Desde el «panem et circenses» de la Roma decadente, la práctica populista de ofrecer obsequios efectistas y entretenimiento a la población ha evolucionado a lo largo del tiempo. Sin embargo, la estrategia permanece inmutable.
Las fiestas populares, el deporte de masas, los acontecimientos gregarios de carácter redentor (congregaciones sobre cultos, ejecuciones y linchamientos, manifestaciones, revoluciones), las sustancias estupefacientes…
La genealogía del «opio del pueblo» (en el caso de las guerras del opio, la expresión es literal) es rica y compleja, tal y como evoca Aldous Huxley en la sociedad distópica descrita en Un mundo feliz.
En el mundo descrito por Huxley, no deben existir ni el dolor ni el tedio; todo gira en torno al culto al ejercicio (la sombra del Esalen Institute y el «mindfulness» californiano de la era New Age) y el entretenimiento.
Sociedad del cansancio
Los únicos desposeídos de la sociedad son quienes no han logrado adaptarse a los mecanismos de corrección de la sociedad tecnificada de la utopía social lograda y padecen depresión.
Estos últimos están condenados a la narcosis permanente, ya que deben mantener bajo control su apatía y hastío con el uso de soma, la droga que permite olvidar las penas:
«Si por desgracia se abriera alguna rendija de tiempo en la sólida sustancia de sus distracciones, siempre queda el soma: medio gramo para una de asueto, un gramo para fin de semana, dos gramos para viaje al bello Oriente, tres para una oscura eternidad en la Luna».
Cuando Byung-Chul Han, filósofo surcoreano afincado en Alemania desde que llegara a Europa interesado por el pensamiento de Martin Heidegger, describe las pulsiones de la sociedad contemporánea, nos damos cuenta de que no nos alejamos tanto de lo descrito en Un mundo feliz, desde el fin de la privacidad y el exhibicionismo a una saturación de entretenimiento que conduce a la búsqueda de distintos tipos de soma.
Byung-Chul Han habla de hipertransparencia y de sociedad del cansancio, así como de posibles vías de escape de esta saturación desestructurada y sin relato en el tiempo.
Recuperar una relativa autosuficiencia
El reencantamiento procedería de un reencuentro del «aroma» de la narrativa, para la cual es necesaria una comprensión del tiempo que posibilite la sorpresa, la invención, la creación, la melancolía, el descanso espiritual, el tedio…
Como ocurre en Un mundo feliz, nuestro contexto (condicionado por una cultura de la información y el entretenimiento de carácter personalizado e inacabable), penaliza cualquier intento de desconexión e iniciativa propia ajena al gregarismo. El consumo conduce a la saturación, pero la ausencia de éste empuja al vacío existencial.
Realidades como envejecer, entristecer o aburrirse son enemigos a los que hay que anular con una biopolítica de la medicación.
Quizá porque el «panem et circenses» permanece más vigente que nunca, la atracción de las filosofías de vida clásicas —una alternativa al hedonismo inconsciente— ha aumentado en los últimos años.
De repente, viejos y nuevos ensayos sobre estoicismo aparecen bien emplazados en las mesas de las librerías, mientras entusiastas ajenos a la filosofía académica discuten sobre el atomismo de Lucrecio, los consejos de Séneca y las reflexiones de Marco Aurelio.
Virtud y placer según Séneca
Séneca dedica varios comentarios a un binomio según él equívoco y traicionero: placer y felicidad. El placer voluptuoso, obsequioso, fácil e inmediato se extingue al empezar e impide cualquier cultivo de objetivos duraderos. En De vita beata (De la felicidad), Séneca dedica el capítulo seis a quienes han alcanzado el bienestar y la tranquilidad a través de la autosuficiencia:
«(…) es feliz el que está contento con las circunstancias presentes, sean las que quieran, y es amigo de lo que tiene; es feliz aquel para quien la razón es quien da valor a todas las cosas de su vida».
Virtud y placer no van de la mano según Séneca, algo de lo que Sade, Baudelaire y Rimbaud estarían de acuerdo, aunque los mencionados prefiriesen adentrarse en lo que Séneca llama «placer bajo, servil, flaco y mezquino», que narcotiza como lo hace el soma de la distopía descrita Huxley.
