MMXX. En números romanos, 2020 gana, si cabe, más simetría, algo que emergerá como tendencia asociada a algún producto o servicio.
Abrimos la década entonando el mea culpa colectivo. La mayoría reconoce el riesgo del cambio climático, las imágenes en torno a la desproporcionada cadena de incendios en Australia generan empatía en todo el mundo…
Australia arde (luego, dejará de hacerlo, al menos hasta la próxima estación cálida, que la cultura popular llamará «estación de los incendios» tarde o temprano), Indonesia padece inundaciones a gran escala, Donald Trump se dedica a facilitar proyectos fósiles a gran escala —incluyendo incentivos al carbón—, y Vladímir Putin acaba la década instando a su país a aprovechar «las oportunidades» que abre el cambio climático en la región del Ártico.
En paralelo, mientras la reverberación informativa sobre geopolítica se fija en Irán y el polvorín de Oriente Medio, la verdadera geopolítica de pesos pesados se juega en los grupos de trabajo de la Comisión Europea que orientan las próximas regulaciones, en los próximos proyectos a gran escala de China y en las tensiones entre los intereses tecnológicos del gigante asiático y los de Estados Unidos.
Diplomacia corporativa
La década empieza con una exhibición de la batalla velada entre Estados Unidos y China en torno a dos puntos cruciales: el apoyo o rechazo de los planes de empresas como Huawei en la expansión de las redes móviles 5G; y el estatuto de Taiwán en los próximos años, pues su autonomía con respecto a China garantizaría la relativa neutralidad de empresas clave para el mercado mundial de tecnología, tales como Taiwan Semiconductor Manufacturing Company (TSMC), responsable de los semiconductores que sostienen el valor de Apple, Alibaba, Visa, Disney y muchos otros gigantes.
La década que termina es la constatación de un fracaso a escala reguladora (los cambios con impacto procederán de legislación de países, regiones, grandes sectores y corporaciones), pero parece existir una resistencia en medios y redes sociales para que el fracaso de lo macro —que ya no se somete como lo hacía en el pasado al interés general debido al desmantelamiento de políticas antimonopolio y oficinas reguladoras— no atraiga demasiado interés entre la opinión pública.
Las grandes tendencias observadas en la década que ha acabado no empezaron en 2010, ni tampoco inmediatamente antes de la crisis de las hipotecas subprime en Estados Unidos, que derivó en la crisis de la deuda de varios países de la UE.
Las transformaciones profundas se habían consolidado en los años 90, cuando la cultura corporativa de la eficiencia y la desinversión para mejorar los resultados comerciales (la estrategia de Warren Buffett, entre otros) se impuso en todos los sectores.
Pocos creían en 1997, cuando se produjo la fusión de Boeing y McDonnell Douglas, que la cultura «de escuela de negocio» del pequeño de la fusión, McDonnell, transformaría la cultura centrada en la ingeniería de Boeing hasta el punto de permitir un desastre materializado en 2019.
¿«Felices» años 20?
Los errores de concepción, diseño (en realidad, es una adaptación de un modelo existente), software y seguridad activa del Boeing 737 Max no habrían llegado tan lejos si, en los lustros precedentes, la empresa no hubiera sustituido a expertos en ingeniería y mantenimiento de sistemas en los puestos clave de la empresa por perfiles financieros recién salidos de escuelas de negocio o fichados en el mundo corporativo.
“Squibs, wondered Netherton? Stunts? Stubs? What was it they called those alternate timelines?” https://t.co/KTnVucJALB
— William Gibson (@GreatDismal) January 19, 2020
En paralelo, la empresa había invertido en sus grupos de presión en Washington para desactivar la capacidad inspectora y reguladora de la Administración Federal de Aviación, FAA.
La degradación de la cultura corporativa de Boeing, el mayor y más renombrado fabricante de aeronaves comerciales, sintetiza la evolución de la cultura empresarial y financiera de Occidente desde inicios de siglo: salvo excepciones, la carrera por la financiarización, procedente como el mantra de las escuelas de negocio, ha obligado al viejo sector productivo a abandonar la producción de cosas y a centrarse en intangibles.
