Las turbulencias de la actualidad muestran las costuras de Occidente en una crisis existencial y de autoconfianza inédita desde que los vencedores de la II Guerra Mundial dictaran las condiciones de la tutela de Europa Occidental.
Las tensiones manifestadas en la Primavera de los Pueblos (1848) se habían saldado, casi un siglo después, con una Europa destruida y custodiada por dos interpretaciones foráneas de la idea de Occidente:
- por un lado, Estados Unidos, culminación del ideal europeo de abrirse paso hacia el poniente;
- por el otro, el sincretismo y espiritualismo de la Unión Soviética, gigante materialista con un pie en Europa y el otro en Asia en carrera hacia el mismo naciente que persigue la Ruta de la Seda, heredero de las viejas tensiones de ese territorio tártaro que no es del todo europeo, pero que difícilmente puede ser catalogado como asiático. Thomas Mann lo explicará mejor que nadie en La montaña mágica, en el contexto de la fascinación que el protagonista, Hans Castorp, siente por Clawdia Chauchat.
La construcción de un archipiélago infame
La Pax Americana empieza entonces en el Hemisferio Occidental, con generosas ayudas de reconstrucción para la Europa devastada, a través del Plan Marshall, y una tutela geoestratégica sin demasiados remilgos a la hora de defender a cualquier déspota dispuesto a frenar la expansión del comunismo en América Latina, el Mediterráneo y Oriente Próximo.
El Telón de Acero cae sobre Europa del Este, donde se apagan los sueños internacionalistas del socialismo utópico y radical democrático de León Trotsky al mismo tiempo que empiezan los descomunales desvaríos, humanos y geográficos, de la economía planificada y las purgas y deportaciones masivas de rusos blancos, trotskistas y cualquier sospechoso de luchar por su autonomía intelectual.
Los dos modelos competirán en la bomba atómica, la carrera espacial y el dominio ideológico y político sobre el resto del mundo, invirtiendo en guerras abiertas o subversivas entre guerrillas en las regiones antes dominadas por las potencias europeas o Japón.
Los intelectuales europeos de izquierdas, al principio esperanzados con el experimento soviético, serán incapaces de sostener la farsa ante la información incuestionable sobre persecución política, deportaciones masivas y falta de libertades.
Aciertos (y mentalidad) del Estado Providencia
La disidencia en los países del Pacto de Varsovia será acallada y la vigilancia de las fronteras, sobre todo entre las dos Alemanias y, dentro de la RDA, entre Berlín Occidental y Berlín Oriental, será el mejor golpe de efecto para convencer al movimiento obrero occidental de que la única vía que puede aportar prosperidad es la tesis socialdemócrata: un generoso Estado del Bienestar dentro de un capitalismo regulado donde los monopolios estatales prevalecen en sectores estratégicos.
Serán muchos los errores del modelo de Estado Providencia en Europa Occidental, pero el modelo evitará grandes tensiones y desigualdades hasta la crisis del petróleo de 1973 y la posterior deriva liberalizadora de Estados Unidos y el Reino Unido, que tratan de copar con las tensiones procedentes de la crisis de la industria pesada y el auge suburbano a raíz de las tensiones sociales en los centros urbanos estadounidenses.
La tensión entre el modelo anglosajón y el europeo continental se prolongará hasta hoy, si bien el empuje de Estados Unidos será el inicio del fin de los monopolios estatales en energía, comunicaciones e industria pesada; recelosos del modelo materialista y poco cohesionado propuesto por Estados Unidos, los países europeos consolidan su unión comercial del carbón y el acero, del que surgirán luego las instituciones humanistas para que una calculada «comunidad económica» se convierta en auténtica «unión europea».
El Reino Unido entrará en la construcción europea tarde y a regañadientes, después de haber tratado de crear su alternativa euroatlántica.
Pero la construcción europea sigue su curso pese a las críticas, al haber surgido a partir del interés económico y haber priorizado la tecnocracia y los acuerdos estratégicos entre Estados, olvidando la participación de los pueblos integrantes. Los líderes pragmáticos que impulsan el proyecto desde Francia y Alemania son conscientes en todo momento de llevar a cabo la única construcción posible.
Bienestar duradero vs. consumo superfluo
Pese al relativo éxito y prosperidad del experimento europeo, prosigue la tutela de Estados Unidos en Europa Occidental, mientras el Pacto de Varsovia se descompone con el colapso de la Unión Soviética.
