Nadie mejor que una familia con hijos pequeños para atestiguar la influencia de las leyes de la termodinámica en la vida cotidiana. Todo sistema tiende al desorden (si no es debida y periódicamente editado).
Observamos en nosotros mismos y en nuestros hijos, la energía usada para producir “trabajo” (o alterar el estado de movimiento de un cuerpo), así como la energía disipada -en forma de calor, dice la mecánica clásica- en rencillas entre hermanos, carreras sin ton ni son desde el punto de vista adulto, proyectos de juego a medio empezar (de nuevo, según la mirada del adulto)…
La termodinámica también se impone sobre en los espacios donde se desarrolla nuestra vida; caminamos entre objetos que usamos o simplemente almacenamos y, a menudo, dejamos de usar sin darnos cuenta de que siguen ahí, en algún rincón, depositados de manera consciente o inconsciente, sujetos a un orden epistemológico o simplemente dejados, a la espera de convertirse en un fósil o de que la próxima mudanza les vuelva a otorgar significado.
El ejercicio quijotesco de apaciguar la entropía
Cualquier situación parece tender con naturalidad hacia el desorden, tal y como sugiere la entropía. Quizá por ello libros como el de Marie Kondo (The Life-Changing Magic of Tidying Up), sobre los supuestos beneficios de acumular pocos objetos y saber organizarlos para gastar menos energía cotidiana en el ejercicio sisífeo de utilizar y reponer, sea de momento el segundo libro más vendido en Amazon.
No sorprende tanto el éxito del ensayo de Marie Kondo, una extensión práctica y aplicable desde el primer día de una aspiración a la sencillez cotidiana con influencias del budismo zen, como su especialidad profesional: consultora de organización doméstica.
El nicho de la organización profesional crece de manera inversamente proporcional al precio de los bienes de consumo en relación con el nivel de renta; la prosperidad material en el mundo desarrollado y emergente produce un fenómeno raro unas décadas atrás: el exceso de trastos en casa y sus consecuencias.
Nace el nicho de los “simplificadores”
Más objetos en casa, desde alimentos de repuesto en la despensa hasta juguetes, pasando por mobiliario y electrodomésticos, implica menos espacio físico para desarrollar cualquier actividad, así como una aceleración de la entropía, o tendencia al desorden de nuestro entorno inmediato.
Desprenderse de lo innecesario cuesta tanto o más que ordenar un espacio o vivienda de tal modo que el uso cotidiano de los objetos a nuestro alrededor mantenga un delicado equilibrio con el espacio disponible para desenvolvernos.
“Editar” lo innecesario -dando a estos objetos una segunda oportunidad con alguien que los use, transformándolos o simplemente reciclándolos- es tan importante como ordenar lo esencial que permanece con nosotros, aseguran tanto los expertos en la disciplina como el sentido común en culturas que relacionan el equilibrio cotidiano con el entorno físico inmediato, al considerarlo una extensión del propio Yo.
Conscientes del peso de las posesiones
Las religiones orientales, al difuminar la separación occidental entre individuo y entorno y considerar la conciencia como una entidad cambiante que depende de nuestra proyección en el mundo, recomiendan maneras de no sucumbir al desorden.
Influido tanto por el jainismo y las doctrinas dhármicas de las que parte esta confesión, así como por la lectura del filósofo trascendentalista y promotor de la vida sencilla Henry David Thoreau, Mohandas Gandhi profundizó en la “no posesión”, o esfuerzo por depender lo mínimo de la posesión de objetos exteriores para garantizar así la propia libertad.
El concepto de no posesión, entendido como depender menos de lo externo para vivir mejor, tiene también su eco en la filosofía clásica, concretamente en las escuelas que enseñaban filosofías de vida (cómo vivir o, según Epicteto, el “arte de vivir”) a partir del socratismo y del eudemonismo de Aristóteles.
La complejidad de depender lo menos posible de lo material
Peripatéticos, estoicos y cínicos, cada escuela a su manera y con intensidad distinta, recordaban a sus alumnos que la posesión de propiedades, bienes y cualquier riqueza no liberaba ni proporcionaba el placer buscado, sino más bien lo contrario: esclavizaba con obligaciones y temores (a no poder mantener lo logrado, a perderlo por alguna calamidad, etc.).
