La ciencia ficción más inspiradora evoca reminiscencias de épocas que nos remiten al pasado mítico, a menudo tan similar al futuro imaginado.
Los grandes temas universales y nuestra forma de relatarlos repiten patrones en todas las culturas y leer los cuentos de, por ejemplo, Ray Bradbury en Crónicas marcianas no es una experiencia tan alejada de sumergirse en el universo onírico de Antón Chéjov.
La guerra de las galaxias se aproxima tanto al Silmarillion o a las epopeyas que iniciaron las principales tradiciones literarias porque los imaginarios logran lo que, en el pasado remoto, estaba al alcance de los chamanes en trance: la transmutación en animales para «observar» un mundo en el que se funden realidad y ficción, así como pasado, presente y futuro.
Escapadas al desierto
En la ficción, la dirección de la flecha del tiempo (junto a la entropía y la velocidad de la luz, una de las fronteras aparentemente inmutables de la física) puede romperse sin que por ello el universo creado por el autor ceda hecho trizas.
Encarnarse en un águila para «sobrevolar» el tiempo y aportar tendencias que surgen de un imaginario compartido nunca ha dejado de constituir una parte de lo que somos.
Las escapadas de fin de semana de Aldous Huxley y sus amigos desde Los Ángeles al desierto californiano deben inscribirse (como lo harán más tarde los «viajes» físicos acompañados de trayectos sensoriales en la literatura —Carlos Castaneda— y en el periodismo —Tom Wolfe como reportero del trayecto a bordo del autobús escolar reconvertido Furthur—) en el intento contemporáneo de trascender las barreras del contexto aristotélico de presencia (asociado al de «realidad») y el aquí y ahora convencionales.
Las sociedades complejas se explican a sí mismas relatos sobre el pasado, el presente y el futuro que garantizan una mínima cohesión y permiten la evolución del acervo colectivo (esos «universales subjetivos» que todos comprendemos en un tiempo y una sociedad).
Un relato olvidado
A partir de su evocación de mundos míticos, a menudo inspirados en los relatos y epopeyas de un pasado remoto, la ciencia ficción también nos avanza los futuros posibles, siempre abiertos a eventos e interpretaciones que eluden la tentación a crear escenarios unidimensionales donde se imponen el maniqueísmo y los decorados de cartón piedra.
A través de hipótesis de mundos paralelos como la teoría de cuerdas o el multiverso, la física teórica especula sobre la unificación de los grandes eventos con los eventos minúsculos en el universo, y la ciencia ficción sirve a menudo de avanzadilla para la ciencia.
Pongamos por caso The Last American, una oscura novela de ciencia ficción de J.A. Mitchell, publicada en Nueva York en 1889. Cuando Estados Unidos se preparaba para tomar el relevo de Europa en la construcción del imaginario de la modernidad (detentado hasta entonces por autores asociados a capitales como París o Londres), Mitchell soñaba con lo que nos traería el futuro remoto.
La novela está escrita en clave de diario de bitácora de un almirante persa que navega (!) a través del océano Atlántico en el año 2951. Este trayecto, que no deja de ser —siguiendo el eterno retorno de Nietzsche y otros— el eco ficticio de viajes «reales» no menos fantásticos para nosotros, tales como la navegación Leif Erikson a la actual Terranova, o los primeros viajes ibéricos en busca de la India por mar, ya fuera bordeando África o poniendo rumbo hacia el Gran Oeste.
Romanticismo y ruinas
Lo que encuentra el almirante persa en 2951 cuando navega hacia Estados Unidos desde el naciente no es menos fantástico y sorpresivo que lo narrado por los primeros viajeros del Viejo Mundo durante sus evocadoras travesías en busca de las riquezas míticas de Oriente: la infantil esperanza de encontrar las puertas del paraíso se transforma en la gestión de la incertidumbre y la decepción.
Lo que el imaginario almirante persa Khan-Li redescubre no dista tanto de las primeras descripciones europeas de viejos mundos agonizantes o desaparecidos en Mesoamérica, los Andes, la cuenca del Misisipí o la cultura anasazi del suroeste de Estados Unidos (a menudo, debido a pandemias causadas por gérmenes importados por los propios viajeros europeos).
Cuando Khan-Li llega a la Costa Este de Estados Unidos (recordemos, nos encontramos en el año 2951), el ilustre almirante revisita una cultura ya desaparecida. La floreciente civilización de Norteamérica, en su punto álgido unas décadas después de que Mitchell escribiera su novela, es apenas un territorio yermo donde explorar evocadoras ruinas románticas de un mundo colapsado siglos antes.
Ante esta escena, rememoramos una vez más un referente de la cultura pop del siglo XX en forma de «meme» avant la lettre: la escena de El planeta de los simios de Schaffner (1968) en la que sentimos empatía por el astronauta estadounidense que, recién desvelado de su hibernación, pasea por una playa para toparse con una estatua de la Libertad parcialmente sepultada, símbolo del colapso de la civilización dominante durante el período, ahora agotado, que denominamos Pax Americana.
Universales subjetivos
La percepción de Khan-Li de este mundo desaparecido evoca el sueño de trascendencia, conquista y eterno retorno que el joven Napoleón habría sentido ante las ruinas semi-sepultadas de la tierra de los faraones, antes de que su ascenso transformara para siempre la manera occidental de percibir la guerra y la historia.
Desde 2020, hay algo que resuena aún más en nuestra «intersubjetividad» o imaginario colectivo (compuesto de esos universales subjetivos que reconocemos).
Mitchell imagina que el colapso de esa vieja cultura próspera, que durante su punto álgido se había sentido invencible y eterna —pecado recurrente de la humanidad— se produce debido a los cataclismos de un cambio climático contra el que los estadounidenses no se habrían preparado.
