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El inconformismo de la Generación Z, los últimos adolescentes

Ha llegado ese momento que llega a todos los padres. Hace unas semanas, mi hija mayor (12 años) propuso cierta música para escuchar de manera compartida en el coche, durante un viaje familiar.

Especifico lo de la audición musical compartida porque, convendremos todos, pantallas individuales, conexión ubicua y de alta velocidad a datos y periféricos sin cables como auriculares han transformado nuestra vida cotidiana hasta tal punto que, hoy, viajar en un mismo auto no garantiza que todas las experiencias serán compartidas.

Un momento de lectura en el metro de Nueva York

Hoy, leía un tuit (empezamos bien la frase) en que alguien respetable compartía un agridulce sarcasmo que nos sitúa en nuestro tiempo:

«Voy a tener que tener una pequeña conversación con mi hijo sobre lo inapropiado que es enviarme un mensaje de texto cuando ESTOY EN LA MISMA CASA».

Viajes en familia y modernidad líquida

La modernidad líquida a la que se refería Zygmunt Bauman nos depara anécdotas a diario; algunas de éstas mantendrán su gracia y peso específico, una vez el tiempo permita separar el grano de la paja.

Prosigo con mi historia. Reconozco que, en los largos y exigentes viajes que realizamos, en ocasiones cubriendo enormes territorios durante semanas, hay momentos para conversar, para compartir ideas, deseos y preocupaciones, para expresar frustraciones e incluso para compartir esos extraños momentos de imbatible energía familiar.

En esos momentos, la naturaleza sincroniza con nuestra conciencia y nos sentimos bien allí, en ese momento, en la carretera, en un momento preciso aprovechado y disfrutado. El tipo de tiempo que los presocráticos llamaron «kairós», para distinguir el tiempo con calidad del tiempo racional, «kronos», el compartido por todos, el que se escurre como un esbirro en retirada. Lo cualitativo contra lo cuantitativo.

En esos viajes, la música es a menudo aburrida para los viajeros del asiento trasero: en ocasiones se trata de entrevistas en podcast en varios idiomas (últimamente, ganan los episodios de los programas de France Culture, pero no faltan favoritos en castellano e inglés), audiolibros y música: clásica y pop, en general variada, más orientada al ánimo y cansancio del conductor que a las prerrogativas de los tres ocupantes del asiento trasero.

El reto de compartir melodías con adolescentes

Así que, en el último viaje, finalizado recientemente, Inés, nuestra hija de 12 años, aprovechó la quietud y carácter espacioso del auto alquilado (que contrasta con el ruido del vehículo en propiedad que aparcamos en Francia) para enfundarse los cascos y reproducir su propia música a través de la pantalla que usa para leer libros (gracias al fondo de libros electrónicos de la biblioteca, tanto en la cuenta de Europa como en la estadounidense).

En Montana

Un mediodía, durante el viaje, la presión se impuso e Inés sustituyó al conductor (del auto y del régimen musical dictatorial en el mencionado espacio) como pinchadiscos familiar. Evité las críticas ardientes, pero comprendí que, a estas alturas, me encamino hacia el estatus ineludible de uno de esos carrozas que dan la tabarra con Dylan, Cash, Young y peor… las «lieder» de Richard Strauss, las melodías grandilocuentes de Dmitri Shostakóvich, etc.

Entre la variedad elegida por mi hija, reconocí algo de quorum en los susurros indolentes de una voz femenina adolescente, una especie de PJ Harvey de nuestros días (pensaría entonces, pues ahora no recuerdo las analogías que pasaron por mi mente), con una base musical pasada por la batidora de la mezcla digitalizada. Lo opuesto a una canción a pelo de Neil Young (o del Eddie Vedder de la banda sonora de Into the Wild).

Una adolescente en busca de su lugar en el mundo

Las canciones de la artista, cuyo nombre olvidé de inmediato (o así creí), sobrevivieron a la criba darwinista entre la audiencia familiar propulsada por la autopista 80 que atraviesa el Medio Oeste estadounidense.

