La vieja guardia se rebela una vez más contra la deriva materialista del sector tecnológico, ya se trate de empresas de software a la antigua, gigantes de Internet, actores destacados de la economía de bolos (como Instacart), o instituciones educativas.
Tras las críticas —casi siempre constructivas— del primer «desarrollador web», Tim Berners-Lee (el creador de la WWW aprovechó su 30 aniversario en 2019 para alertar sobre la deriva comercial, rastreadora y monopolística de Internet), ahora le llega el turno a Ted Nelson, pionero en tecnologías de la información y teorizador del hipertexto a través del proyecto Xanadú.
Nelson ya había concedido una entrevista a IEEE Spectrum en la que subrayaba con cierta nostalgia la época pretérita a la Internet comercial, cuando todo estaba por hacer y el diseño descentralizado de las telecomunicaciones convergía con el idealismo de quienes creían que la informática personal podía enriquecer y liberar al individuo, y no ligarlo de pies y manos a un sistema de rastreo de alcance global.
Antes de la Internet panóptica
En la mencionada entrevista, de hace dos años, Ted Nelson rememora la ingenuidad de los inicios, cuando el mundo de la informática combatía por mantener su componente artesanal y las comunicaciones remotas entre ordenadores con distinto sistema operativo debían producirse respetando la diversidad y creatividad de «ciudadanos programadores».
Dos años después de su entrevista en IEEE, Nelson no se contenta con sugerir el tipo de mentalidad que los programadores y ejecutivos de la Red podrían recuperar de los inicios, sino que usa un vídeo recién publicado en su canal de YouTube para despacharse a gusto contra una de las instituciones icónicas de la «revolución tecnológica»: ni más ni menos que el Laboratorio de Medios del MIT.
«Durante más de treinta años —explica Nelson—, el Laboratorio de Medios del MIT ha hecho cosas extrañas y misteriosas, y se ha servido de humo y autobombo para impresionar a los incautos y recaudar cada vez más dinero».
El vídeo empieza con una constatación que disipa cualquier duda:
«Conocí a Nicholas Negroponte en 1970 y no me gustó desde el primer momento».
Nelson rememora una exposición de la época, en que un grupo de ingenieros liderado por Negroponte participaba con una pequeña exhibición de robótica. El teórico de la información añade que, luego, Negroponte explicó en la rueda de prensa del evento que el objetivo del proyecto era mucho más sofisticado de lo que en realidad había creado, al estudiar la reacción de los espectadores y otras derivadas.
Aperturismo democrático vs. secretismo industrial
Desde aquel momento, añade Nelson, quedaba claro que el que ascendería a personalidad global del mundo tecnológico gracias a la proyección del Media Lab, tenía mucho de encantador de serpientes.
Otra interacción entre ambos:
«A la hora de comer, cuando le expliqué que quería ser director de cine, él respondió: “Ah, pero tú no deberías hacer películas, eso lo podría hacer un ordenador”. Bien, quizá ese tipo de embuste pasara en el MIT en 1970, pero, por lo que a mí respecta, atacaba a mi credo, que consiste en [potenciar] la creatividad y libertad humanas, y no en delegarlas a objetos desconocidos con objetivos desconocidos. Así que el inicio no fue bueno».
Sin embargo, añade el creador del Proyecto Xanadú, Negroponte usó su influencia para echarle una mano en 1981, al conseguir un billete de avión para acudir a una conferencia. Minucias, en definitiva, pues Nelson explica que su antipatía por el Media Lab va más allá de polémicas ad hominem y carnaza informativa.
El choque se encuentra en la filosofía, en los fundamentos del Media Lab, que oculta algo franco, el diseño de software, tras un velo de misterio, apelando a actitudes que rozan el culto. El recorrido histórico del Media Lab se basaría, según Nelson, en la filosofía del misterio confidencial, del «sabemos algo que tú no sabes».
Llevada a sus últimas consecuencias, esta estrategia del secreto mágico entronca con la tradición del vendedor ambulante de potingues como el aceite de serpiente, fenómeno remoto asociado a la cultura de Frontera estadounidense.
Herederos del higienismo del XIX
La estrategia que apela a la fórmula mágica custodiada bajo siete llaves (la fórmula de la Coca-Cola en una caja negra, tan presente en la era de los algoritmos, el «big data» y el aprendizaje automático) tiene derivadas menos prestigiosas que la imagen del Media Lab, y el escándalo en torno a Theranos (o, a menor escala, la tragicomedia de Juicero o de Bodega) es una derivada del fenómeno.
La imagen del Media Lab ya se había resentido en 2019, cuando surgió a la luz la relación entre su carismático director, Joichi «Joi» Ito (sustituto, a su vez, de otro ilustre «techie», Nicholas Negroponte), y el inversor financiero Jeffrey Epstein.
