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La vivienda que anhelamos construir (según Gaston Bachelard)

Ha bastado una pandemia para que incluso los urbanitas más irredentos reconozcan hasta qué punto nuestro desarraigo de los ritmos del campo y la naturaleza es reciente.

La hipótesis de la biofilia, propuesta por el naturalista Edward O. Wilson, evoca nuestra tendencia innata a permanecer en contacto con la naturaleza de proximidad, profundamente modificada por la acción humana.

Esta tendencia innata, que Wilson asocia a la teoría evolucionista, se impregna de un canon filosófico que explora la asociación entre vida activa y contemplativa, entre el trabajo tedioso y las tareas que refuerzan nuestro estado de ánimo.

Otium y negotium

Desde la oposición romana entre «negotium» y «otium» a las reglas de la vida monástica, herederas del respeto por el trabajo en la huerta prescrito por la sociedad romana que acudir a la villa a disfrutar (sin el engorro del día a día) de las labores agrícolas descritas por Virgilio, pasando por el redescubrimiento durante el Renacimiento del poema atomista de Lucrecio De rerum natura, la evocación panteísta ha mantenido su espacio en el pensamiento y las artes.

Los lectores de De rerum natura, desde Giordano Bruno a Michel de Montaigne, los filósofos Spinoza, y Nietzsche, los románticos y trascendentalistas del XIX, o los vitalistas Schopenhauer y Nietzsche… la genealogía de la necesidad humana de permanecer «reencantados» a una idea de naturaleza es extensa y goza, hoy, de todo el crédito.

Gaston Bachelard en su escritorio

Sin embargo, el disfrute de la naturaleza corre también el riesgo de convertirse en la prescripción contemporánea de todos los males, el placebo que debería liberarnos de tensiones amplificadas por medios reactivos y la tentación a protegernos de los vaivenes de una sociedad líquida con los ritmos predecibles y duraderos del tiempo de antaño.

Ese tiempo de antaño estaría asociado al cultivo de la tierra, al «otium» del campo y al atomismo del poema de Lucrecio, pero también al coraje de afirmar la vida (Nietzsche habla de «amor fati») a través de pequeñas conquistas cotidianas que pueden empezar con un paseo desinteresado por un parque urbano o las calles de una ciudad que recupera su pulso entre árboles espaciados y alguna que otra ave.

Afirmar la vida

Las reflexiones de Nietzsche, Kierkegaard, Heidegger o Camus sobre el eterno retorno no son mucho más heroicas que ese paseo cotidiano y anónimo que reemprenden millones de personas antes del inicio del verano en 2020, el invierno en las antípodas.

El «eterno retorno» a actividades cotidianas comprensibles y que dependen de unas coordenadas de civilización depende de una manera de hacer, una cultura, un lugar, una manera de observar el discurrir del tiempo y pensar sobre lo circundante.

Evocado de buena fe, este arraigo a la tierra y la naturaleza de proximidad es ajeno a construcciones idealistas hoy al alza (como también lo estaban en los años de Kierkegaard y Nietzsche, cuando dominaba el pensamiento hegeliano; o durante la era de los totalitarismos del siglo XX, condicionantes —para bien y para mal— de las luces y miserias de Heidegger y Camus, entre otros).

Quizá, las evocaciones atomistas de Lucrecio y Virgilio, las alabanzas al Dios panteísta de Bruno, Spinoza y Leibniz, o las aspiraciones introspectivas de los propios trascendentalistas, desde Emerson y Thoreau a Whiltman, nos queden a muchos demasiado lejos, sobre todo a quienes han tratado de construir un arraigo en los vaivenes de la modernidad líquida, caracterizada por la sobreabundancia de experiencias manufacturadas a un clic de distancia.

La dignidad del ocio bien entendido

El «ocio con dignidad» («otium cum dignitate») de la época de Virgilio tendría en la actualidad una razón de existir si éste se refiere no sólo a visitar una gran villa rural en la que podamos extraer miel de las colmenas y asistir a la siembra o la cosecha de la huerta, sino a una actitud de reapropiación de nuestra conducta, o capacidad de elegir en la vida y la conducta, de abandonar el cinismo (o la mala fe, o la inercia) y sentirnos dueños de nuestras acciones, para así celebrar incluso una relación esporádica con la naturaleza a priori menos espectacular.

