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La dificultad nos hace más fuertes (con la actitud adecuada)

No es el estrés, sino nuestra manera de afrontarlo: reaccionar de manera constructiva a la fatiga inducida por el entorno nos hace más fuertes, sugieren nuevos estudios en Stanford.

El perspectivismo nos recuerda que interpretamos la realidad en función de nuestra actitud: un momento de esfuerzo puede mejorar nuestro estado de ánimo o aumentar nuestro pesimismo, según nuestra mirada.

Si nuestra actitud nos hace interpretar una misma situación de modos opuestos, el propio concepto de estrés, incluso el severo, puede ser visto como una oportunidad para hacernos más fuertes o una maldición que continúa minando nuestra salud.

Nuestra percepción de lo que nos rodea

El perspectivismo no sólo repercute sobre la salud, sino sobre la propia realidad, ya que afrontar una situación de estrés con la actitud correcta reafirma nuestro potencial (alimentando la autoconfianza, la fuerza de voluntad, etc.), mientras que acudir a la misma situación con fatalismo derrotista empeora nuestro estado anímico y físico.

Estas son al menos las conclusiones de los últimos estudios sobre salud y estrés citados por The Economist en un artículo titulado de manera provocadora “Lo que nos hace más fuertes”.

Si incluso el estrés severo puede tener efectos positivos sobre nuestra salud y trayectoria, ¿cómo beneficiarse de esta posibilidad y reducir las reacciones psicológicas y fisiológicas adversas derivadas de los mismos acontecimientos?

El filósofo que se interesó en la perspectiva del observador

Si bien conocemos que la percepción de la realidad repercute sobre la manera de afrontar el estrés y, por tanto, sobre sus efectos (positivos o negativos), falta evidencia científica para comprender a fondo por qué hay personas capaces de ver el vaso medio lleno de manera consistente, mientras otras carecen de la misma confianza en situaciones similares.

Retrato de Nietzsche (Edvard Munch, 1906)
Retrato de Nietzsche (Edvard Munch, 1906)

Quizá la clave esté más relacionada con la filosofía de lo que cabría esperar. Desde el siglo XIX, varios filósofos han comprendido la importancia de la subjetividad en el comportamiento humano: la realidad no cambia para un individuo de manera radical, pero éste puede elegir a cada instante si afronta lo que tiene ante sí con la mejor disposición posible, o sin realizar el mínimo esfuerzo para ver el lado positivo de las cosas.

Un atormentado filósofo alemán del siglo XIX nos ofrece algunas pistas sobre la importancia de nuestra manera de afrontar la realidad.

Equilibristas de la realidad

Tras abandonar su cátedra de profesor de filosofía, que había obtenido con una juventud inusual por su conocimiento sobre el mundo clásico, un desconocido joven alemán decidió dedicar su vida a filosofar a la manera de los antiguos: observando el mundo de primera mano, y no interpretando lo que otros habían dicho antes.

La primera gran dificultad con que se topó Friedrich Nietzsche lo acercó a quienes se habían apartado del espacio público (en su caso, la cátedra universitaria) para mirarse a sí mismos y a lo circundante sin pensamientos prestados: nuestra visión del mundo no es cristalina, inequívoca y unidimensional, como sugerían dualistas e idealistas, sino que “armamos” una realidad a partir de la consecución de perspectivas.

Estas perspectivas que usamos para crear lo que llamamos conciencia, ese estado que concede sentido a lo que percibimos en el presente -observó el joven Nietzsche-, se arman con la combinación de abstracciones (recuerdos del pasado, pesares, intuiciones, predicciones para el futuro inmediato, etc.) y lo que llega en ese mismo instante escurridizo a nuestros sentidos.

Una realidad forjada a partir de una opinión de Aristóteles

Mucho de lo que la filosofía había dado por hecho durante más de dos milenios, pensaría el filósofo alemán, se basaba en la interpretación hasta la saciedad de las reflexiones de Aristóteles sobre el tiempo en su tratado de ocho libros sobre la Física.

