Llegar a la ciudad de Nueva York desde el interior del Estado, a través de la ruta que une la ciudad con la región de los Grandes Lagos, permite comprimir —e intuir— la historia de Estados Unidos, desde la época precolombina a nuestros días.
Atravesar las cataratas del Niágara permite evocar la impresión y significación de semejante espectáculo entre los pueblos nativos de la zona, aunque ello implique un esfuerzo de la imaginación, entre el vapor de agua y el ronroneo de los grupos de turistas que buscan la fotografía pastoral e inocente en un lugar acondicionado para el turismo de masas, y anunciado como tal, con un guirigay de signos digno de Times Square.
Una vez en territorio estadounidense, el visitante entra en una localidad que parece haber sido arrasada por una epidemia o guerra: viviendas abandonadas, negocios cerrados, carreteras a medio mantener y ningún signo de prosperidad relacionado con el turismo boyante del otro lado.
Dos percepciones de un mismo lugar: desde Niagara-on-the-Lake vs. Buffalo
El estado del mismo lugar a ambos lados de la frontera es la consecuencia de la percepción del lugar desde Toronto y desde Nueva York. Para Ontario, el viaje hacia la atracción natural es recomendable, necesario, ineludible, y es posible completarlo durante la misma jornada con una visita, ya lejos del turismo desbocado del mirador de las cataratas, en la apacible localidad de Niagara-on-the-Lake, con sus calles arboladas y viviendas bien mantenidas y prósperos negocios independientes.
Desde Nueva York, sin embargo, las cataratas del Niágara parecen constituir el recuerdo postal con una fotografía descolorida. La imagen, que podría haber sido tomada por cualquier familia de clase media de Buffalo, la ciudad industrial neoyorquina en el extremo oriental del lago Erie, habría sufrido el mismo deterioro cromático que la realidad social de la zona, que pasó de albergar la esperanza del ascensor social afroamericano durante los años de prosperidad industrial a padecer un retroceso comparable al de Detroit.
El carácter infranqueable de las cataratas, un recuerdo de lo que los descendientes de los colonizadores no podrán acomodar a sus ideales productivos y paisajísticos, refrendó el carácter estratégico de varias localidades neoyorquinas de los Grandes Lagos, fronterizas con Canadá: entre Buffalo, con acceso al lago Erie (y, por tanto, a la producción agropecuaria de Chicago y a la región industrial en torno a Detroit) y Rochester, dos horas hacia el este, en la ribera sur del lago Ontario y acceso marítimo al Atlántico a través de río San Lorenzo, surgió una economía diversificada que hoy apenas muestra su armazón oxidado.
La lejanía cultural de la ciudad de Nueva York desde «Upstate New York»
Entre tramos de autopista de pago y el interminable paisaje intermedio dominado por suburbios supeditados al uso del vehículo privado (los mismos edificios bajos, los mismos conjuntos de zonas comerciales con establecimientos de las mismas cadenas, rodeadas de las mismas zonas de aparcamiento gratuito), abandonamos la zona de los Grandes Lagos en dirección a la Nueva York: la Gran Manzana para nosotros, o “Gotham” para nuestra hija preadolescente.
Los vehículos destartalados de los años 70 y 80 que aparecen ante nosotros junto a un garaje mecánico en la localidad desangelada de Batavia (a medio camino entre Buffalo y Rochester) dan la razón a nuestra hija: quizá merezca la pena usar terminología retrotrónica en un territorio que no desentonaría como decorado de la adaptación cinematográfica de la novela Ready Player One.
Nos encaminamos hacia el sur y, sin aviso, entramos de manera abrupta en la zona rural del norte del Estado de Nueva York. Pasamos de un territorio industrial sin el fuelle ni la capacidad para reinventarse a un tipo distinto de paisaje «deprimido» de la Nueva Inglaterra contemporánea: el territorio rural demasiado alejado de Nueva York para convertirse en refugio ocasional de urbanitas, y apenas próspero para mantener en marcha una economía rural con dificultades para diversificarse.
