Durante la mayor parte las dos últimas décadas, creímos que el aumento de usuarios de Internet y el auge de la información en pantallas conectadas, nos ayudaría a estar más y mejor informados, y eventualmente a tomar mayores decisiones.
La cacofonía informativa en que estamos inmersos y la instrumentalización de las redes sociales por actores sin escrúpulos aceleran la crisis de los marcos de referencia que facilitaron el progreso político, científico y material desde la Ilustración.
Journalists (the good ones anyhow) really do want to document reality, so they've developed norms around fact-checking, citations, etc. Those they're covering though realize that even bona fide reporting exists in another dimension of pseudo-reality, ratified by consensus.
— Antonio García Martínez (@antoniogm) June 18, 2019
Se atribuye a Albert Einstein la siguiente provocación con aire de proposición lógica aristotélica (fundamento, todo sea dicho, del racionalismo crítico que sostiene todo avance científico y tecnológico):
«Dos cosas son infinitas: la estupidez humana y el universo; y no estoy seguro de lo segundo».
La cita, si bien tiene su mérito, es apócrifa. Deberíamos desconfiar de cualquier píldora de saber con lacito que aparezca ante nosotros en Internet. Deberíamos tener la capacidad de desconfiar de semejantes atribuciones, así como de seguir las trazas de semejantes atribuciones.
Cómo sabemos lo que sabemos
Sea como fuere, ninguna de las dos proposiciones es demostrable. Si recurrimos al mecanismo propuesto por el filósofo austro-británico Karl Popper para comprobar si una hipótesis se mantiene o hace aguas, que él denominó falsacionismo y que los estoicos habían bautizado como «método que, al negar, niega» (modus tollendo tollens), nos bastaría hallar una manera de probar que el universo no puede ser infinito, o de encontrar a un ser humano que no caiga en la estupidez, para refutar tanto el supuesto carácter infinito del universo, como el carácter infinito de la estupidez humana (algo más plausible).
El falsacionismo constituye la principal aportación de Karl Popper al problema de la epistemología científica: somos incapaces de comprobar que una hipótesis es absolutamente correcta, si bien sí podemos «verificarla». Verificamos una hipótesis cuando somos incapaces de hallar un contraejemplo que la refute.
Anaesthetist John Carlisle’s fact checking of medical papers has led to hundreds being retracted or corrected. Of the six scientists worldwide with the most retractions, three were brought down using variants of his data analyses. https://t.co/3FjoOSkP3Z
— nature (@nature) July 30, 2019
Para refutar la hipótesis que sostendría que todos los cisnes son blancos, no podemos contar todos los cisnes que han existido, que existen y que existirán, pero sí podemos cambiar de estratagema y centrarnos en hallar al menos un cisne que no sea blanco.
Estudios que olvidan lo esencial
Todo sea dicho, asistimos en los últimos años a una crisis metodológica en la ciencia (tanto en ciencias naturales y físicas como en humanidades), que parte de la imposibilidad de reproducir experimentos que habían sido dados por válidos. La llamada crisis de replicación, pondría en entredicho la asunción de que el edificio de nuestra civilización ha sido erigido sobre los sólidos cimientos de la ciencia irrefutable.
As I recall from the “grievance studies” discourse, the fact that this publication fell for a deliberate fraud and does not have an editorial process organized around trying to detect such frauds proves that its entire intellectual enterprise is bogus. https://t.co/1itQYdy4ND
— Matthew Yglesias (@mattyglesias) August 8, 2019
La realidad es mucho menos halagüeña: abundan los estudios mal diseñados (que a menudo confunden la correlación de dos fenómenos con la falacia de que uno causaría o estaría relacionado con el otro), conducidos de manera deficiente o demasiado atentos al interés de sus autores para obtener los resultados deseados.
La correlación no implica causalidad, y muchos estudios asumen conclusiones que parten de un diseño conceptual tendencioso e inservible; del mismo modo, el éxito de un experimento que establece una hipótesis aceptada no implica que éste se pueda reproducir en el futuro con los mismos resultados.