El concepto de biofilia aporta al menos un reconocimiento de nuestra interdependencia con otros organismos de este planeta, un estado de conciencia que nos reconcilia con viejas y nuevas aspiraciones metafísicas, desde los rituales animistas a la necesidad observada por los astronautas de la Estación Espacial Internacional a reproducir ambientes naturales para reducir el tedio o la ansiedad.

Leer a Thoreau, Emerson o Whitman implica reconocer que el compromiso con uno mismo (sentirse dueño de su propia vida y decisiones) no sólo requiere una actitud militante, sino que parte de la supuesta relación de uno mismo con lo que nos rodea y con lo que consideramos trascendente (ideas o valores compartidos o «a priori», base de la «intersubjetividad», creencias religiosas, etc.).

Un precursor francés del pensamiento de sistemas

De ahí que los trascendentalistas asocien la introspección (asomarse a uno mismo) con su propia libertad personal y con una interpretación idealista de ciertos instintos y valores universales (la naturaleza equivale a Dios, y el pensamiento interior se funde con estas verdades superiores, como ocurre con los conceptos «a priori» de Kant, una de las influencias de estos pensadores de la Nueva Inglaterra del XIX).

En pleno contexto autodestructivo de inicios del siglo XX, algunos pensadores optaron por alejarse de las principales corrientes de la época, dominada por el análisis del lenguaje en el mundo anglosajón (a través del trabajo de filósofos analíticos como Wittgenstein) y la atención por la condición humana en la filosofía europea continental (las propias circunstancias demandaban, según esta corriente, una atención por la subjetividad de la existencia y las propias circunstancias).

Atentos al cisma entre universalismo analítico y subjetividad existencialista, pensadores como el francés Gaston Bachelard exploraron un camino propio capaz de combinar —como había pretendido Henri Bergson— racionalismo y vitalismo.

Bachelard fue, en cierto modo, un precursor de la cibernética, al interesarse intuitivamente por el pensamiento de sistemas: ciencia y vitalismo no andaban a la greña, sino que debían englobarse en un pensamiento de contexto, estrategia que sentaría las bases del estructuralismo.

Entre Popper y los existencialistas

No es casualidad que Bachelard se sintiera en la necesidad de contextualizar la complementariedad de la física teórica del siglo XX con la física newtoniana a través de referencias en apariencia tan alejadas como su coetáneo Jean-Paul Sartre, el autor maldito estadounidense Edgar Allan Poe y el autor del imaginario colectivo del siglo XIX francés, Victor Hugo.

Pero, como una buena descripción de una acción en un momento y un lugar determinados a cargo de Victor Hugo, Bachelard no confunde la necesidad de contexto con la neblina de la charlatanería o el circunloquio de quienes aborrecen la claridad de las cosas cuando se puede lograr.

Al fin y al cabo, su reivindicación del pensamiento de sistemas y el análisis contextual no aspira a crear fórmulas inequívocas propias del empirismo, sino mantener la dialéctica propia de la investigación científica, un racionalismo capaz de conciliar a Karl Popper (y un racionalismo crítico cuando una conjetura agotada o refutada da pie a una conjetura mejor, y así hasta el infinito) con el vitalismo que celebra y afirma la falibilidad humana (el proto-existencialismo de Kierkegaard o Nietzsche, o el pensamiento del Camus maduro).

En definitiva: Bachelard había seguido los consejos de las parábolas de Nietzsche y evitado elevar a la Ciencia en el equivalente a una nueva religión (como, siguiendo la genealogía idealista, había ocurrido ya con Dios —un rebaño elegido— y sus sustitutos hegelianos del siglo XIX: el nacionalismo y el materialismo dialéctico —un pueblo elegido, una clase elegida—).