¿La consecuencia? Una pérdida de confianza tal que, en 2020, Boeing no puede garantizar que su avión superventas, que debía garantizar su ventaja con respecto a Airbus, no vuelva a caer del cielo a causa de un error que degrada la confianza en los procesos de fabricación de una empresa que parece haber olvidado cómo fabricar aviones.
Sin embargo, ningún análisis de fin de década y de inicio de la segunda entrega de «los felices años 20» habla de la financiarización de los sectores productivos, la precariedad laboral y la connivencia entre grandes empresas y centros de decisión. En esta evolución, ha sido esencial la anulación de las leyes antimonopolio y las agencias reguladoras, incapaces de reaccionar ante casos flagrantes de abuso de posición dominante y fraude regulador.
Derechos de emisión, las indulgencias de nuestro tiempo
En cambio, el mea culpa a escala individual no para de crecer, a menudo animado por el sentido de la responsabilidad de quienes tratan de alinear su comportamiento a sus convicciones y a una legítima preocupación por el planeta.
Pero, en la mayoría de las ocasiones, esta autoflagelación individual por las tendencias a gran escala más preocupantes (auge del iliberalismo, impotencia para acordar acciones coordinadas a gran escala para proteger la naturaleza y paliar las consecuencias del calentamiento global), no es más que una tendencia superficial añadida, una excusa para vender una gama «verde» de productos y servicios. Parte de la misma maquinaria de aceleración y consumo desaforado que, en términos agregados, nos ha llevado hasta aquí.
No importa que análisis y proyecciones reiteren el escaso impacto que supone el comportamiento individual en el gran contexto regional y planetario, pues crecen tanto la concienciación como la culpabilidad del ciudadano de a pie con respecto a las grandes tendencias (culturales, políticas, climáticas).
Hay quien comenta con acierto que adquirir derechos de emisión para combatir el cambio climático (a través de, por ejemplo, esquemas que «compensan» un viaje con un determinado número de árboles plantados) es el equivalente contemporáneo a la compra de indulgencias.
Con el esquema de las «indulgencias» del carbono, uno hace algo «deleznable» (¿un viaje de placer en avión privado desde Los Ángeles hasta Palm Springs, como decía Joaquin Phoenix recientemente, de manera quizá algo exagerada?), que compensa luego enviando dinero a una firma que plantará el equivalente en árboles a lo emitido.
El esquema equivaldría a anular el sentimiento de culpa, lo que perpetúa acciones y comportamientos que, de manera agregada, carecen de demasiado sentido.
La ansiedad del ciudadano-consumidor
Es posible emitir mucho menos sin perder calidad de vida, siempre que estemos dispuestos, de manera colectiva e individual, a sustituir las actividades más impactantes por otras que reduzcan el impacto sin por ello devolvernos a un supuesto Edén preindustrial.
Una década pasa y el estira y afloja de los Estados no sólo ha desprovisto las negociaciones sobre el clima de pragmatismo e inteligibilidad, sino que fenómenos como la oposición ideológica y la desinformación erosionan la confianza en los valores científicos y democráticos.
En la batalla por el control del debate fragmentado y polarizado de Internet, siempre hay anécdotas que tergiversar y modelos alternativos que destacar: a escalas opuestas, el capitalismo antidemocrático de China y Singapur, así como la política exterior oportunista de Rusia —desdeñosa de los valores humanistas que reivindican los regímenes liberales—, se han convertido en los modelos a seguir por entusiastas del iliberalismo.
La ensayista Emma Marris empieza 2020 con una columna de opinión en The New York Times donde sintetiza el argumento de su ensayo sobre la ansiedad del ciudadano-consumidor, que sigue siendo el «homo economicus» liberal, aunque armado de cinismo y perseguido por el sentimiento de culpa de sostener la doble moral de ser a la vez activista del clima y consumista.
Según Marris, si lo que queremos es en realidad contribuir a un cambio positivo que favorezca políticas para frenar la tendencia climática actual, debemos empezar por sacarnos de encima el cinismo y la culpabilidad.