Atravesamos la zona pintoresca de pequeños lagos alargados que aparecen como la marca dáctil (de ahí su apelativo común, «Finger lakes») en disposición perpendicular a los grandes lagos, de norte a sur, creyendo haber regresado al interior de Canadá: entre explotaciones agrarias destartaladas que mantienen sus cobertizos de madera junto a silos metálicos, aparece la ribera de algún lago, con sus cabañas de recreo y kayakistas.
Un «buggy» amish en el Nueva York limítrofe con Pensilvania
Nos adentramos un instante por una carretera secundaria para hacer un alto y allí, alejados de las reminiscencias post-industriales de Rochester y el embudo atrayente del Nueva York metropolitano, retrocedemos a la dimensión con ecos ruralistas del alma estadounidense, el ideal defendido por Jefferson (un país de prósperos propietarios rurales implantados en un interminable y poco denso diseño urbanístico con ecos agrarios inspirados en el utopismo ilustrado) ante el pro-industrialista Hamilton.
Los cobertizos de madera bien mantenidos evocan una cierta atención por el paisaje, si bien los silos metálicos de la zona son la prueba de que las propiedades de la zona no han caído en manos del uso recreativo a tiempo completo y permanecen en manos de familias rurales. La proximidad con la frontera noreste del Estado de Pensilvania nos depara una sorpresa inesperada: los caminos de tierra arbolados y poco transitados no hacen aparecer ante nosotros a algún aprendiz de Walt Whitman de nuestros días, pese a la abundancia contemporánea de barbas cuidadosamente desatendidas (estilo john-muir-visitando-yosemite); en cambio, se presenta ante nosotros, avanzando si descanso y escorado hacia el arcén,
Unos familiares que realizan a menudo el trayecto en coche entre Nueva York y Toronto nos recomiendan hacer alto, una vez en la vertiente sur de los lagos Finger, en la apacible ciudad universitaria de Ithaca, la inconfundible trasera (con la señal viaria de advertencia) de un «buggy» amish.
Nos situamos a la altura del carruaje y nuestros hijos observan por primera vez una familia amish al completo (una pareja muy joven con tres niños). Un único caballo, acostumbrado a bregar con el tráfico, tira del impecable carruaje.
Una adolescente se topa con un «buggy» amish
De repente, la conversación se llena de referencias a la colonización europea de Norteamérica y a las «particularidades» del modelo ilustrado estadounidense, cuya «libertad de religión» contrasta con la aspiración laicista de la Revolución Francesa (y su aspiración de «liberarse» de la religión, al menos en lo que respecta a la esfera pública).
Improvisamos una conversación con referencias —y lecturas de Wikipedia en el teléfono— sobre los distintos grupos y sectas religiosas protestantes que huyeron de persecuciones en las islas británicas y Europa Central para asentarse en el nuevo país, donde pudieron mantener su culto, cultura (por ejemplo, las comunidades amish mantienen su peculiar alemán como lengua vehicular) e incluso particularismos que la evolución de la sociedad industrial ha sepultado desde hace generaciones.
Media hora después, nuestra hija mayor cambiará de parecer y pondrá en duda su admiración por esos peculiares «supervivientes» de la modernización, al leer con detenimiento algunas de las prácticas más estrictas de los amish: si su intención es «liberarse» de la deriva materialista y superficial de la sociedad industrial, ¿por qué «encerrarse» en batallas absurdas que impiden la expresión individual?
Inés no comprende por qué hombres, mujeres y niños deben llevar un atuendo prescriptivo y obligatoriamente homogéneo, que evita estampados y otros signos que una mente adolescente considera esenciales como germen de la construcción de la identidad individual adulta. No, gracias, dice Inés, yo creo que es esencial vestirse como a uno le venga en gana. Reflexionará de manera similar al conocer las restricciones del grupo con respecto a la tecnología: un libro es «tecnología» también, y su contenido no varía en una pantalla digital.
Poco después aprenderemos anécdotas sobre los «shacker» y evocaremos a un amigo que elabora muebles a partir de la filosofía constructiva que los descendientes de este grupo religioso conservan de sus antepasados, excelentes ebanistas.
