Hace un tiempo, unos unos meses en una casa con ventanales abiertos a un jardín poblado de arbustos perennes y varios árboles caducifolios. El espectáculo del otoño, con el baile cromático en arbustos y árboles, así como la caída de las hojas, abría la vivienda a la transformación del mundo inmediato.
Uno de los árboles, un arce majestuoso, amenazaba la vivienda en caso de tormenta, de modo que los propietarios, presionados por los vecinos, habían accedido a cortar un árbol plantado justo después de la II Guerra Mundial. Frente a aquel jardín habían pasado, en la época en que había sido plantado, las tropas de liberación estadounidenses y de De Gaulle con destino a París, una hora al norte.
La desaparición del árbol transformó el jardín de varias maneras, empezando por nuestra recién creada relación con este espacio. Se instaló, sobre todo entre nuestros hijos, un ligero síndrome del miembro amputado, tan difícil de explicar y argumentar como complejo de racionalizar. La silvicultura moderna, surgida durante la Ilustración, carece de consuelo convincente para quien ha establecido una relación con un árbol, si éste desaparece un buen día.
Ocurre algo parecido, aunque acaso de un modo más dramático, en los árboles urbanos. En las ciudades, un árbol caducifolio creciendo frente a un edificio, o en el centro de una pequeña plaza, es un testimonio de la contemplación de las estaciones, del contraste entre la belleza creativa de lo orgánico y la obsesión euclidiana de nosotros, autoproclamados animales urbanos desde Aristóteles.
Árboles en una pequeña calle adoquinada
Los visitantes y residentes de la Cité de Trévise, una pequeña calle del noveno distrito de París (el de la Ópera Garnier, los teatros canallas, los cafés juveniles de la Rue des Martyrs y las galerías de arte privadas y casas de antigüedades en torno a Drouot), viven y duermen sabiendo que los árboles de la pequeña rotonda arbolada de su centro, marcan las estaciones y el momento en que la fuente central, apagada en invierno, retorna al ambiente en ese pequeño rincón, uno de tantos en la ciudad.
Allí, en la calle adoquinada y sin coches de la Cité de Trévise, vivió Max Aub antes de exiliarse en México, y el lugar aparece mencionado de refilón en una novelilla de Patrick Modiano, auténtica prueba de fuego del carácter memorable de algún lugar evocador del entramado urbano en su obra.
En La vida secreta de los árboles el ingeniero forestal alemán Peter Wohlleben narra con naturalidad cómo se organiza la sociedad de los árboles.
Al referirse a la fascinante existencia de estos organismos, tan distintos a los animales, Wohlleben prefiere no centrarse en la controversia sobre el supuesto sistema proto-sensorial de los árboles y sobre la «inteligencia» de éstos, una temática abordada hace un tiempo por el ensayista Michael Pollan en el New Yorker, cuyo título, The Intelligent Plant, causó revuelo y confundió a los lectores apresurados, deseosos de comprobar que Pollan había perdido un hervor y se había adentrado en recovecos new age de los que es difícil salir ileso.
Necesitábamos bosques e inventamos la silvicultura
Nuestra fascinación por estos organismos y dependencia histórica de ellos no ha evitado nuestro desdén y el modo fundamentalmente distinto de señalar su inteligencia evolutiva los ha convertido en espectadores pasivos de nuestra voluntad: combustible, cobijo de personas y leyendas, material de construcción, proveedor de alimentos, elemento paisajístico…
Los árboles, esos gigantes silenciosos a merced de la salud del suelo, de la fuerza del viento y los elementos, de la sequía y de la acción destructora o planificadora de los hombres, siguen ahí, en el lugar donde crecen, sirviéndose del tiempo y del entorno de un modo tan paciente y desconocido que ha fascinado a los miembros de nuestra especie más trascendentales desde los orígenes.
La necesaria obsesión cuantificadora de nuestra época, que se apresura por conocer hasta qué punto los árboles pueden ayudarnos a contrarrestar nuestros excesos modulando el exceso de partículas urbanas y de CO2 en la atmósfera procedentes de nuestra actividad, nos ha permitido medir la importancia de estos organismos en porcentaje de biomasa en el planeta, así como calcular su habilidad para secuestrar dióxido de carbono y purificar el aire de las ciudades.
Así, conocemos que los árboles plantados en las ciudades almacenan un porcentaje de dióxido de carbono equivalente a la capacidad de secuestración de los bosques tropicales, además de hacer el aire más respirable en el hábitat donde se concentra más de la mitad de la población mundial.
Un continente sin bosques primarios que se recupera
También conocemos que continúa la deforestación a gran escala en las reservas tropicales de América Latina, el África subsahariana y el sureste asiático, con 5 millones de hectáreas que desaparecen anualmente, si bien esta tendencia tiene un contrapunto en otras zonas del mundo: en Europa Occidental crecen tanto la superficie como la densidad boscosas, dando lugar a nuevos retos en gestión forestal con amenazas como el recrudecimiento y la mayor intensidad de los grandes incendios debido al aumento de las temperaturas, la escasa roza del sotobosque y la ausencia de planificación forestal.
