Hace dos semanas, invitamos a cenar a una amiga de Nueva York, Emily Weinstein, una joven periodista que, a través de su página en el New York Times, se ha especializado en el mundo de la gastronomía y la alimentación, una de las temáticas que suscitan mayor interés -y controversia- entre la sociedad estadounidense. Su trabajo en el diario neoyorquino aparece en la influyente sección Diner’s Journal.
Vivir en el centro de Barcelona tiene sus ventajas y sus incomodidades. Entre las primeras, destaca lo fácil que es acercarse a conversaciones con gente variopinta, tanto residente en la ciudad como de paso. También es sencillo recibir visitas de amigos y conocidos con los que pasar una buena velada. Las incomodidades, las dejamos para otro día.
Hablando sobre gastronomía y alimentación
Hablar sobre alimentación es como hacerlo sobre filosofía o fútbol. Todos estamos acostumbrados a opinar, en ocasiones de un modo apasionado y poco riguroso. Es gratificante hacerlo con personas que fundamentan sus opiniones en la experiencia y la investigación.
A juicio del también colaborador del New York Times Michael Pollan, Estados Unidos en particular y los países que han adoptado la conocida como dieta occidental (abundancia de alimentos precocinados e hipercalóricos) en general, padecen un trastorno alimentario colectivo.
Emily Weinstein coincide en esta apreciación de Pollan, uno de las voces públicas que más ha hecho en los últimos tiempos por explicar la preocupante situación alimentaria en su país, así como aportar posibles soluciones a los actuales niveles de obesidad y sobrepeso, a través de artículos, charlas y libros tan difundidos como El dilema del Omnívoro (The Omnivore’s dilemma) y el escueto aunque acertado compendio, con espíritu de almanaque, Food Rules, entre otros.
Emily supo adaptarse a la situación e incluso celebró el arroz que había preparado, acompañado por un vino tinto decente y barato, y un inicio de velada de lo más animado, amenizado por una divertida conversación en la que nuestras hijas, Inés y Ximena, departieron más que Kirsten y yo mismo.
En familias con hijos menores de 4 años, se agradece la capacidad de adaptación del huésped, que entiende la situación, sabiendo que son los primeros en abandonar, a su pesar, la mesa.
He leído los libros de Michael Pollan y sigo los artículos de la propia Weinstein en el New York Times siempre que puedo, de modo que esmeré mi explicación sobre lo que íbamos a comer, sin voluntad de buscar la pedantería, la inexistente exclusividad de los ingredientes o la igualmente ausente fórmula o toque mágico de cocinero genial.
Afortunadamente, Weinstein sabe que, en Barcelona, hay cocineros celebrados mundialmente, otros profesionales más minoritarios y, después, una relativa, aunque humilde, afición por la cocina casera entre la población. Y, entre los aficionados, también hay categorías; quizá el arroz no lograra la excelencia, pero se podía comer.
Barriendo para casa
Yo me cuento entre los aficionados a cocinar en casa, aunque reconozco una limitación, haber centrado el tiempo en los fogones haciendo variaciones de dos platos básicos: arroz y pasta. Pude explicar la similitud entre el arroz redondo del delta del Ebro y el Levante ibérico con los arroces de risotto italiano, ya que ambas familias de arroz persiguen los mismos objetivos básicos, absorber agua y aumentar su cremosidad. Expliqué por qué creo que el arroz bomba del Ebro o de Calasparra (Murcia) están entre los mejores arroces redondos del mundo.
Expliqué a la periodista del New York Times, ante la divertida mirada de Kirsten, también presente y con la cámara cerca de la mesa, en qué consistía el sofrito del arroz, qué similitudes tenía el arroz caldoso y la paella del Mediterráneo español con otros platos de arroz del Mediterráneo y poco más.
También hubo, si no recuerdo mal, pa amb tomàquet y panellets, el postre catalán por antonomasia en otoño, con permiso de castañas y boniatos. Tampoco faltó el yogur casero que mi hija mayor y yo hacemos a diario.
