Los listados sobre “las mejores empresas donde trabajar” no suelen certificar los mejores lugares sino los que obtienen mejor puntuación. Del mismo modo, las promesas sobre vacaciones idílicas no cumplen con las expectativas.
Asimismo, los estudios muestran que no aprovechamos los días de vacaciones para descansar y mejorar aspectos descuidados por el día a día con un impacto positivo a largo plazo sobre nosotros, sino que los empleamos en adquirir productos y servicios que “venden” esta idea.
Entre las actividades más asequibles y con mayor recompensa a largo plazo que a menudo son aparcadas por la realidad en momentos de descanso destacan, por su carácter asequible, adaptabilidad, universalidad y calidad de la recompensa obtenida a largo plazo:
- hacer ejercicio en medio de la naturaleza;
- y leer en profundidad más allá de los cuatro titulares y párrafos atractivos que captan nuestra atención apelando a nuestros instintos (amígdala cerebral), más que a nuestra capacidad para reflexionar y crear nuevas ideas (corteza cerebral).
La diferencia entre planear (o comprar) y experimentar
No importa que antes de que llegaran los días festivos leyéramos las informaciones que exponen por enésima vez las pruebas empíricas que relacionan introspección con autorrealización: cuando llega la hora de la verdad, las obligaciones de los días festivos acortan los previamente atractivos momentos de auténtica y enriquecedora introspección.
Del mismo modo, confundimos las estresantes y competitivas acciones de comprar un libro o pagar una experiencia (un viaje a algún lugar) con la auténtica actividad de la que se obtiene la recompensa a largo plazo: la lectura y el aprendizaje sobre un lugar, siguiendo los ejemplos anteriores.
En ocasiones, un buen libro de viajes obtenido en préstamo en una biblioteca pública es mucho más enriquecedor que el costoso torbellino de la compra y el trofeo.
Efectos de ejercicio físico y lectura sobre ADN y experiencia cognitiva
En efecto, el ejercicio físico (sobre todo el realizado en la naturaleza) contribuye al bienestar duradero e incluso provoca cambios en nuestro ADN. Gretchen Reynolds explica en la bitácora Well de The New York Times cómo el ejercicio modifica la forma y funcionamiento de nuestros genes y sus implicaciones a largo plazo, tanto para nosotros como para nuestros descendientes (epigenética).
Otras actividades aparcadas a última hora como leer en profundidad (un reportaje novelado, una novela, un ensayo, poesía) no sólo enriquecen nuestra experiencia, sino que la transforman, ya que nuestro cerebro interpreta lo narrado de manera similar a lo que experimentamos en primera persona.
Otro artículo de The New York Times, en este caso firmado por Keith Oatley y Maja Djikic, explica hasta qué punto nos cambia la lectura.
Aparcando lo -supuestamente prescindible- imprescindible en favor de los usos gregarios
Quizá en esta ocasión sea diferente. Como si se tratara de la batalla filosófica de todos los tiempos entre determinismo y libre albedrío, rememoramos la coincidencia entre filósofos, psicólogos y neurocientíficos cuando se trata de analizar los efectos a largo plazo sobre dedicar algo de tiempo a pasear o ejercitarse sin que el reloj nos persiga, o sumergirnos en una de esas novelas que, una vez superado el esfuerzo inicial de concentración, nos invitan a vivir lo narrado y sentimos acabar a medida que acercan las últimas páginas.
Varias falacias de la vida contemporánea confabulan para que nuestra deserción de momentos introspectivos entre la naturaleza o la lectura de libros que nos animen a esforzarnos y abandonar la zona de confort se convierta, a nuestros ojos y a los de nuestro entorno, en apenas una indulgencia que se veía venir.
A saber: “he estado ocupado”; “llevo un par de días sin trabajar, pero no tengo un momento libre entre compras y planes con amigos y familiares”; “prefiero dedicar el tiempo a descansar ‘de verdad’ (léase: descansar sin esforzarse, o realizar actividades que no requieran niveles incómodos de esfuerzo físico o intelectual)”.