A excepción de los bosques primarios que han sobrevivido en la frontera actual entre Polonia y Ucrania, como Białowieża, el paisaje forestal europeo ha sido moldeado por las poblaciones humanas desde la Edad de Bronce, cuando las poblaciones prerromanas se adentraban en bosques de tejos y hayas para rendir un ancestral tributo metafísico.
Hoy, tejedas como la que se extiende en la sierra del Sueve, en el litoral oriental asturiano, son una excepción en Europa Occidental, y los nuevos bosques incluyen tanto especies autóctonas apreciadas por la silvicultura y, en los peores casos (como ocurre en el litoral occidental de la Península Ibérica con el eucalipto), especies foráneas proclives al desequilibrio de los ecosistemas.
La superficie forestal crece en Europa Occidental, explica The Economist: en 1990, el 28% de España estaba cubierto de bosque, mientras la proporción ha aumentado hasta el 37% actual. Ha ocurrido algo similar en Italia y Grecia (ambos países pasan del 26% al 32% en el mismo período). La tendencia al alza se repite en América del Norte y Australia. Japón, el país desarrollado y densamente poblado con una gestión forestal más longeva y coherente: un 67% de su superficie está cubierto de bosques autóctonos.
Superar la idea de árbol como objeto útil y ornamental
La virulencia de los incendios en Galicia y Portugal es fruto de una organización territorial capilar y minifundista en la que el rendimiento económico a corto plazo (plantaciones de eucaliptos para la industria papelera) ha ganado la partida a la planificación de bosques viables que puedan parecerse en el futuro a los ecosistemas ancestrales.
Hablar de bosques y árboles exclusivamente en términos económicos implica permanecer en la otredad, en la cosificación que promueve nuestra visión utilitaria de la realidad: observar nuestro entorno en función del rendimiento (económico, medioambiental, estético) conduce a reducir a árboles y bosques a un mero producto extractivo, negando la existencia a un organismo que nos precede y que «comprende» su entorno inmediato y regional con una «inteligencia» paciente.
Al hablar de «inteligencia» arborícola, no es posible referirse a una inteligencia surgida de la emergencia de ideas en sinapsis creadas por las células nerviosas de un animal, sino a la constatación de la sorprendente riqueza de matices de lo que Peter Wohlleben ha descrito como «vida secreta» de estos gigantes pacientes.
Los bosques crean auténticas comunidades y relaciones simbióticas (tanto subterráneas como a nivel del sotobosque y en el dosel del bosque) con otros organismos; bajo tierra, los micelios de hongos, con sus filamentos inabarcables, se extienden como un sistema nervioso para ayudar a los árboles a descomponer nutrientes, logrando a cambio carbohidratos procedentes de la fotosíntesis que tiene lugar en la planta.
Susurros de micorriza
Los árboles se comunican a través de complejas redes que apenas empezamos a descifrar y a evocar en su justa extensión: mediante raíces y la relación simbiótica con micelios (micorriza), los árboles envían señales eléctricas a otros árboles, incluso cuando no existe una conexión directa entre ellos; asimismo los árboles se comunican a través de marcadores químicos y hormonales enviados en forma de aceites esenciales, recibidos tanto por animales que merodean el bosque (incluyéndonos a nosotros) como por organismos que se alimentan de hojas y frutos.
Mediante estas señales, los árboles «avisan» a miembros de su especie y de otras especies sobre fenómenos del entorno que a menudo pasan desapercibidos para organismos cuya concepción del tiempo y la realidad es rica y acelerada (como los animales vertebrados) en comparación con la estrategia evolutiva de las plantas.
Pero la ausencia de un receptáculo de instrucciones y comunicaciones sinápticas equivalente al sistema nervioso de los animales vertebrados no implica que los árboles carezcan de un modo propio de existir y un equivalente a los conceptos de sentir, comunicar (¿hablar?), sufrir, deprimirse, alegrarse, enfermar, recuperarse imponerse a su entorno, aspirar a lo más alto…
En los bosques, los árboles veteranos crean vástagos (hijos) y custodian su crecimiento; asimismo, los árboles responden con ingeniosidad a los peligros, así como con soluciones adaptadas a las particularidades del entorno.
La sensibilidad arborícola
Su sistema radicular presiente la salud del bosque a través de la composición química de tierra y nutrientes, además de «explorar» —con las propias raíces o a través de micelios y de raíces de otros árboles infinidad de marcadores que ofrecen información evolutiva e influyen sobre estrategias.
Las raíces aportan también información sobre árboles en decadencia e infecciones incluso cuando éstas se encuentran todavía a una gran distancia, aportando nutrientes en cadena para tratar de frenar el avance de cualquier ataque infeccioso. Una vez conocemos las estrategias de supervivencia y los modos de comunicación de los árboles con su propia especie y con otros organismos, resulta imposible adentrarse de nuevo en el bosque sin sentir su presencia «activa», su sabiduría.