Mientras Inés y Ximena ya dormían, avanzada ya la cena, Kirsten Dirksen, Emily Weinstein y yo mismo proseguimos con la conversación, acompañada por los postres y alguna infusión.
“Eat food. Not too much. Mostly plants”*
(*Michael Pollan: Food Rules).
Kirsten y Emily explicaban cómo en Estados Unidos se realiza un esfuerzo educativo para defenestrar el arraigado estereotipo que relaciona la alimentación basada en alimentos frescos, preferiblemente locales y de temporada, a poder ser orgánicos, con un supuesto elitismo urbano.
El consejo básico de Michael Pollan, recogido en toda su obra gastronómica, aunque de manera específica en el libreto Food Rules, sobre una alimentación saludable y al alcance de cualquier ciudadano, se sintetiza en una sencilla ecuación con tres variables: comer “comida” (alimentos no procesados); en cantidades comedidas; y, sobre todo, verdura (que la mayor cantidad en el plato esté compuesta preferiblemente por alimentos “con hojas”). Ningún misterio más. No suena a barbaridad elitista.
Proverbio chino
El proverbio chino que Pollan también compila en Food Rules lo resume de otro modo: comer aquello que se sostiene sobre una pata (plantas y setas) es preferible a comer lo que se sostiene sobre dos (aves), que a su vez es mejor que comer lo que se sostiene sobre cuatro patas (ternera, cabrito, cerdo). Queda claro que el confucianismo también tiene puntos en común con la cultura mediterránea, sobre todo aquellos que manan del sentido común ancestral.
Michael Pollan y otros autores especializados en cultura gastronómica e industria alimentaria, lideran en Estados Unidos una corriente de pensamiento que apela a recuperar una alimentación con la que nuestras abuelas se habrían sentido a gusto, compuesta por una alimentación variada, no precocinada y en cantidades comedidas.
Efectivamente, en nuestra conversación apareció la expresión paradoja francesa, el nombre con que se conoce a la tolerancia cultural francesa y, por extensión, del resto de la Europa que mira gastronómicamente al Mediterráneo, por la dieta variada, con abundancia incluso de grasas saturadas.
Patrimonios inmateriales de la humanidad
En la variedad y la mesura de vegetales, pan, cereales, aceite de oliva, vino y también grasas, radica la fortaleza de la dieta mediterránea, declarada recientemente Patrimonio Inmaterial de la Humanidad.
La paradoja estriba en que, pese a la predilección cultural, prácticamente identitaria, por alimentos como quesos, embutidos, foies, mantequilla, etcétera, los índices de obesidad y el porcentaje de enfermedades cardiovasuclares son en Francia, Italia o España muy inferiores a los de Estados Unidos y, sobre todo, el resto de países anglosajones.
O, volviendo al proberbio chino mencional y a la relación esencial entre la gastronomía con raíces en el confucianismo y la dieta mediterránea, hay que comer de todo, con frugalidad, teniendo en cuenta que hay alimentos con propiedades más saludables que otros. Yo mismo he comprobado con mi hija Inés, que cumplirá 4 años el próximo febrero, que la infinita curiosidad de la mente infantil ya está preparada para entender la esencia de este sencillo consejo alimentario.
Si una niña de 3 años puede hacerlo, niños con edades en las que ya se ha desarrollado la autonomía y capacidad de decisión en aspectos como la alimentación también pueden aprender del proverbio, o de la sencilla ecuación de Pollan. Por no hablar de los adultos. Sobre nuestros abuelos, al menos los que los hemos disfrutado en culturas próximas al Mediterráneo, no hace falta que nos preocupemos; son ellos los que nos podrían aconsejar a nosotros.
Aceite de oliva y vino
Michael Pollan explica la paradoja francesa de un modo tan poco misterioso como realista. En Francia (o en Italia; o en España), se ha comido históricamente muy variado y no se evitan grasas saturadas, pero se come -¿se comía?- poca cantidad y se incluyen al conjunto ingredientes cada vez más reconocidos por la comunidad científica, que sólo ha empezado a vislumbrar sus ventajas: el uso cotidiano de aceite de oliva y vino en cantidades comedidas.
