En el frenesí contemporáneo por otorgar una serie televisiva a novelas, personajes o acontecimientos de interés, algunos nos dedicamos menos a ver estas historias serializadas que a especular sobre posibles guiones e historias capaces de inspirar a la audiencia.
Cuesta creer que, a estas alturas, nadie haya hecho una serie de 12 capítulos o llevado a Broadway —en forma de musical a lo Hamilton—, obras que resonarían en la nadería actual, dominada por el ruido superficial de las fórmulas que ya dieron lo mejor de sí y se mueven en una inercia tan al gusto de la era de las redes sociales: miedo, histeria, hedonismo y un regusto nihilista presente en cada intento repetitivo de revivir viejas convicciones.
Entre las series y musicales que deberían haber aparecido e inspirado, y que no encuentran a guionistas, dramaturgos y mecenas de peso: Moby Dick y Walden.
Este último libro, el ensayo de Henry David Thoreau, contaría con el reto adicional de transmitir al lenguaje audiovisual una historia íntima entre individuo y naturaleza, en la que convivir con plantas, insectos, árboles, amaneceres y puestas de sol acumula, en conjunto, un sentido superior a la suma de las partes.
El ácrata que tenía algo sustancioso que decir
El novelista Henry Miller, precursor de beatniks y postmodernos, escribió en 1946 acerca de la obra y significado de los ensayos políticos e introspectivos de Thoreau. Del autor de Walden, Henry Miller decía que es “un carácter que, por desgracia, hemos dejado de forjar”:
“De ninguna manera es un demócrata, tal y como hoy lo entendemos. Es lo que Lawrence llamaría ‘un aristócrata del espíritu’, o sea, lo más raro de encontrar sobre la faz de la tierra: un individuo. Está más cerca de un anarquista que de un demócrata, un socialista o un comunista. De todos modos, no le interesaba la política: era un tipo de persona que, de haber proliferado, hubiera provocado la desaparición de los gobiernos.”
Hombre que se jactaba de querer ir al son de su propio tambor y no a los dictados de la vida burguesa de sus vecinos en Concord, Massachusetts, prefirió moverse a ras de suelo e interesarse por lo que la naturaleza cotidiana tenía que reflejar, que a dar rienda suelta a pensamientos más etéreos: su modo intuitivo de sentir el bosque y el lago, espacialmente tan cercanos a la civilización pero conceptualmente tan alejados, alimentaron un vitalismo tan coherente e inspirador como el de Friedrich Nietzsche.
“Thoreau se quedó en casa a cultivar su mina —dice Henry Miller—. Le bastaban pocas millas para encontrarse en el corazón profundo de la naturaleza.”
Thoreau y el surgimiento de la vida superficial y acelerada
Miller explica cómo, en la sociedad que se configuraba tras los horrores de la guerra, personajes como Thoreau (o, por extensión, los poemas de Whitman, los devaneos metafísicos de Moby Dick, etc.), se convertían en una caricatura de lo que habían sido, caricaturizados y lobotomizados, desprovistos de complejidades y contradicciones según las normas de esterilización cultural que partían de ideales de perfeccionamiento de la sociedad con los orígenes controvertidos del evolucionismo social.
Hoy, Thoreau es visto como “un eremita, un excéntrico, una broma de la naturaleza”, en vez de una oportunidad para inspirar una actitud cotidiana que permita a cualquiera conquistarse a sí mismo: el autor de Walden trató de ser consecuente a diario, atento a la mejor versión de sí mismo en cada momento y a una mirada lúcida sobre lo circundante: una mirada de afirmación para apreciar el mundo, para alejarse del falso confort del ruido sensacionalista de las noticias del día, para sumergirse en cambio en actividades más profundas y productivas.
“Las ocasiones de vivir —decía Thoreau— disminuyen en la medida en que crecen los llamados medios.”
Para apreciar el oficio de lo cotidiano y el ritmo antiguo que conecta a individuo y naturaleza, Thoreau recomendaba lo mismo que pensadores pre-existencialistas como Kierkegaard o Nietzsche: evitar la llamada de la muchedumbre y las obligaciones de sostener una reputación y vida material acordes con las expectativas del momento, prestas a devorar tiempo, recursos, atención, serenidad, capacidad de apreciación de lo que la vida tiene realmente que ofrecer a diario.
El auténtico costo de lo supletorio
Cuando Henry Miller describe la actitud de Thoreau ante las ocupaciones del ciudadano acomodado de mediados del siglo XIX, lo hace pensando en la nueva dependencia de las sociedades industriales con respecto al mensaje de los medios de masas y las promesas materiales de la sociedad de consumo, que aceleraban su influencia en 1946:
“Su vida [en referencia a la existencia de Thoreau] parece angosta pero fue mil veces más ancha y profunda que la vida del ciudadano americano de hoy. No se perdió nada evitando mezclarse entre la muchedumbre para devorar los periódicos, consumir radio y cinematógrafo, tener el automóvil, el frigorífico, el aspirador. No sólo no se perdió nada por la ausencia de estas cosas, sino que, además, se enriqueció mucho más que lo pueda hacer el hombre contemporáneo, atolondrado por estos dudosos lujos y comodidades.”