El neoliberalismo estadounidense canta victoria antes de tiempo y cree constatar que la Pax Americana no ha hecho más que empezar; se convencen de que ha dejado de ser el tiempo para un nuevo liderazgo europeo y, a finales de los años 80, sólo el empuje industrial japonés parece rivalizar con el liderazgo estadounidense (a China, que empieza por entonces una liberalización que en 40 años la situará como la segunda mayor economía del mundo, no se la espera).
Son años en que el mundo hegeliano parece haber muerto al fin: ni nacionalismo ni materialismo dialéctico se han impuesto al «good ol’» liberalismo clásico propuesto por el mundo anglosajón, los medios de masas exportan la cultura estadounidense a una «aldea global» atraída por un modelo de prosperidad material en apariencia neutro y sin apenas contenido metafísico (más allá de un tosco utilitarismo postmoderno), y el entonces desconocido académico estadounidense Francis Fukuyama proclama en 1992 «el fin de la historia». Han pasado apenas tres años de la caída del Muro de Berlín y dos años desde la reunificación alemana.
Esta conclusión precipitada del fin de las ideologías que habían dominado Occidente desde la Primavera de los Pueblos de 1848, coincide con la vuelta oficial a la modernidad de España, a la que se conceden unos Juegos Olímpicos y una Exposición Universal el año en que se cumple el medio milenio del «descubrimiento» de América.
Del alegato soberbio a la crisis sistémica
Más cerca del epicentro geopolítico, el mundo se encamina hacia la puesta de largo de la sociedad de la información, el mandato de Bill Clinton y la carrera liberalizadora europea, en plena deslocalización (primero, hacia los países periféricos de la entonces Comunidad Europea, y después hacia Europa del Este y Asia). El cambio de milenio tiene mejor aspecto desde Washington que desde Moscú…
En el gigante de Europa del Este, caricaturizado por los ilustradores europeos de finales del siglo XIX y principios del XX como un oso que, procedente del naciente boreal euroasiático, se prepara para pelear con una Europa Occidental en tensión (Alemania y su «espacio vital», Francia y su ideal napoleónico, Reino Unido y su gestión de equilibrios para garantizar intereses imperiales), elige como líder a Gorbachov en 1985.
Se inicia entonces un controvertido proceso de apertura que logrará fingir un orden inicial, que se acelera con cada declaración (la de Reagan en Berlín, o la del propio Gorbachov en 1988, reconociendo la libertad de cualquier «tierra socialista» a elegir su sistema social), y culmina con el colapso del Telón de Acero en 1989.
Las tensiones en el interior de la Unión Soviética, que trata de decidir desde las repúblicas que la constituyen hasta el nombre y la bandera, se ejemplifican en la debilidad y titubeos del mandato de Borís Yeltsin.
El termómetro de la imagen mundial de la antigua Unión Soviética ha dado un vuelco observable en la cultura popular: desde el temido enemigo implacable, en forma de contrincante de Rocky Balboa, al mecánico desordenado y chapucero que remienda una caldera a punto de explotar en la década de los 90.
Veinte años después, queda claro que el optimismo de Francis Fukuyama no se sostiene. Vuelven los fantasmas del pasado y resurge con fuerza la nostalgia de los totalitarismos cohesionadores. La dialéctica hegeliana vuelve a rezumar y el mundo anglosajón trata de mantener su prestigio e influencia en medio de la peor crisis política que se recuerda desde finales de la II Guerra Mundial.
«Tear down this wall»
Puerta de Brandemburgo, Berlín, 12 de junio de 1987. El desafío retórico de Ronald Reagan a destruir las barreras entre las dos Europas se ha convertido en la mueca sonrojante de un presidente sin brújula moral básica y con déficit de atención que promete erigir un muro en su frontera sur para complacer a la vertiente más trasnochada y aislacionista de las numerosas almas estadounidenses.
China compite con Estados Unidos por la hegemonía mundial, haciendo valer su nombre ancestral de «Zhongguo» (literalmente, «Reino del Medio») y asegurándose de que el mapamundi sitúa su epicentro —de momento comercial— en el mar del Sur de China, mientras aprende de errores aislacionistas del pasado y financia obras por todo el mundo a cambio de influencia y acceso prioritario a materias primas.