Un error habitual sobre la falsa equivalencia entre correlación y causalidad consiste en creer que un fenómeno presente cuando otro sucede es el causante o el detonante de este último: la existencia de problemas psiquiátricos entre un elevado número de personas sin techo no implica que los problemas psiquiátricos conduzcan a la alienación social y la vida a la intemperie.
Del mismo modo, el hecho de que muchos adicto a las drogas duras se hayan iniciado con sustancias consideradas blandas no implica que el consumo de drogas blandas sea condición indispensable o conduzca a la adicción a sustancias de mayor riesgo.
Crisis de replicación y posverdad
Una encuesta publicada en Nature en mayo de 2016, en la que participaron 1.500 investigadores, concluía que el 70% de los encuestados había sido incapaz de reproducir en alguna ocasión experimentos de otro científico, mientras el 50% reconocía no haber logrado siquiera reproducir sus propios experimentos publicados (!).
De manera todavía más preocupante, el 2% admitió haber falsificado resultados, mientras el 14% declaró conocer a colegas que habían falsificado resultados («tengo un amigo que…»; todos conocemos a estos «amigos», en ocasiones imaginarios).
This is a truly beautiful issue, both artistically and intellectually. I'm so honored to work alongside the brilliant folks who made this a reality. Go get yourself a copy or check it out on the site! https://t.co/HA2480mTjI
— Kelso Harper (@kelso_harper) August 20, 2019
Ser conscientes de la crisis de replicación a la que asiste la ciencia no implica que debamos arrojar dudas sobre resultados experimentales legítimos en física teórica, o sobre la efectividad comprobada de tratamientos médicos y vacunas.
Del mismo modo, la crisis de replicación no debería alimentar una animosidad anti-ciencia que sería instrumentalizada por quienes quieren equiparar el método científico a la pseudociencia, el fraude y la charlatanería.
La tentación de la realidad a medida, en ciencia y en periodismo
La posverdad y la desinformación personalizada —a medida de cada internauta, que cuenta con su torrente de información personalizada en su perfil de redes sociales— no son los dos únicos fenómenos a los que nos enfrentamos, y comprobamos que el nivel educativo no es un antídoto contra bulos informativos y creencias infundadas.
Recordemos que Isaac Newton dedicó buena parte de su tiempo al ocultismo y creyó incluso en la alquimia; en el siglo XIX, científicos e intelectuales dieron crédito a pseudociencias como el espiritismo, la frenología, o la eugenesia.
Estas y otras pseudociencias, muchas de ellas todavía más ancladas en dogmas absurdos (tales como la interpretación de supuestas profecías bíblicas), mantienen cierta popularidad en foros de Internet de dudosa calidad editorial. Una coincidencia que, a estas alturas, no debería extrañarnos. El militantismo de los antivacunas, los convencidos de que la tierra es plana o los consumidores de «agua cruda» refuerzan sus convicciones ilusorias en el calor de redes sociales y foros.
Los bulos pseudocientíficos e informativos se alimentan en el militantismo fanático de algunas comunidades en la Red, las cuales han facilitado el fenómeno, ya presente en los turbulentos años 60 y las derivas menos deseables de su contracultura (el culto sectario de la Familia Manson, la tragedia instigada por Jim «kool aid» Jones, etc.).
Inicios de la maquinaria moderna de desinformación
Con efectos menos espectaculares pero más dañinos en el conjunto de la sociedad, el poder de atracción del radicalismo electrónico carece de antídoto, pues fenómenos como la crisis de replicación o los bulos informativos denotan un problema más profundo contra el cual sólo es posible combatir con información de calidad, educación y lucidez: las propias teorías del conocimiento que sostienen conceptos como el de «verdad», «objetividad» u «opinión pública», reforzados a partir de la Ilustración, se debilitan ante sus propias limitaciones, acrecentadas con avalancha de desinformación personalizada a la que asistimos.
