Varias empresas pretenden producir carbón biológico a gran escala para capturar y almacenar grandes cantidades de CO2 en la tierra, aumentando a la vez la fertilidad y el grosor del suelo.
Lo más sorprendente: la técnica es ancestral, viable, económica y aparentemente sólo tiene efectos positivos. ¿Demasiado bueno para ser cierto? No tendría por qué ser así, aseguran varios estudios.
Carbón que como aspirador de CO2 y tonificador del suelo
El carbón biológico, conocido como biochar (de “biológico” y “charcoal”, carbón en inglés) o agrichar, consiste en secuestrar carbono con una técnica usada durante siglos, limpia, viable y compatible con otros beneficios a gran escala, tales como el enriquecimiento de los suelos en lugar de su desestabilización, algo que ocurre con otras técnicas más costosas de captura y secuestro de carbono.
Su utilidad y valor comercial están asegurados, cuando la actividad humana produce entre 8.000 y 10.000 toneladas de CO2 al año. El mar y la tierra absorben la mitad de esta cantidad, mientras la atmósfera incorpora anualmente los al menos 4.000 millones de toneladas de CO2 humano anuales, que se unen a la concentración ya existente.
La respiración de la flora
La producción humana de dióxido de carbono es muy inferior a la capacidad de las plantas, que absorben anualmente 60.600 millones de toneladas a través de la fotosíntesis, aunque una cantidad similar vuelve a la atmósfera debido a la respiración de la flora en el mundo. Los científicos creen que, si una fracción suficiente de esta cantidad de carbono fuera retenida por el suelo, se evitaría la acumulación de nuevas emisiones.
Es aquí donde entra el biochar. Johannes Lehmann, edafólogo de la Universidad de Cornell en Ítaca, Nueva York, explica que “cualquier materia orgánica que se retire del rápido ciclo de la fotosíntesis y se ponga en el ciclo mucho más lento del biochar está restando dióxido de carbono de la atmósfera”.
Los científicos hacen cuentas. Alrededor de un 10% de los más de 60.000 millones de toneladas de carbono transformadas al año por la fotosíntesis, procede de residuos agrícolas (restos de maíz, arroz, residuos forestales y desechos de origen animal). Si esta cantidad (6.000 millones de toneladas de carbono) se transformara en carbón biológico mediante la descomposición provocada por técnicas de calentamiento en ausencia de oxígeno (pirólisis), se producirían 3.000 millones de toneladas de biochar al año, reduciendo las emisiones de carbono en esta misma cifra.
La propuesta no es descabellada. Producir carbón biológico (almacenándolo en el suelo y no quemándolo para producir energía) con los restos agrícolas y procedentes de la explotación forestal en todo el mundo (el 10% de la masa vegetal), capturaría anualmente el 75% del CO2 producido por el hombre.
Biochar: menos CO2 en la atmósfera y menor impacto agrario
Pese a lo novedoso del término, el biochar no es más que carbón creado mediante la descomposición química de materia orgánica, acelerada por el calentamiento en ausencia de oxígeno o pirólisis). A diferencia del carbón, el biochar no es usado como combustible, sino para secuestrar carbono, a la vez que enriquecer la composición del suelo donde es depositado.
El repentino interés por el biochar coincide con la constatación de que otras tecnologías para el secuestro de CO2 requieren también el uso de grandes cantidades de oxígeno y energía para garantizar la “inyección” del carbono en los lugares elegidos para su almacenamiento, tales como pozos de combustibles fósiles ya agotados. Para reducir un problema, con estas técnicas sofisticadas de secuestro se crean dos nuevas incógnitas.
No ocurre lo mismo con el biochar, que no sólo evita causar daños, sino que altera el propio ciclo del carbono, emitiendo oxígeno a la atmósfera durante el proceso y condensando el carbono en la tierra. Una emulación del fenómeno de la producción natural de carbón hace millones de años.
Terra Preta de Indio
La producción a gran escala de carbón biológico no sólo promete absorber grandes cantidades de dióxido de carbono y gases contaminantes en suspensión, sino que durante el proceso -viable en cualquier lugar y más económico que cualquier alternativa-, reduciría el impacto de la agricultura intensiva en todo el mundo.
Sorprendentemente, la técnica necesaria para secuestrar carbono y fertilizar regiones enteras habría sido usada por varias civilizaciones, aunque su uso a gran escala ha desaparecido en los últimos siglos.