Aristóteles define entonces el tiempo como:

“la medición del movimiento con respecto a antes y después”,

priorizando la presencia del individuo en el Ahora en el tiempo que corre como la única percepción que merece ser tomada en cuenta y, por tanto, descartando la importancia de conceptos sobre el devenir de la existencia presentes en otras culturas, como la transitoriedad (o fusión entre lo que viene del pasado y se proyecta hacia el futuro, abrazando pasado, presente y futuro inmediatos), existente en la filosofía oriental.

Sin saberlo, Aristóteles definiría la concepción posterior del acceso al tiempo y al propio conocimiento, pues el discípulo de Platón (una autoridad reconocida en la Grecia clásica, que influiría sobre filosofías posteriores y sobre el propio cristianismo a través de la escolástica), había priorizado la necesidad de acceder al instante al significado de las cosas ante nosotros.

La realidad es mucho más que la instantánea del presente inmediato

El “presente a nuestro alcance” de Aristóteles, pensaría un Nietzsche contrariado, pesaba como una losa sobre nuestra propia manera de observar, relacionarnos, recordar, divisar el futuro con esperanza, aprovechar el presente, etc.

Nietzsche se propuso la primera de sus numerosas tareas quiméricas: si percibimos las cosas en relación con un modo finito y delimitado al instante presente, lo primero que hay que hacer es deshacerse de esta percepción instantánea dictada por la presencia, y tratar de entender las cosas como entidades que oscilan o “tiemblan” en un presente ensanchado, que parte antes y llega hasta mucho después.

Incapaz de dar forma a su intuición sobre un tiempo percibido que necesita ser “eterno” (y condensar un recorrido pasado, presente y futuro), Nietzsche siguió filosofando a la manera de los antiguos: fuera de los círculos académicos, perdiéndose en reflexiones alentadas en interminables caminatas en solitario o en compañía de algún amigo esporádico.

Si el mundo podía observarse en un tiempo más inclusivo que la presencia inmediata definida por Aristóteles, la realidad tenía infinidad de interpretaciones, cuyo conjunto generaba la impresión a la que concedíamos la sanción de “realidad”; pero si nuestra percepción del tiempo y de las cosas depende de nuestra perspectiva, ¿era posible la objetividad? ¿Cómo afectaba nuestra visión de nosotros mismos y del mundo a nuestro potencial?

Intuiciones antes de la física moderna

Al comprender la importancia de la perspectiva del observador para determinar lo que entendemos como realidad, Nietzsche comprendió que el mundo no podía depender de una metafísica de absolutos objetivos y, seguramente, intuyó que tiempo y espacio no podían ser las constantes absolutas descritas por Isaac Newton.

Nietzsche intuyó quizá el giro que daría la física décadas después, cuando Einstein, Schrödinger, Heisenberg o Mach, entre otros, nos explicaran el mundo que percibimos es precisamente eso: una percepción de fenómenos físicos difíciles incluso de concebir (como la deformación del espacio tiempo o el entrelazamiento cuántico y su realidad “potencial”).

Nuestro ánimo a la hora de afrontar la realidad influye sobre nosotros más de lo que la filosofía, la metafísica y la religión han explicado. Siguiendo la estela de Nietzsche, varios filósofos trataron de estudiar la realidad sin intermediarios.

Estar en el mundo

Los llamados fenomenólogos creían que la metafísica de la presencia de Aristóteles quizá había sido malinterpretada en los numerosos comentarios y traducciones, y ni el propio Averroes, filósofo andalusí inspirador de los escolásticos cristianos en el siglo XII, comprendió que el tiempo era para los clásicos quizá mucho más que una sucesión de instantáneas en el momento presente.

Los fenomenólogos contaron con otro experto en Aristóteles más preparado para comprender los textos del filósofo griego (y conceptos como el de potencia): Franz Brentano, filósofo alemán que tuvo por alumnos a Sigmund Freud, Rudolf Steiner o el propio Edmund Husserl.

"Morning Sun" (Edward Hopper, 1952)
“Morning Sun” (Edward Hopper, 1952)

Este último propondría la fenomenología como aproximación perspectivista a la realidad, para comprender que los objetos e ideas son más una estela extendida en el tiempo que un conjunto de instantáneas sin contexto. Un alumno de Husserl, Martin Heidegger, estudiaría la realidad teniendo en cuenta tanto lo que han sido las cosas (pasado) como su potencial (más allá del presente que fluye).