Por qué lo que consideramos absoluto es más relativo de lo que pensamos
Nuestra percepción del tiempo y de la propia existencia es relativa no sólo al compararla con cómo otros ven “su” tiempo, sino con nuestra visión del tiempo en otros momentos de la vida. Según la evidencia científica y la filosofía desde los existencialistas (esta imagen subjetiva del tiempo dependería, según el filósofo Martin Heidegger, de nuestra edad, momento histórico y experiencias), el tiempo es más flexible de lo que pensamos y, además, se ve condicionado por los usos sociales del que es considerado un bien escaso.
El fundador de Amazon lo tiene claro: lo más valioso que él puede conceder es lo más finito y escaso: su tiempo dedicado.
Es por ello que Bezos apenas reduce al máximo sus reuniones, entrevistas y apariciones públicas, pero trata de aumentar la calidad de su participación en estos actos.
(Video musical -grabado en directo en 1972- Time de Pink Floyd -álbum The Dark Side of the Moon)
Cuánto vale nuestro tiempo
Bezos: “Dónde gastarás tu tiempo y energía es una de las decisiones más importantes que tomarás en tu vida. Todos poseemos una cantidad finita de tiempo, y dónde y de qué manera lo empleas es un modo increíblemente cabal de pensar sobre el mundo”.
Otras personalidades influyentes de la actualidad y de todos los tiempos coinciden con Bezos en la valía de nuestro tiempo, sobre todo una vez determinamos objetivamente la brevedad de la propia vida y el tiempo dedicado a actividades que no requieren dedicación y concentración conscientes, tales como estudiar, trabajar o ejercitarnos.
Pasear por la naturaleza, divagar o meditar pueden considerarse esfuerzos conscientes de introspección que, como muestran estudios neurológicos, en efecto transforman la actividad de nuestro cerebro.
Nuestro tiempo y nuestras circunstancias
Y tanto las actividades introspectivas (el “alimento” para nuestro bienestar a largo plazo, según filósofos desde la Antigüedad, en concordancia con las tesis actuales en psicología y otros campos) como las que no requieren nuestro esfuerzo consciente están sujetas a nuestra visión del tiempo y de la propia existencia.
Según filósofos como Martin Heidegger o José Ortega y Gasset, no sólo nuestra percepción del tiempo afecta nuestra manera de afrontar lo cotidiano, sino también el tiempo de las personas que nos rodean, al ser individuos integrados en una familia, un sistema educativo y de valores, una sociedad, un tiempo.
En cierto modo, reflexionan algunos filósofos existencialistas, somos productos del ahora, y no de los años 30 del siglo XX, pese a que podríamos encontrar indudables paralelismos entre los años 30 del siglo XX y la segunda década del siglo XXI, como si nos empecináramos en certificar con nuestro comortamiento la hipótesis nietzscheana del eterno retorno, a su vez basada en la idea fatalista de la existencia y el universo de los filósofos estoicos.
Cuando “ha llegado el tiempo” de algo
Y así, interpretamos nuestro tiempo “aquí y ahora” con indudables paralelismos -influidos por los valores y la coyuntura de nuestro tiempo- con otras personas que ni siquiera conocemos y a menudo ni siquiera hablan nuestra lengua, pero se comportan de un modo instintivamente similar, influidos por una situación similar.
Ello explicaría, por ejemplo, por qué hay ideas, invenciones, corrientes artísticas, teorías, etc., a las que parece haber llegado el momento histórico y aparecen casi en el mismo momento y lugares distintos (Stuart Kauffman y Steven Johnson lo llamarían, respectivamente, lo “adyacente posible” en biología y en las ideas humanas, que se comportan de un modo similar a la vida cuando se trata de avanzar un paso más).
En la actualidad, el tiempo de las personas con mayor éxito -o de quienes se cultivan con mayor efectividad y resultados a largo plazo- adquiere más valor que las propias mercancías, debido a nuestra existencia y atención finitas.
