Una temática recurrente en los últimos años, siempre en las primeras páginas de la prensa, sobre todo en época preelectoral: la desigualdad social, expresión acompañada con calificativos como “enquistada”, “en aumento”, “irreversible”, “catastrófica”, etc.
En efecto, la desigualdad ha crecido desde el inicio de la Gran Recesión en los países ricos, aunque en muchos países es una tendencia de las últimas décadas, asociada con la globalización y fenómenos relacionados (deslocalización y ajuste o congelación real de salarios -aumento en paralelo al coste de la vida-, robotización, etc.).
Dificultades en los países ricos, nuevas clases medias en los países emergentes
Por contra, la globalización reduce la desigualdad en el resto del mundo, con un aumento espectacular del poder adquisitivo en las economías emergentes y la incorporación de cientos de millones de personas a las clases medias.
A medida que China, India o Brasil se desarrollan, invierten más en innovación y, a su vez, el proceso beneficia a mercados potenciales de tecnologías, utensilios, medicamentos, etc., hasta ahora producidos en el mundo desarrollado.
Por ejemplo, un nuevo medicamento con potencial global llamado Epidaza ha sido desarrollado en su integridad en China, con un coste de investigación y desarrollo estimado en 70 millones de dólares, alrededor de una décima parte del coste hipotético en Estados Unidos.
Beneficios para todos del desarrollo de los emergentes
A medida que el mundo emergente se desarrolla, la estrategia de copiar barato se transforma poco a poco. Ello repercute en una mayor inversión a largo plazo (I+D+i), a menudo a una fracción del coste que en los países ricos y con resultados que benefician a todo el mundo.
Pero los efectos positivos del aumento de la innovación en China e India (fenómeno explicado por The Wall Street Journal, entre otros medios) no compensarán la extendida percepción entre la opinión pública de los países ricos de que la globalización e hipercompetitividad que se deriva de ella han influido sobre la congelación salarial para las clases medias y menos favorecidas en las economías desarrolladas.
En *faircompanies también hemos tratado el fenómeno que los profesores Vijay Govindarajan y Chris Trimble llaman “innovación inversa“: en esencia, productos y tecnologías con alto valor añadido concebidos y producidos primero a bajo coste para mercados emergentes que, a la larga, alcanzan también el resto del mundo (por su precio, conveniencia, facilidad de uso, reparabilidad, etc.).
“Externalidades” para las sociedades avanzadas de un mundo más rico en conjunto
Para los medios occidentales, ni el descenso de la precariedad y la desigualdad en el mundo en su conjunto, ni mucho menos los beneficios indirectos del fenómeno de la “innovación inversa” sirven de atenuante de la desigualdad en los países ricos, principal argumento de los partidos llamados progresistas para recuperar su credibilidad (básicamente, insistiendo en que la austeridad fiscal no permitiría generar el crecimiento necesario para otorgar una oportunidad a los más necesitados).
Steven Pinker sintetiza este punto de vista en The Guardian: “Desigualdad: la pobreza cayendo más deprisa que nunca pero el 1% se escapa en cabeza”, como si se cumpliera de un modo u otro la teoría del consumo conspicuo del economista y sociólogo Thorstein Veblen, según la cual lo que realmente inquieta a una persona o familia media es no poder seguir el ritmo de vida de vecinos y familiares (no su propia prosperidad, sino su prosperidad en relación con otros).
El debate central: ¿una sociedad más desigual o una sociedad más inmóvil?
¿Qué interesa, una economía abierta a la movilidad social, con menos trabas burocráticas y más oportunidades reales para generar riqueza con potencial de alcanzar a la mayoría, o una sociedad menos próspera que se contente con acercar a los más necesitados, en un extremo, con los más pudientes, en el otro?
No son sólo los medios y periodistas de prestigio: los economistas también centran su debate en la desigualdad y su incremento, en la rigidez social y falta de oportunidades, y sobre todo en el aumento espectacular de la riqueza entre los mejor situados para beneficiarse de un mundo hiperconectado e hipercompetitivo.
El libro del economista francés Thomas Piketty, El capital en el siglo XXI, se convirtió en la sensación literaria de no ficción en Estados Unidos en 2014, cuando la traducción al inglés llegó a las librerías; asimismo, el libro se mantiene desde entonces entre los más vendidos de Amazon.
