Hay buenas razones para sospechar de la fidelidad de las buenas historias: la capacidad de sugestión que encontramos en las historias nos hacen tan humanos como un pasado remoto dedicado a la caza por persistencia.
Si el ser humano tuvo que valerse de la estrategia para garantizar su sustento antes de afinar su tecnología lítica (por ejemplo, persiguiendo a presas más ágiles pero propensas a agotarse tras largas persecuciones), los relatos nos habrían servido para transmitir conocimientos sobre el entorno y el acervo de una cultura.
Desde los primeros años del estructuralismo y los estudios de campo de pioneros como Claude Lévi-Strauss, la ciencia contemporánea ha estudiado la emergencia de la conciencia humana y las estrategias usadas por todos los pueblos para acumular y transmitir saber sobre lo circundante y lo inexplicable.
Apreciaciones de psicólogos y antropólogos como Leon Festinger y Jacques Tixier han ayudado a armar hipótesis sobre el rol de una conciencia compleja y nuestra capacidad para elaborar y transmitir relatos.
La atractiva coherencia del relato fabricado
Contamos incluso con una región definida del cerebro, conocida como el intérprete del hemisferio izquierdo, que habría emergido a la par que otras funciones cognitivas sofisticadas que nos caracterizan como especie.
Y de esta necesidad ancestral surge nuestra predilección por el carácter estético, ordenado y predecible de las historias. Si bien comprendemos el mecanismo y somos conscientes de que, detrás de cada historia bien armada, se oculta un cliché o un arco narrativo armado a partir de otras historias.
Hay escritores que aseguran escribir siempre la misma historia, e historias que han evolucionado a partir de relatos colectivos edificados sobre otras historias. También hay ensayistas que, como el británico Christopher Booker, aseguran que todos los relatos derivan de siete tramas básicas (The Seven Basic Plots), la mayoría de las cuales hunden sus raíces —como el poema de Gilgamesh, los poemas del ciclo troyano— en la oralidad.
The falling rate of US labour market participation v. Europe with far worse demography is remarkable. https://t.co/Zs9M2qbCvl pic.twitter.com/HpluP0ddqj
— Adam Tooze (@adam_tooze) March 18, 2019
Pero nuestra predilección por los relatos nos convierte en presa fácil de una visión del mundo simplificada y maniquea, con buenos intachables y malos malísimos, y ajena al componente emergente e irreductible del mundo y de la propia aventura de cualquier individuo y grupo.
Intersubjetividad: lo que compartimos con otros
Cuando algo suena demasiado próximo a nuestros principios o intereses, en definitiva, deberíamos preguntarnos sobre el porqué y agudizar nuestro sentido crítico, pues una parte de la polarización actual se nutre del diseño de los algoritmos de recomendación de los principales servicios de Internet, hoy ubicuos a través del teléfono.
Pero existe un riesgo cuando consideramos que algoritmos de recomendación y redes sociales tienen la capacidad de transformar, de repente, el debate político y social en las democracias que han mostrado mayor estabilidad durante épocas pretéritas plagadas de dificultad.
Resulta demasiado fácil culpar a la criticable trayectoria de Facebook —y a la legítimamente criticable ética de sus principales asesores y responsables— del descontento social y del auge de fenómenos como la denominada posverdad y las democracias iliberales.
La realidad es compleja, mutable, interpretable y relativamente compartida entre todos nosotros, si recurrimos a un concepto filosófico de la filosofía fenomenológica que explica la degradación del discurso público actual: la tesis de la intersubjetividad de Edmund Husserl.
Lo ajeno a nosotros y nuestra manera de verlo
Como los filósofos antiguos, Husserl se dispuso a estudiar la experiencia subjetiva hasta en sus detalles más anodinos, para después extrapolar sus conclusiones subjetivas de tal modo que alcanzaran un estado en apariencia contradictorio: al ser compartidas por otras personas en su tiempo y civilización, estos conceptos observados en la experiencia personal constituyen «universales subjetivos».
La actualidad nos ofrece la impresión de que esta experiencia compartida entre todos nosotros, observada por Immanuel Kant, parte de la certeza de que lo que observamos y pensamos guarda un parecido coherente con los conceptos y observaciones que otros son también capaces de realizar, incluso cuando carecen de las mismas experiencias o educación.
La correlación entre lo que observamos (lo que es ajeno a nosotros y «objetivo») y nuestro punto de vista (o «subjetividad» del intérprete de la realidad) es dinámica y no coincide del todo entre personas o incluso cuando una misma persona observa un mismo fenómeno en dos momentos distintos. No obstante, todos tenemos acceso a ese mundo de «universales subjetivos», y gracias a ello podemos elaborar una narrativa sobre la realidad y compartirla con otros.
Cuando la realidad es compleja y cambiante e individuos de todo el mundo comparten medios y contenido cultural, la mezcla «intersubjetiva» genera extrañas visiones del mundo nutridas en viejas supersticiones, elementos de cultura popular global y mensajes popularizados a través de la memética. Surge entonces un sincretismo que nos recuerda que formamos parte de un contexto mundializado.