Sin embargo, hay una diferencia fundamental entre la búsqueda del placer transgresor de libertinos y primeros provocadores, y quienes se entregan a una relajación por debilidad o mimetismo, sin premeditación alguna.
La primera actitud, la del libertinismo, transgresor, representada por Sade, es contestataria; la segunda es, en cambio, tan conformista y narcotizante como la sustancia soma en Un mundo feliz o el embotamiento contemporáneo en los contenidos de ocio sin fin.
En este segundo contexto que prohíbe el aburrimiento (pues puede generar pensamiento original, autonomía, el germen de una disputa profunda), el placer no puede ser transgresor, sino que representa el conformismo y la incontinencia. Un opio espiritual entroncado con la sociedad de consumo y su evolución hacia la cultura del ocio de bufé libre, un «all you can eat» que evoluciona hacia lo que Byung-Chul Han llama «la sociedad del cansancio».
Transgresión de la mesura
Casi dos milenios antes de Las flores del mal, Séneca comenta en De vita beata:
«Encontrarás la virtud en el templo, en el foro, atezada, con las manos encallecidas; al placer, casi siempre escondido en busca de tinieblas, cerca de los baños y estufas, y de los lugares que temen a la policía, blando, sin frío, húmedo de vino y de perfumes, pálido y cubierto de afeites y lleno de ungüentos como un cadáver».
El placer y la actitud contemporánea de la diversión en todo momento y a cualquier precio van de la mano. Dejarse llevar ante el placer procedente de la gratificación inmediata implica, según el filósofo estoico, adentrarse en la servidumbre de no depender de uno mismo.
Vivir esclavizado como lo estará Emma Bovary, personaje que Gustave Flaubert contrastará con Charles Bovary, su marido, a quien describe con ternura, tales son su buen fondo e ingenuidad.
Y de la dependencia de una cultura del placer, surge el riesgo de enfrentarse al abismo existencialista del hastío. Según Séneca:
«El sumo bien es inmortal, no puede desaparecer y no conoce el hastío ni el arrepentimiento; pues un alma recta no cambia nunca, ni se aborrece, ni muda nada, porque siempre ha seguido lo mejor; pero el placer, en cambio, cuanto más deleita, se extingue. Y no tiene mucho espacio, por lo cual pronto lo llena, y produce hastío, y se marchita después de los primeros transportes. Y nunca es seguro aquello cuya naturaleza consiste en el movimiento; así no puede tener consistencia alguna lo que llega y pasa del modo más fugaz, para perecer en su mismo uso, pues llega al punto donde cesa, y cuando comienza ya ve su fin».
Diario de un hombre superfluo
El carácter peyorativo del aburrimiento tiene, por tanto, una larga genealogía, y este desengaño propio de quienes se sienten saturados de diversión superflua contrasta con la autosuficiencia de quienes cultivan la introspección, el bienestar duradero propio de la contemplación, la creación, el cultivo de uno mismo, la observación atenta de la naturaleza.
En el siglo XIX, se consolidan dos arquetipos de individuo que rechaza las convenciones de la época:
- por un lado, el rico ocioso y libertino que dedica su vida a intentar extender sus experiencias del Grand Tour (el recorrido de la bella y olvidada Europa meridional) hasta que juventud y senectud se confunden.
- por otro, el personaje autosuficiente que contrapone la vida desprovista de sentido de los bon vivants, cínicos que tratan de evitar el hastío con placebos (juego, bebida, intrigas románticas, duelos), a una existencia sencilla, honesta y próxima a la naturaleza.
El primer grupo está compuesto por aprendices fallidos de Lord Byron, mientras que el segundo se nutre del vitalismo de quienes se inspiran en una vida espartana y próxima a los ritmos de la naturaleza y los viejos usos e intuiciones. Es el caso de los trascendentalistas en Estados Unidos: Emerson y sus poemas panteístas, Thoreau y su experiencia en la cabaña que construirá junto al lago Walden, Whitman y su canto introspectivo, bondadoso e inocentón.