Lo que no podemos soportar: que nuestro entorno prospere más que nosotros
Piketty expone una sólida teoría de la desigualdad y compara el momento actual con la época de los grandes magnates estadounidenses del XIX: grandes fortunas en un extremo, y el resto de la sociedad en el otro (un argumento atractivo para que economistas como Paul Krugman, Joseph Stiglitz y una legión de imitadores menos consistentes e influyentes, se refieran a menudo al 99% y su falta de oportunidades).
Los medios debaten estos días el papel de la educación a largo plazo como estrategia para atajar la desigualdad social, de nuevo imponiendo como principal objetivo la hipótesis de Thorstein Veblen: preferimos mayor prosperidad para todos pero, por encima de todo, lo que el imaginario colectivo no toleraría es que el grupo de cabeza acelerara su enriquecimiento relativo con respecto al resto, incluso si el resto prosperara con mayor rapidez que en los últimos años.
Así que no sorprenden las conclusiones de los estudios y proyecciones sobre educación y desigualdad: “más educación es algo positivo para los trabajadores –escribe Neil Irwin en The New York Times-, pero ello no significa que resolviera la desigualdad?”
¿Qué es más efectivo, repartir lo mismo para muchos o crear más para más gente?
¿Es “resolver la desigualdad” el principal objetivo? ¿O acaso es fomentar la prosperidad entre más gente, asegurándose de que se revierte la rigidez social y aumentan los canales de movilidad que, por ejemplo, permitan a cualquier persona en desventaja acceder a las oportunidades para un futuro próspero?
¿Se puede aislar la desigualdad como único concepto de un debate complejo en un momento histórico donde el mundo emergente va camino de acaparar la mitad de recursos y riqueza mundiales? No todos los intelectuales y economistas están de acuerdo con hablar únicamente de desigualdad y en considerar la lucha contra ésta el principal objetivo de cualquier política económica.
En Silicon Valley existe una opinión distinta. El inversor de capital riesgo y autor Peter Thiel, miembro del grupo de emprendedores “Paypal mafia”, exponía al economista Tyler Cowen en una entrevista (teorizador de los efectos que la falta de innovación ha tenido sobre la economía y la riqueza relativa de las familias en los países ricos durante las últimas décadas) por qué hay que hablar también de riqueza y cultura del riesgo.
El debate sobre desigualdad seguirá siendo central
Sin grandes ideas, nuevos mercados que explorar, innovación con mayúsculas y una tolerancia lo más elevada posible al riesgo, explica Thiel siempre que se le concede la oportunidad (sea en la universidad, en un ensayo o en una entrevista), pensadores como Peter Thiel o Tyler Cowen creen que habrá menos oportunidades para aumentar la riqueza de todos.
Pero para transformar un debate -público y global- sobre desigualdad, en otro donde también aparezcan los modelos para fomentar una cultura del riesgo y crear riqueza (y no sólo compartirla, a menudo usando estrategias redistributivas que, más que promoverla, la frenan, al incidir sobre todo sobre las clases medias), hace falta que “crear riqueza” y “promover la cultura del riesgo” alcancen en los medios la importancia del concepto “desigualdad”.
Eso no pasará.
Así que personalidades influyentes con una opinión sobre la desigualdad algo más ponderada que quienes consideran el debate 1%-99% como la principal dialéctica de la próxima década, tratan de incluir en la conversación los matices que cualquier análisis escéptico, serio y poliédrico de la situación debería considerar.
Correlación entre productividad y movilidad social
Tyler Cowen, por ejemplo, escribe en The New York Times -también cabecera de los artículos de Krugman y Stiglitz- que no es tanto la desigualdad como la inmovilidad: lo que debería preocuparnos es que la creación de riqueza alcanza a los más desfavorecidos y les concede oportunidades para prosperar, en lugar de centrarse en señalar con el dedo hacia la gráfica que denuncia que los más ricos se escapan en cabeza.
O dicho con claridad: ¿queremos más prosperidad para todos -y quizá mucha más para los más prósperos- o menos prosperidad para todos -y a buen seguro más cohesión social, al contar con élites menos prósperas-?
En su columna para The New York Times sobre desigualdad y movilidad social, Tyler Cowen cita primero un informe de la propia Casa Blanca que expone que, si el aumento de la productividad se hubiera mantenido al ritmo anterior a 1973, los hogares estadounidenses ganarían 30.000 dólares más hoy.
Este capital adicional constituiría, en opinión de Cowen, un método para hacer realidad el ascensor social. Por contra, si la desigualdad social hubiera mantenido su dinámica anterior 1973, la ganancia del hogar medio estadounidense ascendería actualmente a 9.000 dólares por año.
