Hay personalidades el impacto de cuya obra es celebrado en vida y en la posteridad; sin embargo, muchos nombres de peso en un momento determinado pierden brillo y, con los años, hacen buena la cita clásica que tiene la desfachatez de recordarnos que todo lo que nos importa no es más que un instante en la eternidad.
También abunda ese tipo de genio de peso descubierto en toda su envergadura sólo después de morir.
En ocasiones, hay que esperar años para que el paso del tiempo se lleve lo supletorio y deje la sustancia. Otras veces, décadas. En algunos casos, siglos o incluso más de un milenio: es el caso de las obras clásicas redescubiertas en el Renacimiento.
Genios de todas las disciplinas perviven y se celebran; otros no son reconocidos jamás, con una obra muda hasta que alguien (un sabueso amateur digno de una novela de segunda, un alumno, o el alumno de un alumno, o un despistado estudiante de tesis dispuesto a dedicar el esfuerzo de una vida a indagar en un autor u obra en la marginalidad del oficialismo del pasado y el presente) descubre, al azar, algo digno de ser celebrado por primera vez. O celebrado como se merece. O recuperado.
La versión del autor
A veces, lo que se recupera es un pasaje perdido en el tiempo. O la totalidad de una obra. O el fragmento de una obra descartado por el autor, un editor o la censura, lo que aporta a una obra un historial más rico: nunca completo del todo, pero con más matices.
Así, la “versión del autor” se une a otras versiones conocidas. Nos interesa indagar en lo que no sobrevivió a la corrección de Ezra Pound hizo de La tierra baldía, el poema de T.S. Eliot.
También queremos releer los pasajes que la censura retiró de La colmena (la versión íntegra se publica por primera vez coincidiendo con el centenario del nacimiento de Camilo José Cela).
Y precisamente el autor de La familia de Pascual Duarte recordaba, en una entrevista que Valerie Miles le hizo para The Paris Review (verano de 1996, número 139):
“Una novela no existe hasta que se publica y llega a las manos de los lectores. Hasta entonces, es pura fantasmagoría.”
Lo momentáneo y lo permanente
En la misma entrevista, Cela cita a Baudelaire, para quien “la inspiración viene de trabajar cada día”. Pero trabajar cada día, y lograr que la inspiración se convierta en obra, y que esta obra sea publicada y celebrada por los coetáneos, es algo que no garantiza publicación, celebración, o un lugar -por pequeño que sea- en la posteridad de alguna disciplina.
Sabemos que la fama entre el público coetáneo no es garante de calidad, ni mucho menos de celebración en décadas y siglos venideros. También hay casos que recuerdan que obras ignoradas, publicadas o no, logran después mayor repercusión que las más populares de su momento.
Ocurre algo similar con disciplinas no artísticas, desde las ciencias ambientales a las matemáticas. Hace unos días moría alguien cuya influencia, creo, ganará enteros a medida que pase el tiempo: se trata del biólogo, profesor y ensayista australiano Bill Mollison, coautor del ensayo que acuñó el término permacultura (en su ensayo Permaculture One, 1978; “permacultura” surge de la composición con voluntad emergentista de “agricultura” y “permanente”).
Hijos de Emerson
Mollison murió, haciendo poco ruido, el 24 de septiembre de 2016, a los 88 años. Los medios australianos se hicieron eco de la noticia, que apenas sirvió para actualizar la entrada que se le dedica en Wikipedia y para animar discretas celebraciones en las redes sociales, promovidas desde distintos lugares del mundo.
En enero de 2008, Kirsten y yo tuvimos ocasión de charlar un rato con Mollison en el centro de educación medioambiental Ceres de Melbourne, Australia (fotogalería de nuestra visita).
Mollison no sólo sabía de qué hablaba, sino que charlaba sobre ello de manera incansable, aunque ello supusiera renunciar a otros quehaceres (como, por ejemplo, la promoción personal).
Su estatura intelectual y el impacto de su trabajo lo acercan a personalidades importantes de su generación (en divulgación, Mollison estaría a la altura de, por ejemplo, Edward O. Wilson, pero este último, profesor en Harvard y ensayista de gran tirada, ha logrado una repercusión pública y notoria en todo el mundo).
