En el diálogo de sordos de la Red, nos hemos acostumbrado a evitar la sana actividad de escuchar puntos de vista divergentes y combatir con argumentos coherentes lo que consideramos discorde. En las redes sociales, es más fácil tergiversar lo que otros dicen y ridiculizar a continuación lo que no es más que una interpretación corrompida del mensaje original.
El diálogo de besugos de las tertulias y las exageraciones en la prensa sensacionalista ha mutado en su proyección exponencial, gracias a un entorno en el que todos somos creadores, promotores y consumidores de contenido.
El fenómeno no es nuevo, pero alcanza en nuestra época dimensiones de epidemia.
En el siglo XIX, Nietzsche, lector atento de Schopenhauer, evocó las reflexiones de este último en un tratado para reconocer estratagemas retóricas equívocas, las cuales requieren (escribió Schopenhauer) la atención y escrutinio crítico para no dejar pasar por bueno lo que ha sido concebido para tergiversar.
Asomarse al estanque de los sofistas desde el siglo XXI
El tratado de Schopenhauer, que se lee a modo de manual, es un borrador que el filósofo nunca acabó. Pero unos apuntes bajo un epígrafe como Dialéctica erística o el arte de tener razón, expuesta en 38 estratagemas no pueden ser nunca definitivos.
Según Nietzsche, que alertó contra el academicismo que da todo lo científico por bueno e intuyó tanto la pobreza del punto de vista humano como la diferencia de observaciones e interpretaciones (pues los marcos, las muestras, las convenciones asumidas, evolucionan), Schopenhauer no confundió perspectivismo con charlatanería:
«La manera más perniciosa de debilitar una causa consiste en defenderla deliberadamente con argumentos deficientes».
Schopenhauer no es el primero en alertar contra el poder del lenguaje para tergiversar, exagerar o dar la vuelta a proposiciones y argumentos, ya sea para defenderlos —haciendo un flaco favor a quienes los exponen, que deberán desmarcarse de justificaciones y argumentos que no han realizado— o para restarles credibilidad.
En ocasiones, las exageraciones retóricas, que tanto atraen en las redes sociales debido a su carácter a menudo peculiar o extraordinario, atraen a la audiencia. Sin embargo, los espectadores más escépticos y preparados para separar la esencia de un argumento de la paja retórica, se alejarán de tesis e informaciones donde abunden los equívocos, los lugares comunes y las exageraciones.
Los participantes de un chiste de tercera
Ningún activista, periodista, científico o, simplemente, ciudadano de a pie en ejercicio de su libre pensamiento, apoyará un argumento con convicción si éste ha sido presentado con falsedades, aunque sus intereses coincidan con los del enunciador de las falacias o exageraciones.
Cuando celebramos el periodismo de declaraciones y respuestas a estas declaraciones, nos adentramos en el terreno pantanoso de las exageraciones e interpretaciones descontextualizadas de intervenciones poco afortunadas.
Ningún oponente (en sus respectivos partidos o en la oposición) de Donald Trump, Boris Johnson, Jair Bolsonaro, Narendra Modi, Viktor Orbán o Benjamín Netanyahu, atraerá el apoyo de la porción más crítica y mejor informada de la opinión pública (a menudo, en posición de influir sobre terceros) gracias a la exageración de los ya de por sí flagrantes exabruptos de los políticos mencionados. Es difícil erigir una oposición constructiva emulando la estrategia incendiaria de la polarización, que debilita la sociedad abierta y erosiona el debate sosegado.
Recurrir a un debate incendiario y plagado de exageraciones, alimentando bulos sobre hechos y declaraciones (las cuales, comunicadas con mesura, ya son a menudo propias de personas en quien no confiaríamos en otras situaciones de la vida), no refuerza una causa justa, sino que la desmejora.
Nos referimos en la prensa a salidas de tono puntuales, desastres y acontecimientos que aumentan su interés cuanto más dañinos y próximos a nosotros sean, y la guinda será servida por su carácter extraordinario.
La creciente estatura de Baltasar Gracián
El accidente más catastrófico, la amenaza de extinción con consecuencias más dramáticas, la peor canícula hasta la fecha, el peor atentado… Olvidamos el análisis, la perspectiva que conceden el análisis y el tiempo, y corremos a repetir lo que ya causa impacto en la inmediatez de la Red, que tendrá un carácter burdo, explícito, descarnado, capaz de sacudir las sensaciones primigenias del cerebro de lagarto en nuestra amígdala.
El tratado sobre retórica de Schopenhauer se pueden leer como ampliación y comentarios anotados de un profesor de filosofía escéptico del siglo XIX a los Tópicos de Aristóteles (manual de dialéctica del filósofo griego, o destilación de las prácticas razonables y razonadas que la filosofía socrática tomó de los maestros de retórica maltratados por la Historia desde la antigüedad, los sofistas).
