego, “de mármol hermoso”), reconstrucción a partir de los restos del antiguo estadio para acoger los primeros Juegos modernos (1896)

La sección áurea es fruto de este mundo proporcional y geométrico teorizado por Tales, Pitágoras, Euclides y otros tantos, y su límite evoca precisamente una crisis muy de nuestro tiempo: en nuestro intento de medir con precisión la realidad y reproducir su belleza, es fácil olvidar que una representación será siempre una simplificación reduccionista de la realidad, que nunca deberíamos confundir con ésta.

Vistas calcídicas

Una reflexión explorada por Arthur Schopenhauer en El mundo como voluntad y representación, ensayo en el que el pensamiento occidental, obcecado en el dualismo platónico (cuerpo y alma, realidad e ideales que la conforman), se enriquece con consideraciones más vitalistas y abiertas al caos, la aspereza y la imperfección del primer mundo helenístico (el mundo de los mitos, los sacrificios, las aventuras homéricas y las tragedias de Esquilo, anterior a Sócrates y reivindicado por Nietzsche por su visceralidad y “autenticidad”), así como al pensamiento oriental, ajeno a las aspiraciones representadas por los ángulos rectos de Euclides y el Partenón.

La curiosidad representada por Anaximandro y explorada, en calidad de “sentido crítico” y exploración razonada de la experiencia y el pensamiento abstracto a través del diálogo socrático y el ensayo y error de conjeturas (proceso de mejora eterna de conjeturas que Popper definirá como falsacionismo o racionalismo crítico), tiene, a simple vista, poco que ver con un paisaje, una lengua, una cultura, una manera de ser actuales.

Península de Mani (Peloponeso, Grecia)

Tras nuestro por Macedonia desde las montañas del noreste hasta Salónica y la península Calcídica (desde uno de cuyos brazos meridionales observamos, frente a nosotros hacia el naciente, al otro extremo del golfo Singítico, la majestuosidad cónica del monte Athos), visitamos el interior griego, con paradas de envergadura que merecerán mayor atención en breve en este sitio, incluyendo Meteora y Atenas.

Atenas y Esparta

Abandonamos el territorio histórico y presente de la Ática en dirección hacia el sur, más allá de Corinto, en busca del contrapunto del Peloponeso que reproduce a mayor escala, como una fractal, la terminación dactilar en tres penínsulas hendidas en el Egeo de la Calcídica: Mesenia, al suroeste; Mani, en el centro, cuya terminación, el cabo de Ténaro o Matapán, es el extremo meridional de la Grecia continental; y el cabo Malea, al sureste.

A medida que nos acercamos a Esparta, hoy una localidad provinciana de apenas 20.000 habitantes, evocamos su peso en el mundo antiguo y simbología en Occidente, legando un adjetivo que no denota procedencia, sino un carácter y estado de las cosas.

Apicultura en el extremo sureste de la península de Mani (la central de las tres al sur del Peloponeso, Grecia)

En su ensayo especulativo sobre física cuántica y el multiverso The Beginning of Infinity, el físico y divulgador británico David Deutsch rememora la profunda significación en nuestra cultura de la rivalidad entre el carácter y valores de Atenas, y aquéllos ensalzados por la polis de Esparta:

  • Atenas aspirando a la mejora sucesiva a través del ensayo de conjeturas y la inventiva (germen de la idea ilustrada de “progreso” científico), alumbrando experimentos atrevidos de organización política como la propia democracia;
  • y Esparta, por el contrario, confiándolo todo a una idea de equilibrio basada en la “stasis” (raíz etimológica de estancamiento, traducida en la práctica del gobierno de la polis en un régimen despótico en el que los ciudadanos guerreros compiten entre sí en términos de valentía y honor –una especie de confucianismo aqueo–).

Se ha hablado mucho del igualitarismo de la sociedad espartana que fue capaz de derrotar a la poderosa polis ateniense clásica; de estructura oligárquica y cultura en busca de la excelencia guerrera y la connivencia religiosa con los mandatos sacerdotales de Delfos, los espartanos tenían prohibido comerciar y criticaban el materialismo de polis vecinas. Su ideal social, basado en el equilibrio y no en la invención o el crecimiento material y poblacional, ha sido asociado no sólo con el confucianismo, sino con la cultura samurái japonesa y el bushidō, así como con la caballería medieval europea.

Aristos

Cuando nos encontremos al sur de la península Mani, aparecerán referencias en libros y conversaciones a las incursiones de cruzados y su reivindicación de los viejos valores lacedemónicos (espartanos).

La dialéctica entre la Atenas socrática y la Esparta de aguerridos héroes en busca de gloria, entre los valores asociados con la diosa Atenea (la racionalidad de Eurípides y Sócrates) y aquellos más vitalistas asociados con el pensamiento trágico (el instinto, la lucha y la muerte de las representaciones de las primeras tragedias de Esquilo), se saldó a favor de los valores de Atenas.

En Kokkala (Baja Mani (“Kato Mani”, Peloponeso, Grecia)

Sin embargo, tal y como expone Nietzsche en “El nacimiento de la tragedia”, la victoria espiritual y conceptual de Atenea y Apolo sobre la sensualidad instintiva de Dioniso y Ares, originará la separación y desinterés de Occidente por lo próximo a la tierra, el cuerpo, los instintos, mientras lo etéreo (el idealismo platónico, el dualismo) logrará el máximo prestigio.

