¿Qué tienen en común Alonso Quijano y Emma Bovary? El crítico literario y filósofo francés René Girard dedicó su carrera académica (fundamentalmente en Estados Unidos) y ensayística a responder esta pregunta aparentemente anodina y que, sin embargo, explica mucho de quiénes somos, de nuestra civilización.
En la comparativa literaria y psicológica de Don Quijote y Madame Bovary, dos figuras encumbradas a arquetipos universales, reside la transición desde el Antiguo Régimen al mundo moderno.
Esta transición se produce desde el universo misterioso, encantado y todavía espiritual de la caballería y el amor cortés, a la frialdad de la desnudez cartesiana y materialista, un mundo que destruye el claroscuro y, al alumbrar hasta el último rincón con voluntad de conocimiento útil y aplicable a la prosperidad material, nos hace vagar para siempre en búsqueda de la inocencia perdida.
Límites de la reacción antimoderna
El Romanticismo tratará, en vano, de correr de nuevo el velo, y su afectación para devolvernos a un mundo «reencantado» se vuelve estéticamente empalagosa. La autenticidad, dirán más tarde otros antimodernos (los postmodernos que seguirán las trazas de Schopenhauer, Kierkegaard, Dostoyevsky y Nietzsche), no puede venir del retorno a la caverna de Platón, sino que deberá partir de la desnudez de la realidad.
En la realidad presente y perceptible, ausente del misterio antiguo, residen las vanguardias artísticas que han tratado de reencantarnos desde el siglo XIX, desde pioneros lejanos como El Greco y Goya a los sospechosos habituales del siglo XX. Pero ¿es posible mantener el anhelo de deseo, sorpresa velada, misterio o trascendencia cuando nos hemos paseado por la plaza del pueblo vociferando que Dios está muerto, tal y como proclamara Nietzsche?
Kierkegaard respondió a la angustia que le ocasionaba la posibilidad de esta pregunta de un modo tan valiente y antimoderno como difícil: para él, el valor reside en admirar lo humano que había en las historias bíblicas y sus protagonistas. Por decirlo como Antonio Machado en La saeta, Kierkegaard quería superar su angustia existencial evitando una actitud jesuítica o de contrarreforma: en vez de cantar «al jesús del madero», él quería evocar la sombra del personaje histórico, ese «que anduvo en el mar».
El deseo de Alonso Quijano y Emma Bovary
Kierkegaard, en cierto modo, creó su propio misterio, todavía más potente que la idealización platónica, al reconocer y admirar lo que había de carne y hueso en la figura idealizada por antonomasia, receptáculo —por absorción cultural de los vencedores— de viejos misterios metafísicos del paganismo del Viejo Mundo.
Nietzsche hizo algo parecido, al crear, con su Zaratustra, un nuevo Evangelio, sirviéndose de las mismas argucias que el viejo libro judeocristiano: las parábolas de largo alcance, en las que caben las interpretaciones especulativas de cada uno de nosotros. Los buenos libros, los que perduran —Nietzsche era consciente— son los que pueden rumiarse, los que mejoran con el uso.
Las sociedades primitivas y del Antiguo Régimen se fundamentan en lo sagrado y en el misterio: fenómenos y sensaciones carecen de significado racional o biológico, lo que da origen a fenómenos como el gnosticismo y el misticismo, el honor caballeresco, el amor idealizado de los trovadores y la propia geología del deseo.
Si bien el misterio ha desaparecido de la sociedad moderna, René Girard argumenta que seguimos moviéndonos por lo que observamos en torno a nosotros: el «deseo mimético» nos impulsa a aspirar lo que tienen otros. Así, Alonso Quijano enloquecerá para ser caballero andante, y Emma Bovary sucumbirá a un ideal de romance que permanecerá inalcanzable, pues lo que ocurre es que tanto Don Quijote como Madame Bovary pretenden revivir un ideal metafísico que ya no es posible, al haber sido superado.