Thoreau, una de las mayores influencias para Lev Tolstói y Mohandas Gandhi, entre otros, escribió en Walden, su tratado sobre la vida sencilla, con tantas referencias directas e indirectas a la filosofía occidental y oriental, que sin darnos cuenta malgastamos nuestra vida en el detalle, la compra de una gran casa que no disfrutaremos por la deuda contraída, o los objetos que no proporcionan la felicidad prometida. Por ello, recomienda “¡simplificar, simplificar!”.
En su reciente artículo en The New York Times sobre “la evolución de la simplicidad”, David Brooks recuerda cómo numerosas comunidades estadounidenses han favorecido y respetado históricamente una existencia inspirada en lo ascético, si bien Thoreau ya detectaba a mediados del siglo XIX las aflicciones de futuras generaciones de compatriotas y de otros ciudadanos de un mundo con cada vez mayor acceso a bienes materiales y a la tan anhelada prosperidad, aunque ésta imponga obligaciones que minen lo que los estoicos llamaron “tranquilidad”, o ideal de bienestar duradero.
El mendrugo de pan de Musonio Rufo
Las cosas que cualquiera relaciona con “riqueza”, decía Thoreau, no están a la altura de lo prometido. Y al contrario, la sencillez no siempre implica pobreza: “a medida que simplifiques tu vida las leyes del universo serán más sencillas; la soledad no será soledad; la pobreza no será pobreza, ni la debilidad debilidad”.
En estas palabras de Thoreau resuenan los consejos del estoico romano Musonio Rufo, que recomendaba a sus coetáneos exponerse a la incomodidad de vez en cuando para, llegado el momento, estar preparados para disfrutar con toda la apreciación posible de la exquisitez de, por ejemplo, un mendrugo de pan.
Un mendrugo de pan puede ser percibido, según la mentalidad con que lo percibamos, como un manjar en potencia o como un insulto a nuestro paladar. Del mismo modo, el principal escollo para lograr un entorno inmediato más simplificado y agradable a largo plazo es la ausencia de una mentalidad que comprenda la relación entre nosotros mismos y lo que nos rodea.
Somos, en cierto modo, el despojo espiritual de la tradición dualista occidental que separa a mente de espíritu y a individuo de lo que éste percibe, y esta separación libera a la persona de una responsabilidad e implicación real sobre lo que le rodea, más allá del objetivo de lograr confort.
Cuando el minimalismo se convierte en un mercado más
David Brooks apunta con agudeza que los los movimientos actuales que abogan por la sencillez y la simplicidad se diferencian de los del pasado porque buscan una aplicación práctica. Distingue, entre ellos:
- la tendencia a buscar consejos para “editar” la vivienda desprendiéndose de objetos prescindibles;
- y la extensión espiritual de esta primera tendencia, que promueve la higiene mental: desde “técnicas para mantener a ralla la bandeja de entrada del correo electrónico a técnicas para evitar potenciales adicciones contemporáneas como la consulta obsesiva del teléfono inteligente.
El columnista de The New York Times aprecia, asimismo, cierta superficialidad en los libros de autoayuda y recursos (desde aplicaciones para limpiar el correo y la información prescindible en el móvil a revistas que animan a tirar trastos promoviendo la compra de “mejores” trastos, o de trastos simplificados) para mejorar el bienestar personal: la paradoja de promover un materialismo mejor (“un tipo de materialismo más refinado, orgánico, cultivado localmente y capaz de aumentar el estatus moral”).
¿Y si es simple madurez?
El riesgo de los movimientos actuales sobre vida sencilla, alerta David Brooks, es su falta de contenido filosófico real y de referencias espirituales y antimaterialistas de peso.
No obstante, y pese a los riesgos de que la “nueva vida sencilla” termine para muchos en una moda pasajera vendida en fascículos o descargada en una app de móvil sin más uso que su flamante presencia en la pantalla del móvil, algo así como un tótem de la personalidad del poseedor del artilugio, “hay aquí claramente un cierto proceso de descubrimiento”.