Sesgo en el relato tecnoutópico
Fenomenólogos y ciencia constructivista comparten las tesis aventuradas por Nietzsche que pretendían alejar nuestra percepción de la realidad del paraguas del idealismo platónico: en nuestra experiencia cotidiana, individual y colectiva, no nos dedicamos a «descubrir» verdades ya existentes (algo así como universales «a priori», como sostuvo Kant), sino que fabricamos y ponemos al día un sistema formal y consensuado que nos permite compartir las mejores conjeturas de cada tiempo, construidas sobre la refutación de conjeturas anteriores.
La realidad es una construcción ensamblada por quienes la observan, y este marco teórico y mental (que llamamos epistemología) muestra hoy sus debilidades en el mismo núcleo de las sociedades más prósperas. Es quizá por ello que prensa y ensayistas se han apresurado a afilar un relato según el cual la causa de las miserias actuales reside únicamente en la intoxicación de las redes sociales.
El periodista y consultor David Perell dedica un extenso artículo (13.000 palabras) a encajar las piezas del supuesto puzzle platónico que explicaría «qué demonios está ocurriendo». Su tesis es predecible: la asimetría informativa de la actualidad (fenómenos como sensacionalismo, desinformación, algoritmos de recomendación, cebo de clics, fragmentación de un mensaje antaño compartido) nos ha sumido en un período de ajuste entre un mundo anterior que se resiste a abandonar y un supuestamente prometedor nuevo escenario.
El escritor de ciencia ficción Cory Doctorow (por tanto, alguien que se dedica a elaborar relatos) no compra la tesis de Perell y nos recuerda lo sencillo que es caer en la farsa de la perfecta historia falaz. Según Perell, la «información incompleta» del pasado nos obligó a confiar en instituciones (medios, marcas, administraciones, educación, sanidad, vieja política), disfuncionales en el mejor de los casos y a menudo corruptas.
Lo que elegimos que aparezca en un relato
Siguiendo este argumento, Internet habría proporcionado un acceso directo y sin filtro a cualquier tipo de información, lo que produjo un proceso de fragmentación de un mundo anterior más pobre y coherente. En el nuevo escenario —prosigue Perell— podemos elegir mejores productos, aprender cualquier cosa sin intermediarios, informarnos sin recurrir a los viejos monopolios.
Lo que ocurre con este relato es que obvia —dice Cory Doctorow, él mismo poco sospechoso de ludita— muchos fenómenos decisivos en el mundo contemporáneo: entre ellos, el auge de amalgama de esquemas trasnacionales que acaparan más valor del que repercuten sobre las sociedades donde operan. Según Doctorow:
«Su teoría omite la explicación sobre lo que ocurre más descarada y obvia (el surgimiento de una oligarquía que ha reducido la eficacia de las instituciones públicas e introducido una corrupción extendida en todos los ámbitos), en favor de racionalizaciones que dejan a los más ricos y a sus conseguidores fuera de la historia, convirtiendo un sistema corrupto con actores humanos identificables que se han beneficiado de ello y que invirtieron profusamente para perpetuarlo en un problema sistémico que emerge de un momento histórico, en el cual todo el mundo es inocente (…)»
Cuanto mayor es la complejidad de la realidad ante nosotros, mayor es la tentación para hallar la fórmula platónica de un relato sencillo y resultón, que tendrá casi siempre una melodía conspirativa.
Una época con herramientas que facilitan cámaras de eco
Por ello, Doctorow, versado en la capacidad de sugestión de las historias, contesta a quienes, como Perell, recurren a un historicismo materialista para explicar un proceso que según ellos es imparable y prácticamente inmutable, en el cual el fin justifica a los medios y el mundo tecnoutópico que surja será mejor que la sociedad con instituciones «imperfectas» que sustituye.
¿En qué relato o relatos maniqueos hemos oído esta música con anterioridad? No son acaso las misiones materialistas del estalinismo y el fascismo las que venían con la misma construcción narrativa, alentándonos a que nos tapáramos la nariz y arrimáramos el hombro para, haciendo la vista gorda, llegar a un mundo mejor tras el sacrificio colectivo?
En la crisis epistemológica actual, ponemos a prueba la validez de los modelos «universales subjetivos» que compartimos, pues cada época dispone de consensos mínimos de acceso al conocimiento a partir de conjeturas científicas comprobables y creencias compartidas (por ejemplo, el respeto por modelos de convivencia propios a las sociedades democráticas, que requieren mecanismos abstractos —e imprescindibles— como la existencia de una opinión pública en el contexto de una sociedad abierta).
Dejar de compartir estas herramientas básicas de epistemología nos impide acceder a modelos de pensamiento válidos y reconocidos por todos, según la teoría constructivista (que parte, como la fenomenología, de la constatación de que nuestro conocimiento de la realidad es siempre provisional y mejorable, pero ello no obstaculiza que aspiremos a superar el reduccionismo maniqueo, el sesgo interesado y las teorías conspirativas).