(Imagen: Nighthawks -1942- de Edward Hopper; ambientada en un diner de Greenwich Village que muestra la preocupación y alienación en momentos de incertidumbre -Hopper empezó a pintarla tras el ataque japonés a Pearl Harbor)
A la conquista de nuestra propia experiencia
Jeff Bezos sugiere, como los estoicos de la sociedad romana de hace dos milenios, que existe una gran división social entre:
- quienes perciben el tiempo como algo finito y que merece aprovecharse en algo concreto y esencial en cada momento (gracias al cultivo personal: introspección, estudio, ejercicio, etc.);
- y quienes, en lugar de “tomar control” sobre su tiempo, corren delante o detrás de él, movidos por el muy humano, impulsivo e irrefrenable impulso gregario de seguir el ritmo de las personas circundantes.
En períodos vacacionales, justo cuando en teoría habría “tiempo libre” (como si el tiempo ocupado en quehaceres provechosos no fuera el más “libre” de todos) para cultivar las actividades introspectivas más provechosas para nuestro bienestar -ejercicio en la naturaleza y lectura reflexiva (en contraposición al parrafeo)-, el tiempo se escurre más que en cualquier otro momento, debido a obligaciones basadas en convenciones ajenas a la voluntad individual:
- complejos viajes que aumentan el estrés en lugar de conseguir lo contrario (¿no es acaso lo que venden las imágenes comerciales de estas escapadas?);
- maratonianas jornadas de compras y compromisos sociales;
- ritos preestablecidos de días marcados en el calendario según el lugar y el momento histórico, aunque destaque la persistencia de algunas de éstas fechas, cuya significación social y/o religiosa a menudo se remonta a períodos paganos.
Por qué todo el mundo parece estar tan ocupado (incluso cuando no lo está)
The Economist se pregunta por qué todo el mundo está tan ocupado, sobre todo teniendo en cuenta que la promesa desde la II Revolución Industrial consistía en un futuro en que las horas de trabajo se redujeran de manera inversamente proporcional al aumento de la productividad, lo que a su vez incrementaría las vacaciones.
El economista John Maynard Keynes escribía en 1930 que los nietos de su generación (la población adulta actual posterior a los baby-boomers) trabajarían en torno a “tres horas diarias”, y probablemente sólo por decisión propia.
Keynes se sorprendería de la dimensión de su error, aunque quizá no tanto en el hecho de que trabajamos más de tres horas diarias y la gran mayoría lo hace porque no tiene más remedio (a menudo en tareas que no controla), aunque es cierto que las condiciones laborales para aquellos que tienen trabajo -dada la coyuntura desde la Gran Recesión– son más seguras, cortas y flexibles, así como menos duras que las de sus abuelos y bisabuelos.
Teorías de la clase ociosa y otros artilugios
Dejando de lado el estancamiento de la innovación -al menos, la ajena a las tecnologías de la información- y los salarios de Occidente durante las últimas décadas, máquinas, algoritmos y robots liberan a los que conservan su trabajo de las tareas más pesadas en décadas anteriores.
La teoría del ocio o tiempo libre de los sociólogos de principios del siglo XX no se ha cumplido debido a la percepción actual del tiempo y su valor relativo, que no sólo no ha disminuido, sino que ha aumentado a medida que el valor de la economía se traslada desde los bienes físicos a los servicios y bienes intangibles (desmaterialización y softwarización).
El sociólogo Thorstein Veblen observó en The Theory of the Leisure Class una correlación entre la percepción de lo cotidiano de las personas que rodean a un individuo (y la sociedad en su conjunto, que se manifiesta en opinión pública, medios, etc.) y el comportamiento de este mismo individuo.
Vida de cara a la galería: consumo conspicuo y ocio conspicuo
Así, argumentaba Veblen, a veces compramos para seguir el ritmo y no ser menos que nuestros vecinos y familiares (consumo conspicuo); o usamos nuestro tiempo de ocio no para cultivar nuestro interior, sino para denotar nuestro estatus social (un comportamiento a menudo aspiracional).
La percepción actual del tiempo está más relacionada con las hipótesis del sociólogo Thorstein Veblen que con las esperanzas del economista Keynes: especialmente durante fechas de ocio señaladas en el calendario, se imponen la percepción y supuestos usos sociales (¿gregarios?) que priorizan el consumo de ocio por encima del cultivo personal.
Cuando los momentos de ocio denotan los mismos patrones de gregarismo y competitividad que los profesionales, el calendario de los días libres puede ser incluso más agotador que los días de trabajo. ¿Tiempo de introspección, cultivo personal, ejercicio, conversación en profundidad, estudio, auténtico descanso? Escaso.