Una economía más dinámica propulsaría el ascensor social
Tomando ambos referentes, Cowen expone que una economía más dinámica, con mayor innovación, oportunidades y dinámica de aumento de la productividad anteriores a la crisis del petróleo de 1973 habría creado más oportunidades reales que la mera lucha contra la desigualdad.
Existe una correlación entre los indicadores de productividad de una economía y la desigualdad social, dice Cowen, y “acelerar el crecimiento de la productividad tiene el potencial de hacer más por la movilidad social ascendente que redistribuir dinero desde el 1%”.
La opinión de Tyler Cowen, aunque impopular entre quienes prefieren centrar todos los problemas de la economía y las dificultades laborales de los más desfavorecidos en una supuesta conspiración de los más opulentos, debería ser como mínimo tenida en cuenta e incorporada a la conversación pública sobre desigualdad.
Igualdad para desigualitarios
El economista de la George Mason University y ensayista cita a continuación obras como Equality for Inegalitarians (literalmente, “Igualdad para desigualitarios”), de George Sher, profesor de filosofía de la Rice University, donde se expone que la sociedad debería sobre todo centrarse en permitir que todo el mundo tenga una oportunidad para “vivir dignamente”.
En otras palabras, no se trataría tanto de redistribuir la riqueza de los asalariados con mayores ganancias (al fin y al cabo, los que más impuestos soportan), como de asegurarse de que todo el mundo tiene suficiente para su vida cotidiana, con premios al esfuerzo, el talento y el riesgo.
Precisamente, una de las críticas más sólidas y consistentes que se han realizado al influyente El capital en el siglo XXI de Thomas Piketty es la ausencia de un análisis del riesgo: hay personas que asumen más riesgo que otras, con el potencial de acelerar pérdidas o ganancias que se asocia a esta estrategia.
Tyler Cowen reflexiona después sobre el uso de la desigualdad como cuestión principal de la filosofía moral actual.
Cómo asegurarse de que funciona el ascensor social
Si bien estrategias como la educación “no arreglarán” la desigualdad económica, críticos a la agenda informativa actual como el propio Tyler Cowen se preguntan por qué debería hacerlo, ya que lo importante “es elevar a la gente viviendo en la base”.
La conclusión del artículo de Tyler Cowen para The New York Times rema también a contracorriente, un ejercicio escéptico (el de ir a la contra), que Peter Thiel también practica, tal y como expone en su ensayo sobre innovación Zero to One.
Es bastante posible que el futuro aporte incluso mayores niveles de desigualdad, que sin duda preocuparán a muchos comentaristas, dice Tyler Cowen, “pero es posible que estemos mejor si nos centramos en lo que realmente importa, identificamos lo que realmente ayuda más a la gente y hacemos lo posible para aumentar la movilidad económica. Ese es un programa práctico que todos deberíamos ser capaces de apoyar”.
Confiar en la redistribución… o confiar en uno mismo (el resto ya se verá)
La desigualdad no puede ser apartada de la conversación cuando el 41% de la riqueza global está en manos de menos del 1% de la población según Pew Research, pero tampoco debe ser aislado como dato sacrosanto que explique todas las miserias habidas y por haber, sobre todo cuando nunca antes había existido tanta prosperidad en el mundo.
En paralelo, también es cierto que el 20% de la población mundial acapara el 94,5% del capital mundial.
Quizá otros factores como la movilidad social, la educación y nuevos indicadores de bienestar que tengan en cuenta tanto aspectos materiales como intangibles difíciles de medir hasta ahora, deberían asociarse con el análisis que expone la muy politizada y decimonónica idea de dividir el mundo -a golpe de artículo- entre el 1% y el 99% restante.
Más que centrarse en demonizar a quienes concentran el 41% de la riqueza global, una estrategia más efectiva para todos consistiría en hacer que el 30% que concentra el 55% de la riqueza mundial aumente hasta el 50% de la población mundial, para que quienes concentran menos riqueza comprueben que, con esfuerzo y herramientas (educación, mentoría, etc.) pueden prosperar.
Sin olvidar que, en 1981, el 52% de la población mundial vivía con menos de 1,25 dólares al día. En 2010, esta cifra se había reducido hasta el 21%.
Pero, claro, un gráfico llama menos la atención que un niño hambriento comido por las moscas. El periodismo, como el debate público, se alimentan de dramatismo.