La perceptiva de la presencia
Más que optar por la versión «eco» de comportamientos que forman parte del problema, es más constructivo estudiar cómo funcionan los sistemas a gran escala: abogar por un buen mantenimiento de infraestructuras y votar por opciones políticas que impidan acciones irresponsables a gran escala es mucho más efectivo que enzarzarse en batallas estériles sobre una pose determinada que acaba convirtiéndose en un brindis al sol estético.
Los argumentos de Marris, si bien consistentes, muestran la ingenuidad que critican, al confiar a los grupos activistas —la fuerza de la «sociedad civil»— un rol preponderante que, hasta el momento, se ha mostrado impotente para transformar un ápice las grandes tendencias que nos han conducido a la situación actual. Si estos grupos de activistas climáticos son incapaces de influir de manera efectiva sobre las políticas a gran escala, de poco servirán sus loables y estéticas acciones.
Un signo de nuestros tiempos son las contradicciones sobre la «batalla» del clima: si el ecologismo sustituye paulatinamente las viejas divisiones políticas, tal y como argumentan analistas e intelectuales de distinto signo, la lucha contra el cambio climático debería trascender fronteras e ideologías, y convertirse en un proyecto ajeno a los intereses coyunturales y «de civilización» que representan la política actual, dominada a grandes rasgos por el corto plazo.
Traer la atención sobre las tendencias importantes, que se extienden durante años, décadas o siglos, choca frontalmente con la percepción de la realidad de nuestra especie («atrapada» en la metafísica de la percepción del «presente» y de la presencia, e incapaz de proyectar sus intereses en relación con el pasado y el futuro más o menos remotos), pero también con el culto al ritmo frenético de la sociedad actual.
Votar para olvidar riesgos sistémicos y quejarse luego
Desde el culto publicitario al vigor juvenil hasta la obsesión de los medios por el impacto a corto plazo, pasando por el fenómeno de la obsolescencia programada en productos de consumo y servicios, todo parece someterse a un ritmo frenético que no permite las consecuencias a largo plazo de nuestras acciones a corto.
Y, cuando este ejercicio es claro, posible y deseable, observamos que los grandes problemas son tratados por los medios desde la perspectiva del individuo, y evitan el esfuerzo de exponer la importancia de lo macro: la política, las regulaciones, la actividad de las grandes corporaciones, la incapacidad para imponer tasas sobre grandes fortunas —jurídicas e individuales—.
El complejo de culpa del individuo crece, mientras tendencias como la política iliberal se imponen en las elecciones con discursos que restan importancia a la incapacidad para aplacar monopolios y una imposición razonable a grandes empresas y fortunas, o al problema del cambio climático.
El electorado australiano votó por un presidente que acumulaba popularidad por minimizar la importancia que tendría el cambio climático sobre el futuro del país; una opinión que habrá cambiado en los últimos meses.
Otros países —es el caso de Holanda— han demostrado un mayor éxito colectivo a la hora de implantar sistemas efectivos que implantan y mantienen en buen estado grandes infraestructuras para, por ejemplo, evitar grandes inundaciones, con diques regulan el agua en puertos y estuarios durante tormentas en el mar del Norte, y sistemas de bombeo que han logrado crear tierra firme en zonas lacustres. No es, por tanto, imposible alinear intereses individuales, colectivos y «públicos» (la cristalización de ambos en políticas efectivas).
La necesidad de redescubrir el remiendo consistente
Del mismo modo, la voluntad y los incentivos adecuados podrían promover mecanismos de relaciones públicas e información capaces de tratar temas «lentos» y «poco espectaculares» pero importantes, en detrimento de los temas más rápidos y efectistas. Y también es posible crear productos durables, reparables y de calidad, capaces de envejecer con gracia, y fomentar hábitos de consumo más centrados en la sustancia que en el efectismo superficial.
Actuamos con respecto al cambio climático con una inconsistencia similar a la que empleamos con cualquier otra información: enterramos el problema de fondo (demasiado complejo, «lento», aburrido, carente de espectacularidad, intangible, ubicuo) y nos centramos en el sensacionalismo efectista a la menor oportunidad.