Desempolvando otros modelos de descanso: el ocio productivo clásico
No siempre ha sido así. El carácter casual e inconsciente (¿impulsivo?) del ocio contrasta con el significado reverencial y estima del ocio en las antiguas Grecia y Roma:
- en la Grecia clásica, se curaba el tiempo de ocio incluso con mayor dedicación que el de trabajo remunerado en sentido estricto, ya que el tiempo de ocio equivalía a introspección “activa”: los ciudadanos se convertían en filósofos y reflexionaban sobre la vida, el mundo a su alrededor (ciencias) y las humanidades (política, teatro, retórica, etc.);
- en Roma, el “otium ruris” combinaba de manera explícita el trabajo físico en un entorno natural (a menudo, la villa en el campo, donde se cultivaba la tierra y se obtenían los frutos de la naturaleza, como Virgilio canta en las Geórgicas).
Activo, productivo y a poder ser con momentos de introspección en la naturaleza: éste es el significado perdido de “ocio”. Los retiros productivos no son la norma en descansos como el navideño y el veraniego.
En la era de la saturación de alternativas
Las jornadas laborales maratonianas y la sensación de poder acceder a cualquier contenido de ocio en cualquier momento ha reducido los momentos de descanso individual o en el entorno familiar sin recurrir al teléfono o cualquier otra pantalla.
El tiempo para aburrirse e inventar ha sido ocupado por pasatiempos que estimulan la mente de un modo similar a las gratificaciones impulsivas, lo que resta momentos de potencial relajación e imaginación.
En definitiva, la saturación de alternativas (“overchoice“) resta espacio a la contemplación, la serendipia y el cultivo personal y nos adentramos de lleno en lo que la consultora Linda Stone definió en los noventa como “atención parcial continua“: un limbo en que no estamos ni lo suficientemente concentrados como para sacar partido de una actividad cognitiva, ni suficientemente relajados para descansar.
Apnea del correo electrónico
Stone acuñó imágenes que, quince años después, todos entendemos sin necesidad de contextualizar: ¿suena familiar el concepto “apnea del correo electrónico”? El ensayista Michael Harris articula una hipótesis similar a la de Linda Stone en su ensayo El fin de la ausencia.
Como consecuencia de jornadas de atención constante incluso cuando se supone que estamos en momentos de descanso introspectivo, vivimos en un momento donde predomina la sensación de que falta tiempo, argumenta The Economist en su número del 20 de diciembre.
Y, mientras los momentos de descanso cotidianos se diluyen entre mensajes instantáneos y visitas a las redes sociales, los períodos vacacionales se convierten en la combinación entre ocio conspicuo y “lo que se supone que debemos hacer”, de acuerdo con la convención y la propia percepción del tiempo.
Cuánto tiempo tenemos y cómo lo vemos
Dando la razón a Martin Heidegger, The Economist relaciona la sensación de la falta de tiempo con un problema fundamental de percepción del tiempo y de la propia existencia, ya que, objetivamente, el tiempo de ocio ha crecido para la mayoría de la población tanto en Europa como en Norteamérica:
- en Estados Unidos, se trabaja de media 12 horas menos que en 1965; el tiempo oficial de descanso ha aumentado contando también actividades relacionadas con el trabajo y tiempo de trayecto de casa a la oficina:
- si bien ha habido un incremento dramático de empleo femenino, trabajar fuera de casa ha supuesto de media una bajada proporcional en tareas no remuneradas realizadas en el hogar (gracias en parte, dice The Economist, a la universalidad de todo tipo de electrodomésticos).
“El problema, entonces, está menos en cuánto tiempo tiene la gente y más en cómo se ve”, explica el artículo de The Economist.
Desde inicios de la Ilustración, la percepción del tiempo ha ido a la par con su relación con el dinero (rendimiento personal por unidad de tiempo): una vez las horas se cuantificaron de manera financiera, la sociedad empezó a preocuparse sobre su malgasto, su ahorro o su uso provechoso.