Esta crisis epistemológica se presenta ante nosotros como si fuera el principio sintomático de un fin de ciclo, una llamada a crear mejores herramientas para refutar bulos informativos, falacias y leyendas urbanas. Estas herramientas deberán también enfrentarse al creciente cuerpo de artículos científicos cuyas hipótesis están mal planteadas y/o no superan la prueba de la replicación. Y, si una hipótesis científica no puede reproducirse en un contexto ajeno a un momento, lugar y equipo concretos, ésta pierde su credibilidad.
Fact-checking is not built into the editing process at publishing houses, and it never has been. https://t.co/mccsOxTiZH
— CJR (@CJR) May 17, 2019
La desinformación ha acelerado su impacto con la Internet ubicua y la penetración universal del teléfono inteligente; no obstante, el fenómeno ya estaba presente a gran escala desde, al menos, el surgimiento de los medios de masas y su instrumentalización en la época de entreguerras, cuando la agitación propagandística se trasladó desde la cartelería y la impresión —a menudo clandestina— de libelos y octavillas, a una propaganda con impacto generalizado en la sociedad.
Cine, radio y, posteriormente, televisión, facilitaron la tarea adoctrinadora de regímenes autoritarios entre ambas guerras mundiales. La II Guerra Mundial y la Guerra Fría no hicieron más que afianzar métodos de propaganda usados por regímenes como el soviético y el Tercer Reich.
El mal negocio de sacrificar la epistemología
En la actualidad, bajo la aparente impresión de encontrarnos ante un océano de información libre y no tendenciosa, el periodismo de primera mano (que implica análisis e investigación y no depende de lo que dicen otros) trata de sobrevivir en una competición darwinista (o memética) por el interés, dada la abundancia de información ligera, sensacionalista o simplemente falsa que alimenta los debates subidos de tono en las redes sociales y los foros más oscuros, algunos de los cuales juegan un papel crucial en el fenómeno de la radicalización política e incluso terrorista.
¿Qué tienen que ver fenómenos como la posverdad, la desinformación y la radicalización con la imposibilidad de reproducir un número escandalosamente elevado de artículos científicos? Ambos fenómenos nos sugieren que el problema es estructural y, si perdemos o diluimos la confianza en el racionalismo crítico (el falsacionismo de Karl Popper), podríamos entrar en una época en la que la pseudociencia trataría de lograr el estatuto de ciencia, un fenómeno sobre el que alertan quienes han crecido o conocido sociedades totalitarias con un aparato propagandístico moderno.
Recordemos, de paso, que la novela distópica 1984 fue escrita por un ex funcionario atraído por el marxismo que se presentó voluntario en una guerra civil dominada por la agitación propagandística entre facciones de distinta orientación y el intervencionismo soviético, empecinado en acallar con librepensadores y con cualquier intento de relacionar discurso y realidad. Su novela es un manual sobre los entresijos del estalinismo y el fascismo, y la obsesión de ambos por «crear» una realidad ex novo que «corrija» los hechos.
O, explicado por Hannah Arendt en 1974:
«El totalitarismo empieza por despreciar lo que uno tiene. El segundo paso es interiorizar la noción de que “las cosas deben cambiar, no importa cómo, pues cualquier cosa es mejor que lo que tenemos”. Los regímenes totalitarios organizan este tipo de sentimiento de masas y, al organizarlo, lo articulan, y al articularlo hacen que la gente empiece a apreciarlo».
Instrumentalizar la ignorancia
Esta reflexión parte de un texto anterior, el ensayo Los orígenes del totalitarismo (1951):
«Los líderes totalitarios de masas basaron su propaganda en la correcta asunción psicológica de que, bajo tales condiciones, uno podría algún día hacer creer a la gente hasta las enunciaciones más irreales, y confiar en que si al día siguiente recibieran una prueba irrefutable de su falsedad, se refugiarían en el cinismo; en lugar de abandonar a los líderes que les hubieran mentido, asegurarían haber sabido todo el tiempo que la declaración era falsa y admirarían a sus líderes por su superior inteligencia táctica».