Ubicuidad de la mentalidad contable
El filósofo surcoreano afincado en Alemania Byung-Chul Han dedica un ensayo a los motivos por los cuales la sociedad contemporánea es incapaz de sentir deseo.
El deseo requiere un juego entre lo visible y lo oculto, un encantamiento, un misterio, y la sociedad saturada de hoy ha priorizado la abundancia y la transparencia hasta niveles de saturación que nos igualan a todos en comportamiento y frustración, ya presente en la machacona (I Can’t Get No) Satisfaction (1965).
Al eliminar el «fantasma» de lo romántico, el misterio no tiene posibilidad de retorno, dice Byung Chul Han en Le désir ou L’enfer de l’identique (2014). En la sociedad premoderna, el ideal amoroso era posible porque éste se basaba en la ausencia de información, lo que conducía (según el análisis de Eva Illouz) a idealizar a alguien, a sobrevalorarlo.
Sin embargo, la sociedad gráfica y saturada de la actualidad imposibilita el viejo proceso de encantamiento y deseo:
«La imaginación prospectiva mediada por Internet […] se fundamenta en una acumulación de atributos, en lugar de ser holística. En esta configuración, las personas disponen de una información demasiado abundante que dificulta la idealización».
Cuando el consumo sustituye el deseo
Hay un nexo, también explorado por René Girard, entre cultura consumista, deseo e imaginación: cuando observamos crudamente lo que había constituido un misterio, una realidad velada, desaparece cualquier oportunidad de deseo.
Los protagonistas de las novelas de Michel Houellebecq son también testigos fatalistas del fenómeno: el protagonista de la polémica Soumission, profesor de literatura experto en un escritor del XIX que trató de construir puentes entre lo romántico y lo moderno, Joris-Karl Huysmans, es a la vez un usuario «medio» de sitios porno, al constatar que sus gustos no distan mucho de lo que muestran esas muestras descarnadas de gimnasia sexual, desprovistas del más mínimo erotismo. El profesor frustrado tiene un pie en las frustraciones del XIX y otro en el postmodernismo de la sociedad de la transparencia y el cansancio.
Como René Girard antes que ella, Eva Illouz cree que en Madame Bovary existe ya la tensión entre el colapso del deseo romántico y su sustituto contemporáneo: el consumo desaforado. La imaginación de Emma Bovary es —dice Byung-Chul Han citando a Illouz—,
«el motor de su deseo de consumo».
En la actualidad,
«Internet contribuye también a hacer del sujeto moderno un sujeto de deseo, aspirando a vivir experiencias, soñando objetos y otras formas de vida, y viviendo experiencias de manera imaginaria y virtual».
Contrariamente a lo que sostiene la socióloga, Byung-Chul Han no cree que el deseo se haya racionalizado y pueda sustituirse de manera simétrica por el consumo. Más bien, la sobreabundancia de opciones hace que pese sobre nosotros una libertad que pesa tanto como la responsabilidad que, según Sartre en El existencialismo es un humanismo, todos tenemos sobre nuestro propio destino, al ser nosotros quienes decidimos sobre nosotros mismos.
Claroscuro
La amenaza que pesa sobre la libertad de elección ilimitada es, cree Han, el fin del deseo. Cuando el otro es percibido como objeto —físico o virtual—, la cuantificación (y aspiración a encontrar algo o alguien que se amolde a los criterios de nuestra persona o avatar) impide cualquier posibilidad de misterio, previo a todo deseo.
La información «de alta definición» ofrecida en la actualidad como mercancía abundante e intercambiable impide la existencia de «fantasmas», de ideales platónicos capaces de nutrir el imaginario humanista de la libido. Al aspirar a la cuantificación de todo, Internet ha derruido, sin proponérselo, la propia caverna de Platón.