La literatura rusa del XIX estará bien servida de la primera categoría: el hombre superfluo, un varón afrancesado que flirtea con el idealismo mientras se pavonea por los salones, escapando de los momentos de soledad en que el nihilismo acecha.
Aleksandr Pushkin creará Eugenio Oneguin, Iván Turguénev experimentará con la narración en primera de persona en Diario de un hombre superfluo, mientras que el dubitativo Pierre Bezújov de Guerra y Paz está inspirado en la primera etapa vital del propio Lev Tolstói, cuya vida disuelta de juventud contrasta con su evolución hacia un anarquismo cristiano inspirado en parte por la lectura de Thoreau.
Deseo de deseos
El propio Tolstói reflexionaría sobre los excesos de su juventud, tan próximos al arquetipo de hombre superfluo:
«El aburrimiento: el deseo de los deseos».
A diferencia de los antihéroes que tratarán de encontrar algún pasatiempo para evadirse del hastío, la angustia y la alienación (como los protagonistas de La metamorfosis, La Náusea y El extranjero, exponentes del existencialismo de la primera mitad del siglo XX), Thoreau aconseja en Walden permanecer siempre en alerta, atentos a todo lo que merece la pena contemplar, tanto en uno mismo como en la naturaleza.
A juicio del autor de Walden, lo más valioso puede encontrarse tanto en la buena literatura como en la contemplación de la naturaleza. Como ya habían subrayado los estoicos, más que acudir a elementos externos que no controlamos, la fórmula de Thoreau para evitar el hastío consiste en contemplar lo circundante o encontrar alguna ocupación mundana.
Thoreau confiesa escuchar con el mismo interés el trasiego del tren o de los carros en la lejanía que el sonido de las campanas y los animales de granja y los salvajes. El tren de la mañana puede causar tanta sensación como el amanecer (algo que quizá habría suscrito Nietzsche; ya convaleciente y en estado prácticamente vegetativo, el autor de Aurora pasaba las horas contemplando el paso de la jornada desde el porche.
Pérdida de la inocencia
El psiquiatra y filósofo Neel Burton dedica en Aeon un artículo al fenómeno contemporáneo del aburrimiento, así como a sus orígenes peyorativos, que lo acaban equiparando a una dolencia. La anatomía contemporánea del aburrimiento hunde sus raíces en la angustia existencial de los intelectuales que, a inicios del siglo XX, debieron enfrentarse a horrores que contradecían la tradición humanista europea.
Para Camus, en el mundo (como en la literatura) ya no cabía la inocencia. No después del Holocausto, de Hiroshima y Nagasaki.
Los personajes de Camus, como los de Kafka, deambulan sin rumbo ni voluntad positiva por un mundo hecho a imagen y semejanza del nihilismo de Schopenhauer, quien, como Nietzsche, había definido muchos rasgos del postmodernismo contemporáneo desde el siglo XIX, pues la falta de convicciones profundas y el desarraigo de los viejos usos sólo podían conducir a la asincronía entre individuo y mecanicismo.
Según Schopenhauer, la existencia carecía de cualquier destino noble superior y se definía por la pulsión vital; al fin y al cabo, si la vida pudiera tener sentido intrínseco y enriquecedor, el aburrimiento no tendría razón de ser.
El pesimismo del filósofo alemán, especialmente crítico con el idealismo de Hegel (que gozaba de todo el reconocimiento en su época y pretendía sustituir al viejo dios cristiano por ideas como el materialismo o el nacionalismo), contrasta con la posición de los trascendentalistas estadounidenses, para quienes existe una inocencia humana que explorar que equipara al dios cristiano con el panteísmo de los pueblos primitivos, y encuentra un significado para los hombres en la apreciación de las cosas mundanas.
Reflexiones corsarias
Mientras Emerson y Whitman equiparaban introspección con naturaleza a la manera de los presocráticos, Schopenhauer se asomaba al abismo que llegaría en el siglo XX con la alienación del individuo en los movimientos de masas y las dos contiendas mundiales.
Esta destrucción de los viejos usos tomará su rostro amable después de la época de la propaganda y aniquilación con a cultura del consumismo, la cual —analizará Hannah Arendt— transformará para siempre al individuo y cimentará su relación de dependencia con los nuevos sistemas de producción de bienes de consumo y entretenimiento.