“Yo enseño autosuficiencia, la práctica más subversiva del mundo. Enseño a la gente cómo cultivar sus propios alimentos, que es algo sorprendentemente subversivo. Sí, es algo sedicioso. Pero es una sedición pacífica.”
El huerto del matemático apátrida
La obra de Mollison, en la intersección entre la biología, la agricultura y las ciencias sociales, tiene similitudes con el pensamiento multidisciplinar de otro polímata, el antropólogo y lingüista británico afincado en California Gregory Bateson, autor del ensayo Pasos hacia una ecología de la mente (1972), influyente en la contracultura y la cibernética a través de uno de sus alumnos más célebres, Stewart Brand.
Bateson es celebrado y recordado por sus alumnos, incluido el propio Brand. Veremos qué ocurre con Mollison.
Otro caso de olvido exacerbante, por la estatura del personaje y la importancia de su obra: qué mayor muestra de negligencia colectiva que la desatención de la Universidad de Montpellier ante uno de sus antiguos profesores, el brillante -y excéntrico- matemático Alexander Grothendieck, cuya muerte en noviembre de 2014 a los 86 años en su humilde casa del lado francés de los Pirineos, pasó desapercibida para el gran público pese a obituarios como el de The New York Times (algo normal, tratándose de un oscuro matemático), pero que tampoco despertó lamentos entre la comunidad académica francesa, europea y mundial.
Propósito vital de un hijo de anarquistas
Alexander Grothendieck, nacido en Berlín en una familia de intelectuales anarquistas que se involucró en la Guerra Civil Española, sufrió la discriminación a la que las autoridades francesas sometieron a la oleada de refugiados que cruzó los Pirineos tras la victoria franquista.
Sus padres, internados en varios campos para “indeseables” (literalmente, “les indésirables étrangers”, militantes de izquierda españoles y de otros países europeos, “elementos” de inestabilidad potencial para las autoridades francesas, luego controladas por el Tercer Reich), permanecieron juntos hasta que, en 1942, el Gobierno de Vichy envió a su padre, judío jasídico de origen ruso, a Auschwitz.
El propio Alexander Grothendieck permanecería sin nacionalidad durante la mayor parte de su vida y se sentiría siempre como un outsider sin nacionalidad (se naturalizaría como francés al final de su carrera), y encontraría en las matemáticas su único reducto de desarrollo intelectual y autorrealización.
Autodidacta, fue descubierto por académicos franceses y aceptado en la Universidad, donde sus tutores de tesis entre 1949 y 1953, Jean Dieudonné y Laurent Schwartz, pronto no pudieron seguir al alumno, que se interesó por la geometría algebraica, convirtiéndose en el mayor experto de su tiempo en la materia, así como por la conexión intuitiva entre áreas de las matemáticas, cuya riqueza sigue siendo explorada.
Libération recordaba, con motivo de su obituario, que unos años antes, durante su paso con su madre por el campo de internamiento de Mende (Lozère), el niño Alexander acudirá por primera vez a la escuela y encontrará sin ayuda la relación estable entre el diámetro y la superficie de una circunferencia: basta con multiplicar por tres… y una lista de inacabables decimales.
Este anécdota le dará confianza durante el resto de su vida para indagar en su capacidad para hallar los secretos de los números y las formas. Se le abre el mundo de las matemáticas.
Intuición ecológica de un matemático
Su ambición última era unir la álgebra y la geometría: la combinación de aritmética y topología acercaría, intuyó, los conceptos de simetría y geometría: muchas de sus ecuaciones describen formas presentes en la naturaleza. Este Fibonacci contemporáneo buscaba su concepto particular de panteísmo.
Entre finales de los 40 e inicios de los 60, las 2 décadas más fructíferas de su carrera, produjo un trabajo cuya riqueza y profundidad sigue maravillando; en 1966 se le otorgó la medalla Fields (equivalente al Nobel en matemáticas) por sus trabajos en geometría algebraica; honorando la militancia anarquista de su familia, Alexander Grothendieck rechazó la medalla, que se otorgaba el Moscú, como protesta a las acciones militares de la Unión Soviética en Europa del Este.