Legisladores y empresas de alimentación deberían mostrar más optimismo en la lucha contra la obesidad, ya que el caso francés y el de la dieta mediterránea en general, ahora en retroceso en los países donde más presencia tuvo, no incluye ninguna fórmula protegida por derechos de autor, ni una indescifrable fórmula alquímica. Se trata, pura y llanamente, de comer poca cantidad y hacerlo con el sentido común de nuestros ancestros. Sin prohibir familias de alimentos, a excepción de los muy procesados.
Emily Weinstein y Kirsten Dirksen, que vive en Barcelona y “padece” mis platos, concluyeron rápidamente que lo que necesitaba Estados Unidos, o México, o los países anglosajones, la mayoría en los primeros puestos en porcentaje de personas con sobrepeso, era mirar hacia el ejemplo de la Europa continental y aplicarlo.
Los números son tozudos: más obesidad y sobrepeso en todas partes
De acuerdo, repliqué. Pero quise también puntualizar. Al convivir con una ciudadana de Estados Unidos y pasar largas temporadas en este país, conozco lo fácil que es animarse por las generalizaciones y los estereotipos, aunque en este caso sean positivos. Les evoqué los últimos datos de la OCDE sobre obesidad en los países desarrollados, que constata su carácter generalizado, especialmente entre los niños y las clases más desfavorecidas.
En Barcelona mismo, en cualquier lugar, se podía observar -argumenté- cómo las consecuencias de la dieta occidental inciden también en supuestos paraísos de la dieta mediterránea. Aquí también, aunque con una agudeza -¿todavía?- menor, también se pica durante todo el día, se recurre a los alimentos precocinados, se deja a los más pequeños decidir cómo complementan su dieta, hay un consumo elevado de bebidas carbonatadas, etcétera.
Los tres estábamos de acuerdo. No obstante, la periodista del New York Times, con la connivencia de Kirsten, insistía en que Estados Unidos debería mirar más hacia el modelo alimentario europeo, aunque éste también padezca, con menor agudeza, los mismos fenómenos que contribuyen a aumentar la obesidad en Estados Unidos, México y otros países.
Somos lo que comemos
La alimentación y la gastronomía son campos tan amplios y relacionados con nuestra cotidianeidad que, incluso cuando se es reconocido como un especialista, como en el caso de Emily Weinstein, existe una cierta prudencia. La educación familiar, la escuela, los valores de la sociedad en general, los medios de comunicación, la actividad física, el contexto socioeconómico y otras muchas variables inciden sobre lo que comemos y bebemos. También la tradición, afortunadamente para quienes todavía nos beneficiamos de ella.
Siguiendo con nuestra velada, Kirsten decidió improvisar un vídeo sobre nuestra conversación. Coincidiendo en parte conmigo, Kirsten reconoció lo fácil que es recurrir a alimentos precocinados en estilos de vida como los actuales, cuando la falta de tiempo y el trabajo de ambos padres se generaliza.
La tendencia no es ajena a Francia, Italia o España; sin embargo, Kirsten y Emily me hicieron ver los beneficios indirectos de cualquier ciudadano inmiscuido en, pongamos por caso, la vida cotidiana de cualquier pueblo o ciudad del Mediterráneo europeo, en contraposición con la de ciudadanos residentes en algún suburbio estadounidense.
Cultura y alimentación (gastronomía = cultura, de modo que hay que alfabetizarse)
En Europa, argumentaron, si bien hay valores alimentarios y gastronómicos que están en retroceso por la falta de tiempo y a factores como la publicidad o la supuesta conveniencia de algunos alimentos precocinados y procesados, la presencia cultural de la dieta mediterránea está todavía presente no sólo en el ideario colectivo, o en la comida que preparan los padres y/o abuelos el fin de semana. Aquí “se entiende” el valor del pa amb tomàquet, el vaso de vino, el arroz caldoso.