Calidad de vida en las pequeñas ciudades universitarias
En Ithaca, que alberga una de las viejas universidades prestigiosas de Nueva Inglaterra, la «Ivy League» Cornell University, nuestra hija vuelve aliviada al mundo educativo contemporáneo, y lo hace en uno de los entornos con mayor calidad de vida de Estados Unidos: los listados del estilo «el mejor sitio para vivir» que tanto gustan a los estadounidenses suelen incluir en las primeras posiciones a localidades medianas y pequeñas con una universidad de prestigio, que atraerá tanto un carácter como un estilo de vida y un tipo de equipamiento que favorece el deporte al aire libre, el uso de la bicicleta o una vida cultural diversa y cosmopolita.
Localidades como Ithaca, Missoula, Madison, Athens, Davis, etc., no han perdido su carácter «jeffersoniano» (con trazados urbanos dominados por las calles arboladas que ofrecen sombra a espaciosas viviendas con el carácter de generaciones de inquilinos del mundo académico) y, a la vez, estimulan pequeños negocios culturales y de restauración con una oferta que superará la media de la región y mantendrá precios relativamente económicos.
En Ithaca residieron, en íntimo contacto con su mundo académico, Vladimir Nabokov, Carl Sagan y, más recientemente, David Foster Wallace. Y de Ithaca es Alex Haley, autor de la Autobiografía de Malcolm X e integrante —como el propio Malcolm X tolerante que emerge tras su visita a La Meca, asesinado poco después por su alejamiento del nacionalismo identitario más intolerante— y él mismo prueba de lo mejor que puede dar Estados Unidos: hijo de un profesor de agricultura de Cornell, Haley —de ascendencia afroamericana, cheroqui e irlandesa— Haley defendió a su país e integró el mundo intelectual sin dejar su punto de vista, pero sin recrearse en el victimismo o el revanchismo contra injusticias institucionalizadas.
Las casi siempre distorsionadas e intolerantes guerras culturales en que se halla inmersa la sociedad estadounidense contemporánea (trasplantadas, en su extremo delirante, en forma de «safe spaces» en universidades donde los estudiantes prohíben lecturas y charlas polémicas, debido al supuesto daño anímico que podrían causar), se ven de un modo muy distinto desde la atalaya artística de Jimi Hendrix y Alex Haley, dos afroamericanos inconformistas con sangre cheroqui que mantuvieron sus aspiraciones artísticas e intelectuales tras su paso por un ejército estadounidense todavía segregado.
Un territorio urbano plagado de referencias cruzadas
Descartamos, por falta de tiempo y energía, un rodeo que nos permita alcanzar las montañas de Catskill, una de las atracciones históricas de los neoyorquinos de clase media en busca de aire puro y amenidades propias de la visión bucólica que los urbanitas desarrollaron de la naturaleza una vez finalizada la II Guerra Mundial, con el auge de la cultura recreativa.
Transcurren dos jornadas completas entre las cataratas del Niágara del lado estadounidense y nuestra llegada a casa de unos amigos en el barrio residencial acomodado de Montclair, junto a Newark, Nueva Jersey, lugar al que muchos nos hemos acercado de dos maneras: la física, a través del paso desarraigado de los «no lugares» de nuestro tiempo, los aeropuertos secundarios junto a las grandes metrópolis, como el de Newark; y la literaria, rica y debidamente contextualizada, gracias a la ambientación del precedente de las guerras culturales actuales, los disturbios de los derechos civiles de los años 60, a cargo de Philip Roth en Pastoral Americana.
La sombra del «Long, hot summer of 1967» permanece en la conciencia de las comunidades históricas de la zona (la afroamericana, la judía y la italiana): la comunidad judía e italiana que pudo permitírselo abandonó el centro histórico de la localidad, y se implantó en los barrios acomodados de las colinas circundantes. En la actualidad, Montclair está muy lejos del alcance de la clase media de la zona, y sus casas (y numerosas mansiones) guardan un contacto mucho más íntimo con la realidad socioeconómica y cultural de Manhattan que con la zona.
All in
Un tren nos llevará desde la casa de nuestros amigos —dedicados a la producción televisiva y cinematográfica— a Nueva York a través del intercambiador de Penn Station. Acudiremos también a Far Rockaway, Queens, un barrio popular de bloques de viviendas protegidas (en la jerga, «projects»), en cuyo asequible muelle deportivo amarran algunas barcas y barcazas locales, incluyendo un destartalado bote-vivienda que hace un par de décadas tuvo un aspecto moderno y lujoso, sin abandonar una cierta sobriedad.