Siguiendo con el festival Monty Python anglosajón, el Reino Unido negocia su salida de una Unión Europea que, pese a sus problemas, se mantiene sólida en tiempos revueltos, con la mayor falla entre los socios del Este (cuya entrada en la UE fue la gran apuesta de… Tony Blair; por aquel entonces, el Reino Unido trataba de diluir el sueño franco-alemán de crear una auténtica Europa Federal).
El vuelco acaso más cómico de la historia de Occidente desde inicios del período de paz y prosperidad conocido como Pax Americana es, precisamente, la confirmación de que Estados Unidos es el principal interesado en dar carpetazo a esta época de estrecha colaboración euroatlántica.
En paralelo, la descomposición soviética se convirtió en una batalla entre distintas facciones del antiguo aparato soviético para dominar los recursos naturales del país, con el surgimiento de una democracia demasiado débil para evitar la consolidación de un poder plutocrático que, con la llegada de Vladímir Putin al poder en 2000, frenó los sueños humanistas de algunos bienintencionados y a la vez que recuperaba fuelle geopolítico en Europa (a través del mercado energético y la influencia diplomático-propagandística sobre los antiguos aliados del Pacto de Varsovia, hoy alumnos díscolos de la UE), Asia Central y el Ártico.
Los osos poco amorosos
Los meses entre 2007 y 2008 marcan el origen de la Gran Recesión, así como la vuelta de Putin a la presidencia rusa y el inicio de una época de dificultad económica y descontento entre la clase media de Europa y Estados Unidos que allanará el terreno para un evento inesperado: el uso de nuevas herramientas para el acceso personalizado a las masas (en forma de redes sociales) para, desde el exterior, promover opciones políticas desestabilizantes en Occidente.
Una década después de la entrada en acción de las agencias de espionaje cibernético y contrainformación rusas (Fancy Bear nace en 2007), nos encontramos con un showman de presidente estadounidense que afirma que la prensa es el «enemigo del pueblo americano», a la vez que loa la supuesta capacidad de liderazgo de «hombres fuertes» como Putin.
El Senado estadounidense, que siempre se las ha arreglado para estar en el lado incorrecto de la Historia (apoyando la esclavitud, suscribiendo Jim Crow, creando el macartismo, exportando dictaduras en América Latina, alejándose de los valores universalistas con desatinos como la invasión de Irak por causas falseadas o el mantenimiento de Guantánamo), vuelve a mostrar su pragmática falta de escrúpulos situándose, una vez más, del lado de los intereses de los principales grupos de presión, al mirar hacia otro lado ante los desatinos de Donald Trump.
El viejo negocio de la contrainformación
Putin, el antiguo oficial del KGB destinado en la RDA, no oculta su posición de hombre fuerte y saca réditos de un regalo inesperado a cargo de Occidente: la complaciente entrega de llaves ideológicas concedida con el desarrollo orgánico y apenas regulado de Internet, convertido en un medio ideal de contrainformación y agitación propagandística.
Su habilidad geopolítica contrasta con la sorprendente torpeza instalada en Estados Unidos y el Reino Unido, dos sólidos modelos democráticos que habían probado sus resortes en el pasado ante situaciones objetivamente más graves que la actual.
Rusia, cuya economía tiene un tamaño similar a la española, canadiense o australiana en PIB nominal (aunque es muy superior en PIB ajustado por paridad de poder adquisitivo), permanece como peso pesado militar, espacial y geopolítico, y construye su particular polo de atracción entre una Europa Occidental a la espera de conocer el futuro de la OTAN, y un continente asiático cuya nueva clase media multiplica la presión sobre los recursos del planeta, acelerando el calentamiento de la tierra.
El retorno del aislacionismo
América Latina padece, a escala regional, las convulsiones observadas en el epicentro, cuyos lazos y dependencia con Estados Unidos condenan al país a entenderse con los vecinos del norte en el marco del NAFTA que tan poco gusta a Donald Trump y a su asesor económico de cabecera, el aislacionista y nacionalista económico Peter Navarro.
El nuevo gobierno mexicano parece dispuesto a repetir los errores de la Administración de Estados Unidos en vez de optar por una diversificación para diluir la dependencia con respecto a su vecino atrayendo a empresas europeas y asiáticas; de momento, López Obrador opta por poner trabas a la banca española y con señalar al «capital extranjero» como principal obstáculo a la convergencia del país con el resto de miembros de la OCDE.