Thoreau vivió, sentencia Miller, cuando la mayoría de ciudadanos prósperos de la sociedad que iniciaba una era de riqueza material generalizada sin precedentes, se conforma con existir.
Consciente de los límites de la mentalidad positivista de su época, Thoreau no renunció al racionalismo, pero lo combinó con la responsabilidad de reconocer y celebrar el carácter emergente de la experiencia humana: la existencia no puede reducirse a la suma de sus aspectos aislados, ni merece la pena dedicar toda la existencia a acumular bienes que no aportarán ninguna satisfacción real y duradera.
Para el autor de Walden,
“El coste de algo es la cantidad de aquello que yo llamo vida, necesaria para adquirirla, ya sea a corto o a largo plazo.”
Vivir nuestra propia vida
Al afrontar los retos cotidianos y no dejar su usufructo para un futuro hipotético, el individuo es capaz de reconocerse como único artífice de su bienestar y propósito.
Miller reconoce en Thoreau el realismo de quienes descifran patrones de la naturaleza y otras melodías de la realidad que percibimos y a la que otorgamos un significado u otro según nuestras capacidades, experiencia, estado de ánimo, fortaleza, etc.:
“Una condición ideal de vida no existe jamás, en ningún lugar. Todo es difícil y se vuelve más difícil, incluso cuando decidimos vivir a nuestro aire. Vivir nuestra propia vida sigue siendo el mejor modo de vivir (…).”
“La vida es generosa”, parece repetir Thoreau a cada momento en el texto de Walden, tan sencillo y clarividente como poco pretencioso. Basta abrir los ojos y tener la actitud adecuada para encontrar todo lo necesario para la autorrealización del hombre.
En innumerables pasajes del ensayo sobre su estancia en el lago Walden durante dos años, dos meses y dos días, Thoreau —influido por el idealismo alemán, lecturas eclécticas y una disposición natural a las filosofías de vida clásicas—, evoca la aventura humana de otorgar significado a la existencia presente en Tolstói (admirador declarado de Thoreau), Nietzsche o el psicólogo superviviente de los campos de exterminio Viktor Frankl.
El recorrido del hielo de un pequeño lago
Walden incluye también varias referencias a la filosofía oriental, que muestran el conocimiento de Thoreau de los orígenes panteístas de las religiones dhármicas y la extensión del pensamiento del subcontinente indio al resto de Asia durante la Antigüedad.
Como ocurre con Schopenhauer, también admirador de la filosofía hindú desde el otro lado del Atlántico, Thoreau renuncia al dualismo etéreo del pensamiento platónico, relacionando cuerpo y espíritu con un todo mortal, imperfecto y transitorio que surge de la naturaleza y vuelve a ésta en un ciclo interminable. El panteísmo, el carácter inseparable de persona y entorno o conceptos como el eterno retorno asocian el pensamiento de Schopenhauer, Thoreau y Nietzsche.
Cuando, en un pasaje de Walden, Thoreau compara la humilde e insignificante actividad de recolectar hielo de un aletargado lago Walden invernal, es consciente de que el hielo de Nueva Inglaterra embarcaba en los puertos mercantes y balleneros con destino a puertos distantes, incluyendo las ciudades asiáticas, origen de reflexiones dhármicas que él traía a Norteamérica.
Al mencionar la filosofía de textos védicos (en concreto, Bhagavad-gītā), el flujo del Ganges y la práctica “fiel y cotidiana” de los yogis, Thoreau se sirve de una cultura lejana para estructurar su propia versión del ritmo de las cosas, de la conexión entre individuo, humilde techumbre, entorno natural y mundo.
En la inocencia vital y perceptiva de Thoreau, tan consciente como Whitman y su amigo Emerson de la juventud de Estados Unidos y su necesidad de encontrar su propia voz en el pensamiento occidental, capaz de integrar la naturaleza y posibilidades de un nuevo continente, aparecen paralelismos con el pensamiento panteísta de los presocráticos y de las mencionadas fuentes orientales.
Razón de vivir
En los confines del pensamiento dhármico, en la tierra en que el panteísmo ancestral arraigado en el neolítico Jōmon (sintoísmo) influye de manera sincrética en el budismo, se fraguó un concepto similar a la razón de ser (“areté”) de los presocráticos: el “ikigai” (de “iki” —vida— y “kai” —esperanza, potencial—) o “razón de vivir”.