Así, cuando llegan los eventos de clima extremo, cada vez más agudos y frecuentes, medios y redes sociales quedan anegados de los efectos «rápidos» (percibidos como los únicos «reales»): que si el fuego consume a Australia, que si canguros y koalas mueren asfixiados o devorados por las llamas… Surgen los achaques de empatía, las celebridades empiezan a anunciar ayudas, los mandatarios de otros países informan a su opinión pública que se ponen a disposición de del Gobierno australiano y los afectados…
De repente, la catástrofe se desvanece y pasa a segundo plano. Otro acontecimiento «explosivo» (o varios de manera simultánea) sustituyen al anterior. El ciclo se repite. Como titula Mark O’Connell en un artículo para The Guardian,
«Las fotos del mundo en llamas no nos chocarán por mucho más tiempo».
Adictos a la realidad-espectáculo
El comportamiento compulsivo del consumo de información en la actualidad sugiere la fragmentación del imaginario y los intereses de todos, la implosión de la propia consistencia de la idea ilustrada de «opinión pública». El propio tiempo, dice el filósofo Byung-Chul Han, parece desintegrarse y perder sus propiedades narrativas. El historicismo se convierte en sucesión asíncrona de eventos en apariencia inconexos.
Nuestra incapacidad para crear sistemas de información, productos y servicios que se centren en la sustancia y relativicen el valor de lo que ocurre en el instante explica por qué, al recapitular un año o década que acaba, evocamos los eventos como si hubieran tenido lugar en un pasado remoto (o en otra dimensión).
Enterrado el evento, sus cualidades relativas y presenciales, la audiencia se olvidó de su «significado» en un contexto de análisis. En 2019, el mundo reaccionó con horror ante el fuego de la catedral de Notre-Dame, que se convirtió en poco menos que en un triste evento de expiación global.
La historia de la catedral parisina no empezó ni acaba en ese fuego, pero su reconstrucción apenas captará la atención de los propios parisinos, que pasarán de puntillas por el tema hasta que llegue el «evento», la inauguración de la catedral restaurada.
Y así, mientras una buena parte de la población adulta, informada y concienciada lee con impotencia y sentimiento de culpabilidad la deriva de los acontecimientos de clima extremo que se recrudecen debido a los efectos del aumento de las temperaturas, otros tantos expían excesos de los que son conscientes adquiriendo derechos sobre emisiones o cayendo en el equivalente contemporáneo de las indulgencias a cambio de expiación de pecados.
Milenarismo, colapsología y teorías conspirativas
Un tercer grupo, cada vez más numeroso, considera que el cambio climático es algo que está fuera del alcance de individuos y grupos (incluidos Estados y empresas transnacionales), y ha caído en el fatalismo de la adaptación al nuevo escenario, independientemente de la manera que tengan de percibirlo.
Unos, restarán importancia al fenómeno o lo relativizarán, sobre todo en intervalos informativos sin grandes eventos de clima extremo en el «está ocurriendo» de las redes sociales; otros, sustituirán el milenarismo, otro comportamiento religioso interiorizado en el subconsciente colectivo, por la colapsología y teorías del fin del mundo más o menos consistentes.
Los aficionados a la actitud Apocalipsis Now recurren al catastrofismo con la misma facilidad que lo entierran, una vez ha pasado el último achaque climático a gran escala.
Pero no hay que subestimar la popularidad entre la opinión pública de discursos iliberales que reivindican poco menos que el derecho a desplegar un modelo económico basado en el crecimiento y el consumo interior, gracias al aumento de las reservas de combustibles fósiles y a su uso sin discreción.
En este grupo, escépticos del cambio climático y entusiastas de las teorías conspirativas se alían con los intereses más reaccionarios.
La red social pionera The Well (creada por Stewart Brand en 1985, acoge la tradicional conversación de inicios de año sobre el estado del mundo entre personalidades distinguidas de Internet, el sector que define el tono del debate y la economía en el mundo.