En América del Sur, Brasil, principal economía, arriesga su progresión como peso pesado de alcance mundial a democracia inestable con escaso crecimiento, problemas de seguridad e infraestructuras, y una desigualdad social que no muestra signos de progresión a través de mejoras en educación y servicios básicos, con el intento del Cono Sur por romper el techo aplicado a las economías en desarrollo y, en el caso de Chile, abrir el camino hacia estándares equiparables a los de cualquier región desarrollada.
El mundo de cultura caribeña asomado al Golfo de México marca las tensiones del continente americano, y sus retos en las próximas décadas: agotamiento de la explotación petrolera, agravamiento de los eventos de clima extremo, migración desde Centroamérica a Estados Unidos en medio de una retórica explosiva, y evolución errática de dos países que, décadas atrás, habían gozado de niveles de prosperidad muy superiores al resto: Venezuela y Cuba.
La tribuna donde hablaron Emerson y Solzhenitsyn
Cerramos esta deshilachada nota geopolítica de 2018, que ha intentado mirar tanto a 1848 como a 1948, a 1988 y a 2008, fechas en las que se guisaron los achaques que llegaron luego, y en las que estamos inmersos en el año que acaba.
El desorden actual no implica que los símbolos hayan perdido todo su valor. Para comprender la profunda crisis de confianza instalada en el mundo anglosajón, qué menos que observar al invitado anual para pronunciar el discurso de la ceremonia de graduación de la Universidad de Harvard.
En las últimas semanas, la universidad estadounidense ha difundido un anuncio donde loa a la invitada por su trayectoria y posición moral en el mundo: Angela Merkel. Hablamos de la invitación al discurso que ha institucionalizado el carácter estadounidense: en 1837, el poeta y filósofo estadounidense Ralph Waldo Emerson se dirigía al auditorio reunido en esta universidad de Nueva Inglaterra para, en esencia, proclamar la autonomía de carácter y destino de Estados Unidos con respecto a la antigua metrópolis colonial y a los valores europeos.
Emerson abría el camino al carácter pragmático, panteísta y optimista que, a través del la doctrina del destino manifiesto, originaría una nueva saga metafísica occidental en la que había cabida para Thoreau, los balleneros, los buscavidas del Misisipí y los poetas que cantaban el nuevo país y sus hojas de hierba.
El discurso de Harvard había también servido para marcar simbólicamente el imparable declive de la Unión Soviética, al invitar al escritor disidente ruso Aleksandr Solzhenitsyn a pronunciar el discurso de graduación de junio 1978.
Cuarenta años después
El autor de Archipiélago Gulag, verso libre y gigante espiritual en la tradición de los escritores rusos del XIX, no usó la ceremonia de graduación para loar a sus anfitriones y despotricar contra los sucesores de Stalin, como víctima de las atrocidades del gulag.
El autor, que había sobrevivido al infierno sin forma del mal burocratizado (lo que Hannah Arendt llamaría «banalización del mal») y que, por tanto, no debía nada a nadie —ni siquiera a la posteridad—, usó la oportunidad para escribir un discurso magistral: El declive de la valentía.
Podemos acabar la nota rememorando algún que otro pasaje de Solzhenitsyn, haciéndonos reflexionar desde 1978 sobre el mundo de 2018. Cuarenta años después, vuelven muecas del pasado y nos instalamos en una cacofonía informativa cuyos efectos empezamos a comprender.
Manifestaciones teledirigidas por actores que se escudan en redes sociales, líderes que venden pociones-milagro a un público crédulo y desorientado… y la incapacidad de contrarrestar con sentido y contenido de calidad la montaña de superficialidad que sepulta el día a día.
Pronto, las curas de desintoxicación de teléfono móvil serán el equivalente del siglo XXI a gastarse los cuartos ante el diván de algún imitador de Jacques Lacan, con tesis de vendedor de jarabe de lagarto todavía más dudosas.
Sobre ruido pasajero y valores troncales
Decidimos encaminarnos hacia 2019 deseando un mejor porvenir informativo y el nacimiento de un debate público que supere el histerismo imperante. Como presente, una recomendación a quien haya llegado hasta aquí en la lectura: no nos quedemos con los párrafos que vienen a continuación sobre el discurso de Solzhenitsyn en 1978.