David Brooks lo sintetiza así: “Al principio de la vida uno elige su identidad adquiriendo cosas. Pero más tarde en una vida acomodada uno descubre o actualiza su identidad desprendiéndose de lo que ya no es útil, verdadero o hermoso”. Un experto en vida sencilla, explica Brooks, aconsejó a su audiencia desparramar por el suelo la totalidad de sus respectivas bibliotecas y volver a colocar únicamente los libros que realmente apreciaban.
Enseñanzas de una mudanza
Hace unos días, Kirsten y yo nos encontramos en una tesitura similar al preparar una mudanza. Tras varios años en Barcelona, nos hemos mudado a una pequeña localidad a una hora de viaje de París, donde hay espacio para que una familia con 5 miembros tan ruidosa y activa pueda expresarse sin sentirse displicente con los vecinos, siempre más próximos en una gran ciudad.
Si bien somos conscientes de nuestras posesiones y “editamos” cotidianamente lo que nos acompaña, sean cables de aparatos electrónicos que ya no usamos o libros que no tienen el valor que les suponíamos, al preparar la mudanza observamos, una vez más, lo fácil que es para una familia media contemporánea acumular bienes.
Basta algo de tiempo para, mediante un repaso sincero y concienzudo, dejar atrás aquello que no merece ocupar un espacio, por pequeño que sea, en nuestro contexto cotidiano.
Ventajas del cultivo del escepticismo
Como señala David Brooks, cualquier ejercicio de “edición” de nuestras posesiones, sean físicas, electrónicas o atávico-etéreas (sentimiento de pertenencia, costumbre, falso confort, miedo a la incertidumbre o al cambio profundo, etc.), es un ejercicio de descubrimiento de nuestra auténtica identidad personal.
Shane Parrish, bloguero de la bitácora Farnam Street, evoca a los filósofos escépticos al recordar que “la habilidad de cambiar lo que uno piensa es una habilidad infravalorada”.
Precisamente Shane Parrish dedica una entrada reciente a consejos para profundizar en una mayor sencillez usando una concienzuda reducción hacia la esencia o utilidad real de las cosas (una manera de no caer en puro reduccionismo o empobrecimiento de la experiencia personal).
13 virtudes
No hay una mejor manera de indagar en lo que realmente importa que replantearse las ideas, pensamientos y posesiones que rodean a uno a diario. Cuando uno deja de encontrarse en sintonía con un contexto físico o identitario, siempre es posible cambiar, con la ventaja añadida de que esta decisión depende de uno mismo.
La gente que se examina con regularidad, tal y como recomiendan los últimos expertos en vida sencilla, pero también los filósofos clásicos, acaba instintivamente indagando en maneras más elevadas de “poda” o “edición” de la realidad que a uno atañe.
Es entonces cuando uno se da cuenta de que varias de las 13 virtudes que el joven Benjamin Franklin identificó de joven y, como escribió en su autobiografía, siguió durante el resto de su vida, son fruto de esta profundo examen personal y son intercambiables con las propias.
Ser conscientes de nuestras palabras y acciones, sosegados pero íntegros con nuestros compromisos, disciplinados con nuestro tiempo, selectivos con las amistades, moviéndonos generalmente -en palabras de Brooks- “desde la fragmentación hacia la unidad de propósito”.
Mecánica clásica
En un mundo entrópico y suficientemente complejo sin necesidad de que aceleremos la tendencia al caos circundante, al parecer mucha gente busca de manera activa, cómo tener una vida más plena con menor complejidad que equivalga a “ruido” o “calor disipado” (entrópico), y más movimiento con sentido, que equivalga a lo que la mecánica clásica llama “trabajo”.
El escepticismo y el examen son “trabajo”, en sentido mecánico y espiritual.
Y qué mejor que acabar con dos citas de dos pensadores que se esforzaron durante toda su vida para profundizar en un presunto orden cósmico que, a medida que indagaron, pareció más débil, menos real y “presente”:
- la convicción de Sócrates le llevó a la muerte a manos de quienes no respetaba;
- mientras que la obcecación de Einstein por una teoría unificada de la física le condujo a negar el extraño comportamiento de las partículas en la física cuántica.
Sócrates: “El secreto de la felicidad, mira por dónde, no se encuentra en buscar más, sino en la capacidad para disfrutar con menos”.
Y Einstein: “Todo debería hacerse de la manera más sencilla posible, pero no la más fácil”.