El “ikigai” busca el examen de la propia vocación natural en relación con el entorno donde uno se desenvuelve; en épocas pretéritas, esta razón de ser no distaba tanto del examen vitalista que emprende Thoreau en su cabaña junto al lago Walden.
Lo que atrajo a Schopenhauer, Thoreau o Nietzsche, entre otros, de la inocencia de presocráticos y pensamiento oriental para relacionar razón de ser con cultivo personal y relación cotidiana con la naturaleza es la valentía de semejante apuesta vital: en vez de dejar la propia felicidad en manos de fuerzas exteriores (un chamán, un dios, una sensación, una posesión), Thoreau cree en la autosuficiencia basada en el cultivo personal y el conocimiento del medio, en la apreciación de la naturaleza y el trabajo en un propósito.
Lo que uno espera de la vida nunca debería ser un espejismo que aspire a la perfección en el futuro inalcanzable, sino la bella y áspera imperfección de las tareas presentes, incluyendo una apreciación —aunque sea primitiva, visceral, intuitiva— de nuestra relación con el mundo y la naturaleza: reloj interno, realidad percibida, patrones de vida observados en la naturaleza, contemplación del paso de la jornada con la sensación de viajar a lomos de un astro a la vez mediocre y de una extraordinaria rareza…
Ecos de Nietzsche en Concord
Más que tratar de cuantificar científicamente de qué modo los beneficios psicológicos y somáticos de un paseo por el bosque pueden cambiar nuestra salud y manera de ver el mundo, deberíamos centrarnos en disfrutar del paseo con todos nuestros sentidos, sin otorgar a la experiencia más importancia de la que tiene ni tratar de equipararla a estereotipos populares de experiencias místicas o religiosas.
Intuir el vitalismo de nuestra presencia y asomarse a la riqueza de matices del lugar harán más por nosotros que cualquier gurú de la autoayuda o experto en terapias “new age”.
En su prólogo de 1946 a los ensayos de Thoreau, Henry Miller cierra con una reflexión sobre el riesgo de la sociedad contemporánea a encapsular el pensamiento complejo de personajes inclasificables, simplificando el mensaje y comercializándolo usando la fórmula aséptica del momento.
Thoreau, que Miller incluye entre “los cuatro o cinco” pensadores realmente importantes que ha dado Estados Unidos, “era demasiado religioso para tener algo que ver con la Iglesia y demasiado hombre de acción para tomar parte activa en la política”. No pensó en amontonar bienes ni en construir para el futuro, sino en abrir su persona y percepción a la experiencia diaria:
“Abriendo los ojos, [Thoreau] descubrió que la vida proporciona todo lo necesario para la paz y la felicidad del hombre; sólo hay que usar lo que tenemos al alcance de la mano. ‘La vida es generosa’, parece repetir a cada momento, ‘¡Tranquilos! La vida está en torno a nosotros, no allá en la cima de la montaña’.”
Retirar el velo del mundo
Walden se convirtió en un símbolo, en un reclamo comercial más. Ni siquiera hay una serie televisiva que trate de explicar en varias horas algo que, sin importar el producto cultural que empleemos, aparecerá simplificado con respecto a lo que evoca el original.
“Pero Walden está en cada lugar donde hay un hombre. Walden se ha convertido en un símbolo. Debería convertirse en una realidad. También Thoreau se ha convertido en un símbolo. Pero sólo fue un hombre, no lo olvidemos. Transformándolo en un símbolo, construyéndole monumentos, destruimos la finalidad de su vida.”
Sólo viviendo aquí y ahora, celebrando nuestra búsqueda y lo que percibimos de nuestro contexto, honramos la memoria de individuos demasiado elevados como para aspirar a una elevación etérea y santificada.
Individuos tan auténticos que comprenden y celebran la indivisibilidad de cuerpo y espíritu, la transitoriedad cíclica de la existencia y los lazos con el mundo en torno a ellos.
Más que imitar, quizá debiéramos encontrar el son de nuestro tambor interno y no dejar que el ruido de lo superfluo nos dicte su programa.
“¿Por qué hemos de tener tanta prisa por alcanzar el éxito, y en empresas tan desesperadas? Si un hombre no guarda el paso con sus compañeros, acaso se deba a que oye un tambor diferente. Que marche al son de la música que oiga, por lenta y alejada que resulte. No es importante que madure tan pronto como un manzano o un roble. ¿Hará por esto de su primavera, verano? Si el estado de las cosas para que fuimos creados no se ha alcanzado aún, ¿qué realidad podríamos poner en su lugar? No debemos encallar en una realidad huera. ¿Nos construiremos trabajosamente un cielo de cristal azul, aunque cuando esté terminado contemplaremos todavía, sin duda, la verdadera y remota bóveda etérea como si aquél no existiese?”
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