Psicología del optimismo

La estrecha relación entre la conciencia y lo que nos rodea, estipularon filósofos influenciados por Nietzsche como los propios fenomenólogos, implica que nuestra propia percepción de la realidad determinará nuestra agudeza, optimismo, fortaleza, potencial, etc.

Rudolf Steiner, Sigmund Freud o Carl Jung, entre otros, estudiaron a Schopenhauer, Nietzsche y Brentano, entre otros, para tratar de delimitar cuestiones como nuestra autenticidad y contradicciones internas, nuestro potencial y conceptos como el de autorrealización, desarrollado por otro grupo de psicólogos: Alfred Adler, Abraham Maslow o Carl Rogers.

A medida que avanzaba el siglo XX, aproximaciones multidisciplinares al estudio de la conciencia (como la ciencia cognitiva) trataron de determinar hasta qué punto nuestra percepción de la realidad (según nuestro ánimo, optimismo, fortaleza, contexto, etc.) nos hace más o menos dichosos.

Nuestra lectura de las situaciones difíciles

Gracias a la acumulación de evidencia científica en los últimos años, sabemos que nuestra percepción de la realidad determina el efecto del estrés sobre nuestra salud:

  • cuando percibimos la dificultad como un mecanismo para probar nuestras habilidades (o paciencia, perseverancia, etc.), el estrés experimentado no sólo no tiene efectos negativos sobre nuestra salud, sino que la reforzaría;
  • cuando, por el contrario, somos incapaces de situar la dificultad de un momento determinado en un contexto que trasciende las preocupaciones inmediatas o la negatividad de un momento determinado, el estrés deterioraría nuestra salud.

Una misma situación de estrés afectaría de distinto modo a un mismo individuo, en función de su manera de percibir la misma realidad, y obteniendo los mismos resultados objetivos. Nuestra actitud, por tanto, nos hará más fuertes superando situaciones de estrés; o nos hará sentirnos cada vez peor.

El mito del estrés

The Economist explica cómo el término inglés “stress” se aplicó durante siglos a la fuerza aplicada sobre distintos materiales para averiguar su resistencia; la psicología moderna (influida por Nietzsche y fenomenología), no sólo se interesó por los entresijos de la conciencia y su relación con la salud, sino sobre la rama más relacionada con el comportamiento: cómo nuestra actitud y propósito pueden aumentar nuestra fuerza en lugar de minarla.

En los años 30, el endocrinólogo Hans Selye fue el primero en usar el término “estrés” aplicado a organismos. Sus experimentos con ratas demostraron que el estrés inducido por el ambiente hacía que los sujetos del estudio perdieran tonificación muscular, desarrollaran úlceras de estómago y complicaciones en el sistema inmunitario.

Estos experimentos influyeron sobre la percepción popular del estrés como un estado de tensión mental o emocional que provocaba efectos adversos; no obstante, el estudio del fenómeno muestra tanto la disparidad emocional de cada individuo (lo que produce estrés a alguien no lo hace sobre otra persona, etc.), como distintos efectos de la propia situación tensa o adversa.

El reduccionismo del estrés “bueno” y “malo”

Estudios de la Asociación Psicológica Americana (APA en sus siglas en inglés) sugieren que las causas más comunes para padecer estrés son económicas, laborales y familiares: sin sorpresas.

Las mujeres declaran mayor estrés percibido (probablemente relacionado con la dificultad de combinar vida profesional y papel preponderante en tareas domésticas y familiares), así como minorías y personas con dificultades económicas.

En cuanto al estrés percibido por grupo de edad, Mary McNaughton-Cassill, de la Universidad de Texas en San Antonio, explica a The Economist que los jóvenes no sólo han declarado mayores niveles de ansiedad y estrés que sus mayores, sino que éstos se encontrarían en su mayor nivel desde que existen estudios: la dicotomía entre altas expectativas y precariedad laboral estaría relacionada con este supuesto aumento de fatiga inducida por el entorno.

El propio Hans Selye cambiaría su concepción del estrés al final de su carrera, cuando la evidencia le había mostrado que distintos sujetos reaccionaban de manera distinta a la misma fatiga inducida por el entorno, llevándole a distinguir entre “estrés bueno” y “estrés malo”.