Este último, fallecido en extrañas circunstancias mientras se encontraba a la espera de juicio (por tráfico sexual asociado a personalidades influyentes de la élite global) en un centro correccional de alta seguridad en Nueva York, habría concedido a Ito donativos para financiar el Media Lab.
El director del Media Lab hasta mediados de 2019 decidió dimitir después de unas declaraciones de Negroponte, que había salido en su defensa en una entrevista concedida al Boston Globe. Negroponte reconoció que el MIT era consciente de que Epstein ya había sido acusado por tráfico de menores antes de dar el donativo, pero que se habían priorizado otros intereses y valorado el esfuerzo de «arrepentimiento» del inversor.
Es difícil que alguien como Ted Nelson dedique su tiempo a alimentar polémicas del día. Como pionero de la tecnología de la información en su propio derecho (como también lo son, en sus respectivos ámbitos, Joi Ito y Nicholas Negroponte), Nelson se enzarza en la polémica porque el Media Lab es uno de los pioneros de una tendencia más ideológica que técnica: la de considerar la evolución de robotización y algoritmos como la cristalización del viejo sueño materialista de convertir los procesos humanos en engranajes de una maquinaria precisa y bien engrasada.
Reduccionismo en el mundo tecnológico
Asimismo, el Laboratorio de Medios ha constituido uno de los graneros conceptuales del nebuloso concepto de «smart city».
El «solucionismo» tecnológico evitaría emplazar las tecnologías de la información en el ámbito de la asistencia humana, y soñar en cambio con la completa sustitución de los intermediarios humanos en cualquier proceso complejo digno de ser automatizado.
En este proceso, el cálculo a partir de datos sustituiría a la «creación»: bastaría con recabar información en bruto y dejar el resto a modelos informáticos que, a través de simulaciones y aprendizaje automático, «aprenderían» determinados procesos y «restarían» a la fórmula el factor humano, considerado como poco menos que un punto débil en la fórmula, un error, la incógnita que despejar para siempre.
Un diseño maniqueo del perfeccionamiento humano donde los humanos serían relegados a posiciones pasivas, al mantenimiento de una maquinaria incomprensible en su conjunto por quienes la operan o al mero consumo de los resultados de optimización servidos (ya se trate de productos físicos, entregados en la puerta por empleados independientes no asegurados, o de contenido digital).
Esta misma lógica, que pretendería abolir el sobrecoste y el carácter falible y difícilmente replicable de la intermediación humana, encuentra en las ineficiencias de los sectores tradicionales —arraigados en realidades locales y sometidos a impuestos— una oportunidad para expandir plataformas que prometen acabar con la intermediación, a través de algoritmos que regulan una nueva dependencia más fácil de mantener, más centralizada, desarraigada de los lugares donde opera y con oportunidades de optimización.
Además, el nuevo modelo elude, si se le permite, cualquier imposición fiscal en los lugares donde se produce la transacción.
El marketing en torno a las «smart cities»
De manera similar, los medios de comunicación y de entretenimiento tradicionales reducen su personal y se adaptan a los patrones de consumo dictados por la memética y los algoritmos de personalización en redes sociales.
Los viejos sistemas de intermediación y de transmisión del conocimiento experto dejan de ser relevantes en una realidad marcada por una distribución personalizada, mientras la información recabada, cada vez más rica y precisa, alimenta modelos de marketing y publicidad cada vez más sofisticados.
Como se ha visto con el auge del nacional-populismo, la ciencia computacional (las «saldas de estadísticas» a base de «big data» y aprendizaje automático), que sustituye a las viejas industrias de intermediación y creatividad, también afecta a la política y a las instituciones que regulan nuestra existencia.
Con su voluntad normativizadora, las administraciones, desde las locales a las supranacionales, tampoco resisten a la tendencia y el propio urbanismo experimenta con modelos de «ciudad inteligente» que suscitan cada vez más recelo. El rastreo ubicuo, la conducción autónoma y la convergencia entre los mundos físico y virtual han dejado de ser marcadores de un futuro anhelado por la mayoría crédula.
Utopías de «smart city» como las propuestas por Google en los suburbios de Toronto, o Woven City (una ciudad diseñada desde cero por Toyota) en Japón, lo tendrán difícil para justificar ante sus futuros habitantes que el rastreo al que serán sometidos reportará más ventajas que inconvenientes.
Despertares
De momento, las opiniones públicas occidentales leen con detenimiento las informaciones sobre la evolución de las técnicas de reconocimiento facial automático en China, que sirven para controlar a disidentes en Sinkiang y Hong Kong, además de tomar derivadas propias de tragicomedias de ciencia ficción.