Johannes Lehmann ha explicado, mediante su estudio de la denominada Terra Preta de Indio (también “tierra negra del Amazonas” y “tierra oscura del Amazonas”), cómo la civilización precolombina que habitó la Amazonia entre los años 2500 y 500 antes de Cristo, es la responsable de que amplias zonas de la cuenca del Amazonas, así como otras regiones de Sudamérica, con un característico color negro sean especialmente ricas en carbono.
Los habitantes de la zona son en parte responsables de la posterior riqueza de la tierra Amazónica e instigadores de la exuberancia del mayor bosque lluvioso del mundo.
Orgullo de carbonero
Si preguntamos a nuestros abuelos, el oficio de carbonero en la España rural era tan duro como peligroso, mal pagado y poco agradecido, carente de respeto entre los convecinos. Lo podemos ver en Tasio, película de Montxo Armendáriz ambientada en la sierra navarra de Urbasa, donde un adolescente inicia su vida adulta en un oficio, el de carbonero, que ha heredado.
Paradójicamente, la aplicación a gran escala de técnicas que no difieren en lo esencial de la usada por una antigua civilización amazónica, o la perfeccionada, en este caso a pequeña escala, por los carboneros artesanales, oficio aprendido por el púber Tasio, son la base tecnológica de uno de los campos de la tecnología verde con mayor potencial y capacidad para cambiar, literalmente, el aire que respiramos.
La producción masiva de biochar, confirman varios estudios, podría hacer más y más barato que cualquier otra técnica por el secuestro de carbono y el enriquecimiento de los suelos del Planeta. El proceso es, además, bien conocido, económicamente viable y compatible con las políticas públicas que, en todo el mundo, promueven el desarrollo rural a través de empleo en el emergente sector medioambiental.
El biochar va en serio
El biochar o agrichar suena tan bien que suscita incredulidad.
El proceso almacena carbono en el suelo, consigue una reducción significativa de otros gases con efecto invernadero (incluidos los derivados del uso de fertilizantes), mejora la calidad del agua, aumenta la fertilidad del suelo y la productividad agraria, además de reducir la presión sobre los bosques primarios, evitando la deforestación en las zonas más pobres -algunas de ellas, entre las más pobladas- del mundo.
Suena a música celestial. No obstante, al no haber existido la premura para atajar carbono de la industria, ni el incentivo para aumentar el grosor y la calidad de la tierra, ni siquiera la producción de aire puro, los proyectos de biochar existentes actualmente son minúsculos y no tienen un impacto relevante sobre el ciclo del carbono en el mundo.
La carrera por reducir los gases con efecto invernadero en la atmósfera podría ser el incentivo esperado. A diferencia de las alternativas de geoingeniería tecnológicamente más sofisticadas, producir biochar es sencillo, económico y adaptable a cualquier cultura y entorno. Varias investigaciones, públicas y privadas, trabajan en modelos para producir biochar a gran escala, adaptados a distintas realidades.
Trabajan en estas tecnologías el Biochar Fund, la Universidad de Georgia, la empresa australiana Best Industries, la Universidad de Cornell o la empresa Biochar Engineering, con sede en Golden, Colorado, o el Biochar Research Centre, en el Reino Unido.
Con el aumento de estudios sobre la producción y efectos del biochar, así como del interés en su producción, los primeros experimentos a gran escala podrían aparecer simultáneamente en varios países.
Capturar el 12% de todo el CO2
Un nuevo estudio publicado en Nature Communications confirma que el mundo podría, en teoría, secuestrar de un modo sostenible el 12% de todas las emisiones de gases con efecto invernadero simplemente produciendo biochar, motivo por el que ha suscitado el interés de otras publicaciones influyentes entre la élite política.
El estudio no sólo explica el potencial del carbón biológico para realizar esta tarea, sino que recuerda que se ha demostrado que añadir biochar en ciertos suelos evita las emisiones de metano y óxido nitroso (el biochar reduce las emisiones de este componente en un 73%) que, en su ausencia, acaban en la atmósfera. De paso, concluyen, el biochar previene la pérdida de nutrientes y acelera las cosechas.
Las dudas: evitar la “fiebre del biochar”
The New Republic se pregunta si se pueden cultivar las plantas necesarias para producir biochar de un modo sostenible; no tendría demasiado sentido destruir bosques ya existentes, acelerando la deforestación, para producir una sustancia cuyo principal objetivo, además de secuestrar carbono, es la lucha contra la presión humana sobre los bosques primarios.