Éste puede encontrarse íntegro en la Red. Concedámonos el gusto de leerlo detenidamente, saboreándolo. A lo mejor encontramos reflexiones que también nos digan algo de nuestro tiempo.
El escritor no nos vende el «modelo Occidental», y se cuida mucho de separar el otro materialismo, el comunista, de los defectos tan visibles en Occidente. Nos avisa de la superficialidad que viene y lo engulle todo, de la mediocridad de unos líderes nacidos en un mundo próspero y trillado, incapaces de alcanzar compromisos en los que a veces hay que ceder.
Últimos estertores de los enanos de Hegel
Nos avisa, en definitiva, del retorno de los demagogos y de la muerte del discurso público sustancioso. Y nos deja algún que otro consejo. Ahora que necesita creerse una autonomía simbólica y real, la Unión Europea haría bien en escuchar a los mejores que han hablado desde las antiguas potencias tutelares.
Merece la pena hacer un ejercicio: leer el discurso de Emerson en Harvard sobre lo bueno que podía venir de Estados Unidos a partir de mediados del siglo XIX y, acto seguido, leer el de Aleksandr Solzhenitsyn, que cierra el círculo desde el naciente avisándonos de que las dos antiguas superpotencias agotan, cada una a su manera, el ciclo autodestructivo del materialismo.
Una llamada a la acción para el resto sobre la necesidad de abandonar los cánones trillados de la Ilustración, en un intento de darles un nuevo brío.
Una vez muertos definitivamente Hegel y sus enanos, llega el momento de construir un nuevo humanismo menos materialista, en el que la sustancia y la autenticidad recuerden la sabiduría emergente, más allá de los reduccionismos de positivistas y marxistas.
Reflexionando sobre diciembre de 2018 desde junio de 1978
Aleksandr Solzhenitsyn (extractos de El declive de la valentía, su discurso para la ceremonia de graduación de la Universidad de Harvard, 8 de junio de 1978):
«Algunas antiguas culturas autónomas están arraigadas profundamente, especialmente si se han extendido sobre la mayor parte de la Tierra, constituyendo un mundo autónomo, llenas de acertijos y sorpresas para el pensamiento Occidental. Como mínimo, debemos incluir en esa categoría a China, la India, el mundo musulmán y África, si efectivamente aceptamos la aproximación de mirar las dos últimas como unidades compactas.
«El mundo Occidental ha perdido en su vida civil el coraje (…). Tal descenso de la valentía se nota particularmente en las élites gobernantes e intelectuales y causa una impresión de cobardía en toda la sociedad (…). ¿Habrá que señalar que, desde la más remota antigüedad, la pérdida de coraje ha sido considerada siempre como el principio del fin?
«Cuando se formaron los Estados occidentales modernos, se proclamó como principio fundamental que los gobiernos están para servir al hombre y que éste vive para ser libre y alcanzar la felicidad (…). En el proceso, sin embargo, ha sido pasado por alto un detalle psicológico: el constante deseo de poseer cada vez más cosas y un nivel de vida cada vez más alto, con la obsesión que esto implica, ha impreso en muchos rostros occidentales rasgos de ansiedad y hasta de depresión, aunque sea habitual ocultar cuidadosamente estos sentimientos. Esta tensa y activa competencia ha venido a dominar todo el pensamiento humano y no abre, en lo más mínimo, el camino hacia el libre desarrollo espiritual.
«Incluso la biología nos dice que la seguridad y el bienestar extremo habitual no resultan ventajosos para un organismo vivo. Hoy, el bienestar en la vida de la sociedad Occidental ha comenzado a revelar su máscara perniciosa.
«La gente en Occidente ha adquirido una considerable capacidad para usar, interpretar y manipular la ley (aun cuando estas leyes tienden a ser tan complicadas que la persona promedio no puede ni comprenderlas sin la ayuda de un experto).
«Exigir una autolimitación o una renuncia a estos derechos, convocar al sacrificio y a asumir riesgos con abnegación, sonaría a algo simplemente absurdo. El autocontrol voluntario es algo casi desconocido: todo el mundo se afana por lograr la máxima expansión posible del límite extremo impuesto por los marcos legales.