Billie Eilish desde la óptica de la Generación X

Hoy, asomado a los titulares digitales que merodean la salud mental del micro-zeitgeist que frecuento, leo: Tom Yorke (Radiohead) y otros (entre ellos, Dave Grohl, ex Nirvana), presentes en mi adolescencia cuando apenas era algo mayor que mi propia hija, acudieron tras un concierto a saludar a Billie Eilish. La «ado» que convenimos escuchar durante el viaje.

Ha llegado «ese» momento. Recuerdo al padre de un amigo durante mis tiempos de adolescente, el padre melómano incapaz de desprenderse de sus vinilos de Yes y Pink Floyd, y nuestra impresión de que, pese al conocimiento enciclopédico de la psicodelia y otros palos del mercado de la música popular previa a la fragmentación de audiencias de nuestros días debido al fenómeno digital, aquel padre enterado se había quedado encallado en otra de las dimensiones del universo cuántico, sin posibilidad de retorno.

Más allá de las anécdotas, es fascinante asistir al advenimiento de un adolescente de marcada personalidad y talento; cuando, además, se trata de los propios hijos, es también motivo de orgullo y respeto.

De repente, somos conscientes de que las charlas y decisiones en familia ya no podrán ser las mismas, pues hay un pseudo-adulto más en la habitación, cuya frescura y originalidad de pensamiento refrescará nuestra propia energía y reconectará algunas de las constelaciones neuronales que dormitan aletargadas en el adulto responsable y comprometido con un mundo de inercias y convenciones.

El concepto de «autenticidad» para un adolescente

Una niña (¿chica? ¿adolescente —es «adolescente» un término peyorativo, algo considerado como poco menos que una dolencia—?) de 12 años que crece en una familia donde se hablan varias lenguas, abundan las referencias eclécticas y reside en (o visita) ciudades como Barcelona, París o San Francisco, carece de modelos y marcadores identitarios aislacionistas, basados en el supuesto purismo del nicho de las esencias.

¿Cómo se traduce este eclecticismo, este ado-cosmopolitismo, en una cosmogonía? En ocasiones, cuando converso con mi hija tengo la sensación de escuchar una melodía de Billie Eilish, con su desdén y su «duh», con su sutilidad y post-postmodernismo.

En cuanto a la percepción de otros marcadores esenciales en un momento vital en que tratamos de identificar filias y fobias, y definir quiénes somos, los atuendos son tan o más decisivas que las propias amistades: la manera de vestirse constituye un código asociado a la personalidad, una proyección repleta de marcadores que otros pueden decodificar.

Residimos en París, en un barrio tomado por los creativos y profesionales (el noveno distrito, donde se encuentra la ópera, y las calles empinadas hacia Montmartre), de modo que, como ocurre en la música, en estos momentos hay una falla conceptual que parece separar a ambos padres de la adolescente…

Durante una excursión en Montana, junto a la localidad de Missoula

Una falla que no es: basta mantener una conversación con Inés para comprender que la supuesta superficialidad e inautenticidad de la Generación Z es algo que reside en los titulares de artículos escritos para dar la razón a padres y abuelos en conflicto permanente con su propia vida cotidiana y percepción de la marcha del mundo.

Un lugar en la mesa de los adultos

Las mechas de colores que desafían la escala Pantone, o las uñas de fan de Billie Eilish, desorientarían a quien se quede con el confort de la superficie. En realidad, los adolescentes de hoy se hacen preguntas sobre el material de su ropa, su comodidad, su calidad y nivel de satisfacción en relación con su ciclo de vida, y otras tantas consideraciones que la Generación X, o los propios millennial, aspiraron a abrazar, pero nunca pudieron implantar.

Duh

Hablamos, en definitiva, de niños que, entre «duh» y «duh», se ponen el sombrero conceptual de Ready Player One y, fundiendo la realidad física con la digital, se preguntan por qué los adultos son incapaces de planear a largo plazo; por qué los adultos han «colonizado» el futuro, lanzando hacia adelante todo lo que no quieren afrontar en el atracón sin remordimientos del presente; por qué, en definitiva, nadie habla de «lo importante».