Éxito del tosco y manido argumentario iliberal
En esta ocasión, el escritor de ciencia ficción Bruce Sterling intercambiaba pareceres con el veterano desarrollador y «activista» de Internet Jon Lebkowsky, en un momento en que el dominio «.org» tiene un propietario que pretende explotar comercialmente el dominio, y la Red amenaza con dividirse en, al menos, dos grandes infraestructuras que aumentarían sus divergencias con el tiempo, una bajo la tutela estadounidense y la otra bajo la celosa supervisión china.
De producirse esta división, quizá asistiríamos a medio plazo al surgimiento de una tercera alternativa que tratara de tender puentes y evitar los abusos de Silicon Valley y China, el equivalente cibernético a los viejos movimientos de países no alineados.
En el hilo creado por la conversación entre Sterling y Lebkowsky en The Well, leemos una síntesis de las contradicciones a las que llegan las sociedades avanzadas al inicio de la década de los 20:
«Así que, en MMXX, nos encontramos con un estado de cosas en el mundo que se reivindica como post-global, post-Internet, y post comercio mundial, en el que todo el mundo quiere retomar el control, volver a ser grande, asegurar su soberanía en el hiperespacio, establecer tarifas, encarcelar a inmigrantes indeseables, mantener a raya a las minorías étnicas, cortejar a los milmillonarios, ignorar la ciencia, y constreñir la educación para asegurarse de que haya menos chicas inteligentes… Pero, en la práctica, no hay una gran diferencia entre los jugadores. TODOS [énfasis del texto original] demandan lo mismo. No hay casi ninguna variedad cultural genuina. Todos usan el mismo hardware, lemas y técnicas».
Ingenieros del caos en la nueva década
Es la paradoja de un mundo más conectado que nunca, con miles de millones de usuarios que acceden a servicios a través de un ordenador de bolsillo y redes sociales que cuentan con más usuarios que la población china o india.
Las herramientas que debían extender la información y los contactos entre personas y culturas, han acelerado la fragmentación de discursos y visiones del mundo. En este contexto, sólo los partidos iliberales que aprovechan el éxito de mensajes centrados en el repliegue patriótico y el abandono del mundo «liberal» cuentan con una estrategia «global». Es lo que el analista político y ensayista italiano Giuliano da Empoli ha llamado la «internacional populista» (Les ingénieurs du chaos, 2019).
Hegel está de vuelta, aunque en esta ocasión no lo hace a través del materialismo dialéctico de su discípulo Marx, sino sirviéndose de la otra vertiente del idealismo alemán, el nacionalismo esencialista edulcorado con un mensaje populista que pretende erigirse en una revuelta contra el poder establecido y lo que los discípulos de Andrew Breitbart han llamado «dictadura de la corrección política».
Hace un siglo, los años 20 representaron un cambio de ciclo económico y la transformación de un estado de ánimo, marcado hasta entonces por las secuelas de la Gran Guerra. El crecimiento económico y la permisividad moral, artística y política de la década acabaría de manera abrupta con las consecuencias del crac del 29.
Realidad instrumentalizada… y fabricada
La década de 2020 da carpetazo simbólico a realidades pretéritas que han dejado huella en el imaginario y la geopolítica mundial: los ataques del 11 de septiembre de 2001, la Gran Recesión y su deriva en el poder adquisitivo y mentalidad de la clase media en Norteamérica y Europa, el retorno de China (el «reino del Centro») y de su geopolítica «amable» de obra pública en el mundo emergente, y el fin del liderazgo de Estados Unidos en el orden surgido al final de la II Guerra Mundial.
La década podría empezar con la reelección de Donald Trump a la Casa Blanca y la consolidación de un liderazgo de corte populista en varios países influyentes (los «hombres fuertes» de Rusia, India, Brasil, Turquía, etc.), que trata de desestabilizar experimentos liberales internacionalistas, desde los flujos de personas y mercancías hasta la propia existencia de la Unión Europea.