Varios grupos, entre ellos Biofuels Watch, alertan sobre los efectos secundarios que podría tener la incentivación para producir pastos con la intención de crear carbón biológico.
Según estas organizaciones, explicar las ventajas del biochar en comunidades agrícolas sin profundos conocimientos medioambientales podría incentivar la destrucción de vegetación virgen para producir las plantas que mejor se adapten a la producción de biochar.
En un ejercicio de hipótesis, estos mismos grupos creen que, aunque los campesinos de las zonas menos favorecidas plantaran pastos para carbón biológico en tierras antes dedicadas a otras cosechas, el desplazamiento de estas últimas por la nueva producción requeriría igualmente acaparar nueva tierra, a menudo a expensas de tierra virgen no cultivada hasta ahora.
Fertilizar la tierra con carbono para que no ocurra como en Iowa
El ciclo global del carbono se encuentra en el epicentro del debate sobre el secuestro de CO2 y el resto de gases contaminantes, responsables del efecto invernadero.
A través del estudio de la riqueza en carbono de las tierras negras del Amazonas, Johannes Lehmann y otros científicos concluyen que fabricar carbón biológico con el único fin de almacenarlo en la Tierra sería uno de los mayores aciertos del ser humano en su intención de reducir el CO2 en la atmósfera en los próximos años y, de paso, contrarrestar los efectos negativos de la agricultura intensiva sobre el propio planeta.
Por ejemplo, uno de los efectos generados por el uso intensivo de nitrógeno procedente de fertilizantes derivados del petróleo, es el aumento de la producción agraria, que acelera la erosión del suelo fértil y reduce su grosor hasta el agotamiento, como está ocurriendo en algunas de las zonas más fértiles del mayor granero del mundo, situado en el antaño suelo fértil de la cuenca del Misisipí, en Estados Unidos.
Evitar que el petróleo (fertilizantes) sustituya al sol (restos vegetales y animales)
El abuso de derivados del petróleo en la agricultura también ha aumentado las emisiones globales de gases con efecto invernadero con origen en el ser humano, sobre todo óxido de nitrógeno.
Michael Pollan explica en The Omnivore’s Dilemma (enlace al pasaje concreto) el proceso de empobrecimiento que suelos tan fértiles como el de Iowa, experimentan en las últimas décadas, debido al abuso de monocultivos (en este caso, exclusivamente maíz y soja), que dependen del abastecimiento de agua y, sobre todo, fertilizantes químicos, cuyo nitrógeno desciende a continuación por el Misisipí hasta su delta, en el Golfo de México, creando zonas ausentes de oxígeno, no aptas para la vida marina.
El petróleo (nitrógeno artificial) sustituye al sol (restos de plantas y animales) como principal enriquecedor del suelo y, en este proceso, acelerado desde 1950, la tierra se erosiona y empobrece.
El suelo del condado de Greene, Iowa, es uno de los más ricos del mundo para la agricultura, una gigantesca capa de barro aluvial de más de medio metro de grosor, formada por la retirada del glaciar Wisconsin hace 10.000 años, alimentada a razón de casi 3 centímetros por década mediante la turba de sedimentos vegetales de la zona, sobre todo hierbas y arbustos.
El cultivo intensivo de maíz y soja ha acelerado su productividad con fertilizantes ricos en nitrógeno, cuya composición es idéntica al de los agentes químicos usados en los grandes conflictos del siglo XX (no es una casualidad que Fritz Haber, inventor del fertilizante químico, también lo fuera de estas armas).
Tras la II Guerra Mundial, Estados Unidos almacenaba una cantidad colosal de nitrato de amonio, usado como arma en el conflicto. En una decisión que cambiaría el curso de la agricultura en Estados Unidos y el resto del mundo, Estados Unidos decidió dar uso a la producción de nitrato de amonio: se usaría para aumentar la productividad de las cosechas.
Más de medio siglo después de esta decisión, la agricultura mundial basa su productividad en el uso de fertilizantes derivados de combustibles fósiles, y el enriquecimiento de la tierra con residuos animales y vegetales es marginal, lo que ha empobrecido el suelo y disminuido su grosor en varias zonas del mundo.
Además, la producción de fertilizantes, derivados del petróleo, contribuye al efecto invernadero, mientras el nitrógeno usado en los campos acaba en el mar, donde aparecen “zonas muertas”, o áreas marítimas con un nitrógeno tan abundante que provoca la proliferación de algas y especies invasivas, además de desplazar a los animales que necesitan mayores cantidades de oxígeno para subsistir.