Allí amarran también los Truck-a-Float, dos barcazas de estilo «post-apocalíptico», a medio camino entre Waterworld y el escenario desolado de una película de los hermanos Coen.
Los dos botes-vivienda, elaborados con material recuperado (incluyendo dos cubiertas de camioneta pick-up), son obra de Carolina Cisneros y Mateo Pinto (Combo Colab). Pudimos repetir la visita de 2017 (con vídeo de Kirsten inclusive), en esta ocasión por otros motivos: nosotros no éramos los fotógrafos, sino los fotografiados. Pronto explicaremos algo más sobre esta interesante jornada, en la que pudimos observar de cerca el trabajo de un fotógrafo de estudio consolidado.
No hubo demasiado tiempo para perderse por Nueva York, o seguir los planes de alguno de los numerosos amigos que conservamos en la ciudad. Aprovechamos la misma tarde de la sesión fotográfica para alquilar un coche en el aeropuerto JFK, y devolverlo en San Francisco poco más de tres semanas (y 4.000 millas) después.
Atravesando los Apalaches por Pensilvania
La idea descabellada: viajar en etapas para rodar en lugares de la frontera entre Estados Unidos y Canadá, a través de las autopistas interestatales que atraviesan los Estados septentrionales del país (80 y 94).
Uno abandona la zona de influencia de Nueva York cuando, al conducir hacia el Oeste y adentrarse en Pensilvania, uno cree que la ciudad nunca acabará en realidad. Luego, una vez el conductor —un Neal Cassady de andar por casa, que viaja en familia pero que aspira a aventuras no menos provechosas e interesantes— ha bajado la guardia, los bosques espesos que preceden la ascensión de la carretera a los montes Apalaches anuncian un cambio radical de contexto.
A la altura de Pensilvania, los Apalaches pierden su connotación neutra y recreativa, y empiezan a constituir una cultura, una manera de ser, una realidad socioeconómica, un estigma. Atrás queda la prosperidad y el carácter multicultural de la megalópolis del Este, sumida en su calor húmedo del verano, y aparecen los primeros pueblos de la Pensilvania profunda, desprovistos de «sprawl» y adormecidos al sol de la media tarde: en verano, la zona carece del espectáculo cromático del dosel del bosque caducifolio en otoño, o de la nieve invernal, o de la explosión de vida de las primeras semanas veraniegas.
Pernoctamos en un motel vacacional que representa un pequeño microcosmos invertido en la Norteamérica contemporánea: muchos huéspedes, de clase media y capaces de pagarse al menos unos días en la montaña, lejos de Filadelfia y otras urbes de la región, pertenecen a minorías raciales, mientras la práctica totalidad de los trabajadores del establecimiento (incluyendo a quienes limpian las habitaciones) son blancos de la zona.
Una elegía superventas (y un voto decisivo en 2020)
Aparecen los primeros síntomas —el paisaje, el aspecto de algunas personas, la manera de hablar, la ausencia de engreimiento asertivo (algo omnipresente en otras zonas del país)— de la realidad que se presentará cruda a partir de la mañana siguiente, a lo largo de la Pensilvania rural y en las zonas industriales de Ohio que han abandonado posiciones políticas progresistas y se agarran al clavo ardiendo que representa el presidente actual, esa exageración de comedia de sobremesa de un carácter tipo familiar para los estadounidenses, fanfarrón y deliberadamente campechano, anti-intelectual y beligerante: el vendedor de aceite de serpiente. Fantoche superlativo a la altura de una metáfora de Quevedo.
Si los días en Montclair evocan American Pastoral, el trayecto por Pensilvania y Ohio —alejados de puntos de interés, lugares comunes y paradas obligadas de guía de viajes— nos incita a agarrar una copia de Hillbilly Elegy, las memorias de J.D. Vance, escritas con el recelo hacia el relato de éxito del utilitarismo estadounidense… y el nihilismo rural y suburbano de metanfetaminas y opioides.