Vitalismo

Para Bachelard, el conocimiento de la realidad es una luz que siempre proyecta claroscuros. Su lectura de los vitalistas estimuló la sospecha de Bachelard por la tentación reduccionista —siempre obsesionada con la fórmula empírica, el resultado correcto, la situación inequívoca— de los filósofos anglosajones.

De ahí que su interés no se circunscribiera a la filosofía de la ciencia y se extendiera por mundos oníricos diversos: literatura, análisis del sueño más allá del libro de instrucciones en que se había convertido el psicoanálisis.

Si la biofilia demanda de nosotros una empatía y reconocimiento más allá de nuestra propia familia, grupo y especie, la topofilia es un aprecio por los lugares que aprendemos apreciar con este mismo interés por lo circundante. Bachelard usó este neologismo en su ensayo La poética del espacio (1957).

Espacio doméstico conceptual (parte de la exposición «The Future of Living», Australia)

La arquitectura, según el filósofo de la ciencia francés, no existe sin lugar, y un edificio en un lugar determinado demanda siempre la existencia de una subjetividad, una visión del mundo y una historia —una relación sostenida en el tiempo entre persona, edificio y entorno— de al menos una persona.

A menudo, las reflexiones de Bachelard sobre la necesidad humana de «construir una vivienda» (en sentido real y figurado, o en sentido figurado) para sentir un cierto arraigo, un «reencantamiento» asociado a un tiempo y a un lugar, se confunden con las de Heidegger a propósito de las conferencias publicadas en un ensayo de 1951: Construir, habitar, pensar.

Poética de la arquitectura

La etimología de «habitar», explora Heidegger, está relacionada con conceptos como construir y pensar. La construcción (literal, física) es indisociable de la acción de pensar, de la introspección (una manera de «construir» que no requiere átomos, pero que logra resultados indisociables de quiénes somos, de nuestra experiencia y de nuestra interpretación de ésta.

Una «poética» de la arquitectura implica una aversión a generalizaciones y axiomas universales, asociados a la interpretación clásica de la disciplina de construir, en la que se narran supuestos orígenes y modelos —según el canon aceptado, faltarían más— en un plano historicista con una flecha del tiempo que coincide con la idea de progreso.

Pensar el espacio implica hacerlo en un contexto espacial y temporal determinados, según la cultura y la experiencia de quienes construyen y habitan.

Del mismo modo que la biofilia demanda la participación en un mundo en el que estamos siempre integrados (no podemos pensar sin tener en cuenta que estamos siempre «en el mundo», explicará Heidegger) que deja de interpretar la naturaleza como un bien externo desconectado de nosotros del que servirnos a nuestro antojo, la topofilia nos invita a ver el contexto humano en un lugar (sus viviendas, su urbanismo, su naturaleza circundante) como una aventura poética.

Paseos por el bosque, según Bachelard

Como el propio pensamiento —o como el concepto de eterno retorno— esta poética del espacio siempre está sujeta a la crítica y no pierde jamás un carácter provisional, un cartel de «en construcción» que nos recuerda que, como nosotros mismos, el espacio existe como proceso cambiante en el que actuamos.

Una casa es mucho más que un abrigo para cobijarnos o un medio de ahorro, de proyección social, etc., del mismo modo que un parque o un bosque no pueden reducirse a un conjunto más o menos organizado de vegetación.

Cuando paseamos por un bosque de proximidad, actividad que millones de personas han tratado de recuperar tras semanas de confinamiento en su domicilio, obtenemos mucho más que su carácter utilitario (el ejercicio realizado o su significación social).

Mucho más que un cambio de estilo en la pintura barroca: el inicio de un cambio de punto de vista filosófico (Diego Velázquez, «Las meninas», óleo sobre lienzo de 1656)

El poeta francés Pierre Gueguen, nos explica Bachelard en La poética del espacio, evoca en una de sus obras los misterios del «bosque profundo», una «tierra tranquila» y «de un silencio prodigioso», con una «tranquilidad trascendente»:

«Porque el bosque rumorea, porque la tranquilidad “cuajada” tiembla, se estremece, se anima de mil vidas. Pero esos rumores y esos movimientos no desplazan el silencio y la tranquilidad del gozo (…). La paz del bosque es para él la paz del alma. El bosque es un estado del alma».