The Last American, la oscura novela de 1889, reivindica su sentido en 2020, del mismo modo que los aforismos de Nietzsche nos hablan más en la actualidad que a los jóvenes que celebraron la bienvenida del siglo XX. El siglo XXI bien podría haber empezado en 2020, del mismo modo que el siglo XX lo hizo en realidad del archiduque Francisco Fernando de Austria en Sarajevo el 28 de junio de 1914.
Bache o tendencia
En el año de la primera gran pandemia del siglo, otro motivo recurrente de los relatos de ficción e historia (deberíamos definir qué es la historia y cómo la contamos, para constatar que hay interpretaciones no menos ficticias que la novela que nos ocupa), reemerge el regusto milenarista de todo fin de época.
Del mismo modo que quienes se sienten portadores del Imperio Británico no reconocieron su declive y desaparición, la Pax Americana se adentrará en el futuro como un muerto viviente, pues quienes se beneficiaron del orden surgido al finalizar la II Guerra Mundial tampoco reconocerán en esta ocasión la llegada de un mundo multipolar que se alejará de la tutela económica y cultural estadounidense.
Este alejamiento podría extenderse en el tiempo o acelerarse, en función de si los síntomas de agotamiento de las instituciones democráticas del país superan la prueba de fuego de la presidencia de Donald Trump y las tensiones sociales derivadas de la desigualdad y el advenimiento de medios que anteponen los ingresos a la calidad de la información que distribuyen (ya sean conglomerados tradicionales, redes sociales o rincones de la Web oscura).
La respuesta a la pandemia del coronavirus mina la autoconfianza y la imagen proyectada de Estado Unidos y el Reino Unido, los dos países que fomentaron el dominio de la cultura anglosajona, hasta el punto de confundir la angloesfera con la idea de Occidente.
Historias que nos contamos
La ambivalencia de la Administración de Estados Unidos ante la pandemia fomentó una respuesta precipitada y conspiracionista de algunos gobernadores y de una parte del público sujeta a niveles de toxicidad informativa que han aumentado con el reinado de las redes sociales, para desesperación de los epidemiólogos y expertos sanitarios del país, muchos de los cuales lideran su especialidad en el mundo —o así lo habíamos considerado hasta ahora—.
En el mejor de los casos, la renuncia de Estados Unidos a lograr una mínima cohesión pública que permita hacer frente con eficacia a una pandemia podría ser momentánea. Científicos y laboratorios del país podrían lograr la primera vacuna efectiva contra Covid-19 y organizar una distribución mundial responsable y magnánima, lo que constituiría un ejercicio de liderazgo.
En el peor de los casos, los síntomas que se acumulan en los últimos años formarían parte de una tendencia fruto del aumento de la desigualdad y el alejamiento del país de sus principios fundacionales en torno a la prosperidad utilitarista y la igualdad de oportunidades.
Estos síntomas (desde la campaña contra la evidencia científica del fundamentalismo religioso a la relativización (o negación) del cambio climático exacerbado por la actividad humana, pasando por el conspiracionismo que se ha instalado en los últimos meses entre capas amplias de la población), no tienen nada que ver con The Last American, novela escrita antes de que llegara el tiempo de Estados Unidos y de que la doctrina del destino manifiesto empezara a difuminar las fronteras entre ego, delirio religioso y acervo colectivo.
Las playas del Ártico
Sin embargo, en 2020, el año que empezó con la oleada dantesca de incendios en Australia y prosigue con una pandemia que obliga a replantear el modo en que el mundo ha acelerado su interdependencia en las últimas décadas, el cambio climático empieza ha mutar desde amenaza vaga que sólo logra cierta nitidez en los modelos computacionales, a amenaza real y cuantificable en nuestra limitada percepción del tiempo, siempre condicionada por la atención aristotélica del aquí y ahora.
Permanecemos presos de la idea de «presencia» surgida en la física de Aristóteles. En el fondo de nuestro horizonte en un verano a media velocidad debido a riesgos localizados de rebrote que pueden sucederse en cualquier lugar del mundo (a excepción, de momento, de la Antártida), el cambio climático se presenta como una calima que anula toda oportunidad de reconfortarnos con la idea de nitidez.
El Ártico lleva semanas registrando temperaturas que ha menudo han superado el tiempo registrado en Sevilla o Atenas. El Ártico arde y en Norilsk, la ciudad más septentrional del mundo con más de 100.000 habitantes, no saben si celebrar las oportunidades que podría presentar un océano Ártico sin hielo durante la mayor parte del año, o abandonar los edificios más afectados por el debilitamiento del permafrost.
Aurora
Como a inicios del siglo XX (recordemos que el siglo XX empieza un Sarajevo a las puertas del verano de 1914), Dante sobrevuela el inicio real del siglo XXI, que podemos establecer en 2020.
"History is a daily invention, a permanent creation; a hypothesis, a game, a wager against the unpredictable. Not a science, but a form of wisdom; not a technique, but an art."
Octavio Paz, Alternating Current. pic.twitter.com/iQIWeStkW5— Adam Tooze (@adam_tooze) July 8, 2020
Las viejas novelas de ciencia ficción reemergen luminosas en el baile chamánico, y los jóvenes que leen a Nietzsche —o podrían hacerlo si se dieran las condiciones— sueñan con reescribir las leyes de la física y contribuir de un modo u otro a un mundo que nace.
Friedrich Nietzsche escribió Morgenröthe (Aurora) entre 1979 y 1881, compendio, apenas leído por su círculo íntimo durante los primeros años. La estatura de este y otros textos del autor surgió con la perspectiva que el tiempo y los traumas colectivos contribuyeron a fraguar mucho después.