Las instituciones que habían consolidado la Pax Americana convalecen, mientras la alianza de los «iliberales» añade una incertidumbre no ya sobre lo real, sino también sobre lo teórico y simbólico.
Los valores ilustrados y el propio concepto de veracidad científica están siendo atacados por el uso indiscriminado de la herramienta que debía afianzarlos. Una Internet instrumentalizada como canal de un nuevo tipo de desinformación: la propaganda de masas puede, en la actualidad, personalizarse y dejarse incluso a la deriva para generar «ruido» (gracias al aprendizaje de máquinas y a mecanismos como los «deepfakes» no desmentidos).
Celebrando ganancias del capital y denigrando salarios
En este panorama de incertidumbre y confusión entre lo que ocurre y la manera cómo lo interpretamos en el «mundo espejo» que hemos creado en la Red, las tendencias para la década juegan a favor de quienes están interesados en desviar la atención de fenómenos como la concentración empresarial, la exención impositiva de los individuos y corporaciones que acumulan más poder, o el cambio climático.
La «internacional populista» ha hallado la manera de captar la atención de buena parte de la opinión pública, así como de los medios, y la polarización impide cualquier debate profundo o sosegado sobre los temas «lentos» y «decisivos». La superficialidad impactante y la agresividad (disfrazada de protesta) se imponen al interés general. El centro político ya no marca el contenido y el contenido de los debates importantes.
La prensa económica da carpetazo a la década recordando poco los excesos y defectos del modelo económico que condujo a la crisis de las subprime, la crisis de la deuda y su efecto retardado: las clases medias del mundo desarrollado asumieron el coste de errores que no habían cometido y, lo que explica al menos parte del descontento que ha propulsado el fenómeno populista.
En cambio, se celebra que, en agregado, el valor bursátil de las empresas que cotizan en las distintas bolsas del mundo haya añadido más de 25 billones (25 trillones anglosajones) de valor desde 2010. Este éxito bursátil no ha revertido sobre las arcas públicas o la clase media.
Mientras tanto, en una realidad de prácticamente pleno empleo en Estados Unidos, la Brookings Institution recuerda que 53 millones de trabajadores (el 44% del total) apenas ganan lo suficiente para subsistir y no podrían hacer frente al más mínimo contratiempo en un país con complejos problemas que lo convierten en la única nación desarrollada donde la esperanza de vida ha descendido en los últimos años.
La década de los cambios éticos a gran escala
Las firmas tecnológicas marcan más que nunca nuestra manera de trabajar, comprar y entretenernos, pero la confianza en la integridad de su modelo de negocio se ha erosionado hasta el punto de hacer perder a Silicon Valley la aureola que había acumulado desde principios de siglo. El culto a la tecnología ha dejado de ser un cheque en blanco.
Hay quien ya da por descontada una recesión en los próximos años. En cuanto a los tipos de empleo que más aumentarán su importancia, el mundo tecnológico requerirá expertos en ética.
Quizá llegue el momento de la experimentación con modelos más cooperativistas, que permitan a trabajadores, consumidores y usuarios participar en la propiedad de una parte de las viviendas, infraestructuras, productos y servicios que desean usar.
La misma tecnología que ha permitido desmantelar las viejas instituciones y sustituirlas por empresas tecnológicas con pocos escrúpulos, puede ser desbancada por servicios descentralizados que no dependan de entidades cuyo único interés es lograr el máximo beneficio y evitar a toda costa cualquier imposición en el territorio donde operan.
A medida que aumentan los acontecimientos de clima extremo y las nuevas cohortes exigen a las más veteranas que dejen de «colonizar el futuro» (enviando, en forma de deuda económica o ecológica) todo lo que no quieren al futuro, los años 20 exigirán nuevas maneras de informarnos, de producir, de viajar y de mantener nuestra prosperidad.
A finales de la década que empieza, el ecologismo y la resiliencia se integrarán no ya en el estilo de vida, sino en los sistemas a gran escala. Las empresas aseguradoras asistirán —aunque sea sólo por su propio interés— a las sociedades a realizar la transición mental hacia modelos cada vez más sensibles al comportamiento del medio.