La avanzada tecnología de las civilizaciones precolombinas
Varios científicos, así como un número creciente de empresas, privadas y públicas, creen que el biochar es una solución no sólo para la captura de CO2, sino para el aumento de carbono en la tierra y al incremento de su grosor en las zonas más castigadas por la agricultura intensiva. El ser humano sería capaz, de este modo, de aumentar la calidad del aire y del suelo, a través de una actividad económica que crearía beneficios en zonas rurales y económicamente marginales, tales como trabajos de cuello verde.
Las tierras negras del Amazonas tienen contenidos de carbono tan elevados que su composición (150 g C/kg) no es comparable a la de otros suelos de la región (20-30 g C/kg), como tampoco lo es el grosor de la capa de suelo fértil (materia orgánica descompuesta), que alcanza en la Terra Preta de Indio entre 1 y 2 metros, muy por encima de los entre 10 y 20 cm de los otros suelos de la región.
La propia composición de este suelo, seguramente “producido” por el ser humano hace milenios, según varios estudios, con mucho más carbono que tierras menos fértiles, así como su excepcional grosor, varias veces el de otros lugares de la región, es el sustento del rico ecosistema de la zona y ha convertido grandes cantidades de carbono en nutrientes esenciales para la vida, sin provocar, como los fertilizantes derivados del petróleo, la erosión y posterior empobrecimiento de la tierra.
N-P-K; y mucho carbono
Ejemplos como el del Amazonas no sólo dejan claro que la producción de biochar no sólo incrementa el grosor de la capa de suelo, almacena el carbono como nutriente en lugar de emitir gases y, con ello, la fertilidad. Con el depósito de carbón biológico en el suelo, también se incrementa la cantidad de fósforo en la tierra, uno de los 3 componentes esenciales para garantizar la riqueza de un terreno, además del potasio y los mencionados carbono y nitrógeno.
Sir Albert Howard, autor de uno de los libros sobre agricultura orgánica más influyentes, An Agricultural Testament (mencionado en The Last Whole Earth Catalog, última entrega del fanzine californiano editado en los 60 y 70 por Stewart Brand), fue el primer gran crítico del trabajo del químico alemán Justus von Liebig, que redujo las complejidades en la fertilidad del suelo a sus tres elementos esenciales, NPK (nitrógeno, fósforo y potasio).
Howard (1873-1947), al que habría agradado conocer con detalle el legado de carbón biológico depositado por las antiguas civilizaciones amazónicas, era muy crítico con la sustitución de los nutrientes orgánicos de la tierra -aportaciones animales y vegetales-, por un mero fertilizante químico que copiara las necesidades básicas -NPK- del suelo.
El biochar, a diferencia del fertilizante artificial, aumenta los niveles de carbono y potasio, sin reducir otras propiedades de la tierra, como su capacidad para filtrar nutrientes y sustancias, o la propia retención de nitrógeno, muy deficiente en los suelos explotados con fertilizantes químicos.
Una oportunidad
En el mejor de los escenarios, empresas privadas, asistidas por centros de investigación públicos y privados, hallarían el mejor método para producir biochar a partir de los restos de cosechas, de animales y procedentes de la gestión sostenible de bosques ya existentes.
La masa vegetal y animal obtenida se gestionaría de manera local, por empresas privadas, que obtendrían un beneficio de la producción de biochar.
Idealmente, los ciudadanos de todo el mundo que gestionaran granjas y jardines (hornamentales o agrarios) de cualquier tamaño, podrían convertirse en productores de biochar a pequeña escala, lo que contribuiría de modo local al secuestro de carbono y el enriquecimiento del suelo, mediante el proceso de pirólisis.
Un modo activo de reducir el impacto personal y contribuir al ciclo del carbono y de fertilización del suelo, para que abandone poco a poco su reciente dependencia de los combustibles fósiles (fertilizantes químicos que aumentan artificialmente los niveles de nitrógeno, fósforo y potasio en la tierra) y vuelva al proceso de fertilización que empieza en el sol y acaba en la tierra: el sol alimenta a las plantas, que a su vez alimentan a los animales que consumimos, cuyos restos se convierten, conjuntamente con los producidos por las plantas, en alimento para el suelo, que garantiza su fertilidad para nuevas plantas.
Y así ad infinitum.