Cortejado por universidades de todo el mundo, el matemático de origen ruso-alemán se va alejando de los aspectos administrativos del mundo académico y decide abandonar el -prestigioso para el mundo matemático- Collège de France en 1972.
Pragmatismo y convicciones
Coincidiendo con su deseo de retiro del mundo académico, Grothendieck se interesa por la naturaleza: concibe una versión radical de la ecología política y se retira al sur de Francia, donde combinará una colaboración con la Universidad de Montpellier y una existencia más atenta a las pequeñas cosas cotidianas y la introspección matemática (que para él era “naturaleza”) desde su casa en los Pirineos, donde llevará una vida autosuficiente y profundizará en convicciones cercanas a la permacultura de Bill Mollison.
Su dedicación académica en Montpellier, donde impartiría clases desde 1973, no le valió un homenaje o reconocimiento a su altura, ni en su retiro (en 1990, para irse a vivir a Lasserre), ni tras su muerte en 2014. Como buen artista, siguió dedicado a las matemáticas hasta su muerte.
Quizá el trabajo matemático de Alexander Grothendieck sea reconocido en el futuro con el respeto que hoy se rinde al poeta latino Lucrecio y su obra conservada más importante, De rerum natura, apenas un rumor durante siglos. O quizá siga siendo lo que siempre sintió que era, un paria hijo de anarquistas con facilidad para las matemáticas, capaz de rechazar la medalla Fields por principios.
Un humanista asqueado de Roma
Si Poggio Braccciolini, el humanista y buscador de clásicos grecolatinos olvidados en las polvorientas bibliotecas de las abadías medievales europeas, hubiera tenido un mal día (una mala digestión, un pequeño percance o disgusto en el camino, algo tan habitual en los caminos secundarios centroeuropeos de inicios del siglo XV) la mañana de enero de 1417 que entró en el Scriptorium de una abadía perdida en el interior de la Alemania rural (probablemente Fulda)…
La historia de Poggio Bracciolini y la primera copia íntegra de De rerum natura de Lucrecio recuperada en el Renacimiento, nos recuerda la cantidad de obras perdidas y autores que apenas representan hoy una cita o referencia cruzada en obras de Esquilo o Eurípides, en el conocimiento enciclopédico de Ovidio, en los consejos de Séneca o los discursos de Cicerón.
Se ha conservado buena parte de la obra de autores no mencionados por San Agustín, Maimónides, Averroes y los demás auténticos fundadores de la Escolástica cristiana, que salvaron la obra de Aristóteles copiándola religiosamente antes de que los rollos, pergaminos, códices y demás soportes de la Antigüedad se deterioraran hasta la ilegibilidad o (como ocurría en las abadías más celosas con la ortodoxia en el medievo) fueran borrados a propósito para escribir insípidas obras de liturgia cuyo latín descuidado distaba tanto de la elegante y cuasi matemática simplicidad del de Lucrecio.
Un viejo poema pagano
Se supo de la estatura del tal poeta Lucrecio a partir del hallazgo de Poggio Bracciolini a inicios del siglo XV. La corrupción y velado desenfreno del séquito de la Roma papal del que formó parte impulsaron al florentino a leer las mejores obras en romance de su época, atentas al amor sano y a la naturaleza, los temas presentes en los clásicos.
En paralelo, se interesó por la elegancia de la tipografía y la filosofía antiguas. Su hallazgo en Fulda convirtió a Lucrecio en mucho más que una nota al pie de la historia.
Otros, desde el estoico Musonio Rufo a todos los poetas, dramaturgos y filósofos que no tuvieron la suerte de ser copiados a lo largo de los siglos por los últimos patricios (con biblioteca personal y escribas) y los primeros teólogos, se apagaron para siempre en las librerías personales sepultadas por el tiempo y en desastres como el fuego de la biblioteca de Alejandría.