«He pasado toda mi vida bajo un régimen comunista y les diré que una sociedad carente de un marco legal objetivo es algo terrible, en efecto. Pero una sociedad sin otra escala que la legal tampoco es completamente digna del hombre. Pero una sociedad basada sobre los códigos de la ley, y que nunca llega a algo más elevado, pierde la oportunidad de aprovechar a pleno todo el rango completo de las posibilidades humanas. Un código legal es algo demasiado frío y formal como para poder tener una influencia beneficiosa sobre la sociedad. Siempre que el fino tejido de la vida se teje de relaciones jurídicas, se crea una atmósfera de mediocridad moral, que paraliza los impulsos más nobles del hombre.
«Y será simplemente imposible enfrentar los conflictos de este amenazante siglo [pensemos nosotros en el XXI] con tan sólo el respaldo de una estructura legalista.
«En todas partes es posible, y hasta fácil, socavar el poder administrativo. De hecho, este poder ha sido drásticamente debilitado en todos los países occidentales. La defensa de los derechos individuales ha alcanzado tales extremos que deja a la sociedad totalmente indefensa contra ciertos individuos. Es hora, en Occidente, de defender no tanto los derechos humanos sino las obligaciones humanas.
«Precipitación y superficialidad son la enfermedad psíquica del vigésimo siglo y más que en cualquier otro lugar esta enfermedad se refleja en la prensa. El análisis profundo de un problema es anatema para la prensa. Se queda en fórmulas sensacionalistas.
«Vuestros académicos son libres en un sentido legal, pero están acorralados por la moda del capricho predominante. No existe la violencia explícita del Este; pero una selección impuesta por la moda y por la necesidad de acomodarse a las normas masivas, frecuentemente impide que las personas con mayor independencia de criterio contribuyan a la vida pública. Hay una peligrosa tendencia a formar una manada, apagando las iniciativas exitosas (…). Un ejemplo de ello es la interpretación autocomplaciente del estado de cosas en el mundo contemporáneo que funciona como una especie de armadura puesta alrededor de la mente de las personas, a punto tal que las voces humanas de diecisiete países de Europa Oriental y del Lejano Oriente asiático no pueden perforarla. Sólo se terminará rompiendo por la inexorable palanca de los acontecimientos.
«El centro de su democracia y de su cultura se lesiona tan sólo por la ausencia de energía eléctrica por algunas horas, pues repentinamente muchedumbres de ciudadanos americanos comienza a saquear y a causar estrago. La capa superficial de protección debe ser muy delgada, lo que indica que el sistema social resulta inestable y malsano.
«Pero la lucha por nuestro planeta, en lo físico y en lo espiritual, esa lucha de proporciones cósmicas no es una vaga cuestión del futuro. Ya ha comenzado. Las fuerzas del mal ya han lanzado su ofensiva decisiva. Podríais sentir su presión pero vuestros monitores y vuestras publicaciones todavía están llenas de las obligatorias sonrisas y de los brindis con los vasos en alto. ¿A qué viene tanta alegría?
«Las dos llamadas guerras mundiales (en realidad todavía estaban lejos de tener esa escala mundial) han significado la autodestrucción interna del pequeño y progresivo Occidente que ha preparado así su propio final. La siguiente guerra (que no tiene que ser atómica y no creo que lo sea) puede quemar la civilización occidental para siempre.
«Enfrentando tales peligros, con tantos valores históricos en su pasado, con tan alto nivel de realización de la libertad y de devoción a la libertad, ¿cómo es posible perder en tal grado la voluntad para defenderse?
«Es imperativo reconsiderar la escala de los valores humanos usuales; su presente tergiversación es pasmosa. No es posible que la evaluación del desempeño de un Presidente se reduzca a la cuestión de cuánto dinero uno gana o al aprovisionamiento de gasolina. Solamente alimentando voluntariamente en nosotros mismos un autocontrol sereno y libremente aceptado puede la humanidad erguirse por sobre la tendencia mundial al materialismo.
«Si el mundo no se ha acercado a su fin, al menos ha arribado a una importante divisoria de aguas en la Historia, igual en importancia al paso de la Edad Media al Renacimiento. Demandará de nosotros un fuego espiritual. Tendremos que alzarnos a la altura de una nueva visión, un nuevo nivel de vida, dónde nuestra naturaleza física no será anatematizada como en la Edad Media, pero, más centralmente aún, nuestro ser espiritual no será pisoteado como en la Edad Moderna.
«La ascensión es similar a un escalamiento hacia la próxima etapa antropológica. Nadie, en todo el mundo, tiene más salida que hacia un solo lado: hacia arriba.»
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