Gracias a Internet, la agitación propagandística personalizada es un hecho, y países e instituciones que han perfeccionado su estrategia de relaciones públicas (o desinformación) durante décadas, se han topado de bruces con herramientas que convierten la idea distópica de vigilancia panóptica en el ideal al que parecen aspirar regímenes como el chino y el ruso.
Short answer is, you’d look elsewhere for the facts you need. But you would be missing out on the thousands of Wikipedia contributors verifying, fact-checking, and citing sources to create a comprehensive free collection of knowledge for the world, by the world.
— Wikipedia (@Wikipedia) April 29, 2019
El riesgo sistémico está presente incluso en las sociedades libres con mayor y mejor acceso a instituciones creíbles y estables y medios de comunicación prestigiosos y viables (pese a la profunda crisis de su modelo de negocio).
Crisis del modelo de sociedad abierta y crisis epistemológica van de la mano, del mismo modo que los problemas de reproducibilidad en la ciencia y el fenómeno ilusorio de la denominada posverdad se hacen de repente viables en sociedades que se habían creído ajenas a este riesgo.
Paralelismos entre mala ciencia y desinformación en línea
De repente, la ambivalencia de la sociedad contemporánea, ajena a puntos de vista sosegados y proyectos transversales que permitan reforzar el sentimiento de participación ciudadana, ofrece los síntomas de agotamiento milenarista y el nihilismo que expresan, cada uno a su manera, los enfant terrible de la literatura o la filosofía…
Quizá, el mejor modo de resistir a la deriva hacia medios que facilitan el sensacionalismo, la polarización y la desinformación, consiste en reforzar el papel del periodismo en Internet y recordar que hay maneras de refrescar los puntos básicos del racionalismo crítico para mantener a raya tanto la falacia científica como la falacia informativa.
La estrategia es epistemológica, considera la bióloga neozelandesa Alison Campbell.
Alison Campbell explica cómo hace un tiempo descubrió una información aparentemente creíble que aseguraba que la fibrosis quística, una dolencia hereditaria potencialmente mortal, puede curarse con dieta.
Cuando Campbell expresó sus dudas a unos colegas, éstos la invitaron a ver un vídeo en línea donde un supuesto experto en la materia, el doctor Joel Wallach, explicaba los pormenores del supuesto tratamiento. Wallach había sido, al parecer, nominado al Nobel de medicina, lo que debía supuestamente conceder inmediata credibilidad a la información.
Sostener la sociedad abierta
Este dato suscitó todavía más dudas en Campbell, conocedora de que el comité de la academia sueca que concede el Nobel mantiene sus deliberaciones en escrupuloso secreto; resultó que Wallach había sido postulado al Nobel por un grupo de naturópatas. Y Wallach es, faltaría más, un entusiasta de la naturopatía.
Chasse aux Roms, élections européennes… : que peut encore le fact-checking ? Pour @samuellaurent, il faut "éduquer le lecteur à la vérification." https://t.co/urfbEhZT0k pic.twitter.com/MGhI5x8gKQ
— France Culture (@franceculture) March 30, 2019
Incluso si la afirmación de Wallach fuera correcta y la fibrosis quística pudiera curarse con la dieta, ningún proceso de reconocimiento científico que pretenda ganarse su credibilidad puede imponerse a través de estrategias que eluden cualquier rendición de cuentas científica (presentar una hipótesis científica que se sostenga y cuyos resultados sean revisados por terceros, además de ser reproducibles por otros en experimentos autónomos).
Hay maneras de detectar irregularidades en la ciencia y el periodismo.
Nuestra responsabilidad es ofrecer todas las facilidades para que tanto la pseudociencia como las falacias informativas sean fácilmente detectables y refutables por el mayor número de personas que aspiren a reforzar su condición librepensadora y su contribución a mantener estándares mínimos que garanticen la supervivencia de lo que Henri Bergson, Karl Popper o Hannah Arendt, entre otros, llamaron sociedad abierta.