El mundo preindustrial se construye en el historicismo moderno como atraso, en contraste con el ideal de progreso y perfeccionamiento.
El aburrimiento será desterrado de esta nueva sociedad, equiparado a las dolencias psiquiátricas más perniciosas.
En los Escritos corsarios, Pier Paolo Pasolini denuncia la transformación del individuo de la sociedad humanista en mero consumidor, una comparsa dependiente de la maquinaria de producción y consumo de bienes y servicio. En este proceso, explica Pasolini, el propio deseo desaparece, mientras el aburrimiento adquiere el estatuto de dolencia que necesita tratarse.
Sobrevivir a la deshumanización
En este proceso de deshumanización, el individuo se convierte en recipiente e instrumento de un plan social ajeno a él mismo. Las dolencias espirituales son tratadas como las físicas.
Y, en casos extremos, la narcosis es preferible para la sociedad a la melancolía, el aburrimiento, el libre pensamiento y la desobediencia. La sustancia «soma» de Un mundo feliz entra al fin en el mundo real bajo distintas formas.
Lo que para los transgresores ilustrados había sido una actitud contestataria —la búsqueda del placer prohibido, la claudicación ante el deseo, el rechazo del autocontrol y la introspección que plantean, entre otros, estoicos y trascendentalistas—, será ahora un producto de consumo más.
Tal y como recordará Theodor Adorno a propósito de la industria cultural, incluso las voces más contestatarias se sirven de los canales de distribución emplazados por una maquinaria de socialización en la que todos somos consumidores.
La trampa solucionista
Al convertir la melancolía y el aburrimiento en dolencias que hay que medicar, el individuo cede sus últimos bastiones personales al sistema de normativización de la sociedad (fenómeno que Michel Foucault denominó «biopolítica»). El solucionismo tecnológico promete acelerar este proceso, al aspirar a «corregir» supuestas limitaciones del ser humano, tales como su debilidad psicológica o su propia mortalidad.
Hannah Arendt reflexionaba del riesgo que corremos al considerar que la incomodidad espiritual es algo que deberíamos desterrar de un mundo postmoderno. Al anteponer el ideal de abundancia y sustitución de viejos productos y servicios por su última iteración, la introspección y la relación con la naturaleza se convierten en algo residual.
Este mundo parece haberse propuesto, como el mundo feliz descrito por Huxley, encontrar la molécula adecuada que favorezca un bienestar perenne (que será comercializada en consecuencia para conformar un tándem imbatible de la sociedad líquida, junto a la viagra y a su séquito —de las sustancias «chemsex» a servicios en línea como Tinder—).
En este contexto «New Age», la compra periódica de un teléfono o un ordenador es una muestra de conformismo y aclimatación a los sistemas de socialización contemporáneos, supeditados al poder de compra según Hannah Arendt.
Resistir
Al referirse al fenómeno del consumismo y a la transformación que ha ejercido sobre las relaciones humanas, Arendt certifica que es la propia relación con el trabajo y el consumo (lo que define nuestra utilidad en la sociedad moderna) el nuevo opio del pueblo, el «panem et circenses» definitivo:
«Con la necesidad que todos percibimos de reemplazar con cada vez mayor rapidez las cosas de este mundo que nos circundan, ya no nos podemos permitir utilizarlas, respetarlas y preservar su durabilidad intrínseca; sentimos la necesidad de consumir, devorar —por decirlo de algún modo—, nuestras casas, muebles, coches, como si se tratara de las “buenos frutos” de la naturaleza, que se estropean sin ganancia a menos que entren en el ciclo incesante del metabolismo humano».
El aburrimiento, convertido en enfermedad, es uno de los síntomas que señalan la farsa en que hemos entrado con el desarrollo de la sociedad de consumo y entretenimiento.
Medicarnos contra el tedio implica claudicar un poco más. El tedio es el reducto del «homo faber», la sombra de nuestros antepasados, en un mundo líquido que supedita su significado al entretenimiento «all you can eat».
Soma por vía intravenosa.