La historia también iba de desigualdad y monopolios
No tenemos todos los datos, pero podemos acceder a algunos. Enriquecer nuestro conocimiento de la realidad nos ayudará a caer en la tentación de historias construidas para encandilar, pero falaces.
Doctorow cita el esfuerzo estadístico de Thomas Piketty en el ensayo El capital en el siglo XXI, en el que constatamos que, salvo en momentos de transformaciones catastróficas como guerras o revoluciones, los réditos del capital y los inversiones (empresas, grandes fortunas, rentistas) aumentan con mucha mayor rapidez que las ganancias del trabajo (salarios). Este proceso se ha acelerado en el mundo desarrollado desde las reformas liberalizadoras de finales de los años 70:
«40 años más tarde, vivimos en un mundo de monopolización rampante, un consenso político en tensión con las aspiraciones populares, y una crisis epistemológica surgida de la combinación de la siembra deliberada de dudas sobre consensos científicos (“algunos expertos no creen en las vacunas”), reguladores desprestigiados (“por supuesto que la FDA dice que las vacunas son seguras, pues están en el bolsillo de las grandes compañías farmacéuticas”) y décadas de abuso por parte de industrias concentradas cuyo tamaño y riqueza garantizan inmunidad a las consecuencias de malas acciones (“¿por qué deberíamos confiar en en la industria farmacéutica después de todo lo que han hecho?”).
David Perell también olvida mencionar en su ensayo de 13.000 palabras que no todo es éxito en la evolución social estadounidense en las últimas décadas, algo que salta a la vista. Ha aumentado el número de hogares con ingresos elevados, pero este fenómeno no ha tenido el mismo impacto que la precarización de la clase media y el fin del dinamismo que había permitido la movilidad social.
El arte de ponerse de lado en las estadísticas
Tampoco hay una sola palabra sobre el estudio publicado en USA Today a finales de octubre de 2018, según el cual el 62% de los empleos ocupados en Estados Unidos no proporcionan una vida cotidiana de clase media (una vez descontado el coste de la vida).
Por un lado, hay empresas con problemas para cubrir las plazas mejor remuneradas —sobre todo con la entrada en vigor de restricciones a trabajadores extranjeros—; sin embargo, la mayoría de empleos ofertados se encuentran en el otro extremo del espectro laboral, con firmas recurriendo incluso a argucias para que la plantilla complete su escaso sueldo con ayudas federales.
El profesor de la Universidad de Columbia Adam Tooze compartía esta semana un fenómeno del que pocos hablan, pero que nos recuerda la facilidad con que cualquier organismo o administración puede cambiar el foco y modificar la metodología de las estadísticas para ocultar evoluciones que no interesa demasiado mostrar.
En el gráfico, se observa el descenso de la participación en el mercado laboral de personas en edad de trabajar: pese a su pirámide demográfica favorable con respecto a Europa Occidental y Japón, Estados Unidos es el único país desarrollado donde el porcentaje de la población activa participando en el mercado laboral no sólo se ha estancado, sino que desciende hasta situarse en niveles más propios de las economías periféricas de la Zona Euro.
Una vez conocidos estos matices, las informaciones acerca del supuesto vigor económico estadounidense resultan más sospechosas: el desempleo está en mínimos históricos (3,7%), pero el porcentaje de población activa (la ocupada y aquella que busca empleo activamente) se encuentra también en mínimos históricos.
Conocer para poder evitar, reparar, corregir, mejorar
Pew Research estima que el 52% de los estadounidenses reside en hogares de clase media, y un 19% reside en hogares con ingresos elevados (por un 29% haciéndolo en hogares con riesgo de exclusión social).
La precarización en el centro y entre los más desfavorecidos no se ha recuperado desde inicios de la Gran Recesión, lo que explica que el 80% de los trabajadores dependa del sueldo del mes para sobrevivir.
En paralelo, entre 1917 y 2012 el porcentaje de ingresos entre los que más cobran alcanza máximos de las últimas décadas, mientras se produce el fenómeno opuesto en cuanto afiliación laboral a sindicatos, explicaba Robert Reich en The Guardian en julio de 2018.
Evocamos, en relación con algo tan frío y reduccionista como una gráfica, fenómenos como el de la crisis de los opiáceos en los suburbios estadounidenses de clase media, el aumento de la tasa de suicidios o un fenómeno insólito en los países más prósperos: el descenso de la esperanza de vida en el país en los últimos años.
Parece que las reflexiones tecnoutópicas, como la de David Perell, han olvidado fragmentos de la historia demasiado decisivos como para ponerse de lado y evitar los efectos de supuestas «mejoras» sobre la mayoría de la población.
Cory Doctorow:
«Internet ha alterado fundamentalmente nuestras asimetrías de información, pero no logrará que la desigualdad —y la corrupción que la crea— desaparezcan. Cualquier crítica al caos político y económico que no tenga en cuenta la corrupción y no culpe a quienes se han beneficiado de ella es peor que incompleta: es un peligroso argumento de complacencia.»