El tiempo de los árboles supera en lentitud y profundidad contemplativa al experimentado por cualquier ser con sistema nervioso y flujo sanguíneo. Ha llegado el momento de reconocer que esta estrategia evolutiva no equipara a los árboles con meros objetos inanimados, si bien su manera de sentir o «sufrir» carece de paralelismos con el comportamiento evolutivo hiperactivo de los animales vertebrados: para un árbol, un dormilón colgado de sus ramas es un ser frenético, del mismo modo que nosotros somos incapaces de seguir con nuestros sentidos la actividad voladora de un insecto hábil, para el cual no seremos más que montañas inmutables, tal será nuestra torpeza desde el contexto de su percepción sensorial.
O, según Peter Wohlleben,
«Cuando uno sabe que un árbol es sensible al dolor y tiene una memoria, que los árboles parentales viven con sus vástagos, uno no puede abatirlos sin reflexionar ni destruir su entorno desplegando bulldozers al asalto de los sotobosques.»
Un almanaque a lo largo del río Wisconsin
La relación de simbiosis entre el árbol y el bosque, entre los árboles y la red subterránea de relaciones, entre los animales y el sotobosque o el dosel, entre el humus y las estaciones, entre un complejo sistema de señales (atracción visual, química, olfativa o espacial) y todo tipo de organismos, desde líquenes a ungulados, pasando por aves y, cómo no, moradores y paseantes de nuestra especie…
El biólogo y conservacionista Aldo Leopold combinó su tarea de profesor con la recuperación del territorio agotado que había constituido una granja en la rivera del río Wisconsin; de esta experiencia de recuperación y redescubrimiento de la riqueza del bosque surgiría su influyente ensayo A Sand County Almanac.
La familia Leopold pasó temporadas en una pequeña casa de madera restaurada que había albergado un gallinero con anterioridad (ver vídeo de Kirsten sobre el lugar).
Aldo Leopold creía en una relación entre sociedad moderna y naturaleza que debía superar la fase extractiva y transformarse en una convivencia simbiótica, mutuamente enriquecedora.
La vida junto al bosque no debía ser una frontera entre la civilización de asfalto y lo desconocido, entre el mundo de los hombres y un territorio por explorar y explotar, al que había que asignar un valor y despedazar con la meticulosidad taxonómica de un agrimensor.
Dos peligros espirituales
Según Leopold,
«hay dos peligros espirituales si uno no posee una granja. Uno es el riesgo de suponer que el desayuno viene de la tienda de comestibles, y el otro que el calor proviene del horno.»
Sólo una convivencia dolorosa entre el ser humano y un terreno agotado por el hombre con anterioridad puede despertar una conciencia a la vez racional y espiritual de regeneración con el nivel de implicación de Aldo Leopold:
«La conservación es un estado de harmonía entre el ser humano y el territorio. La harmonía con la tierra es como la harmonía con un amigo: no puedes acariciar su mano derecha y cortarle la izquierda. Es decir, no puedes amar la caza y odiar a los depredadores; no se puede preservar el curso fluvial y maltratar las riberas; no se puede promover el bosque y esquilmar la granja. El territorio es un único organismo.»
Al comprender la profunda sabiduría de los árboles y su estrecha relación de simbiosis con los animales y el territorio, desde el lobo (que asiste a la montaña, decía, para mantener a raya la población de herbívoros) a los líquenes y micelios, Aldo Leopold había concluido que el propio concepto de conservacionismo debía madurar.
Para ecologistas conocedores del entorno y pragmáticos como Leopold, no era cuestión explotar el mundo urbano y preservar, como pequeños reductos aislados del paraíso original perdido, algunos fragmentos de naturaleza memorable que garantizaran las escapadas urbanitas de fin de semana; tampoco había que prohibir los usos de la tierra ni suprimir el desarrollo agropecuario proporcionado.
Más bien, todo constituía «naturaleza» y cualquier lugar era una oportunidad de mejora del sistema complejo de relaciones entre animales y plantas, entre bosque y pradera, entre sociedad humana y ecosistemas naturales, entre la conciencia del observador y la belleza natural, cargada de significado metafísico.
Se posa un árbol
El gran debate ecologista entre separar y compartir el territorio, entre la tesis de crear un mundo explotado con finalidades puramente utilitarias y parques naturales, o por el contrario crear una cultura urbana, agropecuaria y de conservación global, sigue ocupando a académicos e intelectuales.
El divulgador científico británico Fred Pearce expone en un artículo para Yale 360 que el argumento entre el control estricto de zonas naturales y uno uso permeable abre el debate sobre el tipo de entorno en que queremos vivir.
Quizá podamos aprender a convivir con árboles y naturaleza hasta hacerla posible en el último rincón urbano. Desde allí, la mera percepción temporal de la rama de un árbol convertirá un momento insípido en una oportunidad para renovar nuestra relación con el mundo más allá del cristal.
Aldo Leopold:
«La auténtica joya de mi bosquecillo repleto de enfermedades es la curruca paseriforme [pequeña ave cantora que migra desde la costa caribeña de América del Sur a los bosques del interior de América del Norte]… El destello de su plumaje dorado y azulado en medio de la húmeda decadencia de los bosques en junio es en sí mismo una prueba de que los árboles muertos se transmutan en animales vivos, y viceversa.»