Las reflexiones de Gueguen, y las de Bachelard a propósito de éste, podrían haber sido extraídas de Underland, un ensayo reciente a cargo del ensayista británico Robert MacFarlane.

Entre la materia y la memoria

La propia vivienda no puede reducirse a su estatuto práctico, de prestigio social o de ahorro, sino que su «beneficio más precioso» es, según Bachelard, su estatuto de protector de lo intangible:

«(…) la casa protege al soñador, la casa nos permite soñar en paz. No son únicamente los pensamientos y las experiencias los que sancionan los valores humanos. Al ensueño le pertenecen valores que marcan al hombre en su profundidad».

El pensamiento del autor de La poética del espacio se aproxima a las tesis vitalistas de Henri Bergson, desde su concepto de «élan vital» al de «memoria»; ambos conceptos tratan de alejarse del reduccionismo de los materialistas o del idealismo desaforado del pensamiento cartesiano o el idealismo subjetivo de Berkeley, para los cuales la mente construye la realidad.

Bergson distingue entre memoria repetitiva (la memoria que se entrena con los hábitos y la experiencia, con ver situaciones similares entre sí) de la memoria pura, que tiene un componente contemplativo y espiritual, asociada a la intuición, a la experiencia, a las propias aptitudes, a nuestra manera de interpretar la realidad.

Trazado medieval del núcleo de Siena (Toscana, Italia) entre la Piazza del Campo y la Piazza del Duomo

Podemos olvidar un aroma, un sabor, un poema aprendido de memoria o una melodía, pero nuestra incapacidad para describir o repetir estas experiencias no implica que no hayamos conservado un poso de memoria que trasciende la propia experiencia pasada y conforma una ontología idealizada particular, aunque no reconozcamos en este fenómeno la trascendencia del efecto proustiano.

Confundiendo mapa y territorio

Dicho por Bachelard a propósito de los lugares visitados o las moradas que hemos habitado:

«El ensueño tiene incluso un privilegio de autovalorización. Goza directamente de su ser. Entonces, los lugares donde se ha vivido el ensueño se restituyen por ellos mismos en un nuevo ensueño. Porque los recuerdos de las antiguas moradas se reviven como ensueños, las moradas del pasado son en nosotros imperecederas».

También lo son nuestros paseos despreocupados, en los que el objetivo no es desplazarse punto a punto para hacer un recado, sino dejarse llevar por la divagación. Ejercer de «flâneur» (o de ciberflâneur, como tú —oh, lector— leyendo este artículo).

El momento que nos ha tocado vivir, propio del agotamiento, la atomización y comercialización personalizada de discursos y experiencias banales (tal y como exploran Byung-Chul Han y Zygmunt Bauman, entre otros) invita a los «participantes» de la experiencia «integrada en el mundo» (recordemos, una reflexión de Heidegger) a optar por el sustituto digital.

Redes sociales, Zoom y Netflix exponen hasta qué punto la representación reduccionista (el «mapa» el holograma) pretende sustituir a la realidad (el «territorio», donde caben el encantamiento, los recuerdos oníricos, la memoria que parece olvidarse y que no sabemos a ciencia cierta si podremos recuperar, a diferencia de la promesa de Internet, esa base de datos que abre una ventana de búsqueda a la experiencia y le otorga un valor comercial).

El arraigo no equivale al nacionalismo

El mundo-espejo que construimos difumina la frontera entre simulación y mundo real.

La aspiración de Gaston Bachelard a cultivar una «topofilia» personal (por oposición a un arraigo interesado o de cartón piedra, tal y como trataron de hacer pensadores proto-nacionalistas como Fichte o Schiller y otros post-kantianos, los cuales, enseñados fuera del contexto romántico, se convierten en odiosos, decía George Santayana), permite, como la biofilia, mantener un futuro abierto donde todo está por hacer y hay cabida para un «reencantamiento» ajeno a los derroteros que promueven los algoritmos de las redes sociales (incentivo económico mediante).