Y así, lo que nos queda de Musonio Rufo es su sombra proyectada en los escritos y enseñanzas atribuidas por otros a su alumno más famoso, el esclavo liberto y filósofo estoico Epicteto. Del mismo modo que lo que sabemos de Sócrates (que, como buen sofista, no escribió una palabra) es lo interpretado sobre él de sus alumnos directos (Platón, Jenofonte) y alumnos de alumnos (Aristóteles).
Y sin la monumental copia e interpretación de la obra aristotélica de Averroes, la Escolástica -y, con ella, la historia de Occidente- habría sido distinta, quizá alumbrando siglos después un humanismo e Ilustración de distinto signo. Sin Averroes, la propia Reforma y Contrarreforma habrían sido distintas. O quizá no habrían sido tal y como las comprendemos.
El poso del tiempo
No siempre hay un Poggio Bracciolini presto a visitar un lugar como el monasterio de Fulda en el siglo XV, época en que muchos manuscritos de finales del primer milenio estaban todavía en un estado de conservación que permitía copiar su contenido mayoritario o íntegro.
Michel de Montaigne, escéptico francés y primer ensayista moderno, no habría sido posible sin su biblioteca personal, repleta de clásicos (entre ellos una muy anotada copia de De rerum natura de Lucrecio, que aparecería siglos más tarde en un rastro británico, tal y como explica el historiador Stephen Greenblatt en su ensayo The Swerve: How the World Became Modern).
En ocasiones, se tiene la fortuna de que alguien como Montaigne se dedique no sólo a viajar a los sitios de aguas termales de Italia para tratar su piedra en el riñón y demás problemas de salud, sino también a leer los clásicos en la biblioteca de su torre, y a comentar sus impresiones sobre ellos, intercalando su vida personal y recuento del momento histórico que le ha tocado vivir con ecos grecolatinos.
Las rencillas y guerras de religión que estuvieron a punto de arruinarlo no evitaron que se sentara en el escritorio y escribiera, a menudo con intenso dolor renal, sobre lo más banal y lo más elevado, sobre opiniones y creencias sólidas, sobre recuerdos y esperanzas, intercalados con recuerdos y esperanzas de otros autores, a menudo alejados de él entre uno y dos milenios.
Lo que se perdió (y lo que no se anotó por pudor)
Así, los -según él mismo- deshilachados comentarios de Montaigne posibilitaron, en buena parte de la forma y el fondo, los aforismos y pensamientos de otros, desde Baltasar Gracián y Blaise Pascal a Schopenhauer y Nietzsche.
Nos llega de la historia, se queja Montaigne, apenas el rumor de los grandes acontecimientos interpretados después, así como los comentarios -casi siempre alegóricos- de autores que cantan hechos heroicos o recuerdan interesadamente. De lo olvidado, apenas llegan sombras huecos horadados junto a la obra de otros autores (intuimos la grandeza de Sócrates en la Apología de Platón, pero poco más podemos aventurar).
De los autores y obras que han brillado de manera más fugaz, secundaria, por falta de ambición (o quizá el pudor hizo que Jorge Luis Borges no intentara escribir una gran obra y se conformara con imaginarlas en poemas, cuentos y algún que otro gran párrafo), o acaso por el dictado de modas o la caída en el lado erróneo de la historia, se sabe poco.
La posteridad
Para el escritor alemán Heinrich Böll, la historia y la ficción deben complementarse la una a la otra.
El auténtico impacto de naturalistas, matemáticos o escritores no se corresponde con su obra, ni siquiera con sus aportaciones a la disciplina a la que dedicaron su propósito vital. Los mejores, eso sí, crecen con el tiempo, una vez (re)descubiertos.
Será el caso de dos ecologistas abanderados de la profunda reconexión con la naturaleza, en un sentido panteísta y multidisciplinar -tan contemporáneo y a la vez con ecos de Emerson y Nietzsche (por no hablar de sospechosos habituales como Rudolf Steiner y Jiddu Krishnamurti)-: el matemático Alexander Grothendieck (1928-2014); y el recientemente desaparecido biólogo e investigador Bill Mollison (1928-2016).
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