Un ejemplo de esta última tendencia: las autoridades chinas tratan de desalentar a quienes usan pijama por la calle denunciando su identidad en redes sociales gracias al reconocimiento facial; la técnica pronto podrá ser usada para extorsionar no sólo a disidentes, sino a enemigos políticos o del mundo de los negocios, etc.
En paralelo, la era del exhibicionismo en las redes sociales muestra síntomas de agotamiento y las redes sociales tratan de reorientar su estrategia hacia otros modelos.
El síntoma se extiende también al uso de kits de secuenciación de ADN: 23andMe ha anunciado un recorte drástico de plantilla debido a un descenso de la demanda de pruebas de análisis genético, debido al temor de que el uso indebido de los datos pueda girarse en contra de los participantes en el futuro.
Muchos de nosotros, al leer las declaraciones de la consejera delegada de 23andMe sobre los motivos del repliegue y los despidos (Anne Wojcicki habla de una posible preocupación económica de los clientes potenciales, o a un aumento de las consideraciones sobre seguridad y privacidad), hemos evocado escenas de Gattaca (1997), la película de ciencia ficción de Andrew Niccol.
Detalle infinito
Una mayor concienciación sobre la cara menos amable del rastreo de la información digital que nos atañe nutre una mirada más crítica sobre la gestión de datos a gran escala, ya proceda de empresas privadas o de administraciones.
En Infinite Detail, el escritor de ciencia ficción Tim Maughan describe un escenario urbano caótico donde las administraciones fallidas han cedido ante el avance de una distopía tecnológica dominada por señores de la guerra.
Maughan evoca un escenario donde ni siquiera los desechos alimentarios acumulados en la basura pública son accesibles por los sintecho, pues la recogida de basura es «inteligente» y discrimina entre la identidad de usuarios y personas ajenas al «servicio». Buenos Aires realiza pruebas, al parecer, con una tecnología similar que perseguiría los mismos fines. El futuro ya está aquí, aunque distribuido de manera desigual.
Con evocaciones como la mencionada, la ciencia ficción nos ayuda a imaginar las peores consecuencias de realidades que empiezan a implantarse. En este caso, el concepto de «smart city», que ha sido adoptado sin apenas oposición crítica. Hasta ahora.
Casas Mudhif
La automatización y los servicios personalizados a partir de inteligencia de datos formarán parte de cualquier intento de «ciudad inteligente», un lugar donde los servicios, desde los básicos a los más sofisticados, discriminarán en función del ciudadano, transformando el concepto de igualdad y convivencia urbanística en una realidad dominada por la desigualdad y la permeabilidad controlada entre las zonas pudientes (urbanizaciones «cerradas» con estrategias de urbanismo conductual) y el resto.
Recientemente, The Guardian se refería en un artículo a las «smart cities», aunque no a la manera tradicional. Más bien, el artículo era una pequeña confesión, una declaración de principios: ¿Y si el urbanismo del futuro se pareciera al mejor urbanismo del pasado?
¿Y si las ciudades «low tech», de un carácter analógico que rozara la estupidez, ofrecieran a sus habitantes un espacio en común para convivir y cultivar la civilidad?
En el artículo, ilustrado con la bella y evocadora imagen de una villa flotante dominada por las canoas y las «mudhif», casas y edificios comunales de cañas, juncos y lodo en Ma’dan, Iraq (una escena que podía haber sido extraída del poema de Gilgamesh o de las sagas abrahámicas), nos provoca de la siguiente manera:
«Las ciudades inteligentes con la tecnología más avanzada prometen eficiencia a través del monitoreo total, desde los contenedores de basura a los puentes. Pero ¿qué ocurriría si rechazáramos los datos y abrazáramos tecnología ancestral en su lugar?»
Ecos de Gilgamesh
El artículo nos propone una lectura: Lo-Tek: Design by Radical Indigenism, firmado por Julia Watson, el resultado de 20 años de trayecto por asentamientos tradicionales en distintos puntos del globo.
The Guardian se refiere a estas ciudades analógicas, guiadas por el diálogo evolutivo con los recursos y la naturaleza, como «ciudades idiotas», el supuesto antagonista de la expresión omnipresente a inicios de este siglo, «smart city».
Recuperar algunos métodos de ciudades y métodos ancestrales para un urbanismo que arraigue en lugar de alienar. El artículo de The Guardian despierta el interés que los interminables prospectos de las posibilidades de las ciudades inteligentes no pueden suscitar.
¿Por qué catalogar estas viejas técnicas de estúpidas? No parece demasiado acertado decir que es idiota un medio de bajo impacto, que requiere un estilo de vida activo, que potencia la integración e interdependencia de todos sus componentes, y que promueve la adaptabilidad.
La auténtica «ciudad inteligente» tiene mucho que aprender de conocimientos con milenios de existencia, algunos de ellos apenas explorados más allá de los lugares olvidados donde han permanecido arraigados.