Quizá Schopenhauer hubiera entendido su tratado como una reflexión sobre la dialéctica de Aristóteles vista desde la lupa escéptica de un lector empedernido de un pionero del pensamiento perspectivista europeo, el escritor aragonés del siglo XVII Baltasar Gracián, quien en su obra más célebre, El Criticón, urde una realidad coral a partir de la interpretación de cada personaje, cada uno de los cuales tiene un punto de vista (marcado por su biografía, su concepto de la justicia, intereses…; lo que Ortega y Gasset llamaría, ya en el siglo XX, las «circunstancias» de cada uno).
Lo que Schopenhauer y Nietzsche observaron en la sutil obra de Baltasar Gracián es, ante todo, la aspiración de personajes (todos ellos complejos y capaces de reivindicar un vitalismo único intransferible) a encontrar interpretaciones subjetivas fieles a una justicia interpretativa de la realidad.
Conjeturas sobre el mundo que compartimos con otros
Aunque subjetiva, la interpretación individual conduce a verdades universales compartidas con otros. Esta reflexión es el germen del existencialismo, que rechazará la existencia de ideales universales que existen antes que nosotros (como dicen Platón, Kant y Hegel), y se conformará con la aspiración de cada persona sensata a interpretar la realidad de manera razonable y reconocible por otras personas sensatas (la fenomenología denominará «intersubjetividad» a este denominador común de la interpretación de la realidad).
El «sentido común» de un momento histórico concreto no será más que la interpretación similar de la realidad por personas sensatas que obran con buena fe.
Pero antes de volver al siglo XX, Schopenhauer alerta en 1864 sobre las sutilezas y trampas de la retórica, que cualquiera debe aspirar a comprender para, de este modo, estar más preparado para armar buenos argumentos y rechazar falacias y medias verdades.
El filósofo recopiló 38 argucias usadas de manera consciente y desleal en discusiones (y, por extensión, en textos académicos; atribuciones a autores en textos históricos y literarios o epistolarios; en transcripciones de declaraciones y entrevistas —directas o indirectas— que aparecen de manera a menudo fragmentaria en textos periodísticos, etc.).
Consciente del poder de la retórica, sobre todo cuando ésta exagera lo que estamos dispuestos a creer y omite lo incómodo aunque forme también parte de la realidad, Schopenhauer se adelantó a la formulación del concepto de intersubjetividad y presentó sus consejos como un marco argumental o caja de herramientas que permitiera a cualquiera desgranar lo verídico y objetivable de la mera opinión interpretativa.
La razón y la actitud ante la vida
Lo que se puede sostener desde distintos puntos de vista y, en este ejercicio de puesta a prueba, sale reforzado, es ratificado como interpretación veraz. Por el contrario, lo que no se sostiene del mismo modo para distintos puntos de vista sensatos, es refutado en la práctica.
Dada la aparente incapacidad de muchos personajes públicos actuales de interpretar la realidad con cierta verosimilitud y espíritu crítico, haríamos bien en echar un vistazo a los consejos de Schopenhauer, quien soportó en vida el ostracismo y la falta de reconocimiento de los pensadores que optan por seguir sus propias conjeturas y se alejan de las modas pasajeras del momento.
En su tiempo, la filosofía idealista del filósofo vivo más célebre, su compatriota Hegel, aspiraba a la exactitud matemática e inspiró tanto el marxismo como el nacionalismo.
Para Schopenhauer, el idealismo hegeliano sintetizaba los errores históricos de la filosofía, que había olvidado mirar a la realidad con frescura y se había conformado con construir teorías sobre el pensamiento dualista de Platón.
Con Dialéctica erística o el arte de tener razón, expuesta en treinta y ocho estratagemas, Schopenhauer trató de exponer hasta qué punto es fácil dejarse embaucar por otros y acabar observando el mundo con un punto de vista postizo, prestado por terceros y, a menudo, interesado.
La argucia de exagerar de lo que alguien dice
La fanfarronería de muchos líderes y notables actuales convierte nuestra época en un estercolero de exageraciones, bulos y teorías conspirativas. De ahí que merezca la pena recuperar la primera estratagema con la cual Schopenhauer abre su pequeño tratado dialéctico. Se trata de la «amplificación».
En la argucia de la amplificación,
«La afirmación del adversario se lleva más allá de sus límites naturales, se la interpreta de la manera más general posible tomándola en su sentido más amplio y exagerándola. La propia afirmación, en cambio, se especifica en lo posible y se reduce a su sentido más nimio, a sus límites más estrechos, pues cuanto más general sea una afirmación, a más ataques estará expuesta. El remedio más eficaz contra la amplificación es la definición concreta de los puncti y el status controversia (los puntos a discutir y las condiciones de la discusión)».
El propio Schopenhauer reconoce 3 párrafos después:
«Esta estratagema la enseña ya Aristóteles en los Tópicos (lib. VIII, c. 12, 11)».
La estratagema de la amplificación, según la cual exageramos algo ya de por sí poco equilibrado hasta desproveer la afirmación original del sentido que nuestro antagonista había querido inferirle, nos recuerda la dinámica de las habladurías y la labor intermediaria —y siempre interesada— de quienes actúan de celestina con fines periodísticos, políticos, comerciales o simplemente impulsados por el gregarismo.