Los niños —al menos, algunos niños y preadolescentes que conozco, comprometidos con el mundo al que pertenecen sin ser sabelotodos ni adultos de bolsillo— saben quién es Greta Thunberg, y quieren un espacio en la mesa de los adultos. Y no sólo en lo que se refiere a la cultura popular, desde la música y el ocio digital a la industria de la ropa o de la alimentación, sino también con respecto al funcionamiento de la propia sociedad.

Conversando con mi hija sobre ropa, me reconozco hace mucho tiempo. En estos momentos, mi hija de 12 años (una niña: admitámoslo, la diferencia en madurez entre ambos sexos es abismal a inicios de la adolescencia) se asemeja más al novato de bachillerato (el BUP de antes, se entiende) que fui algún día que a mi Yo actual.

Expresión personal en la sociedad contemporánea

Sin embargo, no creo que el mundo que afrontaba ese aficionado al grunge, celoso de su walkman y aprendiz de personaje de Kevin Smith teletransportado a la Barcelona metropolitana, tenga mucho que ver con el que afrontan hoy nuestros hijos.

En temáticas más superficiales para los adultos, como el atuendo —en tanto que marcador de quienes somos—, ella muestra una tolerancia y madurez que yo no tuve. Me esfuerzo por no imponer en mis hijos mi visión cada vez más pragmática de la ropa: debe ser poca, de buena calidad, de materiales lo menos onerosos posibles, cómoda y versátil, suficientemente sobria y sutil como para sobrevivir a las modas.

Para poner en perspectiva la diferencia en importancia que mi hija de 12 años y yo otorgamos al atuendo, basta decir que el verano pasado perdí unos cómodos y duraderos pantalones de algodón a media pierna, de un azul marino abrasado por el tiempo y los lavados. La pérdida constituyó una pequeña catástrofe.

Perder una prenda con la que uno está cómodo implica prestar atención a algo que no debe tenerlo: más atención a lo superficial, menos atención a lo importante. No concibo a un preadolescente padeciendo por la necesidad de renovar prendas de su vestuario debido a la falta de tiempo y al riesgo de no encontrar un sustituto a la altura de algo que funciona y mantiene una humilde y sutil elegancia.

No trato de imponer este punto de vida a mis hijos. De ahí que me sorprendiera la naturalidad con que mi hija expresa los que según ella son los retos de la moda, al menos en el mundo en que ella quiere vivir.

Sin usar expresiones más propias de la industria de la moda y el marketing, los adolescentes de hoy comprenden la importancia y significación de sus decisiones en el denominado «activismo de cartera».

Ideas sobre moda sostenible, una década después

Apoyar productos y materiales menos onerosos para el medio ambiente y más duraderos, es una manera efectiva de lanzar un mensaje que condiciona en nuestros días la producción de un tipo determinado de ropa: zapatillas fabricadas de modelos reciclados, compañías que —como Patagonia— promueven el remiendo de viejas prendas de calidad y se anuncian con el mensaje de «no compres esta prenda si no la necesitas», hablan a un nuevo tipo de clientela, mucho menos superficial de lo que pensamos.

Verano de 2017, en una parada de autopista; uno de los testimonios que evocan los pantalones de verano perdidos que menciono en el artículo; Inés (entonces 10) está junto a la mesa

La industria de la moda no es, a grandes rasgos, más sostenible que hace unos años, si bien hay una tendencia clara hacia el interés de la clientela más joven por los valores de una firma, la información del etiquetado o la calidad intrínseca de la prenda, por encima de consideraciones más asociadas a la compra por impulso.

Estemos o no en la época en que el mercado global de la moda, atento a la concienciación de sus usuarios más jóvenes (y potencialmente más influyentes), se tome en serio temáticas como el impacto de toda su actividad, desde la toxicidad de los materiales y tintes usados en la ropa a las condiciones de los trabajadores de las marcas y sus proveedores.

Ni siquiera las marcas más icónicas de la alta costura serán ajenas al impacto de su ropa, el modo de publicitarla o incluso la manera de mostrar nuevas colecciones a prensa y acólitos.

La moda ética apenas ha superado hasta ahora el listón establecido por un manejable y diseñado a medida de los departamentos de relaciones públicas.