Existe el componente cultural en torno a cocinar y compartir, en una mesa, con una conversación, unos alimentos. En el Mediterráneo creemos -proseguían Kirsten Dirksen y Emily Weinstein- que esta actitud ante la alimentación, fuertemente influenciada por la cultura, está presente por defecto en los valores familiares. Por muy poco que cocinen los padres, están los abuelos y los amigos.
En Estados Unidos y otros lugares, por el contrario, no existe un consenso gastronómico tan relacionado con la cultura y la tradición que, además, se ha convertido en un ideal en la retaguardia, que retrocede, pero al que se vigila con mimo, so pena de que no desaparezca.
Los vascos de Idaho siguen siendo vascos (y comen como tales)
Valga como ejemplo la bella “vida sencilla” de los vascos de Idaho. entrada Este mismo verano, mientras pasaba unas semanas en Sun Valley, Idaho, tuve la suerte de entablar contacto con la rica cultura vasco-americana de la zona. Primero, a través de un buen artículo en la prensa local.
Después, profundicé en ella a través de historias de primera mano, ya que el tío de Kirsten vivió de joven en la zona, cuando el resorte de esquí de aquel pequeño valle montañoso atraía tanto a celebridades (Ernest Hemmingway está allí enterrado, y el mismo Gary Cooper le recogió en coche, mientras hacía autostop, como Kirsten explica en un vídeo). El tío de Kirsten había tenido una novia vasco-americana, así que pude oír historias sobre la rica tradición de aquellos inmigrantes que habían acudido a la zona compo pastores.
Uno de los vasco-americanos citados en el artículo de la revista local que pasó por mis manos reconocía, divertido, que ellos difícilmente catalogaban algo como comida si uno no estaba sentado en una mesa, acompañado y sin verle los pies a los comensales. Tan cierto como el proverbio chino citado antes.
La alimentación, en Europa, forma parte de la identidad, sin que por ello se tilde a nadie de esnob urbano, uno de los problemas que tanto Emily Weinstein como Kirsten y yo mismo hemos percibido en Estados Unidos, donde las dietas más saludables parecen más culturalmente lejos del alcance del ciudadano medio que la propia barrera económica.
El ideal (en retroceso) de la dieta mediterránea
Quizá, efectivamente, tradiciones como la dieta mediterránea estén en retroceso, pero su fuerza simbólica podría mantener alerta a quienes, sintiéndola parte suya, se alejan de su ideal por las prisas cotidianas o la influencia de los medios, donde hay una presencia mayoritaria de alimentos precocinados, procesados y condimentos, además de comida rápida y bebidas carbonatadas.
Hubo algo de tiempo, al final de la velada, para charlar sobre el carácter epidémico de la obesidad en los países ricos pero, como nuevo aliciente, pudimos comentar algunas de las informaciones de las que se hace eco la prensa mundial en las últimas semanas: por primera vez, la obesidad y el sobrepeso alcanzan el carácter de pandemia, también en los países emergentes.
Desde los países ricos, el discurso filantrópico hacia los países pobres y emergentes sigue teniendo un tono paternalista, centrado en luchar contra las enfermedades que afectan a millones de personas, así como la lucha contra el hambre. A todos nos viene a la mente, o incluso hemos colaborado, con campañas u organizaciones que se esfuerzan por “acabar con el hambre en el mundo”.
La epidemia de obesidad llega a los países emergentes
Lo cierto es que, a pasos agigantados, varios de los países que más rápidamente salen de la pobreza en los últimos años ya no luchan contra el hambre. En todo caso, padecen la pandemia de los países ricos. Dicho de otro modo, estos países están emulando uno de los fenómenos hasta ahora circunscritos a los países ricos que deberían evitar a toda costa: la obesidad.