La Celestina, más que un personaje literario
La Celestina, el personaje ideado por Fernando de Rojas para la Tragicomedia de Calisto y Melibea, puede enseñarnos muchas cosas sobre las consecuencias tóxicas e imprevisibles derivadas de la tergiversación a partir de la exageración.
Es posible interpretar lo que alguien ha querido decir sin recurrir a la literalidad y, a la vez, manteniendo cierta fidelidad con el mensaje original. Sin embargo, recurrir a la interpretación libre es una receta para que, como ocurre entre alcahuetes, lo que empieza teniendo un significado acabe dando pie a significados no deseados y contrarios, casi siempre armados con mala fe.
Lo que Schopenhauer y Aristóteles reconocen como una estratagema dialéctica que hay que saber reconocer en un contexto de retórica, aparece ante el público como un mensaje legítimo, capaz de aumentar las simpatías o el desprecio hacia alguien, en función del sentido de la exageración. En ocasiones, exageramos las virtudes de alguien, al añadir significados de los que carecía el discurso original; otras veces, usamos la misma argucia (o la observamos) para denigrar a alguien con una falsa atribución.
En un mundo condicionado por la dicotomía entre la imagen o avatar digital y la vida real, la estratagema de la amplificación tiene un rol central. La conocemos bajo el nombre de falacia del hombre de paja: construir un discurso falseado a partir del original se ha convertido en una actividad de nuestro tiempo, y quienes recurren a menudo a esta falacia no son siquiera conscientes de ello.
El mundo y sus demonios
No ser conscientes de que hay un espantapájaros en la habitación (¿sólo figurado?) no nos exime de la responsabilidad de exagerar mensajes hasta convertirlos en chismes tergiversados o bulos. El argumentador trata de tomar la iniciativa con una deformación esperpéntica, y para ello erige un hombre de paja para vencerlo con facilidad.
Si careces del talento para entrar en un diálogo socrático, o si el mensaje original (o el interlocutor) tampoco lo pretenden, siempre tenemos la oportunidad de renunciar a estrategias que nos convierten en cómplices, celestinas, alcahuetes de las redes sociales, amplificadores de bulos desafortunados.
En El mundo y sus demonios, el divulgador científico Carl Sagan se adelantaba a los peligros que llegarían en los años venideros. Era 1995 e Internet empezaba a ganar usuarios y atraer entusiastas de la cibernética, y la fragmentación mediática de la televisión por cable convertía a los medios de masas en un nuevo altavoz de bulos informativos que incidirían sobre la opinión pública, tal y como advertía el filósofo austro-británico Karl Popper, quien había abogado antes de morir por el control efectivo de la televisión mediante organismos independientes y alejados tanto del poder político como de los intereses empresariales y mediáticos.
Popper escribió con John Condry el ensayo La televisión: un peligro para la democracia, sin ser consciente de lo que llegaría una década después con las redes sociales, publicado el mismo año que el importante ensayo de Sagan, un auténtico manual actualizado para cultivar el escepticismo y el pensamiento crítico, justo cuando los bulos y la pseudociencia empezaban a marcar el ritmo de la postmodernidad.
Eludir el esperpento
A propósito de la necesidad no sólo de especular con conjeturas y ponerlas a prueba mediante el ensayo y error (actividad que propulsa el conocimiento científico), sino de demostrar estas conjeturas con evaluaciones que otros puedan demostrar, Carl Sagan se refiere en El mundo y sus demonios a las principales falacias y camelos que tratan de tergiversar o justificar proposiciones contradictorias.
Entre las falacias mencionadas por Sagan, se encuentra la del hombre de paja.
Quizá merezca la pena acabar con una reflexión de Schopenhauer a propósito de la moda de su tiempo entre los eruditos, consistente en alabar el pretencioso edificio epistemológico de Hegel, con sus aspiraciones de exactitud matemática y exageraciones de la realidad.
La popularidad de este edificio de naipes condujo en el siglo XIX al espejismo de la exageración (de la pose, de la igualdad, del purismo), que derivó en los disparates ideológicos más reduccionistas y macabros del siglo XX.
Hoy, el edificio postizo hegeliano intenta elevarse de nueve y pretende renovar sus encantos con presuntas soluciones simplistas a problemas complejos. La respuesta de Schopenhauer parece haber pasado la prueba del tiempo con mayor entereza que la epistemología de Hegel y sus enanos, el materialismo dialéctico y el nacionalismo excluyente:
«Estaría bastante en lo cierto si afirmase que la así llamada filosofía de este Hegel es una colosal mistificación, que proveerá a la posteridad con una inagotable fuente de risas a costa de nuestro tiempo, que es una pseudo-filosofía que paraliza la mente, asfixia todo pensamiento real, y, mediante el más inaceptable uso del lenguaje, pone en su lugar la cháchara más vacía, sin sentido, sin pensamiento, y, como ha sido confirmado por su éxito, la que mejor consigue adormecer a la inteligencia».