Una nueva variable: explorando nuestro “punto de rotura”

La hipótesis de Selye cayó en cierto reduccionismo al relacionar de manera generalizada el “estrés bueno” con experiencias tensas pero positivas (enamorarse, ganar una competición, etc.), mientras el malo partía siempre de experiencias angustiosas.

Posteriormente, otros científicos incorporaron una variable: del mismo modo que distintos materiales soportan niveles de estrés hasta un punto de rotura, el ser humano podía hacer lo propio, llevando al británico Peter Nixon a definir la “curva de función humana” en 1979.

Según Nixon, una cantidad moderada de estrés -acercarse a una fecha de entrega, o hacer deporte- no sólo era inofensiva, sino beneficiosa; no obstante, superar determinados límites podía producir la “rotura” de un individuo, como ocurre en los metales sometidos a estrés.

La hipótesis de la “curva de función humana” fue aceptada pese a sus limitaciones: descartaba, como la noción de “estrés bueno” de Hans Selye, las diferencias individuales: el perspectivismo, o concepción de la realidad en cada individuo, haría que lo que alguien considera una situación insoportable sea un mero trámite o incluso algo motivador para otra persona.

Nietzsche tenía razón: es nuestra perspectiva de las cosas

Lo que importa, dicen los últimos estudios, no es tanto el nivel de fatiga inducida, sino cómo reacciona un individuo determinado.

Según nuestra reacción, una situación estresante puede tener consecuencias opuestas tanto para nuestro rendimiento como para nuestra salud.

No es tanto el estrés, sino cómo lo afrontamos.

Los estudios de Alia Crumb en la Universidad de Stanford mostrarían que los individuos con una visión más positiva del estrés están más preparados para reaccionar de manera constructiva: por ejemplo, percibiendo la fatiga en el ambiente (un reto académico, una dificultad laboral, etc.) como un reto, y no como amenazas.

Este simple ejercicio (ver como un reto lo que otros conciben como amenaza) convertiría respuestas fisiológicas perjudiciales en otras que mejoran la tonificación y el rendimiento físico e intelectual.

Cuando el estrés nos hace mejores

The Economist:

“Cuando la gente percibe que está siendo retada en lugar de amenazada, el corazón todavía late más rápido y se produce todavía el subidón de adrenalina, pero el cerebro está más atento [que en situaciones interpretadas como amenaza] y el cuerpo libera una combinación distinta de hormonas del estrés, que ayudan tanto a la recuperación como al aprendizaje.”

Intuyendo la falta de sincronía entre cuerpo y mente (debido, según él, a siglos de dualismo artificial cuerpo-mente desde Platón), Nietzsche auguró que un ser humano capaz de armonizar percepción psicológica y tonificación física daría lugar a un nuevo individuo que él llamó Übermensch.

Sea o no la fórmula secreta de lograr una fortaleza física e intelectual superiores en un mismo contexto, cambiando únicamente nuestra actitud, los estudios sobre estrés en Stanford confirman que el mundo no es sólo un conjunto de circunstancias, sino una interpretación: nuestro propio relato nos hará más débiles o fuertes, física e intelectualmente.

Areté

Al fin y al cabo, decía Nietzsche, separar los procesos del cuerpo de los de la mente es un proceso artificial, influido por una cultura, y no por el entorno o las circunstancias.

Estudios psicológicos en la Universidad de Rochester sugieren que quienes han aprendido a reconocer los beneficios de situaciones estresantes logran mejoras de rendimiento en distintas tareas y experiencias.

Quizá la intención de los sofistas griegos al recomendar el cultivo físico e intelectual con cuantas más disciplinas mejor (“areté”), se basaba en una intuición luego perdida: nuestra manera de afrontar la adversidad definirá nuestra vida y entorno.

Quizá por ello, los individuos que muestran mayor satisfacción con su vida y entorno son quienes han aprendido tanto a ganar como a perder en el día a día, extrayendo algo constructivo de cada pequeña derrota.

No salir derrotado nunca implica permanecer inmóvil, sin evolucionar.

Jorge Luis Borges:

“Si hay un destino que no deseo es el de no correr ningún peligro.”