Esperando la economía circular

Esta moda de gran presencia mediática y escaso impacto comercial, sin embargo, se abren hueco en las preferencias de adolescentes y preadolescentes, y sirven de indicador para los cambios que se avecinan en preferencias y patrones de compra. Quizá la presión de una nueva cohorte de consumidores obligue a invertir más en una auténtica transformación productiva y conceptual que en campañas publicitarias superficiales.

Durante una conversación sobre economía circular con mi hija, coincidimos en que el mejor modo de concienciar al comprador sobre el impacto de sus decisiones depende de la información en el etiquetado y el establecimiento, así como de un nuevo tipo de campañas de publicidad y relaciones públicas que sustituya la superficialidad por un militantismo con ciertas dosis de irreverencia.

A ambos nos interesan tejidos como el poliéster reciclado que —explico a mi hija— firmas como Patagonia emplean con éxito desde hace décadas. El escenario ideal, convenimos, no consiste en reciclar productos para crear tejidos, sino que los materiales que necesitamos en las industrias actuales a gran escala deberían poder volver a la naturaleza o transformarse sin esfuerzo al acabar su vida útil.

Trato de explicar a continuación la complejidad de las economías de escala, así como la relativa modernidad de los polímeros de plástico, un producto derivado de la economía del petróleo, y realmente en nuestra vida cotidiana desde finales de la II Guerra Mundial.

El ropero de Rebecca Burgess

En la sociedad actual, inmersa en el fenómeno de evolucionismo cultural y tendencias cruzadas a través de soportes digitales que se inmiscuyen en el mundo físico, la economía circular no puede partir de la utopía irrealizable de un retorno a un supuesto mundo ideal preindustrial, en el cual todos hacemos nuestra propia ropa a partir de materiales locales, con colores procedentes de tintes tradicionales como el índigo.

Durante un viaje por Estados Unidos (verano de 2019)

La californiana Rebecca Burgess, responsable de la iniciativa para crear tejidos sostenibles Fibershed, ha logrado vestirse con prendas que proceden de un radio de 150 millas (241 kilómetros) de su lugar de residencia en la Bahía de San Francisco. En 2011 visitamos su casa-estudio, donde pudimos conversar de tejidos y tintes locales y naturales, así como de métodos de tejido y confección tradicionales (vídeo).

¿Estamos preparamos y/o dispuestos a realizar un esfuerzo similar al de Burgess? Cuando hablamos de «economía circular», lo hacemos más bien de una estrategia a gran escala para reducir el uso de materiales vírgenes y reutilizar ad infinitum los materiales que ya han entrado en la cadena de producción.

Nuevas tecnologías como blockchain, podrían facilitar en el futuro la trazabilidad de materias primas y productos acabados, y registrar su rendimiento energético y comportamiento a lo largo de un ciclo de vida que debe aspirar a renovarse, con paradigmas en los que los desechos se transformen sin esfuerzo en nutrientes para crear nuevos productos.

La conciencia de una preadolescente viajada

Desconocemos si la década que está a punto de empezar será la que integra al fin una seria estrategia de economía circular y consumo responsable (el espectacular volumen de ropa desechada nos sugiere las dimensiones de la titánica tarea de transformar el mundo textil y de la moda).

Basta hablar con los lúcidos adolescentes de la Generación Z para dilucidar que este cambio no es una mera campaña de relaciones públicas con la consistencia de la bruma matutina.

Desde el punto de vista de los usuarios más jóvenes —o esa es al menos mi impresión—, el nativismo digital no sólo fomenta la alienación y otros fenómenos perniciosos puestos de relieve últimamente: también permite a cualquiera informarse e investigar sobre filosofías de vida de personas admiradas que actúan como modelo a seguir, sobre patrones de compra, valores y realidades empresariales, tejidos, tendencias.

Una de las actividades favoritas de la preadolescente del artículo: visitar rastros como este, en París (noveno distrito)

Menos ropa y de mayor calidad, procedente de una economía circular, más resistente a la abrasión y a los vaivenes de las capas más superficiales de lo que Stewart Brand denomina estratos de civilización: la moda puede ser pasajera o, con el debido punto de vista, puede resistir a los achaques del dictado de la gratificación instantánea.