Llenar cada espacio con impulsos informativos no implica “aprovechar” el tiempo
Y -algo que no pasan por alto los empresarios más exitosos de la economía de Internet como el mencionado Jeff Bezos-, cuando las economías y los sectores se desarrollan, el tiempo aumenta su valor (y a mayor valor, mayor percepción de su escasez).
Los entornos urbanos con elevado coste de vida tienen un estilo de vida más acelerado, explica Harry Triandis, psicólogo social de la Universidad de Illinois. En entornos donde cada rato tiene un valor asociado, se puede cometer el error estratégico de intentar “aprovechar” el tiempo libre usando el móvil o la tableta electrónica, lo que repercute más sobre el nivel de ansiedad que sobre el aprovechamiento real de ese momento.
El tiempo introspectivo (contemplación, meditación, lectura reflexiva, conversación en profundidad) no es tiempo malgastado, sino más bien al contrario.
No obstante, desde el boom económico que siguió a la II Guerra Mundial se ha incrementado la correlación entre tiempo, dinero y ansiedad, además de acelerarse la propia percepción de la existencia: rapidez se ha convertido en sinónimo de eficiencia, mientras la actitud reflexiva y contemplativa ha adquirido connotaciones reprochables, si no sospechosas, en el mismo período.
Nivel de vida y percepción del tiempo
El economista Gary S. Becker observó el fenómeno de la aceleración del tiempo percibido en Estados Unidos en los años 60, concluyendo que el tiempo se usaba de un modo más cuidadoso entonces que un siglo atrás. En las últimas décadas, el fenómeno se ha acelerado.
“Así que el aumento del valor del tiempo ejerce presión en todos sus usos. El tiempo de ocio empieza a parecer algo más estresante, ya que la gente se siente obligada o usarlo sabiamente o todo lo contrario”, reflexiona el artículo de The Economist.
El semanario cita estudios de sociólogos como Daniel Hamermesh, que observan la correlación entre el nivel de vida y el uso intensivo y bajo presión del tiempo, tanto el dedicado al trabajo como el tiempo de ocio.
Al relacionar el tiempo de ocio con un estatus cuantificable, el aumento de la cantidad de bienes de ocio y entretenimiento provoca un incremento proporcional de la ansiedad, “a medida que el conflicto para elegir qué comprar o ver o comer o hacer eleva el coste de oportunidad del ocio (es decir, elegir una cosa implica no elegir otra), contribuye a la sensación de estrés”.
Qué perdemos con el fin del tedio
El ocio electrónico en diversas pantallas y en cualquier lugar o situación ha exacerbado el fenómeno de la ansiedad relacionada con la percepción del tiempo de descanso en términos de productividad, generando fenómenos como la sobrecarga informativa o, en palabras de Michael Harris, “el fin de la ausencia” (o de momentos de cultivo introspectivo).
“Cuando hay tantas maneras de pasar el tiempo, es natural acaparar más”, explica The Economist en consonancia con el concepto acuñado por Linda Stone de “atención parcial continua”.
Asimismo, crece el fenómeno de profesionales mejor pagados ahora que hace cuatro décadas (por ejemplo, ejecutivos de empleos de la sociedad de la información) que tienen menos tiempo libre que sus homólogos unas décadas atrás.
Entre los factores que explicarían la falta de tiempo libre en estos casos, The Economist no se olvida de que muchos trabajadores con educación superior simplemente disfrutan de lo que hacen y optan libremente por trabajar más horas.
Apreciando el tiempo se aprende a aprovecharlo
No siempre es el caso y también ha aumentado en los últimos años la sensación de inseguridad laboral, que añadiría presión sobre quienes atesoran un buen empleo para comprometerse laboralmente más allá de lo preestablecido.
Tampoco hay que olvidar la connotación social del ocio, recuperando las reflexiones de Thorstein Veblen de hace más de un siglo: con un tiempo más valioso, los momentos de ocio son oportunidades para proyectar al entorno un estilo de vida, cultivando más la fachada que un auténtico propósito vital (el ocio percibido por los clásicos, así como por los precursores del existencialismo).
The Economist no menciona a filósofos existencialistas como Martin Heidegger o José Ortega y Gasset, ni se refiere a la hipótesis Nietzscheana del eterno retorno para concluir su artículo sobre la percepción actual del tiempo.