Descender los Apalaches hacia el Oeste y adentrarse en Ohio implica no abandonar las llanuras desangeladas de los grandes lagos, repletas de canciones tristes como la de Flint (epicentro de «racismo medioambiental» sin abandonar un país desarrollado) y Detroit (donde el fenómeno del «redlining» se transformó en un sálvese quien pueda), hasta alcanzar las colinas pintorescas de Wisconsin.
Wisconsin, tierra asociada a Frank Lloyd Wright y a Aldo Leopold, música para los oídos de una aspiración estadounidense a crear un modelo propio jeffersoniano.
Wisconsin, también imagen pintoresquista del ideal europeo de prosperidad rural: desde la carretera, se suceden las granjas bien provistas y mantenidas, con sus viejos graneros de madera reacondicionados, que evocan al visitante lugares del centro y norte europeos.
Los Grandes Lagos desde ciudades post-industriales… y desde Wisconsin
El contraste de este paisaje, que habría inspirado elogios del mismísimo Knut Hamsun de Markens Grøde, con las interminables localidades intercambiables de Michigan e Illinois, es tan abrupto como dramático. En realidad, nos encontramos en la megalópolis de los Grandes Lagos.
En torno a los grandes lagos, los pueblos industriales, hoy deprimidos, apenas recaudan suficiente para mantener en buen estado los servicios básicos; las majestuosas iglesias católicas erigidas por las colonias de origen polaco de la zona se elevan hoy junto a casas destartaladas que han sido abandonadas, una tragedia digna de mención si el visitante no hubiera pernoctado y se hubiera paseado por Detroit y zonas de las afueras de Chicago durante las jornadas anteriores.
El territorio de Los puentes de Madison, tan fotogénico y fotografiable como en la película sobre el fotógrafo y el ama de casa local de la novela y el filme protagonizado por Clint Eastwood, es tan fruto del imaginario estadounidense como los fenómenos que produjeron el «white flight» (literalmente, la «fuga blanca») en Detroit, o el fenómeno tan contemporáneo —también presente en un Detroit que permanece en «zona de guerra»— de la gentrificación.
Pensando en las enseñanzas de Aldo Leopold, visitamos la propiedad de un profesor de física de instituto retirado que decidió comprar una cabaña de madera erigida a finales del siglo XIX por un veterano de la Guerra Civil estadounidense (un sureño que luchó por la causa de la Unión y, condenado al ostracismo en su pueblo natal, decidió echar raíces en Wisconsin), moverla a su propiedad y restaurarla. Madero a madero.
A medio camino (todavía en la divisoria continental atlántica)
Charlaré con el restaurador ocasional, un intelectual humilde, sobre la calidad de la luz que entra por las ventanas y sus reminiscencias de escena de Edward Hopper (el último de los antiguos, el primero de los modernos, alejado de la experimentación abstracta de Pollock pero igual de osado).
Allí, mientras hablamos (él, un físico; yo, un periodista diletante, aprendiz de todo y maestro de nada) de Edward Hopper y Ansel Adams, nos emocionamos como niños y hacemos las paces, cada uno a nuestra manera y con nuestras razones, con lo que apreciamos de un país crudo e intenso, a veces cándido y a veces tan brutal como la ley del más fuerte de Herbert Spencer, motor tanto de los desmanes del país como del individualismo al que Jack London canta en Martin Eden, la auténtica eulogía estadounidense.
En la verde-en-verano-y-gélida-en-invierno Minesota, Estado próspero, igualitario y relativamente asequible para los estándares del país (una pequeña Escandinavia en el corazón del país), entraremos en una nueva transición en paisaje y manera de ser.
Poco a poco, las colinas rurales y apacibles de Wisconsin se convierten en praderas.
Pero la llamada de las praderas deberá esperar hasta el último artículo de nuestro último viaje por Norteamérica. Con poco tiempo para permanecer en un lugar y mucho donde elegir, nos dejaremos llevar por los relatos de amigos y conocidos fortuitos, que nos llevarán a historias tan apasionantes como imposibles de condensar en unas líneas.
Habrá que poner esto en algo de mayor extensión en el futuro. Mientras tanto, comparto apenas apuntes mentales, fotos apresuradas e impresiones.