Transformación del barrio obrero parisino de Belleville, en el distrito 19 de París

Como tratan de lograr quienes eligen un lugar para erigir un espacio más o menos humilde, construir es en efecto pensar de una manera no reductible a una fórmula algorítmica, pues el todo es superior a la suma de las partes. Y, cuando construimos, pensamos o vivimos en un lugar, habitamos.

Y, mientras construimos o soñamos con mejorar nuestro espacio o morada, mantenemos viva la esperanza de profundizar en el proceso de «convertirnos», al ampliar y profundizar nuestra visión del mundo.

La casa del porvenir

Gaston Bachelard (La poética del espacio, inicio del capítulo VIII):

«A veces, la casa del porvenir es más sólida, más clara, más vasta que todas las casas del pasado. Frente a la casa natal trabaja la imagen de la ‘casa soñada’. Ya tarde en la vida, con un valor invencible, se dice: lo que no se ha hecho, se hará. Se construirá la casa. Esta casa soñada puede ser un simple sueño de propietario, la concentración de todo lo que se ha estimado cómodo, confortable, sano, sólido, incluso conciliable para los demás. Debe satisfacer entonces el orgullo y la razón, términos irreconciliables».

El mundo de lo onírico debe permanecer como tal, pues es su evocación, su aspiración, nuestro «eterno retorno» a esta idea, nuestra divagación de ella, lo que la hace superior a cualquier materialización reduccionista. Bachelard sigue su reflexión:

«Si esos sueños deben realizarse, abandonan el terreno de nuestra investigación. Entran en el dominio de la psicología de los proyectos, pero (…) el proyecto es para nosotros un onirismo de corto alcance. El espíritu se despliega en él, pero el alma no encuentra allí su vasta vida. Tal vez sea bueno que conservemos algunos sueños sobre una casa que habitaremos más tarde, siempre más tarde, tan tarde que no tendremos tiempo de realizarlo. Una casa que fuera ‘final’, simétrica de la ‘casa natal’, prepararía pensamientos y no ya sueños, pensamientos graves, pensamientos tristes. Más vale vivir en lo provisional que en lo definitivo».

El recorrido

Es el recorrido, no la llegada (Lao-Tsé). El proceso de convertirse y no la meta quimérica (Nietzsche). Es intentarlo una y otra vez.

Zaratustra, recordemos, reconoce el esfuerzo de quien ha avanzado por la cuerda floja y, al desequilibrarse, ha caído en medio de la gente del mercado. No haberlo logrado no implica que el malogrado no haya estado a la altura, sino la complejidad de la situación. El intentarlo es ya una afirmación de la existencia.

Para el poeta fraNcés Stéphane Mallarmé, los poemas que merecen ser reconocidos como tales no tienen un inicio ni un final, porque, al fin y al cabo, la realidad es un proceso en construcción que depende de eventos emergentes en los que participan individuos y procesos.

Reminiscencias del Estadio Olímpico de Múnich (Frei Otto)

Este mundo de potencialidad que da pie a lo real (el «Dasein» de Heidegger) es lo que fascinó a Ortega y Gasset de Diego Velázquez, criticado en su época por sus pinceladas furtivas que daban la sensación de «cuadro inacabado».

Cuadros inacabados y espejos que nos reflejan

Los cuadros que osan reflejar la realidad —reflexiona Ortega— no pueden estar acabados, como tampoco lo está la realidad. La obsesión por curar hasta el último detalle como si fuera una copia burda del mundo convierte a la empresa en una ficción con fecha de caducidad.

Sólo la ficción con ánimo reduccionista se acaba. No hay punto final para el buen arte, o para una buena casa imaginada, como tampoco lo hay para la estela que llamamos existencia.

Al pasear por algún jardín o bosque de proximidad, quizá evoquemos ese proyecto que tratamos de dilucidar de manera inequívoca, sobre el que intuimos que el todo es muy superior a la suma de las partes.