México es el segundo país de la OCDE en porcentaje de adultos obesos, que afecta al 30% de la población, sólo por detrás de Estados Unidos y por delante de 4 países anglosajones: Nueva Zelanda, Australia, Reino Unido y Canadá. Al ritmo actual, México sobrepasará en esta década a Estados Unidos y se convertirá en el país con más obesos del mundo.
El fenómeno no se circunscribe únicamente al país de Norteamérica, cuya economía es ya la decimocuarta en el mundo. Turquía, decimoséptima economía del mundo, e Irán, en el puesto 28, también muestran cifras preocupantes de obesidad y sobrepeso, y la tendencia de los últimos años augura un empeoramiento de la situación.
En los últimos 13 años, el peso medio de una mujer en Turquía ha aumentado en 6 kilogramos, mientras la población adulta masculina lo ha hecho en 7 kilos. Primera consecuencia, además del cambio de tallas generalizado: un aumento preocupante de diabéticos.
En Turquía, que no forma parte de la OCDE, el porcentaje de obesos ha pasado del 22,3% al 31,2% en el mismo período, unos números que lo sitúan a la par que México. Mientras tanto, en Irán el 60% de la población padece de sobrepeso, mientras la obesidad llega al 35% entre las mujeres, y el 15% entre los hombres.
Lo que no deberían emular los países en desarrollo
Las causas de este fenómeno, inaudito en los países emergentes, confirman que estos países están repitiendo los errores de los Estados más ricos. Ha aumentado el uso del vehículo privado, no existe una cultura activa ni modelos en los medios que contribuyan a difundir el uso de la bicicleta o la práctica de deporte. Pero, sobre todo, los tres países reconocen un cambio en la cultura alimentaria de la población.
En México, Turquía e Irán, ha aumentado la población urbana, que adopta una dieta occidental y olvida, por relacionarlos con el atraso, los rituales sociales tradicionales relacionados con la alimentación. Al ritmo actual, estos países estarán al mismo nivel epidémico que Estados Unidos, con una diferencia fundamental; se carece de la alfabetización, el músculo económico y mediático para impulsar políticas que traten de reconducir la situación.
No será sencillo en Estados Unidos; en los países emergentes, todavía no se ha reflexionado con el dramatismo de la información.
La conversación, tras la cena, mantuvo su interés y disfrutamos de una agradable velada. Me gustaría pensar que mi arroz contribuyó, aunque humildemente, al buen rato. La conclusión a la que habíamos llegado, al final de la charla, coincide con lo que puede leerse en la prensa: la obesidad es un problema mundial que afecta también al mundo en desarrollo, no sólo a las capas más populares de los países ricos, hacia quienes van dirigidos buena parte de los anuncios de bebida carbonatada y alimentos precocinados.
Menos palabrejas, más tradición
Las soluciones están más cerca de la tradición que de los avances científicos en nutrición. Más que alimentos sintetizados en el laboratorio que contengan los nutrientes que supuestamente debemos ingerir, deberíamos, a jucio de Michael Pollan y otros expertos en la materia, evitar las palabrejas y aferrarnos a la tradición.
Recuperar el sentido común de los mayores, también en la alimentación, es el mejor homenaje que nos podemos hacer a nosotros mismos. Y, quizá, uno de los legados más provechosos que podemos dejar a nuestros hijos.
Los libros de Michael Pollan, el proverbio chino, la dieta mediterránea, la paradoja francesa en alimentación. Hablamos, al fin y al cabo, de lo mismo. Comer de todo, con mesura, priorizando en cantidades lo más sano sobre lo más energético. Fijarse en lo que uno vio de los mayores cuando se improvisaban comidas de temporada y la frugalidad (en la comida y en la bebida) se imponía a la extravagancia.
O, dicho por un doctor californiano, que respondió a un paciente que le había preguntado cómo podía aumentar su calidad de vida durante su ancianidad, así como vivir sano más año: “coma como un francés si quiere morir como un francés”.
Nota: puedes echar un vistazo a los 64 consejos sobre alimentación compilados por Michael Pollan en el libreto Food Rules, que serían secundados por nuestra abuela, en una entrada reciente.