En nuestro viaje, el paso por Esparta se reduce a un periplo desangelado por sus calles –modernas, poco atractivas y con la ausencia de coherencia estilística propias del Mediterráneo Oriental– y un repostaje en la gasolinera: los impuestos hacen que el precio del carburante pagado por los griegos sea superior al de países de la zona euro con mayor poder adquisitivo como Italia, España o Francia.

Poco que relacionar con la particular visión espartana de la excelencia, asociada como ninguna otra en Grecia con los valores del pasado micénico: capacidad en la lucha y templada valentía, igualdad social de los guerreros hasta que los mejores demostraran con sus actos su superioridad con respecto al resto (“aristos”, o “el mejor”, no era un título hereditario, sino que se lograba en el comportamiento cotidiano y la batalla). Salvo, eso sí, el paisaje y la evolución viva de la misma lengua, escrita y hablada en torno a nosotros.

Estancia en la península de Mani

Habituados a escuchar a su padre leer toscamente cualquier letrero en griego e incapaces de memorizar el nuevo alfabeto, nuestros hijos aguardan a explicaciones o a la lectura de nomenclaturas en alfabeto latino para añadir una coordenada más a su experiencia.

Grecia, el único país del mundo donde “exodos” está más asociado en el imaginario colectivo con la salida de autopistas, aparcamientos y supermercados que con historias sagradas. La modernidad helenística sabe a salmos gnósticos de alguna cueva recóndita habitada por monjes griegos en el Sinaí.

Viviendas fortaleza de la escarpada costa de Mani, al sur del Peloponeso, zona de influencia de Esparta, y luego reducto de paganismo helénico

Atravesamos Esparta rumbo a nuestra última cita videográfica, en una ladera escarpada de la más montañosa de las tres penínsulas meridionales del Peloponeso, la de Mani, en el centro. Su inaccesibilidad, dureza y situación estratégica, con puntos elevados que se asoman a los golfos de Mesenia (al oeste) y de Laconia (al este), garantizó la autonomía de la zona durante Bizancio y el dominio Otomano.

Tanto la aspereza del terreno como las eternas rencillas entre poblaciones locales e incursiones influyeron sobre la arquitectura vernacular, dominada por las casas con torre de defensa y por el viejo ideal espartano de la stasis (sus pueblos remotos, muchos inaccesibles hasta la construcción de carreteras en época reciente, como el resto de Laconia (gentlicio: lacónico, ni más ni menos), remontan su aspiración pagana y defensiva (la búsqueda del mejor en la batalla, “aristos”) a los lazos tributarios de Laconia con Esparta.

Paseando por Kokkala (Mani)

En la península de Mani, encontramos una autenticidad que no hemos ido a buscar y, por inesperada, se convierte en una muestra más de los encantos otoñales de este país bisagra entre la Antigüedad y el primer cristianismo, entre Oriente y Occidente, entre valores vitalistas y guerreros de la Edad de Bronce (ensalzados por Nietzsche en “La genealogía de la moral” como los verdaderos valores nobles, sepultados por la falsa moral penitente del cristianismo institucionalizado) y el mundo que desciende del dualismo platónico, con su punto álgido en el idealismo alemán del siglo XIX y las consecuencias de sus excesos, que hoy todavía acarreamos.

Bañarse entre el Egeo y el Jónico

Hoy, mientras el mundo discute si abordar los problemas colectivos más acuciantes (desde la crisis de las democracias liberales y el auge del populismo a los retos del cambio climático) con una mentalidad ateniense (inventiva, progreso, razón) o espartana (“stasis”: ecologismo clásico, decrecimiento, autocrítica, búsqueda de un difícil equilibrio social y medioambiental, una utopía a medio camino entre el neo-malthusianismo y el neo-confucianismo), hay rincones, como la península de Mani al sur de Grecia, que arrebatan al visitante su mentalidad cortoplacista y su ropaje de problemas cotidianos, para ofrecer un pedazo de cultura milenaria, de lengua griega clásica, de espartanismo con sabor a miel y a aceite de oliva.

Un poco de entomología en la península de Mani (Peloponeso, Grecia)

Mentalidad ateniense o espartana: tanto David Deutsch en el mencionado ensayo The Beginning of Infinity, como Charles Mann en su libro The Wizard and the Prophet (este último, sobre la influencia de dos figuras clave en el siglo XX, el promotor de la Revolución Verde, Norman Borlaug; y el teórico del decrecimiento, William Vogt), se ocupan de la misma tensión cultural, más viva que nunca en Occidente.

Visitamos una casa fortificada de Mani invitados por Kostas Zouvelos, el arquitecto y hotelero que la ha reformado y convertido en un pequeño hotel. Observaremos el recorrido del sol sobre el mar otoñal y la puesta de sol, así como las tonalidades ocres sobre la piedra de la torre del homenaje y las montañas circundantes.

Observamos la cresta dorada de los últimos rayos sobre el último tramo de la cordillera montañosa que culmina en el monte Taigeto, que se eleva a 2.410 metros sobre el nivel del mar unos 80 kilómetros al norte de donde nos encontramos. Un monte que nos acompañará a la mañana siguiente, persistente como la luna en el horizonte del mar o el desierto (que pueden ser lo mismo) rumbo al ferri de parte de Patras, rumbo a Ancona, en el Adriático. De nuevo, Odiseo en nuestro pensamiento.

El “ponto” homérico