No se necesitan criterios informativos racionales para construir un ideal, sino todo lo contrario. Lo que se requiere es «la negatividad de la privación», el misterio de la falta de información que nutre fenómenos como la moral, la estética (el claroscuro y el escorzo, por ejemplo; o las consideraciones sobre percepción espacial, iluminación y calidad de superficies en el tratado de Junichiro Tanizaki, El elogio de la sombra), la idealización de algo o alguien, o el propio erotismo.
Del mismo modo, las sensaciones más pronunciadas que experimentamos en el cine, las logramos cuando la narrativa de la película sugiere más que muestra: la sombra y el terror, la angustia y el llanto contenido, etc.
El éxtasis de la ceguera
Los buenos directores no harían más que tomar los efectos narrativos más sutiles de escritores como el propio Stendhal: el propio Byung-Chul Han recuerda que la escena más sensual de «Madame Bovary» no menciona referencias físicas ni acciones, sino que juega con el pudor de lo sobreentendido.
En la escena mencionada de Madame Bovary, Léon seduce a Emma para pasear en calesa. El vehículo se desplaza entonces por la ciudad, y Flaubert menciona con laconismo el callejero del recorrido. No se ve nada de los amantes, y es por ello por lo que el erotismo rebosa el corsé de las palabras.
En su reflexión sobre «el infierno de lo idéntico», el filósofo surcoreano aporta una interesante, por poco manida, referencia al intento quijotesco de recuperar el misterio de lo romántico. Se trata de La Gioconda del mediodía crepuscular, la historia de J.G. Ballard en la que Maitland, el protagonista, azotado por una enfermedad ocular, crea un mundo onírico evocado que se convierte —explica Byung-Chul Han, citando esta vez al filósofo esloveno Slavoj Žižek— en una realidad más deseable que la propia realidad, tal es la fuerza de la evocación.
Una hechicera le hace recuperar la vista y, para desesperación del protagonista de la historia, la luz vuelve a iluminar el mundo real. Las imágenes oníricas dejan de ser posibles, lo que provoca su desesperación. En un acto quijotesco hasta sus últimas consecuencias, decide arrancarse los ojos… y comprendemos que el grito de dolor también lo es de júbilo, al comprender su inmersión sin retorno en el mundo onírico que había creado y perdido.
Cerrar los ojos para ver más
El acto expuesto por la historia de Ballard es, según Slavoj Žižek, un retorno en toda regla a La caverna de Platón, un paso atrás para alejarse de la luz del sol y volver a la realidad idealizada y misteriosa que ofrece la percepción del desfile de sombras desde la caverna. Byung-Chul Han:
«La música interior de las cosas sólo empieza a resonar en el momento en que uno cierra los ojos, momento habilitado por la estancia prolongada ante ellas».
Es fácil acabar este artículo tomando la cita de Kafka que el filósofo y crítico literario Roland Barthes incluye en su ensayo La Chambre claire, con la que Byung-Chul Han concluye el capítulo sobre «fantasmas» y deseo de Le désir ou L’enfer de l’identique.
Según Kafka, pues,
«Uno fotografía las cosas para sacárselas de la mente. Mis historias son una manera de cerrar los ojos».
Confesiones
Martin Heidegger apuntaba por carta a su mujer (explica Byung-Chul Han) que sólo la llamada de Eros, la seducción de la posibilidad de poder pensar algo nuevo entre lo impredecible que flota entre nuestro pensamiento y lo inalcanzable, nos permite salir del marco de la cuantificación de lo positivo: no hay pensamiento en la recolección de datos, sino mera contabilidad.
Sólo la seducción que nos trasciende, la tensión entre Eros y Tánatos, así como su relación con Dionisos, permiten aspirar a un pensamiento renovado.
Las reflexiones de Byung-Chul Han sobre el infierno de lo idéntico no se alejan tanto de las reflexiones preliminares de Nietzsche sobre arte y creación en El nacimiento de la tragedia, obra en la que el filósofo expone la dialéctica fecunda de la tensión entre lo impulsivo y lo racional, entre lo dionisíaco y lo apolíneo.
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