Al fin y al cabo, el artículo apenas se centra en la aceleración del tiempo de descanso a la par que aumenta la competitividad en la economía y crece el valor del tiempo de los mejor remunerados.
“Per aspera ad astra”
Pero el semanario sí concluye con los principales inspiradores clásicos del concepto de tiempo relativo desarrollado Nietzsche y, más tarde, por Heidegger: los estoicos. Concretamente, The Economist menciona a Séneca, a quien le preocupaba lo poco que la gente a su alrededor parecía valorar el tiempo bien empleado.
Para Séneca, emplear bien el tiempo implicaba dedicarlo a la introspección: a cultivarse uno mismo a través del estudio, la lectura, la observación de la naturaleza, etc.
Sus coetáneos, en su opinión, apenas valoraban su existencia, que transcurría ante ellos sin que se dieran cuenta mientras mostraban su mortalidad en sus miedos y la inmortalidad de sus deseos, malgastando el tiempo en cuestiones anodinas que no mejoraban la que Séneca consideraba la principal aspiración de una persona: el bienestar duradero (“tranquilidad”).
“La gente es agarrada cuando se trata de vigilar sus efectos personales; pero cuando se trata de malgastar tiempo, es de lo más derrochadora precisamente en lo que es cabal ser guardador”, reflexionaba Séneca en Sobre la brevedad de la vida.
La liebre y la tortuga
Casi dos milenios después, en 1962, el experto en ciencia política Sebastian de Grazia se lamentaba de las pobres decisiones de sus coetáneos a la hora de administrar su tiempo libre. Consideraba que todo el mundo a su alrededor no hacía más que correr y correr, pero ¿adónde y para qué?
De Grazia recomendaba a los lectores de su tratado Of Time, Work and Leisure que se tomaran un tiempo de respiro bajo un árbol:
“pon tus manos tras tu cabeza, maravíllate del ritmo que hemos alcanzado, sonríe y recuerda que los inicios y finales de cualquier gran aventura humana son siempre desordenados”.
Mientras nos reajustamos al nuevo ritmo y evitamos dentro de lo posible la ansiedad, la saturación informativa y otros fenómenos descritos, la filosofía clásica (y la existencialista, desde sus orígenes en Nietzsche a la actualidad), merece la pena rememorar fábulas como la de la liebre y la tortuga.
El uso ventajoso del tiempo
Séneca exhortaba: “Enséñame lo limitado de mi tiempo, porque el bien de la vida no radica en su extensión sino en su uso”.
En momentos de cambio profundo y reajuste, cuando desaparecen y aparecen empleos con una velocidad muy superior a la de décadas anteriores, el pensamiento creativo y reflexivo, tan dependiente de una cultura introspectiva de calidad, se convierte en ventaja competitiva.
A menudo, cuando evocamos a grandes genios creemos que su mayor ventaja competitiva es la capacidad para acaparar y procesar mayor información, cuando de hecho los ordenadores son mucho más eficientes que nosotros para recopilar información; la auténtica ventaja de nuestra mente es su capacidad para conectar esta información entre sí de modos antes no concebidos.
En ocasiones, la unión de ideas aparentemente anodinas o inverosímiles conforman una gran teoría.
Apuntes sobre la ingenuidad
La teoría de la relatividad es una de estas ideas surgidas de la asociación libre e ingenua de ideas. Albert Einstein, explica Shane Parrish en Farnam Street, desarrolló una habilidad especial para obtener lo esencial de información en apariencia anodina, agotada, inocua.
Einstein: “Pronto aprendí a olfatear aquello que podía conducir a lo fundamental y separarse de todo lo demás, a partir de la multitud de cosas que atestan la mente”.
Más que procesar información nueva constantemente, Einstein ejerció su maestría filtrando y procesando la única información que le interesaba. La capacidad para extraer lo esencial de lo no esencial no es una habilidad que se obtenga a contrarreloj ni procesando mayor cantidad de información en menor tiempo.
Es tiempo de relajarse con la astucia de los clásicos y de los científicos más ingenuos, y de reflexionar más que correr hacia la supuesta meta sin saber en qué términos ni por qué.